Vicente Riva Palacios


Hernán Cortés

Ensayo histórico y filosófico

Primera edición cibernética, agosto del 2004

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés


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Indice

Presentación por Chantal López y Omar Cortés.

1.

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3.

4.

5.

6.

Notas.






Presentación

Hernán Cortés representa, para la cultura mexicana, un personaje singular que en sí mismo encarna las contradicciones, desgarramientos, enfrentamientos y polémicas mil, desarrolladas durante centurias.

En efecto, es tratado y considerado según el prisma ideológico-político a través del cual se le aborde. Para unos constituirá el cúmulo de vicios e indecencias que un sector de la población mexicana tiende a vertir en la figura del español en cuanto conquistador; para otros, en cambio, representará la viva imagen de la hidalguía y, sobre todo, de los valores propios del catolicismo.

Por lo común, los sectores conservadores tradicionalistas tienden a expresarse sobre Hernán Cortés de manera harto favorable, encumbrándolo a la categoría de héroe civilizador; por el contrario, los sectores liberales progresistas tienden a ser severos en sus críticas en torno a este personaje, en el cual creen ver la audacia y a la vez la hipocresía con la que identifican la labor de los conquistadores.

Vicente Riva Palacios, consciente de lo polémico que es la figura de Hernán Cortés, fue sumamente cuidadoso en el desarrollo de la disertación que aquí publicamos. Buscando evitar el meterse en camisa de once varas, mide cuidadosamente todos y cada uno de sus argumentos, opiniones y críticas, con el fin de mantener un equilibrio en su disertación, para lograr transcribir las tan encontradas opiniones que en México se tiene sobre este personaje.

La recreación histórica que hace del panorama cultural existente en torno a la idea misma de conquista, así como del papel que en aquella época otorgábasele al Nuevo Mundo y a sus autóctonos habitantes, es elogiable, y si bien la figura de Hernán Cortés es tratada con pinzas buscando evitar cualquier exabrupto u opinión a la ligera, la disertación, en su conjunto, parécenos sumamente interesante y enriquecedora.

Esperamos que la misma opinión manifiesten todos aquellos que la lean.

Chantal López y Omar Cortés


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1

Señores: Como pequeña y vigorosa semilla depositada en fértil y bien preparado terreno, germina y se convierte en robusta planta asimilando a su organismo los ricos elementos que le brinda el suelo en donde extiende sus raíces y la atmósfera en que flotan sus hojas, así muchas veces un pensamiento, una palabra, brotando tal vez por casualidad, engendran empeñadas y luminosas discusiones y origen son de laboriosos y fecundos estudios, si esa palabra o ese pensamiento han sido recogidos por hombres cuyo saber e inteligencia puedan compararse al fértil terreno que acoge y vivifica la semilla que debe convertirse en árbol gigantesco. A tan próspera suerte está llamada sin duda alguna la pasajera cuestión suscitada por mí en el seno de esta sociedad literaria, con ocasión del criterio histórico y filosófico que debe aplicarse para juzgar la conducta del conquistador de México, don Hernando Cortés, cuya figura se ha presentado por los historiadores unas veces con las colosales proporciones de un héroe y otras con el odioso aspecto de un ser monstruoso.

Extrañamente fecundo y verdaderamente trascendental considero el estudio de esta cuestión, no porque de ella sea objeto la personalidad del afortunado aventurero español, pues como he tenido la honra de manifestar al Liceo hace poco tiempo, al dar lectura al último capítulo de mi historia de la dominación española en México, no soy en sociología partidario de la teoría del grande hombre, ni creo que las evoluciones sociales se determinan por la influencia de un personaje, ni admito que el momento histórico dependa de circunstancias y ocasiones actuales, sino que todos los grandes movimientos son el resultado de lentas pero constantes preparaciones que acumulándose fatal e irremisiblemente, llegan a determinar la manifestación aparente del fenómeno histórico o social que tiene como representante a un hombre, llámese Mahoma o Lutero, Alejandro Magno o César, Washington o Hidalgo, Bolívar o Napoleón I; que los pueblos y las generaciones que tienen héroes, son pueblos y generaciones vigorosos y enérgicos; que los pueblos débiles y corrompidos tienen necesariamente que ser la causa de la existencia de los conquistadores y de los tiranos: la corrupción romana y no Agripina dieron vida e imperio a Nerón, la debilidad del reino de los godos y no el conde don ]ulián, llevó a Espafia los ejércitos mahometanos, y la figura del Cid es el emblema de una generación robustecida por los combates, y Trajano y los Antoninos, la encarnación pasajera de un pueblo luchando por regenerarse. Pero entraña el asunto histórico y filosófico de que hoy nos ocupamos, el estudio de las diversas fases que presentan la religión, la moral, el derecho internacional y el privado, las ciencias, la literatura y el arte de la guerra en los siglos XVI y XIX, porque de la justa y rigurosa comparación de esas dos épocas debe sólo brotar la luz a la que debe examinarse el cuadro, que los paisajes ofrecen engañosas apariencias si la colocación y la hora del día son para el espectador origen de dificultades subjetivas y de objetivas complicaciones y variedades.

