Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoSegunda parte del Libro NovenoBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO NOVENO

CALÍOPE

Tercera parte



81

Después de reunir todas las riquezas, apartaron el diezmo para el dios de Delfos, y con él se ofrendó el trípode de oro colocado sobre la serpiente de bronce de tres cabezas, muy cerca del altar; también separaron una parte para el dios de Olimpia, con la cual ofrendaron un Zeus de bronce de diez codos de alto, y otra para el dios del Istmo, con la que se hizo un Posidón de bronce de siete codos. Apartadas estas primicias, se dividieron el resto, y cada cual recibió conforme a sus méritos, tanto las concubinas de los persas como el oro y la plata y las demás riquezas y las acémilas. Nadie dice cuánto se apartó y se dió a los que sobresalieron en Platea; creo que a ellos también se les dió regalos; pero a Pausanias se le apartó y dió la décima parte de todo, mujeres, caballos, talentos, camellos, y también de las demás cosas.


82

Dícese que sucedió también el siguiente caso: cuando Jerjes huyó de Grecia dejó a Mardonio su propio ajuar, y cuando Pausanias vió el ajuar de Mardonio, adornado de oro, plata y tapices de variados colores, ordenó a los panaderos y cocineros preparar una comida del mismo modo que para Mardonio. Ellos hicieron lo que se les mandaba, y entonces Pausanias al ver los lechos de oro y plata ricamente tendidos, las mesas de oro y plata y el suntuoso aderezo del festín, atónito ante aquel aparato, mandó por risa a sus propios servidores que preparasen una comida a la espartana; hecha la comida, como fuese grande la diferencia, Pausanias se echó a reír, mandó llamar a los generales griegos y cuando se reunieron les dijo, señalando el aderezo de una y otra comida: Griegos, os he reunido porque quería mostraros la necedad de este jefe de los medos, quien, poseyendo tales medios de vida, vino a quitárnoslos a nosotros, que los tenemos tan miserables. Así, según se cuenta, habló Pausanias a los generales de Grecia.


83

Y tiempo después de estos acontecimientos, muchas gentes de Platea hallaron cajas de oro, plata y de otras riquezas. Entre los cadáveres, cuando quedaron despojados de las carnes (pues los de Platea reunieron los huesos en un solo lugar), apareció también lo siguiente: se halló una cabeza que no tenía ninguna sutura, sino que estaba hecha de un solo hueso; apareció también una quijada que en la parte de arriba tenía dientes todos de una pieza, hechos de un mismo hueso todos, los dientes y las muelas; y aparecieron los huesos de un hombre de cinco codos de alto.


84

El cadáver de Mardonio desapareció al día siguiente de la batalla; no sé decir exactamente por obra de quién; pero he oído decir de muchos y diversos hombres que sepultaron a Mardonio, y sé que por ese hecho muchos recibieron grandes dones de Artontes, el hijo de Mardonio. No puedo averiguar exactamente quién fue el que sustrajo y sepultó el cadáver de Mardonio, pero hay cierto rumor de que Dionisófanes de Efeso lo sepultó.


85

De todos modos, así fue sepultado. Los griegos, luego que se dividieron el botín en Platea, sepultaron separadamente cada cual a los suyos. Los lacedemonios hicieron tres tumbas, y sepultaron allí a sus jóvenes, entre los cuales estaban Posidonio, Amonfáreto, Filoción y Calícrates. En una de las tumbas estaban, pues, los jóvenes; en la otra los demás espartanos y en la tercera los ilotas. Así sepultaron a los suyos los lacedemonios; los de Tegea les enterraron aparte, todos juntos; del mismo modo hicieron los atenienses con los suyos, y los de Mégara y Fliunte con los que habían sido muertos por la caballería. Las tumbas de todos estos pueblos quedaron llenas; pero en cuanto a los demás pueblos, cuyas tumbas aparecen en Platea, según oigo, avergonzados por haber estado ausentes de la batalla, abrieron cada cual tumbas vacias por miramiento a los hombres venideros; ya que hay allí la llamada tumba de los eginetas, la cual, según oigo, hizo diez años después de estos hechos, a ruegos de los eginetas, Cleades, hijo de Autódico, natural de Platea y huésped oficial de aquéllos.


86

No bien los griegos sepultaron sus cadáveres en Platea, inmediatamente se reunieron en consejo y resolvieron marchar contra Tebas y reclamarles los que habían sido partidarios de Persia, y en primer término a Timagénidas y a Atagino, que eran los jefes principales, y si no les entregaban, no retirarse de la ciudad antes de tomarla. Luego que esto resolvieron, a los once días de la batalla llegaron y sitiaron a los tebanos, ordenándoles entregar esos hombres; y al no querer los tebanos entregarles, les talaron la tierra y atacaron el muro.


