Presentación de Omar CortésCapítulo primero. Apartado 3 - El Partido LiberalCapítulo primero. Apartado 5 - El imperio del Centro Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 1 - PAZ DE REGIMEN

IDEA DE LA AUTORIDAD PORFIRISTA




A los primeros albores del siglo XX, las amenazas calladas y por lo tanto ajenas a las verdades y realidades de la Nación, que se presentaban para el régimen porfirista, tenían no pocos aspectos; algunos de ellos complicados. En efecto, si para unos la idea de suceder al general Porfirio Díaz era grata y apetecible, para otros significaba lo peligroso de un cambio de cosas; empresa quizás un poco incoherente e intangible, pero de todas maneras apoyada en el principio de las libertades públicas.

La creencia de que llegado el Presidente a la edad de setenta años, carecería de la gallardía y pulso convenientes y necesarios para el gobierno de la República, no dejó, en medio de acciones silenciosas y laberintosas, de convertirse en una sorda conspiración dentro del propio régimen; conspiración que no trascendía al mundo popular y que se desarrollaba a manera de graciosas composiciones políticas; también de muy groseros deseos personales.

A todo esto no vivía ajeno don Porfirio, quien llevaba lo septuagenario con señalada agilidad, mucho decoro, bastante y considerada energía y con la certeza de que tal edad, para un gobernante, era plenitud de prudencia y experiencia. Además, el general Díaz estaba seguro de que, habiendo engrandecido y consolidado la autoridad civil, ésta no podía ni debía ser interrumpida o desvirtuada con un cambio de hombres o propósitos políticos o administrativos, puesto que la obra bienhechora del régimen consistía en la función de un sistema conforme al cual era indispensable proseguir y dilatar lo comenzado.

Díaz, se repite, no creía en las innovaciones políticas ni en las inquietudes humanas; y si no era hombre que se amaba a sí mismo y que sólo consideraba sus dones de gobernante, sí pertenecía a esa clase de individuos que tienen culto excesivo, veraz e incambiable a todo lo que en principio y práctica es precisión y pensamiento de orden. Y en razón misma a la prudentísima edad del estadista, estaba ese reverente e invariable homenaje que el propio don Porfirio tributaba a la observancia del lugar y sucesión de las cosas.

La edad, pues, del Jefe de Estado no podía ser motivo de controversia ni de preocupación popular. Tampoco iba a servir para la cuestión de qué sería de México después del general Díaz; porque para éste, después de él, estaría la Ley. Con esta lógica, divulgada incesantemente, el general Díaz hacía siembra de apaciguamiento, principalmente para sus más allegados colaboradores, entre quienes muy a menudo se barajaba, aunque entre bastidores, la interrogación de la sucesión, que tenía las características de ser la más importante para el país.

Esto no obstante, la malicia o la rivalidad, la pequeñez o el apetito de quienes se creían posibles sucesores del general Díaz, oscurecía a veces el horizonte de la Nación.

Tan superior manera de dar gobierno y futuro a la República, no la comprendían los altos funcionarios oficiales. De aquí, que el ejercicio de los subalternos del régimen aparecieran como partes de un gobierno despótico, egoísta, imprevisor, negativo y tortuoso. Lejos, pues, de la idea fija, perseverante e invariable de don Porfirio, vivía la mayor parte del mundo oficial, por lo cual, en vez del juicio de la lógica que el general Díaz llevaba sobre sus hombros y que aplicaba con esmerada cautela y firmeza, ese mundo oficial seguía el camino de las adivinanzas; y si en alguna ocasión se sentía poseedor de los secretos del caudillo e interpretaba los inquirimientos y comentarios presidenciales no como proposiciones desembarazadas y fortuitas, sino a manera de apuntamientos testamentarios, lo único que lograba era dividirse en sus ambiciosos e ilusivos repartos. De esta suerte, el propio oficialismo, entregado a todos los juegos y leyendas agradables, debilitaba el poder personal del general Díaz, y daba lugar a que, de conjetura en conjetura, llegasen a la masa nacional noticias de descomposición que en la realidad no existía, pero que motivaba la zozobra nacional.