A primera vista y con la costumbre que tenemos de presentar con cuánta facilidad se escribe la historia o la biografía de un hombre, parece la empresa más sencilla formar el juicio crítico de la conducta de aquel mismo hombre; pero acometiendo ese trabajo, llamando como auxiliares a todas las circunstancias que debe tener presentes el crítico para lanzar un fallo severo, imparcial, razonado y digno de la época científica que hoy alcanza la humanidad, los escollos aparecen enormes, engañosa la ruta y débil el brazo que empuña el timón.

Muévese el hombre y se decide a obrar en un determinado sentido, no obedeciendo sólo al impulso de sus propias tendencias y aspiraciones que en complicada combinación ha recibido de sus antepasados, sino le deciden, también impulsándole, deteniéndole o extraviando su marcha, las extrañas sugestiones del medio en que vive y del influjo que sobre él ejercen otros hombres sujetos a su turno al poder irresistible de los acontecimientos. Por eso tan difícil va haciéndose ya el papel del historiador, que necesita en nuestra época, más que en ninguna otra, extensos y variados conocimientos en todas las ciencias, pues todas ellas llegan a enlazarse para mostrar los diferentes factores que han producido el nacimiento, el desarrollo, las desgracias, las glorias y la desaparición de las razas, de los pueblos y de las nacionalidades; y en vano pretenderá llamarse historia la narración de los acontecimientos de un pueblo, si no va acompañada del concienzudo estudio de las evoluciones antropológicas, morales, religiosas y políticas de ese pueblo, ni fruto alguno sacará de ella la ciencia por más que la engalane la gallardía del bien decir, la belleza de las figuras retóricas, la exactitud de las fechas y el interés de los acontecimientos que se relatan.

Narrar los sucesos, colocarlos escrupulosamente por su orden cronológico, pintar con mano maestra las costumbres, describir con brillante colorido batallas, intrigas, fiestas, epidemias, llevar la exactitud hasta consignar los nombres de los fundadores de instituciones de beneficencia, de constructores de grandes edificios, de poseedores de las mayores riquezas, todo esto es laudablemente laborioso en un historiador pero no satisface las exigencias del espíritu humano en los últimos años del siglo XIX. Y es porque se realiza en nuestros días una evolución científica: la filosofía metafísica, después de haber sustituido a la escuela teológica, cede el campo a la ciencia positiva, en cuyo periodo entra ya resueltamente la humanidad. La historia, que no podía quedar fuera de ese movimiento, toma un nuevo aspecto tomando como segura base, no los razonamientos a priori ni los sistemas preconcebidos, no el conocimiento de hechos sin más dependencia entre ellos que la cronológica, sino las relaciones que necesariamente enlazan entre sí a todos esos acontecimientos y que los determinan, que los convierten de cifras aisladas en antecedentes y consiguientes de profundo y exacto raciocinio, en causas y efectos de un gran proceso sociológico, en factores de un complejo producto, en letras de un alfabeto misterioso que sólo tienen valor y significación cuando se agrupan ordenada y oportunamente y forman la frase en que puede leerse la vida de una Nación o de una raza.

Por eso, ya en la historia los grandes sucesos, no se consideran como el fatal cumplimiento de inescrutables designios de la providencia. Los hombres que simbolizan o encarnan una revolución no se señalan como el instrumento de la divinidad encargados de una misión sobrenatural. Los datos para la resolución del problema se buscan en los luminosos archivos de la ciencia, y el hombre, elemento fundamental, unidad científica de ese plexus, estudia cuidadosamente su organismo y examina con profunda atención los caracteres estructurales y funcionales porque la moderna cultura dice como Claudio Bernard: la fisiología del hombre debe preceder a la historia de las razas humanas y sólo ella la puede explicar.