87

Como no cesaban de devastarles el territorio, a los veinte días, Timagénidas habló así a los tebanos: Tebanos, puesto que los griegos han resuelto no levantar el sitio antes de tomar a Tebas o antes de que nos entreguéis, no se llene de más males por nuestra causa la tierra de Beocia, Si quieren dinero y nos reclaman a nosotros como pretexto, démosles dinero de la comunidad (ya que con la comunidad hemos sido partidarios de Persia, y no por nosotros mismos); pero si sitian la ciudad porque de veras nos exigen, nosotros mismos nos ofreceremos a su juicio. Muy acertadas y oportunas parecieron estas palabras, y enseguida los tebanos enviaron un heraldo a Pausanias, con intención de entregarle los hombres.


88

Después de pactar en dichos términos, Atagino escapó de la ciudad; sus hijos fueron llevados a presencia de Pausanias, pero éste les libró de culpa, diciendo que los niños no eran cómplices de la traición. Los demás hombres a quienes habían entregado los tebanos creían que serían llevados a luido y esperaban rechazar la condena a fuerza de dinero; pero cuando Pausanias les recibió, con esa misma sospecha, alejó todo el ejército de los aliados, y condujo aquéllos a Corinto, donde les dió muerte. Tal fue lo que sucedió en Platea y en Tebas.


89

Artabazo, hijo de Farnaces, en su huída de Platea, estaba entonces bastante lejos. Cuando llegó a Tesalia, los tésalos le brindaron con su hospitalidad y le preguntaron sobre el resto del ejército, porque no sabían nada de lo sucedido en Platea. Artabazo advirtió que si quería decirles toda la verdad sobre la lucha, correría peligro de perderse tanto él como su ejército, pues pensaba que al oír lo que había pasado todos le atacarían. Por esta consideración, no reveló nada a los de Focis, y dijo así a los de Tesalia: Tésalos, yo, como veis, me apresuro a dirigirme a Tracia a toda prisa y tengo mucho empeño, pues se me ha enviado del campamento junto con éstos por cierto negocio. De un momento a otro llegarán Mardonio en persona y su ejército, siguiendo mis pisadas. Hospedadles y mostrad voluntad de servirles pues, si así lo hacéis, a la larga no os pesará. Así dijo, y condujo con todo empeño el ejército a través de Tesalia y Macedonia directamente a Tracia, como que de veras se apresuraba y cortaba camino en el continente. Y llegó a Bizancio, dejando por el camino muchos hombres de su ejército hechos pedazos por los tracios y muchos atormentados de hambre y fatiga. Desde Bizancio hizo el pasaje en barcas. De tal modo volvió Artabazo al Asia.


90

El mismo día que acaeció el desastre de Platea, aconteció el de Mícala, en Jonia. Porque cuando los griegos que habían llegado con Leotíquidas de Lacedemonia estaban apostados en Delo con sus naves, vinieron como mensajeros de Sama, Lampón, hijo de Trasicles, Atenágoras, hijo de Arquestrátides y Hegesístrato, hijo de Aristágoras, enviados por los samios a escondidas de los persas y del tirano Teoméstor, hijo de Androdamante, a quien los persas habían puesto por tirano de Samo. Cuando llegaron a presencia de los generales, Hegesístrato habló largamente y con diversidad de argumentos, diciéndoles que con sólo que los jonios les viesen se sublevarían contra los persas y que los bárbaros no permanecerían; y si permanecían, no encontrarían los griegos otra presa semejante. Invocando a los dioses comunes, les exhortaba a salvar a un pueblo griego de la esclavitud y a rechazar al bárbaro. Les dijo que era fácil hacerlo porque las naves persas navegaban mal y no estaban en condiciones de combatir con ellos; y que si sospechaban que les querían inducir de mala fe, ellos mismos se hallaban prontos a dejarse llevar en las naves como rehenes.


91

Como el forastero de Samo insistía en su súplica, preguntó Leotíquidas, ya porque quisiese averiguarlo para tenerlo como agüero, ya por azar, porque así lo quiso Dios: Forastero de Samo ¿cuál es tu nombre? Aquél repuso: Hegesístrato. (Conductor del ejército). Y Leotíquidas, quitándole la palabra de la boca (si alguna iba a decir) replicó: Forastero de Samo, recibo el agüero de Hegesístrato. Pero antes de embarcarte tÚ, y estos que están contigo, empeñad vuestra fe de que los samios serán celosos aliados nuestros.


