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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 6 - PAZ CONSTITUCIONAL

EL PRESIDENTE DE LA BARRA




Con la firma de la paz de Ciudad Juárez, con el triunfo de su causa, con su radiante y contagiosa popularidad, con los fulgores de su talento. Madero acrecentó la confianza en el pueblo y en sí mismo, de manera que si había vencido al autócrata, tenía la certidumbre de acabar fácilmente con cualquier obstáculo que surgiera para la consolidación de las ideas revolucionarias.

Dentro de esa suficiencia de hombre y caudillo, Madero consideró que estaría en posibilidad de llevar —guiado siempre por la buena estrella— la responsabilidad que desde la expedición del Plan de San Luis había contraído con su patria. Creía, además, que a una sola voz de alarma, los mexicanos volverían o se reunirían en torno de él.

Con tales seguridades en sí mismo y en el pueblo de México, el jefe de la Revolución no quiso averiguar los designios del presidente interino De la Barra. Parecíale que éste, acostumbrado a la vida vana y pomposa de los diplomáticos de su época, y por lo mismo ajeno a los negocios políticos, se dedicaría a continuar sus modos protocolarios en la presidencia de la República.

Era expreso, por otra parte, que el Interino no tenía más misión que la de servir a la continuidad del Estado, principalmente en los capítulos financiero y administrativo, de manera que, convocada la nación a elecciones generales, y efectuadas éstas, la constitucionalidad estaría representada, en el orden político, por los gobernantes elegidos por el sufragio, puesto que tal era la demanda suprema de los hombres levantados en armas el 20 de noviembre.

Mas, como apenas instalado en la ciudad de México, Madero advirtiera que De la Barra correspondía a un ideario antagónico al sustentado en La Sucesión Presidencial, como simple ciudadano, pero con mucho tino y prontitud empezó a exigir que los gobernadores porfiristas fuesen sustituidos por ciudadanos que ... [gozaran] de popularidad.

Accedió el Interino a esta exigencia del jefe de la Revolución, con lo cual estableció un precedente de obediencia al caudillo; precedente de que éste se valió para plantear nuevas exigencias a De la Barra, quien, después de su primera debilidad de autoridad nacional, no tuvo más remedio que continuar en el camino de las transacciones y complacencias.

Tendida así la primera red defensiva de la Revolución, la República pudo considerar que empezaba a recobrarse de los males padecidos; aunque olvidando que terminados unos, sobrevendrían otros, puesto que tal es la lógica de los pueblos, siempre empeñados en crear nuevas ambiciones con la esperanza de alcanzar su dicha total.

Si el señor León de la Barra, pues, apreciaba con deleite un acontecimiento tan grato como era el de llegar a la presidencia de la República sin esfuerzos, y con lo mismo dejaba a Madero el derecho de gobernar tras del telón, no sería así al través de los días del interinato; porque apenas pasadas las primeras semanas, el Interino empezó a sentir la comezón de una autoridad que legalmente le correspondía; y aunque sin desconocer la jerarquía de Madero, empezó a tener tratos con los enemigos del caudillo revolucionario. Esto, con señalada diplomacia y cautela, de manera de no enemistarse con los vencedores; pero con la esperanza de embarnecer su personalidad en el orden político y prepararse así para lo futuro, que no se veía muy diáfano en su procinto.

Para este logro, la situación del país en la trasguerra, se presentaba favorable a los designios de De la Barra; porque a los problemas anteriores a la caída del general Díaz, se seguían los provocados por la Revolución y los revolucionarios. De esta suerte, era muy difícil que la Nación distinguiera dónde estaban los intereses del maderismo y dónde los del Presidente interino.

Durante el mes de junio (1911), la República pareció confortada con el triunfo del maderismo; y a pesar de que no faltaban dislates y tropiezos, venganzas y apetitos, la marcha de los negocios oficiales y populares dieron la idea de que, al fin, México había hallado su verdadera vocación y que las puertas de lo porvenir estaban abiertas de par en par.

En el fondo de todo aquel teatro que respiraba optimismo, solían escucharse voces que misteriosamente soplaban, en repetición intencionada, esta única: Contrarrevolución.

¿Era posible la Contrarrevolución, cuando los intereses políticos más encontrados estaban entregados a la reconciliación? ¿Quién podía creer, en certidumbre, en una reacción cuando, de un lado, el pueblo estaba entregado totalmente a los brazos del maderismo; y por otro lado, los caudillos del régimen porfirista, o habían huido del país, o permanecían ajenos a las nuevas lides políticas, o, como los diputados a la XXV Legislatura del Congreso de la Unión, ahora vestían la indumentaria de los revolucionarios?

La única amenaza para la paz nacional que hasta el día de la entrada triunfal de Madero a la ciudad de México se advertía en el horizonte, era la personalidad del general Bernardo Reyes; pero ésta estaba tan desvanecida enmedio de los humos del maderismo, que en la realidad ya no era la representación de guerra, pulso y definición de los primeros ocho años del siglo.

Reyes se hallaba de regreso en el país; sus principales partidarios le seguían siendo devotos; su prestigio militar se manifestaba enhiesto; su talento no había sido desmentido; sus ambiciones eran latentes. Sin embargo, un año —el año comprendido entre la aprehensión de Madero y la entrada de éste a la capital- bastó para que en México emergiera una considerable generación política a la cual era ajena la personalidad de Reyes. Este, pues, a su regreso se encontró —aunque sin reconocerlo— con días muy desemejantes a los conocidos hasta la caída de don Porfirio.

Aunque rechazado Reyes por el tiempo, la gente y lo nuevo; y aunque ya no significaba partido ni amenaza, Madero con señalada arte política quiso liquidar formal y definitivamente al reyismo; y al efecto, sin que éste maliciara a donde iba a ser llevado, aceptó un entendimiento con Madero, y reunidos ambos (9 de junio), el Jefe de la Revolución le propuso, y el general aceptó, ser parte del gabinete presidencial llegado el día en que el proponente ocupara la primera Magistratura de México.

En correspondencia a los públicos designios de Madero, el general Reyes, convocó a sus partidarios para que desistieran de proyectos electorales de carácter reyista y evitaran inconducentes maniobras políticas; y Reyes mismo se declaró partidario de la Revolución y de Madero.

Quebrantando así el reyismo en sus cimientos. Madero acudió a dar solución a otro problema de carácter político que amenazaba, si no la paz nacional, si la tranquilidad en el sur de la República. Tal problema era el concerniente a los guerrilleros que acaudillaba Emiliano Zapata en el estado de Morelos, y que mantenían, con sigular firmeza, una actitud, no tanto de rebeldes, cuanto de cautelosos revolucionarios, puesto que sentían intuitivamente la amenaza de una Contrarrevolución, si el maderismo victorioso no tomaba posiciones defensivas.

Zapata y sus guerrilleros caracterizaban, en esos días, la pureza de un localismo temeroso de ser aterrado nuevamente a pesar de su triunfo civil y guerrero.

Para tratar este problema. Madero tenía si no la expresa manifestación de De la Barra, sí la tolerante actitud del Presidente, quien asistía a estos negocios tratando de capitalizarlos a su favor y sobre todo de aprovechar cualquier error de cálculo que pudiese cometer el caudillo de la Revolución.
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