Todos los ramos de conocimientos del saber humano se empeñan en contribuir a la formación de la historia, por eso tan arduo y tan pesado es el camino. El poeta y el orador para pintar una locomotora en marcha, necesitan apenas unos cuantos rasgos de su elocuencia poderosa, y la imaginación de sus oyentes despertando rápidamente, extendería el mágico cuadro representando la gigantesca serpiente de hierro que cruza la tendida llanura con rapidez vertiginosa ostentando su fantástico penacho de humo dejando tras de sí, como la mensajera de los dioses de la mitología griega, una estela de nubes irisada por los rayos del sol; y más adelante el monstruo escalando las pendientes de la montaña como un titán que arrastra penosamente su inmensa carga jadeando, rugiendo, estremeciéndose y despertando los dormidos ecos de la selva con sus gritos de alarma o con sus gemidos de fatiga; pero el ingeniero que quisiera describir esa misma máquina, referir la historia de su origen, de su construcción, de las reformas que ha sufrido, las partes de (que) consta, el trabajo de que cada una de esas partes está encargada, las energías para el desarrollo de las fuerzas, las resistencias que tienen que vencerse, el motor que impulsa el complicado aparato, el alimento que ese motor exige, la fuerza latente almacenada en el combustible, los cálculos del desarrollo de esa fuerza y de las cantidades aprovechadas y perdidas, los coeficientes correccionales, las probabilidades de la deformación por la usura en el material fijo y en el rodante, el gasto pecuniario para la explotación, las posibles ganancias que ésta podría producir a la empresa, el cálculo de transportes de mercancías y pasajeros y el influjo de la vía férrea en los puntos extremos e intermedios del camino, tendría necesidad de escribir un grueso volumen en folio y de llamar en su auxilio desde las más rudimentales fórmulas de la aritmética hasta las oscuras y complicadas discusiones de la estadística.

En este caso se encuentra el escritor que emprende el estudio histórico y filosófico cuya vida se enlaza íntimamente con un gran acontecimiento y es tanto más fácil que extravíe su camino cuanto que la menor alucinación o la ilusión menos apercibida pueden, falseando su criterio, obligarle a construir pesado y trabajoso edificio sobre cimientos deleznables y movedizos.


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2

Comúnmente se dice y fácilmente se cree que basta plantear bien y con claridad un problema para tener avanzada la mitad del trabajo en la resolución, trabajo que vienen a completar los datos necesarios para alcanzarla. Quizá esto sea exactamente verdadero tratándose de ecuaciones propiamente dichas o de algunas operaciones matemáticas; pero en lo general, decisiva influencia tienen en la resolución de un problema las actitudes o las preocupaciones del observador que antes que otro dato, deben tomarse en consideración cuidadosamente.

En los más precisos instrumentos científicos es necesario antes de hacer uso de ellos en una observación delicada, formar el cálculo de corrección buscando ya el coeficiente de la dilatación de los metales, ya la influencia de la altitud del lugar en que se hace el experimento, ya la del terreno sobre que descansa el instrumento y de los objetos que le rodean, ya la corrección del error a que pueden inducir las más pequeñas imperfecciones o descuidos en la construcción del aparato científico; circunstancias todas que por causa del mismo instrumento, por el medio en que está colocado, o por los objetos que le rodean, pueden producir lamentable engaño en el observador. La altitud de la ciudad en que vivimos obliga a precisas correcciones en un aneroide construido en Londres; un magnetómetro o una brújula colocadas en el Palacio de Chapultepec exigirían también grandes correcciones como las exige distintas el barómetro en cada una de las diversas temperaturas de la Tierra.

El hombre es el instrumento cientlfico más complejo y más sujeto a error que se conoce, y por eso la astronomía, antes que todas las ciencias, estableció la ecuación personal, es decir la corrección del diferente periodo de tiempo que cada observador necesita para que la sensación producida por el momento del paso de un astro por el meridiano llegue hasta el cerebro y la orden que de allí parte para dar la voz de aviso al calculador, llegue hasta los órganos vocales y haga producir el sonido. La ecuación personal apareció más necesaria después de los descubrimientos de Dalton que dio su nombre, por ser él mismo víctima de aquella anomalía, a la incapacidad de algunos hombres para percibir el color rojo y que causa fue de muchos acontecimientos desgraciados en los ferrocarriles.

Las primeras dificultades, pues, para la resolución de un problema, son las subjetivas que por lo mismo de no tener más corrección que las del propio conocimiento y criterio, son más difíciles de eliminar, y concretándose al estudio de problemas históricos aparecen de esas preocupaciones en primer término y como capitales la de escuela, el patriotismo, la pasión política, el fanatismo religioso y las resoluciones preconcebidas.