92

Y a la par que esto decía, comenzó a hacerlo: inmediatamente los samios empeñaron fe y juramento de aliarse con los griegos. Hecho esto, una parte se hizo a la mar, y Leotíquidas ordenó que se embarcara con ellos Hegesístrato porque tenía a agüero su nombre. Los griegos se detuvieron ese día, y al siguiente lograron sacrificios favorables, siendo su adivino Deífono, hijo de Evenio, natural de Apolonia, en el golfo Jónico.


93

A su padre Evenio le había sucedido lo siguiente: hay en esta Apolonia rebaños consagrados al Sol, los cuales durante el día pacen a orillas del río que corre desde el monte Lacmón a través de la comarca de Apolonia hasta el mar, junto al puerto de órico, y durante la noche, hombres escogidos entre los ciudadanos por ser los más estimados por su riqueza y alcurnia, los guardan un año cada uno. Los de Apolonia dan mucha importancia a estos rebaños merced a cierto oráculo; se guarecen en una gruta lejos de la ciudad. Allí los guardaba entonces este Evenio, que había sido escogido para ello. Pero como una vez se durmiera, durante su guardia, penetraron los lobos en la gruta y mataron como unos sesenta animales del rebaño. Cuando lo advirtió Evenio guardó silencio y no lo dijo a nadie, con intención de comprar otros para reponerlos. Pero no se ocultó a los de Apolonia lo que había sucedido, y en cuanto lo averiguaron, llevaron a Evenio al tribunal y le condenaron, por haberse dormido durante su guardia, a privarle de la vista. Inmediatamente después de haber cegado a Evenio, ni les parían los rebaños ni la tierra daba fruto como antes. La revelación que se les dió en Dodona y en Delfos, cuando preguntaron a los profetas por la causa de la desgracia que les oprimía, fue que se debía a que injustamente habían privado de la vista a Evenio, guardián de los rebaños sagrados; que los dioses mismos habían lanzado los lobos y no cesarían de vengarle hasta que expiaran lo que habían cometido del modo que Evenio eligiese y juzgase; y cumplido esto, darían a Evenio tal don que muchos hombres le felicitarían por su posesión.


94

Éstos fueron los oráculos revelados. Los de Apolonia los tuvieron en secreto, y encargaron a ciertos ciudadanos que ejecutaran el negocio, los cuales lo ejecutaron de este modo: hallábase Evenio sentado en su silla, cuando se le acercaron, se sentaron a su lado y conversaron de otras cosas hasta que llegaron a condolerse de su desgracia. Desviando así la conversación, le preguntaron qué compensación elegiría si los de Apolonia prometían darle una compensación por lo que habían cometido. Él, que no había oído el oráculo, dijo que elegiría los campos de dos ciudadanos que nombró, de los que sabía tenían las dos fincas más hermosas de Apolonia, y además, la casa más hermosa que sabía había en la ciudad, y dijo que si alcanzaba esto, no les guardaría rencor en adelante, y que esa compensación le satisfacia. Mientras así decia, sus acompañantes le tomaron la palabra y dijeron: Evenio, los ciudadanos de Apolonia te ofrecen esta compensación por tu ceguera, conforme a los oráculos recibidos. A esto, Evenio dió grandes muestras de pesar, como que había sido engañado, pues por ahí se enteró de toda la historia. Los encargados del asunto compraron a los posesores lo que había elegido y se lo dieron; y después de estos sucesos tuvo como don natural la adivinación, a tal punto que llegó a hacerse célebre.


95

De este Evenio, pues, era hijo Deífono quien, llevado por los corintios, practicaba la adivinación para el ejército. Y ya he oído también que Deifono, sin ser hijo de Evenio, usurpaba su nombre y andaba por Grecia trabajando a sueldo.


96

Cuando los griegos obtuvieron sacrificios favorables, llevaron sus naves desde Delo a Samo. Cuando se acercaron a Calámisa, en territorio samio, anclaron allí junto al templo de Hera, que se halla en esa región, y se aprestaron al combate naval; los persas, enterados de que se acercaban, también llevaron todas sus naves al continente, salvo las fenicias, a las que dejaron partir. Celebraron consejo y resolvieron no dar combate naval, porque no les pareció que estaban a la par. Partieron hacia el continente para ponerse bajo la protección del ejército de tierra que se hallaba en Micala y que, dejado por orden de Jerjes, custodiaba a Jonia. Era su número de sesenta mil hombres, y lo dirigía Tigranes, que sobrepasaba a todos los persas en belleza y talla. Los generales de la flota resolvieron, pues, acogerse a la protección de este ejército, carenar las naves y rodearlas de un muro para su defensa y para refugio de ellos mismos. Con esta resolución se hicieron a la mar.


