Presentación de Omar CortésCapítulo quinto. Apartado 13 - La Revolución TriunfanteCapítulo sexto. Apartado 1 - Los hombres de la Revolución Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO

INTERMEDIO DE LA REVOLUCIÓN




Por ministerio de la ley, el licenciado Francisco León De la Barra, secretario de Relaciones Exteriores, fue presidente interino de la República.

Distinguido como diplomático desde la segunda Conferencia Panamericana a la que concurrió como delegado de México, De la Barra, aunque hombre estudioso, carecía de práctica política, y era el menos indicado para hacer frente al gran intermedio que se abría entre la Guerra Civil y la Revolución; porque el episodio armado, aunque con el apellido de revolución, no era la Revolución predicada por Francisco I. Madero y aceptada por los mexicanos. No se sabía, con certeza, qué era y hasta dónde llegaría la Revolución; pero la gente, intuitivamente, consideraba que el fenómeno significaba un cambio radical de sistemas y hombres que habían hecho posible el régimen personal del general Porfirio Díaz.

Y esto, que no se sabía cómo podría ocurrir, no era compatible, desde el punto de vista revolucionario, con el gobierno presidido por De la Barra.

Este, aparatoso en su aspecto físico, complicado en su mentalidad, sin más historia civil que su carrera diplomática, dorada con su gestión como embajador de México en Estados Unidos, hecho presidente de la República significaba un desatino propio a las horas difíciles provocadas por el desarrollo de la insurrección popular que se dilataba en el país.

La idea de que el general Díaz fuese sustituido momentáneamente en la presidencia por un individuo sin historia política era, en el fondo, concordante al principio de la doctrina de la paz pública que, tanto para dar progreso a México como para proteger las inversiones y el crédito extranjeros, se hizo hábito del régimen porfirista.

Acostumbrado como estaba a la casaca diplomática, poco podía servir De la Barra en un gobierno que, consecuente con la aspiración general y central de esos días, debió ser el preliminar de la Revolución. Culpa, sin embargo, no fue de Díaz ni de Madero, sino de las circunstancias, el gobierno de De la Barra, puesto que todo el volumen de sucesos políticos y guerreros se movió tan precipitada e inopinadamente, que se hizo necesario echar mano de quien, como De la Barra, poseía, eso sí, la personalidad conveniente para ganar, en nombre de México, la confianza de la economía mexicana. Y tan poderoso era, como bien lo sabía el general Díaz, el influjo de los créditos e inversiones dentro del país, que una de las manifestaciones, casi colonialista, de los inversionistas y empresarios extranjeros, al estallar la guerra en el norte del país, fue pedir, a través de los canales diplomáticos de sus naciones de origen, el amparo de sus gobiernos; también el derecho de armar a quienes les representaban, ya en empresas mercantiles, ya en industrias mineras o petroleras. De esta suerte, las colonias extranjeras en México se consideraban parte de un mundo que no era el mundo mexicano.

Para evitar, pues, esa amenaza del exterior, el general Díaz, y con él, Limantour, consideró patriótico encargar el Poder Ejecutivo a una persona que, sin estar reñida con los revolucionarios, fuese al mismo tiempo garantía de la paz y estabilidad para los intereses foráneos avecindados en el país.

Madero, por su parte, temeroso de que su tolerancia política unida al propósito de no descontinuar la vida constitucional de México, fuese pretexto para que el Presidente interino, dado su parentesco político con el porfirismo, pusiera incondicionalmente su gobierno al servicio de los pro hombres del gobierno caído, probó, con su singular ventaja, sus habilidades de negociador y líder político, de manera que cuando el nuevo Presidente reparó en lo sucedido, ya era tarde para retroceder y por lo mismo estaba obligado a ser obsecuente a los designios del caudillo.

Este, al efecto, sin hacer de la materia un motivo de extraconvenio, puesto que los arreglos directos con De la Barra, estaban al margen de lo tratado y resuelto en Ciudad Juárez el 21 de mayo, con prontitud y sagacidad, aceptado que hubo que De la Barra asumiera la presidencia, exigió que cinco de los ocho secretarios de Estado correspondieran políticamente al maderismo, y que los tres restantes no se hubiesen significado en la política del régimen porfirista, y que por lo mismo estuviesen exentos de los odios populares.

De esta suerte, el gabinete del presidente De la Barra quedó formado por los colaboradores y partidarios de Madero que eran Francisco y Emilio Vázquez Gómez, Rafael Hernández, Ernesto Madero y Manuel Bonilla. Los otros tres: el general Eugenio Rascón y los licenciados Bartolomé Carvajal y Rosas y Manuel Calero, si no pertenecientes a las filas de la Revolución, tampoco habían sido parte de la militancia política porfirista.

No fue eso todo lo que Madero obtuvo sobre la estructura de lo convenido en Ciudad Juárez: los gobernadores de estado y los jefes políticos iban separándose de su investidura uno tras de otro; aunque algunos abandonaron sus puestos temerosos de las represalias populares que a cada paso anunciaban los jefes revolucionarios.

