Presentación de Omar CortésCapítulo primero. Apartado 2 - Origenes del regimen porfistaBiblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO

CAPÍTULO 1 - PAZ DE UN RÉGIMEN

EL CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA




Para el común sentir de los mexicanos, en la primera década del siglo, el mes de septiembre era el tiempo de una primavera política nacional, dentro de la cual se recreaban innúmeras y hermosas, aunque endebles esperanzas de un porvenir mexicano. Y esperanzas de todos los géneros; porque ¿quién, al recuerdo de una epopeya centenaria, no anhelaba conocer y disfrutar la forma primigenia de la Independencia de México, y con lo mismo penetrar al trato del desarrollo de los organismos públicos y humanos, particulares y administrativos, ilustrados y populares, ideales y pragmáticos que al través de cien años habían dado ser y principios a la República?

Así, en medio de lo conmemorativo del Septiembre de 1910 -que es el Septiembre de este estudio-, emerge una pregunta que no corresponde al espacio sideral, sino que está incluida en uno de los primeros tiempos de la razón de gente. Tal pregunta, que no corre del decir de unos al decir de otros; pero que sí va de una mente a otra mente, puesto que el silencio es un hábito que se ha hecho durante el régimen político del general Porfirio Díaz; tal pregunta, se repite, reza así: ¿Es dichoso, en estos días del Centenario de la Independencia, el pueblo mexicano? Y se escribe pueblo y no individuo o sociedad, no tanto para la pluralización de las cosas, personas o pensamientos, cuanto para establecer la esencia de un carácter antropológico; pues, ¿qué otra materia, sino el conjunto de los mundos naturales constituye el meollo de las naciones y hace inteligible la felicidad de los seres racionales? ¿Cómo, si no de esa manera, podrá comprenderse el análisis y perduración históricos? ¿Qué hacer, a fin de establecer las causas, sin la unidad de las familias que dan proporción, macicez, cordura, sangre y carne a la Nación Mexicana?

Los signos que surgen, conforme se desenvuelve la vida nacional, en torno al carácter antropológico, son de tanta magnitud, que sólo así será posible entender el fundamento de los acontecimientos que constituyen la Gran Revolución Mexicana; Gran Revolución, por su dilatación, sus luchas, sus hombres y sobre todo por la sencillez y humildad de su origen, que a medida que se desarrolla transforma a la masa rural que la produjo, en individualidades que, abandonando u olvidándose de su cuna, dan a México singulares clases selectas para todos los designios de la vida y del espíritu humano.

Tan sorprendente es el acontecimiento, que nos obliga a interrogar si con ello México alcanzó la felicidad o si poseía ésta en los años anteriores a la Revolución.

Fijemos como preliminar, que si al través de los días que encaramos, la dicha hubiese sido para el pueblo mexicano materia moldeable, quizás los sufrimientos populares merecerían otra clasificación y no las que se dan a los que provienen de la guerra. Tal vez, se argumenta, el régimen político, la doctrina moral, la institución jurídica, la idea religiosa, la función de las ideas, la organización de la sociedad, la distribución de la propiedad, el ejercicio autoritario, el sistema administrativo del país no eran un sublimado esencial. Posiblemente, si la bondad o la malicia de las acciones humanas, durante la época que examinamos, en vez de motivos recónditos hubiesen tenido las expresiones claras del entendimiento general, merecerían desde luego una calificación justa e iluminada, con lo cual nos bastaría para fijar la dicha de la gente común; también la dicha de la patria. Pero no fue así.

Y si se insiste en el tema de la dicha, es debido a que, ¿con cuál otro vocablo se puede compendiar lo que el mundo de las criaturas humanas y de la razón universal espera como correspondencia a sus acciones personales, a las relaciones de sus congéneres, al respeto de sus autoridades, al desarrollo de su laboriosidad y riqueza, al producto de su inventiva y buenas costumbres, y, en fin, a todo cuanto es denotante y practicante del sentido común y del apoyo mutuo? ¿Qué otro principio si no ése, esbozado como precepto humano desde los últimos años del siglo XIX, podían perseguir el pueblo y el Estado mexicanos? ¿De qué otra manera, en medio de los males y los bienes que la naturaleza concede a los seres racionales y a las manifestaciones de éstos, si no con los hábitos del entendimiento y la voluntad serían capaces de existir y desenvolverse las comunidades?