97

Una vez llegados al templo de las diosas en Micala, junto al Gesón. y a Escolopoente, en donde está un templo de Deméter (el cual levantó Filisto, hijo de Pasicles, cuando acompañó a Nileo, hijo de Codro, en la fundación de Mileto), carenaron allí las naves, las rodearon de un cerco de piedra y de madera (pues cortaron árboles de cultivo), clavaron estacas alrededor del cerco y se prepararon para ser sitiados o para vencer: porque se preparaban teniendo en cuenta las dos posibilidades.


98

Los griegos, cuando se enteraron de que los bárbaros se habian ido al continente, se apesadumbraron como si se les hubiesen escapado y no sabian qué partido tomar: si marcharse de vuelta o darse a la vela para el Helesponto. Al fin decidieron no hacer ninguna de estas dos cosas, sino navegar hacia el continente. Asi, pues, luego de prepararse como para un combate naval con escalas de abordaje y todo lo demás que necesitaban, se hicieron a la vela para Micala. Cuando estuvieron lejos de sus reales, y no encontraron a nadie que les saliese al encuentro, pero vieron las naves puestas en tierra dentro del muro, y un numeroso ejército de tierra en orden de batalla junto a la playa, entonces Leotíquidas bordeó la costa arrimándose lo más posible a la playa, y por medio de un heraldo intimó asi a los jonios: Jonios, los que de vosotros llegáis a oirme, entended lo que os digo, ya que de todos modos los persas no comprenderán lo que os recomiendo. Cuando trabemos el combate, cada cual debe acordarse antes que nada de la libertad, y después, de nuestro grito de batalla, Hebe; y que sepa esto aún el que no me oye, por medio del que me ha oído. La intención de este acto viene a ser la misma que la de Temístocles en Artemisio: o bien persuadiría a lós jonios y sus palabras pasarían inadvertidas por los bárbaros, o si luego eran referidas a los bárbaros, les harían desconfiar de los griegos.


99

Después de ese consejo de Leotíquidas, los griegos hicieron esto otro: arrimaron las naves, desembarcaron en la playa, y se alinearon; pero cuando los persas vieron a los griegos aparejados para la batalla y exhortando a los samios, en primer lugar, sospechando que los samios estaban de acuerdo con los griegos, les quitaron las armas. Pues los samios habían rescatado a todos los cautivos atenienses que habían llegado en las naves de los bárbaros (eran los que habían quedado en el Ática, y les habían tomado los hombres de Jerjes) y les enviaron a todos con provisiones para el camino. Y no era ésa la menor causa de sospecha, ya que habían rescatado quinientas cabezas de enemigos de Jerjes. En segundo lugar, encargaron a los milesios la guarda de las sendas que llevaban a las cumbres de Mícala, so pretexto de que eran los que mejor conocian el país. Hicieron esto para que estuvieran fuera del campamento. Por estos medios se precavieron los persas contra aquellos jonios de quienes presumían. que intentarían una revuelta si tenían ocasión; y ellos mismos llevaban sus escudos para que les sirviesen de empalizada.


100

Los griegos, cuando estuvieron preparados, se lanzaron contra los bárbaros, y al avanzar se esparció un rumor por todo el campamento y un caduceo apareció en la playa; recorrió el campamento el rumor de que los griegos habían combatido y vencido al ejército de Mardonio en Beocia. Y es evidente por muchas pruebas el carácter divino de estos hechos, ya que entonces, coincidiendo en el mismo día el desastre de Platea, y el que había de acontecer en Mícala, ese rumor llegó ahí a los griegos, y con ello cobró mucho mayor ánimo el ejército y quiso arrostrar el peligro con más celo.


101

Se produjo además esta otra coincidencia, que cerca de ambos encuentros estuviese un santuario de Deméter Eleusinia: en efecto, como tengo dicho antes, en PJatea el combate se dió junto al mismo templo de Deméter, y en Mícala también había de ser así. Y sucedió que el rumor de que habían vencido Pausanias y los griegos llegó con exactitud, pues la batalla de Platea se libró todavía temprano de mañana y la de Mícala por la tarde. No mucho tiempo después, al examinar los hechos, resultó evidente que habían sucedido en el mismo día y en el mismo mes. Antes de llegar ese rumor, los de Mícala tenían miedo, no tanto por ellos mismos como por los griegos, no fuese a caer Grecia ante Mardonio. Pero cuando corrió esa voz, se lanzaron al ataque con más brío y más rapidez. Así, los griegos y los bárbaros se empeñaban en el combate, pues tenían ante sí, como premio del certamen, las islas y el Helesponto.