Las preocupaciones de educación existen, o adquiridas durante los primeros años de la existencia o recibidas en la organización cerebral por herencia de nuestros antepasados, que por enseñanza las tuvieron y las transmitieron a sus descendientes, hasta que aquella tradición se convirtió en un modo especial de sentir y en extravío orgánico del cerebro; sólo así pueden explicarse esos antagonismos instintivos de razas que tienen tan comunes y claras manifestaciones en los animales, esos odios hereditarios de que tantos ejemplos nos da la historia, sobre todo en Italia, y esos caracteres rencorosos y vengativos que cada día encontramos en el trato social. El criterio se extravía en casos semejantes por la idea preconcebida. ¡Qué de juicios profundamente erróneos no produce aún en nuestros días, y eliminando enteramente la cuestión religiosa, la enseñanza de las antiguas escuelas que hacía mirar al pueblo judío como el más antiguo y poderoso de la Tierra por los relatos bíblicos, al mismo tiempo que el más odioso por el crimen de deicidio, y por la encarnizada persecución contra jesús! ¡Qué ideas tan extraviadas sobre Poncio Pilatos! ¡Qué criterio tan falso para juzgar todo lo que tiene alguna relación con el pueblo de Israel! Y si se estudia el mismo fenómeno tratándose en nuestro país de moros y cristianos, se descubre que la educación dada por los españoles en el primer siglo de la conquista cuando don Juan de Austria daba la famosa batalla naval de Lepanto que ha dejado tan hondas huellas, que ni en España misma los moros son tan mal juzgados, ni tan antagónica parece su raza como en los pueblos de los indios, y apenas habrá hoy uno de estos pueblos que, pudiendo, no celebre la fiesta de algún santo con esas comedias al aire libre, que se representan a caballo, que llevan el nombre de retos y cuyo disparatado argumento es la lucha entre las tropas del sultán y los cristianos, siempre vencedores con el auxilio de Santiago apóstol.

No con tan ruda expresión ni con manifestación tan grosera, pero sí conservando siempre su influencia, la educación es una de las causas de perturbación del criterio histórico y filosófico, haciéndonos muchas veces estudiar un punto con la preconcebida idea de encontrar, no lo que realmente existe, sino lo que nuestra educación nos ha hecho mirar como verdadero y como justo.

¿Y quién de nosotros no ha sentido repetidas veces dentro de sí mismo la influencia perturbatoria de las preocupaciones patrióticas o de partido político? ¿Quién no ha estado dispuesto a conceder la razón a su país en cualquier cuestión internacional, por más que esa razón no exista? ¿Quién no se ha sentido siempre impulsado a sostener a su partido o a su correligionario, y ver con prevención al que sigue opuestas banderas, aunque tenga después necesidad de pensar a sus solas que aquello no era conforme a la verdad y a la justicia? ¿Quién no ha visto desechados sus más juiciosos y oportunos argumentos cuando vertidos en un concurso tenían que herir la pasión política o el sentimiento patriótico, y no ha escuchado hasta la palabra traición aplicada a una doctrina filosófica que no halaga esa pasión o ese sentimiento?

Y todos los pueblos sufren esa misma perturbación, aunque extremándose los de raza latina: los franceses proclaman a París el cerebro del mundo y Víctor Hugo llama a la Francia el Salvador de las naciones; Alemania se supone el portaestandarte de la filosofía y de las ciencias; España se siente invencible y compuesta de héroes; los ingleses lo dicen todo con su divisa Inglaterra por siempre; y en el libro y en el periódico y en la conversación familiar se descubre a cada paso en los pueblos y en las individualidades que los forman, el alto concepto en que el patriotismo tiene a la colectividad, y a cada una de sus unidades, de su Nación, considerando como indiscutible la superioridad sobre los demás hombres y pueblos de la Tierra. Pero el patriotismo y el espíritu de partido, tomados como causa de perturbación en el criterio histórico y filosófico, producen extrañas aberraciones, y entre ellas, más notable la que nos induce a censurar a ajena parcialidad al mismo tiempo que reprobamos la imparcialidad en nuestros correligionarios, tachando a los primeros el negar toda virtud a sus adversarios, y reprochando a los segundos no seguir el mismo sistema de apreciaciones.

La preocupación religiosa, la más exaltada de todas, invade por completo el campo, pues a tanto llega en ella el poder que, como fuente histórica se tiene por de corrompidas y venenosas aguas, la que no lleve el sello de la ortodoxia; siendo motivo de duda cuando no de absoluta reprobación, no el hecho referido ni la reflexión nacida de él, sino la pluma o la boca de donde ha brotado, anticipándose la condenación al conocimiento del proceso, no más por la noticia del nombre o de los antecedentes de un autor.