Así, a la cortesana, pero enconada rivalidad del grupo de los políticos ilustrados que se movía en torno al ministro de Justicia e Instrucción Pública Joaquín Baranda, y de la parcialidad llamada Científica que auspiciaba con mucha cabeza y efectividad el ministro de Hacienda José Yves Limantour, y de la cual fue víctima el primero cuando quiso ser osado en un régimen donde la audacia significaba desobediencia y alzamiento; así, a esa enconada rivalidad, se siguieron —también como consecuencia de las competiciones palaciegas— los fermentos catalizadores del régimen porfirista.

Tan peligroso era el uso de los atrevimientos dentro del gobierno, que cuando un núcleo político independiente penetró, con señalados arrestos, al escenario oficial y eligió como su caudillo al ministro de la Guerra general Bernardo Reyes, pareció como si a tal hora hubiese llegado la peste y la descomposición del régimen porfirista. Y esto hizo temblar al país, no de goce democrático, sino de muchos temores, porque el general Reyes, quien con muy pocas pulgadas de estatura, se dejó arrastrar por el aplauso, el entusiasmo y la ilusión, suponiendo que el acontecimiento sería a manera de puente, llegado el caso de que don Porfirio se quisiera retirar; y esto, creyendo lo que el Presidente, por su espíritu de gran responsabilidad, no había, considerado ni dentro ni fuera de su alma de caudillo y Jefe de Estado.

El general Díaz dejó progresar el reyismo, pues quiso saber hasta dónde podía encaminarse un sentimiento democrático en el país; mas esta finta porfirista, no la entendió el general Reyes y permitió que sus partidarios le dieran todos los vuelos de la popularidad. Y, en efecto, pueblo y Reyes llegaron a tener compatibilidad, no obstante que el general no era de esos hombres capaces de extender su estimación en el concepto público, ya que estaba poseído de la vanidad y mucho exhibía su profesión militar y no ocultaba su almacén de reconcomios; pero su diligencia, fuera de lo vulgar, caracterizada en la organización de una reserva del ejército federal —reserva que se suponía equivalente a la seguridad de la República- le abrió las puertas del crédito nacional.

El suceso, sin embargo, no podía ser clasificado como eminentemente grato al pueblo; pero si por un lado tenía todas las exterioridades de corresponder al desenvolvimiento urbano, de otro lado, el hecho de que un ministro del gabinete de don Porfirio se presentara osadamente como portavoz de una nueva idea, alentó tantas ambiciones, que quién más, quién menos, vio en Reyes al más probable sucesor del general Díaz. Y Reyes mismo debió considerarlo así; pues dejó esplender, sin advertir los recelos del general Díaz, y sin maliciar que su iniciativa militar servía de finta, el aparato militar que representaba la segunda reserva del ejército; y como el hecho era novedoso y atrevido, el espíritu emprendedor del ministro, sirvió para dar valor, brillo, esperanzas al partido reyista. Con Reyes, más que la democracia, surgía la vocación creadora del pueblo mexicano que anteriormente estaba oculta entre los pliegues de la dejadez y la ignorancia, pero sobre todo en el apartamiento en que vivía el cuerpo rural de la República.

Ahora bien: si el Presidente no comprendía ese fenómeno que se desarrollaba en el país, y las empresas de Reyes sólo las veía a través del temor de que el acontecimiento comprometiera el orden nacional e hiciese crecer un movimiento político dentro del porfirismo; si el Presidente no comprendía tal fenómeno, percatado de lo que podría sobrevenir políticamente, excluyó del gabinete al general Reyes; ahora que esto, sólo sirvió para actualizar el problema de la sucesión presidencial, que el régimen porfirista había logrado desvanecer al través de los años y prosperidad oficial.
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