102

Los atenierses y los que estaban alineados junto a ellos más o menos hasta la mitad, tenían su camino por la playa y un lugar llano; los lacedemonios y los que estaban alineados a continuación de éstos lo tenían por un barranco y unos montes. En tanto que los lacedemonios daban la vuelta, los alineados en la otra ala ya estaban luchando. Mientras los persas tenían erguidos sus escuuos, se defendían y no cedían en nada en la batalla; pero cuando el ejército de los atenienses y de sus vecinos, para que la hazaña fuera de ellos y no de los lacedemonios, se exhortaron y acometieron más empeñosamente la empresa, entonces ya se cambió la situación. Rompiendo por medio de los escudos, se lanzaron a la carga en masa contra los persas, quienes después de resistir y defenderse largo tiempo, al fin huyeron al muro. Los atenienses, junto con los corintios, los sicionios y los trecenios (pues éstos eran los que estaban formados a su lado), en su persecución, se precipitaron juntos sobre el muro. Cuando también fue tomado el muro, los bárbaros ya no se valieron más de la fuerza, y todos, salvo los persas, se dieron a la fuga. Éstos, en pequeños grupos, luchaban con los griegos que continuamente se precipitaban sobre el muro. De los generales persas, dos escaparon y dos murieron: Artaíntes e Itamitres, que dirigía la flota, escaparon; Mardontes y Tigranes, general del ejército de tierra, murieron con las armas en la mano.


103

Todavía combatían los persas cuando llegaron los lacedemonios y sus camaradas y pusieron mano a lo que faltaba. También cayeron allí muchos de los mismos griegos, señaladamente los sicionios y su jefe Perileo. De los samios, los que militaban y se hallaban en el campamento de los medos, despojados de sus armas, como vieron que desde un comienzo la victoria era indecisa, hicieron cuanto pudieron, con deseo de ayudar a los griegos. Y cuando los demás jonios vieron la iniciativa de los samios, entonces también ellos se sublevaron contra los persas y atacaron a los bárbaros.


104

Habían encomendado los persas a los milesios guardar las sendas por motivo de su propia seguridad, de modo que si les sucedía lo que en efecto les sucedió, tuvieran guías para refugiarse en las cumbres de Mícala. Los milesios estaban alineados para ese intento y para que no estuviesen en el campamento e intentasen alguna revuelta. Pero ellos hicieron todo lo contrario de lo encargado; condujeron a los fugitivos por otros caminos que llevaban al enemigo y al fin ellos mismos eran los que les mataban con más encarnizamiento. Así, por segunda vez, la Jonia se sublevó contra los persas.


105

En esa batalla sobresalieron entre los griegos los atenienses y entre los atenienses Hermólico, hijo de Euteno, que practicaba el pancracio. Después de estos hechos sucedió que este Hermólico, en una guerra que hubo entre atenienses y caristios, murió en la batalla que se libró en Cima, en la región de Caristo, y fue sepultado en Geresto. Después de los atenienses, sobresalieron los corintios, los trecenios y los sicionios.


106

Luego de exterminar los griegos a la mayoría de los bárbaros, a unos mientras combatían y a otros mientras huían, quemaron las naves y todo el muro; llevaron su presa a la playa y hallaron ciertos depósitos de dinero; después de quemar el muro y las naves, se hicieron a la mar. Cuando llegaron a Sama deliberaron los griegos acerca del traslado de los jonios, y del punto de Grecia sometido a su poder en que convenía establecerles, dejando la Jonia a los bárbáros. Pues les parecía imposible que ellos pudiesen protegerles y estar en guardia eternamente, y si ellos no les protegían, no tenían la menor esperanza de que los jonios saliesen bien librados de manos de los persas. A esto, las autoridades peloponesias opinaban que se desocupasen los emporios de los pueblos griegos que habían sido partidarios de Persia, y se entregase el territorio a los jonios como morada, pero los atenienses opinaban, por empezar, que no se debía trasladar a los jonios, y que los peloponesios no debían darles consejo sobre sus propias colonias, y como se opusieran vivamente, los peloponesios cedieron. Y así admitieron en su alianza a los samios, a los quíos, a los lesbios y a los demás isleños que habían militado con los griegos, obligándoles con fe y juramentos a permanecer en ella y no abandonarla. Después de obligarles con juramentos, se hicieron a la mar para romper los puentes, pues creian que todavia los hallarian tendidos. Se hicieron, pues, a la mar rumbo al Helesponto.