Los sustitutos de tales autoridades representaban el primer triunfo del ambicionado localismo, que se hallaba entre las causas principales de la Revolución. En esta ocasión, los revolucionarios ni siquiera consultaban al Centro sobre quienes deberían ser las autoridades civiles; y por lo tanto, en pocas semanas embarneció el cuerpo político de la Revolución, y muy fácil fue la consideración de que tales acontecimientos harían indestructible el triunfo de la democracia y del maderismo.

Sin embargo, para evitar que el intermedio político que constituía el interinato de De la Barra, pudiese servir a los intereses del gobierno caído, el maderismo se hallaba con dos grandes obstáculos, que no se originaban en la imprevisión o debilidad de Madero y del partido maderista, sino que eran conexivos a la continuidad constitucional, seguida interesada y patrióticamente tanto por el partido porfirista como por el triunfante.

Uno de esos obstáculos políticos, que por otro lado, daba realce al espíritu cívico y civilizado de México, era la prolongación que durante el interinato delabarrista tendrían dos poderes de la República: el judicial y el legislativo. Ambos permanecían intocados, con unas cuantas excepciones, por los hombres y propósitos de la Revolución.

De pura cepa porfirista, aunque de señalada honorabilidad eran los miembros de la Suprema Corte de Justicia. Individuos de la aristocracia política de México, que habían dado adorno y esplendor al gobierno del general Díaz eran los diputados a la XXV legislatura del Congreso de la Unión. Aquí entre los supuestos legisladores designados privada y convenientemente por don Porfirio, en la última oportunidad de los Treinta Años, había hombres importantes como Francisco Bulnes y Carlos Pereyra, Luis Pérez Verdía y Antonio Ramos Pedrueza, Enrique Rodríguez Miramón y Ricardo García Granados, Guillermo Obregón y Luis Riba.

Verdad que ese elenco porfirista se manifestaba sumiso a la Revolución, después de haber aprobado la reforma constitucional restableciendo la no reelección y la renuncia del presidente y vicepresidente de la República. Así y todo, los rencores del vencido estaban anidados dentro del Organismo Nacional. Sólo existía, pues, un estado de neutralidad política que no dejaba de ser amenazante para lo futuro de la Revolución; aunque no había un medio posible para dar fin a esa situación, toda vez que el desconocimiento del poder Legislativo equivalía a un golpe de Estado.

El segundo obstáculo consistía en el ejército. Los generales, jefes y oficiales, sobre ser originarios, en su mayoría, de la casta que preparaba el Colegio Militar, eran partes inseparables de las ideas, hombres y sistemas porfiristas, y no era posible exigir un cambio de mentalidad a tales sujetos. Además, ni el Plan de San Luis ni los jefes revolucionarios fueron políticamente hostiles al ejército. Este, hasta antes de la guerra civil, más tuvo de decorativo que de función bélica. El mantenimiento de la paz, durante los Treinta Años, debióse más a los cuerpos rurales que a los soldados federales.

El propio Madero había hecho (octubre, 1910), se repite, una exhortación a los miembros del ejército, para que pugnando por la Constitución a la que debían respeto y obediencia se uniesen al maderismo, puesto que se consideraba que la continuidad del general Díaz en el poder, era ilegal, por haber burlado y omitido la voluntad popular en la votación a Madero al efectuarse los comicios de 1910.

Sin embargo, dentro del alma de los jefes militares bullían otras ideas desemejantes a las anteriores de la Guerra Civil. Tales ideas, no lidiaban con los negocios políticos. Correspondían a un alto problema de carácter moral; porque, en efecto, el ejército se sentía humillado. Sobre todo, para la oficialidad era una pena admitir que la clase rural, siempre apartadiza, tímida, pobre y desorganizada hubiese sido capaz de derrotar a un ejército que parecía ser uno de los grandes orgullos de la Nación mexicana. Así, ese descalabro moral servía de fermento intranquilizador en los cuarteles. Mas esos dos obstáculos parecieron minorarse con la entrada triunfal (7 de junio) de Francisco I. Madero a la ciudad de México, que repercutió hondamente en toda la República.

Madero, después de ser aclamado a su paso por las poblaciones del norte y centro del país, llegó a la metrópoli para conmover a los habitantes de una ciudad tan profundamente porfirista, que tampoco salía de su asombro, de que un líder pueblerino hubiese derrocado a un gobierno que disponía de los instrumentos y los créditos para cimentar su perdurabilidad. Tan grande fue el acontecimiento, que los metropolitanos, no acostumbrados a pensar, sino a obedecer, se entregaron a idealizar la Democracia y la Libertad, de manera que de serviles se convirtieron en puntillosos, de lo cual se habría de valer el despecho del vencido para preparar subrepticiamente sucesos que harían llorar desesperanzas al pueblo de México; pero que también serían escenario de un teatro llamado a ser la introducción a la Alta Historia de un pueblo de dramas y glorias, que venerando su pasado amaba su porvenir.
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