Cuanto más escudriñemos, pues, hasta dónde llegaba el valimiento de la dicha humana durante los años que precedieron a la Revolución, mayor será la manera de comprender a aquella sociedad de 1910, que, gozando de lo conmemorativo, de lo altamente conmemorativo, parecía —sólo parecía— ser dichosa.

Es incuestionable, que durante aquel mes, florido en elegancias literarias y mundanas, todo era tranquilo y plácido dentro del mundo oficial de México; mundo que había obtenido la omnipotencia de muchos poderes, de innúmeras distinciones, de grandes artificios y de inequívocas cualidades administrativas y autoritarias. Sin embargo, para el otro mundo, el popular, el cuadro de la vida era tan escéptico —misoneísta, también— como el del hombre de las tierras áridas, que cuando siente la cercanía del solsticio de verano y cándida, sosegada e incrédulamente observa el movimiento de los vientos, la humectación atmosférica, el calor de los rayos solares y la meteorización de la tierra, con el conformismo de su porvenir -el porvenir de su gente y de su patria, que todavía no tiene más significado que el de un rincón de tierra y cielo.

Talmente se sentía si es que se reparaba en la existencia de esos dos mundos -tan distante uno del otro-, que en aquel septiembre de 1910, a pesar del gran aparato conmemorativo del Centenario, como si, bien por ser expulsa, bien por vivir huraña e incomprendida, la dicha estuviese en gestación. De otra manera, los amaneceres septembrinos habrían estado entintados del perennal azul. Mas no era, ciertamente, así. Los despertares del cielo humano de México poseían el amarillo temblante de la duda, asociado a la brillantez súbita de lo fugaz; a los movimientos locuaces que preliminan las gravideces y al rocío abundoso que se hace manto de niebla y fuente de tormentas.

Ninguna otra estampa, capaz de representar la tristeza como caracterización de la antidicha mexicana, que aquella en la cual se retrataba la rutina en las aldeas y haciendas, en las rancherías y villas. Allá y acá, la vida de los seres humanos, superficialmente, no merecía mutaciones; no deseaba mutaciones; no tendría mutaciones. No las había conocido en uno y más centenares de años. Todos sus movimientos, exceptuados aquellos sobre los cuales se había hincado el hierro de la era industrial, no poseían semejanza entre unos y otros. Exceptuados deberían ser, asimismo, los movimientos correlativos a la autoridad; porque si en ocasiones, la persona de gobierno poseía los visos de una eternizante sociedad de mandones, esto no constituía obstáculo para que, ya pacíficamente, ya violentamente, la función del gobierno no diese oportunidad a los de atrás o de adelante, para coger en sus manos el bastón autoritario.

Todo eso, que formaba en los capítulos del libro de la dicha ambicionada siempre por el género humano, se perdía, sin embargo, dentro del pulso de un régimen de vida y jerarquía como era el porfirista; régimen que parecía incambiable o peligrosamente cambiable, por más que a tal régimen no le correspondía la responsabilidad del panorama que ofrecía la gente de México. Y no podía ser el responsable, puesto que no se debía al general Porfirio Díaz ni a sus colaboradores, el labrado de la naturaleza física y humana de la República.

México era, tradicionalmente, un país rural; y vivía ruralmente; y pensaba ruralmente; y creía ruralmente. El régimen porfirista no hacía más que conservar esa condición nacional, creyendo que con lo mismo, si no daba a la Nación la dicha, tampoco -de existir tal dicha-la oscurecía; y como todo, dejando a su parte los dislocamientos fortuitos, tenía los caracteres de la continuidad impertérrita e insondable, no por falta de diligencia oficial, sino porque parecía criminal desencaminar la tranquilidad rústica hacia la controversia, el general Díaz sólo ambicionaba la paz para su patria.

Sin embargo, tanto se predicaba la paz; tantos esfuerzos hacía el gobierno para mantenerla; tanta autoridad de paz se daba al progreso, que aquel estado de cosas se convirtió en una paz de régimen, y con lo mismo se la desglosó del pueblo, para hacerla un acontecimiento magno y exclusivo del Estado, de manera que lo pacífico daba la idea de que el país gemía bajo la férula de una ominosa dictadura.
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