107

Los bárbaros que habian escapado refugiándose en las cumbres de Micala, como no eran muchos, pudieron pasar a Sardes. Mientras seguian su camino, Masistes, hijo de Dario, que habia estado presente en el desastre pasado, dirigió al general Artaintes muchas injurias, y le dijo entre otras, que con esa su conducta como general, era más cobarde que una mujer y merecia todo castigo por el daño que habia hecho a la casa del Rey. Entre los persas ser llamado más cobarde que una mujer es el peor insulto. Después de recibir muchas injurias, Artaintes, lleno de cólera desenvainó su alfanje contra Masistes para matarle. Al verle precipitarse, Jenágoras, hijo de Praxilao, natural de Halicarnaso, que estaba en pie detrás de Artaintes, le tomó por la cintura, le levantó y le derribó al suelo, y entre tanto vinieron a proteger a Masistes sus guardias. Con tal acción Jenágoras se ganó la gratitud de Masistes y de Jerjes, pues salvó al hermano de éste, y por eso tuvo el gobierno de toda Cilicia, por don del Rey. Mientras seguian su camino no sucedió ninguna otra cosa, fuera de esto, y asi llegaron a Sardes.


108

Casualmente se hallaba en Sardes el Rey desde aquel tiempo en que, después de ser derrotado en el combate naval, habia venido huyendo desde Atenas. Y entonces, mientras moraba en Sardes, se habia enamorado de la mujer de Masistes, que también se hallaba allí. Pero como con todas sus mensajerias no podia inclinarla a su voluntad, no la hizo fuerza por consideración a su hermano Masistes (y esto mismo sostenia también a la mujer, pues sabia bien que no se la trataria con violencia). Jerjes, sin otro recurso, trató entonces el casamiento de su propio hijo Dario con la hija de esta mujer y de Masistes, pensando que de hacer asi la podria lograr mejor. Después de ajustar las bodas y de hacer lo que el uso pide, se marchó a Susa; pero cuando llegó allí y trajo a su casa a la desposada de su hijo Dario, dejó entonces de pensar en la mujer de Masisles, y en cambio amó y alcanzó a la mujer de Dario e hija de Masistes; el nombre de esta mujer era Artainta.


109

Al cabo de un tiempo todo se llegó a saber del siguiente modo. Amestris, la mujer de Jerjes había tejido un gran manto, de varios colores, digno de admiración, y se lo regaló a Jerjes. Complacido Jerjes, se lo vistió y fue a ver a Artaínta, y complacido también con ella, la invitó a pedir lo que quisiese a cambio de los favores que le había otorgado, porque obtendría todo lo que pidiese. Y a esto -como ella y toda su casa había de padecer desastres- replicó a Jerjes: ¿Me darás lo que te pida? Y él, pensando que pediría cualquier cosa menos aquélla, se lo prometió y juró, y en cuanto juró, ella le pidió sin miedo el manto. Jerjes recurrió a todos los medios no queriendo dárselo, no por otra razón sino porque temía a Amestris, quien ya antes había sospechado lo que pasaba y podría entonces cogerle en flagrante delito; trató de darle ciudades e infinito oro y un ejército al que nadie mandaría sino ella -un ejército es un regalo muy persa. Pero como no pudo persuadirla, le regaló el manto, y ella, muy gozosa con el regalo, lo lucía como gala.


110

Amestris oyó que Artaínta poseía el manto. Enterada de lo sucedido no guardó rencor a esta mujer; y presumiendo que su madre fuese la culpable y que ella era la que concertaba todo eso, tramó la pérdida de la esposa de Masistes. Aguardó el momento en que su marido Jerjes ofrecía el banquete real. Este banquete se dispone una vez al año, el día que ha nacido el Rey; el nombre de este banquete es en persa ticta y en lengua griega perfecto; ésta es la única ocasión en que el Rey unge su cabeza y obsequia a los persas. Amestris aguardó a ese día, y pidió a Jerjes que le diese la mujer de Masistes. El Rey consideró terrible e indigno entregar la esposa de su hermano, que además era inocente de ese hecho, pues comprendía la causa del pedido.


