Presentación de Omar CortésCapítulo noveno. Apartado 10 - El primer crimenCapítulo décimo. Apartado 2 - La renuncia de Madero Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 10 - LA RESPONSABILIDAD

LA AUTORIDAD DE HUERTA




El general Victoriano Huerta fue desde el mediodía del 18 de febrero dueño de la situación militar de la ciudad de México; pero su propiedad, no era total ni nacional; y como tenía en su poder al presidente de la República pone precio a la investidura -también a la vida— del Jefe de Estado. Para esto no tiene escrúpulos. Sobre la responsabilidad política y patriótica, como sobre las fronteras morales y jurídicas, estaban los apetitos. Tampoco había un principio de posesión que, por menos, le atormentase o le sirviese de guía. En los momentos culminantes de aquel drama sólo anidaba un propósito: hacer triunfar sus designios personales.

Dueño, pues, de la investidura y vida del Presidente, Huerta se dispuso a tratar con los líderes aunque éstos no tenían otro camino que el de negociar con quien poseía el cetro a muy pocos centímetros de distancia. Una voz de Huerta, a esas horas era superior a todo el poder de fuego de la Ciudadela. Además, Huerta se hallaba en la posibilidad de dar a sus designios personales —a los designios de un naciente huertismo, también— todos los visos de la constitucionalidad. De antemano. Huerta sabía que, ya por medios pacíficos, ya por instrumentos violentos, podía disponer de la renuncia de Madero a la presidencia de la República; y esto le bastaba para tener la certidumbre de que con tal documento, él, Huerta, era el único mexicano capaz de resolver el futuro presidencial, el futuro jerárquico y el futuro de Madero. De esa suerte, si la gente de la Ciudadela se le sometía sería condicionalmente. Si no era así, estaba en aptitud de destruirla, y la destruiría en nombre de la paz, del ejército y del gobierno de mano dura.

Después de la aprehensión del Presidente, Huerta no encontró otro obstáculo, para vencer, que la presencia a las puertas del Distrito Federal de mil doscientos soldados, oaxaqueños en su mayoría, que a las órdenes del general Manuel Rivera llegaban de Oaxaca correspondiendo al llamado de Madero. Y Rivera era un jefe leal, que no se entendía ni fácilmente se entendería con Huerta. Así, ése es el único impedimento que vio Huerta a su frente. Los hombres de la Ciudadela, que no eran militares de primera fila ni políticos superiores, podían ser vencidos. No así Rivera, quien tenía metido entre ceja y ceja el principio de la constitucionalidad.

Huerta no sabía cómo tratarle; tampoco Blanquet. Quienes si lo sabían eran los líderes del Senado. Estos hablaron a Rivera no en nombre de Huerta, sino de la paz, del orden, del bienestar patrio. Y Rivera, les escuchó y rindió sus armas. No reconocía a Huerta, pero tampoco se rebeló. Aceptaría la situación si el Congreso la admitía. Con lo último, Huerta estuvo en el vestíbulo de la victoria; porque aparte de que conocía el camino para dominar a los hombres de la Ciudadela, ahora, con los soldados de Rivera tenía bajo su mando poco más de cuatro mil individuos armados.

Preparado, pues, para ejercer el dominio sobre las tropas desleales y civiles sediciosos. Huerta hizo conocer a Félix Díaz y Manuel Mondragón sus condiciones de paz. Estos comprendieron cuán difícil era vencer, advirtiendo que, además de la gente de Rivera, Huerta estaba en posibilidad de unificar al ejército en torno a él. No tomaron en cuenta la condición de Madero, ni el escarnio, ni el chantaje que Huerta podía hacer con la vida del Presidente. Sintieron sobre ellos, el poder de las armas y la capacidad táctica de Huerta. Por todo esto aceptaron transar.

Hubo una sola condición: no concurrirán a hablar de paz a un lugar ocupado por Huerta; y como éste, a su vez, advirtió que no pisaría suelo rebelde, la una y la otra parte acudió una vez más a los civiles; y el viejo senador Sebastián Camacho propuso que las partes se reuniesen en la sede de algún plenipotenciario extranjero.

Estos, desde el domingo 9 de febrero, habían convertido sus legaciones y embajadas en áreas extraterritoriales desde donde hablaban, ora en ex cáthedra, ora en amenaza; pero todo el tono de intervencionismo. Ellos, los diplomáticos, y al igual el alemán que el norteamericano, el brasilense que el español creían tener la llave mágica para restablecer la paz entre los mexicanos, y como si sus países respectivos estuviesen históricamente exentos de guerras civiles; y como si sobre sus pueblos no pesaron los delitos que ahora sólo atribuían a México, a pesar de que México era libre y soberano para disponer de la sangre de sus nacionales.

Pero entre tanto, los agentes de Huerta y Félix Díaz —también, aunque en menor escala, los de Rodolfo Reyes, quien se consideraba, y con razón, heredero legítimo de los derechos públicos y políticos de su padre, el general Bernardo Reyes— Buscaban, de acuerdo primero entre sí; de acuerdo pocas horas adelante, con los diplomáticos extranjeros, el lugar neutral para juntarse, discutir y repartirse las ganancias de la sedición y de la deslealtad; entretanto, se dice, eso acontecía, Huerta, adelantándose a los caudillos de la Ciudadela proclamó que él salvaba a la capital de la República —no a la República mexicana sino a la capital— casi de la anarquía, y que asumía el Poder Ejecutivo de la Nación.