Todas estas preocupaciones capitales, que psicológicamente deben considerarse como una asociación de ideas persistente y enérgica, y fisiológicamente como excitaciones simultáneas, simpáticas en el cerebro, se combinan para interponer su sombra, al tratarse de un juicio crítico que por objeto tenga la personalidad de Cortés; Cortés simboliza en la historia, la conquista; la conquista representa el cuadro de una raza vencida, despojada de su independencia y de su libertad, y tratada con todo el espantoso rigor de que tan pavorosos ejemplos a cada paso nos dan los relatos de aquellos tiempos; y la idea de la lucha de independencia se une hasta confundirse con los recuerdos de la conquista, porque siendo los soldados españoles los que subyugaron primero al país y después combatieron, oponiéndose a la independencia, se supone que la autonomía del México moderno fue una reivindicación de los derechos de soberanía de las antiguas Naciones que ocupaban el territorio, y que el pueblo que sucumbió, perdiendo su libertad, en el sitio de Tenochtitlan, es el mismo cuyos ejércitos entraban victoriosos a la capital de Nueva España el 27 de septiembre de 1821; sin fijarse en que la raza que conquistó la independencia de México era una raza nueva sobre la Tierra, que con el derecho que le daban sus poderosos elementos, conquistaba una patria, formaba una Nación, y no era el anciano que torna tras largo cautiverio a ocupar sus puestos en el hogar de las Naciones, sino el joven y vigoroso adolescente, que sacudiendo de grado o por fuerza la paternal tutela, se presenta apoderándose del puesto que le pertenece en la poderosa asamblea de los pueblos libres.

El partido monárquico español se adhirió en México al movimiento de independencia proclamado en Iguala por Iturbide, en odio a las doctrinas liberales que rápidamente ganaban terreno en España y amenazaban sobreponerse a los antiguos principios del derecho divino y del absolutismo; el temor de la revolución europea obligó al partido conservador a proclamar lo que creyó una contrarrevolución en América, soñando hacer de Nueva España un reino tributario de la antigua metrópoli cuyo monarca fuera si no Fernando VII, al menos un príncipe de la casa de Borbón pero que gobernase sus dominios como Felipe II. La proclamación de Iturbide y su coronación como emperador de México, rompiendo el Plan de Iguala, fue la consumación de la independencia y el acontecimiento más significativo y trascendental en aquella época. Hidalgo proclamando la emancipación inició el combate: Iturbide coronándose emperador de México consumó el triunfo segando hasta las esperanzas políticas concebidas por los partidarios del Plan de Iguala y que causaban el desaliento de los antiguos insurgentes.

Para la nobleza de México y para el partido monárquico, separados desde entonces de los independientes y de los republicanos, Cortés y los demás conquistadores representaban el principio de la legitimidad, el espíritu católico ortodoxo, y eran los naturales ascendientes de todas esas familias que, a pesar de pertenecer ala raza mestiza, se consideraban verdaderos españoles, cuando más vecinos o estantes en Nueva España; al mismo tiempo por las contrarias razones y por el antagonismo político que surgió de estos acontecimientos, los liberales y los republicanos, sin embargo también de pertenecer a la raza mestiza, comenzaron a sentirse legítimos descendientes de los aztecas, de Cuauhtémoc y de Moctezuma, y para ellos Cortés y los conquistadores fueron la encarnación del espíritu de conquista, de la opresión, de la tiranía, de la Inquisición, los perseguidores y los verdugos de los directos ascendientes de los mexicanos actuales y ni uno ni otro partido tomó en cuenta los antecedentes de la mezcla de las razas, ni uno ni otro se detuvo a estudiar filosóficamente la formación del pueblo a que pertenecía, repitiéndose el monstruoso fenómeno de los días de la guerra de independencia, en los que hombres creyentes hasta la superstición llevaban en sus banderas, unos la imagen de la Virgen de Guadalupe y otros la de los Remedios, como si se tratara del lábaro de Constantino simbolizando la religión de los cristianos, y el viejo estandarte de las legiones de César enarbolado por Majencio y representando el politeísmo del pueblo romano.

Naturalmente la preocupación histórica se apoderó de los ánimos, y el juicio sobre Hernán Cortés participó del apasionado arrebato que con antecedentes tales debía producir cualquier discusión sobre este punto y que la educación en las escuelas y las tradiciones en el hogar iban vistiendo cada día con más engañosos ropajes. Alamán, el historiador del partido monárquico, habla de Cortés, no como de un hombre famoso en la historia, sino como de un señor a cuya familia sirve, llegando a dar hasta el tratamiento de don al padre del conquistador, cuando este tratamiento en el siglo XVI sólo se obtenía por concesión real y Martín Cortés jamás la obtuvo. Por otro lado, en cada uno de los discursos que se pronunciaban celebrando la independencia en las solemnidades cívicas, Cortés era representado como el monstruo más abominable en la historia de México: hablaban las pasiones y la verdad y la filosofía callaban esperando su turno.


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3

Invadían y se apoderaban de la América las tropas y los aventureros españoles y portugueses en el siglo XVI, en virtud del derecho de conquista, solapadamente sancionado por los pontífices y ejercido atrevidamente por los monarcas. Repugnante contradicción parece encerrar a primera vista la expresión tan fácilmente aceptada o rechazada de derecho de conquista, pues si la palabra derecho tiene la acepción que jurídicamente se le ha dado, la palabra conquista encierra la idea de fuerza, de abuso, y de injusticia, y es imposible combinar la significación de ambas, que parecen excluirse y rechazarse, pero esta contradicción depende de la idea preconcebida que tenemos de la significación de la palabra derecho.