111

No obstante, por último, como Amestris insistía y como estaba obligado por la ley (porque sirviéndose el banquete real no es posible que nadie deje de lograr su pretensión), lo concedió muy de mala gana, y al entregarla hizo así: ordenó a su mujer hacer lo que quisiese, mandó llamar a su hermano y le habló de este modo: Masistes, tú eres hijo de Darío y mi hermano, y además, eres hombre de bien. No vivas con la mujer con quien ahora vives; en su lugar te doy mi hija; vive con ella; y no tengas por mujer a la que ahora tienes, porque tal es mi parecer. Masistes, maravillado de tales palabras, dijo así: Señor, ¿qué crueles palabras me dices? ¿Mandas que case con tu hija y que deseche a la mujer de quien tengo hijos mozos e hijas, una de las cuales tú diste por esposa a tu propio hijo, y mujer que es muy de mi agrado? Yo, Rey, tengo a mucha honra que me juzgues digno de tu hija, pero no haré nada de eso. Y tú no me obligues con tus ruegos a tal cosa. Para tu hija, otro marido se presentará, en nada inferior a mí, y a mí déjame vivir con mi mujer. Así respondió Masistes, y así le respondió irritado Jerjes: Esto es lo que has negociado, Masistes: ni te daré mi hija para que te cases, ni vivirás más tiempo con tu mujer, para que aprendas a recibir lo que se te da. Al oír esto, Masistes salió después de haber dicho solamente: Señor, ¿no me perdiste ya?


112

Pero entre tanto que Jerjes hablaba con su hermano, despachó Amestris los guardias de Jerjes y mutiló horriblemente a la mujer de Masistes; le cortó los pechos y los arrojó a los perros, y después de arrancarle la nariz, las orejas, los labios y la lengua, la envió así mutilada a su casa.


113

Masistes no había oído nada de esto, pero sospechando que le sucedería una desgracia se lanzó a su casa a la carrera. Viendo así maltratada a su mujer, inmediatamente tomó consejo con sus hijos, y marchó con ellos (y sin duda con algunos otros) a Bactra, con el propósito de sublevar la provincia de Bactra, y causar al Rey el mayor daño: y así hubiera sucedido, según me parece, si hubiera alcanzado a refugiarse entre los de Bactra y los sacas, pues le amaban y era gobernador de Bactra. Pero Jerjes, enterado de lo que trataba, despachó contra él un ejército y le mató en el camino a él, a sus hijos y a su ejército. Tal es lo que aconteció con los amores de Jerjes y la muerte de Masistes.


114

Los griegos que habían partido de Mícala para el Helesponto, fondearon primero cerca de Lecto, obligados por el viento; desde allí llegaron a Abido y encontraron deshechos los puentes que pensaban hallar todavía tendidos, y que no eran la menor causa de su llegada al Helesponto. Los peloponesios que estaban con Leotíquidas, decidieron embarcarse para Grecia, pero los atenienses, con su general Jantipo resolvieron quedarse allí y atacar el Quersoneso. Así, pues, aquéllos se embarcaron, pero los atenienses pasaron de Abido al Quersoneso y sitiaron a Sesto.


115

Cuando los persas oyeron que los griegos estaban en el Helesponto, acudieron a Sesto -como que era la plaza más fuerte entre todas las de la región-, desde las demás ciudades de los alrededores, y entre ellos llegó de la ciudad de Cardia un tal Eobazo, persa que había trasportado allí el cordaje de los puentes. Custodiaban aquella ciudad los eolios naturales del país, y estaban con ellos persas y gran muchedumbre de los demás aliados.


116

Mandaba en esa provincia como gobernador de Jerjes, Artaíctes, persa astuto y malvado que había engañado al Rey cuando marchaba contra Atenas, y que había hurtado de Eleunte las riquezas de Protesilao, hijo de Ificlo. Pues en Eleunte, en el Peloponeso, está la tumba de Protesilao y a su alrededor un recinto sagrado, donde había muchas riquezas, copas de oro y plata, bronce, vestiduras y otras ofrendas que Artaíctes saqueó por concesión del Rey. Con las siguientes palabras engañó a Jerjes: Señor, está aquí la casa de un griego que fue en expedición contra tu tierra, tuvo su merecido y murió; dame su casa, para que aprendan todos a no marchar contra tu tierra. Con esas palabras hubo de persuadir fácilmente a Jerjes (que nada sospechaba de lo que pensaba Artaíctes) a que le diese la casa de ese hombre; y decía que Protesilao había marchado contra la tierra del Rey pensando, como los persas consideran, que toda el Asia es propiedad de ellos y del soberano reinante. Después que se le dió esa riqueza, la llevó de Eleunte a Sesto, sembró y cultivó el recinto sagrado y siempre que venía a Eleunte tenía comercio con mujeres en el sagrario. Y entonces, cuando ni se había preparado para un asedio ni esperaba a los griegos, los atenienses le sitiaron y cayeron sobre él sin dejarle medio de escape.