No basaba su autoridad o supuesta autoridad sobre precepto alguno. Hablaba en nombre de la fuerza y hacía omisión de la jerarquía de Madero, de los poderes legislativo y judicial y de todas leyes que daban cuerpo y espíritu a los Estados Unidos Mexicanos.

Sin embargo. Huerta demoró la publicación de la proclama. Los senadores volvieron a aparecer en escena, para sugerirle la necesidad de que previamente se entendiera con Félix Díaz y demás caudillos, y en seguida procurara, por todos los medios pacíficos posibles, la renuncia de Madero y Pino Suárez, de manera de dar a los acontecimientos el carácter de una sucesión constitucional.

Huerta, pues, seguro de haber consolidado su situación militar y ganada la confianza de los diplomáticos extranjeros, quienes informaban a sus gobiernos de que, al fin, había aparecido el hombre capaz de restablecer la paz y dar garantías a los intereses europeos y noramericanos en México, accedió a concurrir a un terreno neutral que, ora por insinuación de los extranjeros, ora debido al influjo de los viejos intelectuales políticos del porfirismo, ora porque tal hubiese sido su propia iniciativa, aceptó que fuese la embajada de Estados Unidos.

Aquí, el locuaz y por lo mismo irreflexivo embajador Henry Lane Wilson, tenía todo preparado al caso, de manera de servir no a México, sino a su patria y a su propia personalidad; pues realizada la victoria democrática, en los comicios de Estados Unidos, del profesor Woodrow Wilson, el plenipotenciario norteamericano repetía las frases de Wilson, conforme a las cuales, la política futura de la Casa Blanca respecto a México y los países al sur de éste, debería consistir no tanto en intervenir en los Estados, sino en apoyar benévolamente a los gobiernos establecidos a semejanza del gobierno democrático de Estados Unidos.

Llevando, pues, a las partes de la política mexicana en conflicto a la sede noramericana, Henry Lane Wilson no intervenía en los asuntos de México, sino que procedía democrática y generosamente tratando de que su ejemplo sirviese para hacer un México a semejanza de Estados Unidos. Y conforme a la realidad documentada, en los proyectos del embajador Wilson no había maldad. El plenipotenciario norteamericano era demasiado candoroso y glorificaba excesivamente a su pueblo natal, para que su actuación alcanzara la preeminencia de lo satánico. No era posible —y exigir lo contrario sería absurdo— que Wilson y el departamento de Estado tuviesen capacidad para comprender la mentalidad de un pueblo rural, siendo Wilson y el departamento de Estado el espíritu clásico de una nación de desenvolvimiento industrial y urbano.

Por otra parte, el embajador Wilson carecía de disposiciones personales para dirigir una intervención de su país en México. Fuera de la intriga y del secreteo tan habituales a la diplomacia de la primera década de nuestro siglo, el plenipotenciario norteamericano no poseía ninguna virtud sobresaliente. Era un hombre vulgar con la categoría de embajador; pero sin el sentido de la diplomacia ni la cultura que debe preceder al diplomático. Huerta, en medio de todos sus defectos, era más sagaz, avisado, emprendedor y audaz que Wilson, de manera que éste no inspiró en Huerta ni una idea, ni tuvo aptitudes para dirigir un minuto la política mexicana, ni fue coautor en el derrocamiento del presidente constitucional. Su actuación no podía ser superior a la de cualquier individuo atrevido en su lenguaje y con las cualidades de un embustero sistemático. Además, era tan fatuo y engreído que queriéndose servir a sí propio, desdoró la política exterior del gobierno de Wáshington, y dejó las huellas de una locura intervencionista que no fue del dominio en la mentalidad de los gobernantes de Estados Unidos del primer cuarto del siglo XX.

Huerta y Félix Díaz, contrariando a lo que se supuso respecto a la intervención del embajador Wilson, fueron quienes apátridamente dieron lugar a que se murmurara sobre la política y diplomática intervención de la Casa Blanca al través de Wilson; más esto lo hicieron con el objeto de ganar reputación de fuertes y poderosos, ya que creyeron hacer pensar al pueblo de México en que sus actos tenían el apoyo de Estados Unidos, lo que para el vulgo significaba solidez de la cuartelada —aceptación universal de una nueva autoridad mexicana, aunque ésta representara la anticonstitucionalidad.

Para Huerta, pues, a esas horas -y el precedente sería la guía para el futuro de tal general— lo principal consistía en ganar la autoridad; y ganar la autoridad suprema de la República. Así, Huerta sentía la necesidad no sólo de estar sobre el Presidente constitucional, sino también sobre los hombres de la Ciudadela; y como tenía las presas en su poder, la tarea de realce y triunfos personales no halló grandes obstáculos.

Hecha una paz que no requería firma, sino violencia, atropello y osadía -una paz llamada de la Ciudadela o de la Embajada de Estados Unidos— el general Huerta quedó dueño, sin esfuerzo ni contradicción, de la autoridad del Distrito Federal; también de la conexiva al ejército federal. No sería igual en lo que respecta a su autoridad nacional —al reconocimiento de su autoridad nacional.

Al efecto, no bastaba poseer la autoridad para ser el Jefe del Estado. Para esto, era indispensable constitucionalizar la situación; ahora que hecha la autoridad de Huerta a fuerza de armas, tal suceso resultaba incompatible con la ley moral y civil, democrática y jurídica.
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