El derecho filosóficamente considerado no es más que la reunión de leyes establecidas para encadenar la fuerza individual o social impidiendo que se ejercite en perjuicio de la libertad o del bienestar del individuo o de la misma sociedad. El derecho, en toda su perfección, es una idealidad que existe potencialmente en las sociedades, pero que en su desarrollo tiene que estar sujeto a las evoluciones de la humanidad, siendo el papel de los legisladores, no el de inventar la relación que supone el derecho, sino consignar esas relaciones en la ley a medida que la evolución progresista se manifiesta en una Nación, consistiendo el acierto en no establecer relación que no vaya de acuerdo con el grado de perfección social de un pueblo.

Pero lo existente, lo actual, es la fuerza, reconocida por la física moderna como una sola; su expresión, las diversas manifestaciones que originan la constante lucha en todo y en todas partes; el problema social por resolver, el equilibrio en las relaciones entre el individuo y el Estado, libertad; y de los individuos entre sí, igualdad. El derecho internacional no existe sino como el código de urbanidad introducido por la costumbre, interpretado por el razonamiento, pero sin más sanción que el duelo, la guerra, reprobado por la filosofía y sin embargo imprescriptible. Escuda contra todo ataque a los partidarios de la escuela que espera el reinado del derecho perfecto, la bondad de sus intenciones, y el noble altruismo que los hace pensar así; y prueba es de la limpieza y honradez de sus intenciones la santa indignación que manifiesta estudiando eso que llaman errores de la humanidad y que no son sino las necesarias etapas del camino del progreso que, como la escala misteriosa, debe subir eI hombre sin llegar jamás a tocar el último peldaño. La lucha es la condición ineludible del orden en el universo; de la vida en los organismos; del progreso en las Naciones; del bienestar en los individuos. La guerra está por todas partes; la fuerza se manifiesta sin más obstáculo que la fuerza misma, desde los portentosos movimientos de la mecánica celeste hasta las maravillosas atracciones de las moléculas.

¿Qué son las leyes de Kepler y la admirable teoría de Newton sobre la gravitación universal sino artículos de ese gran código de la lucha y del equilibrio de las fuerzas, y qué espectáculo ofrece tan terrible la Tierra a los ojos del observador en la eterna lucha por la existencia de todos los seres que la habitan? Ninguna especie, ningún organismo vegetal o animal puede existir sin el combate, sin la destrucción de multitud de individuos a quienes hace perecer atacándolos directamente para alimentarse de ellos, o indirectamente apoderándose de los elementos que ellos necesitan para la vida. La Tierra es el campo de una gran batalla en que no sólo lucha el tigre contra el tigre disputándose la presa, sino hasta el hombre que combate con la medicina (a) la colonia de parásitos que llega a establecerse en su organismo y a devorar los glóbulos de su sangre; el infinitamente pequeño ataca al poderosamente fuerte con el mismo atrevimiento con que éste a su turno se lanza sobre el relativamente débil y desvalido. Y esa lucha constante, y ese combate sin tregua puede llamarse a pesar de todo, el derecho de la naturaleza, porque es el equilibrio de la relación entre los seres; porque de ese equilibrio resulta la persistencia de los más fuertes y los más aptos de todas las especies, que es lo que constituye el progreso de los organismos por la selección natural y porque cesando esa lucha, estableciéndose la paz no más por un corto periodo de años, caso de poder siquiera concebirse la vida de unos seres sin la destrucción de otros, la multiplicación de los individuos haría inhabitable la superficie de la Tierra; que una sola especie logre verse libre de enemigos, que un solo combatiente desaparezca del campo, y los efectos desastrosos se resentirán por todo el resto de los seres vivientes. La desaparición, la disminución siquiera de esas aves que devoran las larvas de la langosta, origina la invasión, aun en países muy lejanos, de la compacta muchedumbre de los voraces e insaciables acrídidos que llevan por todas partes donde pasan el espanto, la desolación y la miseria (1).

Supóngase que cesa por un momento la lucha entre las opuestas y combinadas fuerzas que sostienen y dirigen el movimiento de los astros y que una sola de esas energías queda subsistente, y todos los cuerpos celestes se precipitarían como un torrente desbordado sobre un solo punto en el espacio y chocando con espantoso fragor volvería el caos a sustituir el maravilloso sistema planetario. El derecho positivo, es decir, las fórmulas de equilibrios de fuerza en la humanidad han seguido variablemente la evolución progresista de los pueblos; el derecho privado, la relación entre las fuerzas individuales ha avanzado mucho, y hay una distancia inmensa desde las legislaciones romanas que daban al padre el derecho de vida y muerte sobre sus hijos, o que entregaban al deudor como esclavo o cosa en poder del acreedor, hasta los códigos modernos que han abolido la prisión por deudas, que enfrenan en lo posible las cóleras y las exigencias del prestamista y que a la mujer misma la ponen en posesión de su libertad por sólo el lapso de los años. El derecho público ha progresado menos; pero los gobiernos comienzan a considerarse ya como los administradores responsables y no como los dueños absolutos de las Naciones.