117

Cúando llegó el fin del otoño, los atenienses que mantenían el sitio, se disgustaron por hallarse ausentes de su tierra sin poder tomar la plaza, y pidieron a sus generales que les llevaran de vuelta; pero éstos se negaron a hacerlo antes de tomar la plaza, o de que el Estado ateniense les llamase. Y así se resignaron a su situación.


118

Los moradores de la ciudad habían ya llegado al extremo de la miseria, a tal punto que cocían y comían las correas de los lechos. Y cuando ni siquiera eso tuvieron, entonces al caer la noche escaparon los penas con Artaíctes y Eobazo, descolgándose por la parte de atrás del muro, donde estaba más desguarnecido de enemigos. Cuando rayó el dla, las gentes del Quersoneso indicaron desde los muros a los atenienses lo sucedido y abrieron las puertas. La mayor parte de los atenienses se lanzó a la persecución, el resto se apoderó de la ciudad.


119

Eobazo en su huida a Tracia cayó en poder de los tracios apsintios, quienes le apresaron y le sacrificaron a Plistoro, su dios nacional, conforme a su rito, y mataron de otro modo a sus acompañantes. Los que estaban con Artaíctes se lanzaron a huir más tarde, y al ser alcanzados poco más allá de Egospótamos, se defendieron largo tiempo, y al cabo unos murieron y otros fueron tomados vivos. Los griegos les ataron y les condujeron a Sesto, entre ellos a Artaíctes y a su hijo, también atados.


120

Cuentan los del Quersoneso que mientras uno de sus guardias estaba guisando pescado salado, le aconteció el siguiente prodigio: los pescados salados, puestos al fuego, saltaban y se debatían como peces recién cogidos. Mientras los demás guardias, reunidos a su alrededor, se maravillaban, Artaíctes en cuanto vió el prodigio, llamó al que guisaba el pescado y le dijo: Forastero de Atenas, no tengas ningún temor por este prodigio, pues no ha aparecido para ti; a mí me indica Protesilao de Eleunte, quien, aun muerto y amojamado, tiene. por merced de los dioses poder para vengarse de quien le ha agraviado. Ahora, pues, quiero ofrecer este rescate: en lugar de las riquezas que tomé del templo, pagaré al dios cien talentos, y por mí mismo y por mi hijo pagaré doscientos talentos a los atenienses si nos perdonan la vida. Esto prometió, pero no logró persuadir al general Jantipo, pues los de Eleunte, empeñados en vengar a Protesilao, le rogaron que le ejecutase y a ello se inclinaba el espíritu del general mismo. Le condujeron a la playa desde la cual Jerjes había echado el puente sobre el estrecho (otros dicen que a la colina que se alza sobre la ciudad de Madito), le clavaron a unas tablas y le dejaron luego pendiente de ellas; al hijo, le apedrearon a los ojos de Artaictes.


121

Hecho esto, se embarcaron para Grecia llevándose el botín y, en particular, el cordaje de los puentes para ofrendarlo en los templos. Y en ese año, no sucedió nada más fuera de eso.


122

El abuelo paterno de ese Artaíctes, así ajusticiado, fue Artembares, el que expuso a los persas un proyecto que éstos acogieron y presentaron: a Ciro, y que decía así: Va que Zeus concede el imperio entre los pueblos a los persas, y entre los hombres a ti, Ciro, que has derrocado a Astiages, y como la tierra que poseemos es pequeña y por añadidura áspera, salgamos de ella, y poseyamos otra mejor. Hay muchas que son comarcanas, y muchas que están más lejos; si ocupamos una de ellas, seremos más admirados y por más motivos. Es razonable que un pueblo dominador proceda así, ¿y cuándo habrá mejor oportunidad que ahora que mandamos sobre tantos hombres y sobre toda el Asia? Al oír esto, Ciro aun sin admirar el proyecto, les invitó a llevarlo a cabo, pero al invitarles les advirtió que se preparasen a no mandar más sino a ser mandados, pues de los lugares muelles salían los hombres muelles, y no era propio de una misma tierra producir fruto admirable y hombres bravos para la guerra. Tras reconocer su yerro, los persas se retiraron, vencidos por las razones de Ciro, y más quisieron mandar y vivir en un ricón árido que sembrar una llanura y ser esclavos de otro pueblo.

Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoSegunda parte del Libro NovenoBiblioteca Virtual Antorcha