El derecho internacional permanece sin más ley que las conveniencias de los pueblos poderosos, pero la fuerza en estos dos derechos está todavía verdaderamente desencadenada; en vano se buscan por los filósofos, por los diplomáticos, por los publicistas, por los hombres de Estado de buena fe, las leyes de ese código todavía en sombras; las constituciones, los estatutos orgánicos, los tratados diplomáticos, no son en el fondo sino el embrión del derecho ideal y la expresión verdadera de la fuerza. La humanidad ha ganado en disimulo, y preciso es confesarlo, en hipocresía; pero el derecho de conquista, la preponderancia de la fuerza bruta desenfrenada está por todas partes: los reyes de España prohibieron usar (de) la palabra conquista (2) en las capitulaciones que celebraban con los aventureros que iban en nombre de la monarquía a sojuzgar y esclavizar pueblos en América. Las Naciones en el siglo XIX no han hecho más, que lo que hicieron los reyes católicos, suprimir la palabra, pero el fuerte se apodera de la propiedad del débil y le despoja invadiendo y conquistando bajo el menor pretexto; como Alejandro invade el Asia, como los romanos se apoderan de la Europa, como las hordas de los bárbaros se extienden sobre el imperio de los césares, como los representantes de Carlos V ocupan a México, como los portugueses se adueñan del Brasil.

¿Qué cosa es a la luz de la verdad y de la ciencia, y despojada de los atavíos diplomáticos, la absorción de la Alsacia y la Lorena por el imperio germánico; qué, la dominación de los ingleses en la India; qué, la multitud de combinaciones formadas por las potencias europeas contra los pueblos del Oriente; qué, la posesión de la isla de Cuba por los españoles; qué, el intento de Alemania sobre las islas Carolinas? Y en nuestros días, ¿qué fue la invasión de Barrios en Centro América; qué, el desmembramiento del territorio mexicano por los norteamericanos que se arrebataron a Texas, Nuevo México y California; qué, la sangrienta invasión del ejército francés queriendo plantear una monarquía; y qué, la actitud del gobierno de la República Mexicana en los pasados asuntos de Guatemala? La fuerza y nada más que la fuerza.

El derecho de conquista desnudo en los tiempos de César y de Alejandro, cubierto con el ropaje de la religión en los de Carlos V, velado, con Napoleón I, por las conveniencias diplomáticas y el equilibrio europeo, y tomando el carácter mercantil del siglo para abrigarse tras de las cifras de una indemnización por causa de la guerra en la época que atravesamos, vive, a pesar de todos los adelantos del siglo y del escándalo que causa en la conciencia actual de los hombres, leer en las crónicas del siglo XVI el pretexto y los medios de que Europa se valió para esclavizar a América.

El terrible principio germánico que sale como una amenaza de la filosofía de Schopenhauer, el derecho no es más que la medida de la fuerza es, tratándose de las relaciones de los pueblos entre sí, y de éstos con sus gobiernos, una verdad terrible, por más que nos empeñemos en creer lo contrario. El derecho es la medida de la fuerza; eliminada la fuerza, el derecho más bien sentado y reconocido desaparece como el humo. La fuerza sostiene los gobiernos, garantiza las propiedades, sanciona las libertades públicas e individuales; suprimida un momento esa fuerza, por un atavismo de civilización los hombres volverían al estado salvaje. Como constante prueba de ello son los malhechores en las sociedades más cultas, son los cantonales en España, los nihilistas en Rusia, los fenianos en Inglaterra, los know-nothíng en los Estados Unidos, y han sido las espantosas escenas de la Comuna en París. El equilibrio entre las Naciones civilizadas existe en los intereses de los poderosos, y el poder está hoy en manos de los pueblos más ilustrados, porque ya no se calcula la fuerza tomando como único factor el número de los habitantes, sino la civilización de las Naciones, que es la acumulación de energías superior a la que produce la suma de las fuerzas individuales; pero en el fondo de ese cuadro, como un fantasma siempre erguido y siempre amenazador, aparece la sombría figura de Breno escribiendo con caracteres de fuego sobre el cielo tempestuoso de la humanidad aquellas fatídicas palabras: Vae victis, Ay de los vencidos.

La frase pues, derecho de conquista, no encierra una contradicción, como no la encerraba la definición de los jurisconsultos de Justiniano, que llamaban a la propiedad Jus utendi ed abutendi, derecho de usar y de abusar, cuando el abuso no puede combinarse con el derecho; y la frase derecho de conquista no indica más, sino el verdadero punto en que se encontraba la relación entre las Naciones, en el siglo XVI, relación que no se ha modificado mucho en el periodo histórico en que vivimos; y no es de extrañarse que el Papa dispusiera entonces de la autonomía de los pueblos americanos, cuando las mismas ciudades y aun los pequeños reinos en Europa, eran presas disputadas por los monarcas poderosos y cambiaban de dueño como cambiaban los favores de la victoria en los combates.


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4

La cruz del catolicismo había llegado bajo la sombra de la bandera española hasta la isla de Cuba, cuando el año de 1516 una armada dispuesta en aquella isla por Lope Ochoa de Caixedo y Cristóbal Murante, mandada por Francisco Hernández de Córdoba y dirigida por el famoso piloto Antón de Alaminos, descubrió el cabo Catoche, escribiendo la primera página en el prólogo de la conquista de Nueva España. No era aquella tierra la que buscaba Francisco Hernández que había salido de la isla de Cuba, llamada entonces Fernandina, en busca de esclavos con dirección a las islas ya conocidas en demanda de incayos y guanayos; pero al llegar al cabo Catoche y advirtiendo que era tierra nueva, exploró la costa probando a desembarcar, aunque con tan mala suerte, que perdiendo muchos soldados se vio obligado a regresar a La Habana (3).

Diego Velázquez, el gobernador de la isla, tuvo noticia de aquel descubrimiento y codicioso de las riquezas de la tierra nuevamente descubierta y ambicioso de alcanzar la gloria de su conquista, armó una expedición que dirigió el mismo piloto Antón de Alaminos y que mandaba como capitán Juan de Grijalva. Aquella segunda expedición fue más afortunada que la primera: Grijalva reconoció la tierra, logró rescatar gran cantidad de oro y envió a La Habana a Pedro de Alvarado para dar noticias suyas a Diego Velázquez.

Halagüeñas eran las nuevas que el gobernador de La Habana recibía de Grijalva y alentábanle a poblar y conquistar enviando refuerzos a la expedición que estaba en el continente; pero tropezaba con la dificultad de que, para emprender descubrimiento, pacificación, conquista y población en la nueva tierra, necesitaba tener previamente capitulaciones celebradas con el monarca español que le autorizaran para ello; no las tenía y sólo contaba con un permiso para rescatar oro que había alcanzado de los frailes jerónimos que gobernaron las Indias, durante el tiempo que en España dirigió los negocios públicos el cardenal Jiménez de Cisneros (4). Eran lo que se llamaba capitulaciones en España y en las Indias en el siglo XVI, los contratos celebrados entre el gobierno español y un particular que quería emprender descubrimiento, conquista o pacificación en el Nuevo Mundo, y en los cuales se asentaban las condiciones con que había de llevarse a cabo tal empresa.

Acertados anduvieron los Reyes Católicos, don Femando y doña Isabel, ordenando por una Cédula Real fecha en Granada el 3 de septiembre de 1501, que ninguno de sus vasallos y súbditos ni otro cualesquiera extranjero fuera osado de ir sin especial licencia y mandato a descubrir por el mar Océano, bajo la pena aplicada en el acto sin sentencia ni declaración de ninguna especie, de perdimiento de navío o navíos que llevasen, y de mercaderías, bastimentos, armas, pertrechos y cuanto más se les encontrase (5).

En los primeros años del descubrimiento de las islas americanas se resistían tanto los españoles a ir a poblar a esas islas, que los Reyes Católicos tuvieron necesidad de ordenar por dos Cédulas fechadas el 22 de junio de 1497 en Medina del Campo, que todos los reos condenados por la justicia fuesen entregados al almirante Colón para que los llevase a poblar a las islas y que se diesen por perdonados a todos los que habiendo cometido algún crimen se presentasen voluntariamente para embarcarse a las Indias. Esto era formar colonias de criminales, pero los Reyes Católicos decían en su Cédula que era en servicio de Dios.

Don Fernando y doña Isabel, por la gracia de Dios, etc. Salud y gracia, sabed que nos, hemos mandado a Don Cristóbal Colón, nuestro almirante del mar océano, que vuelva a la isla Española y a las otras islas y tierra firme, que son en las dichas Indias, y entienda en la conversión y población de ella; porque de esto, Dios Nuestro sefior es servido, y su santa fe acrecentada, y nuestros reinos ensanchados; y para ello hemos mandado armar ciertos navios y carabelas, en que va cierta gente pagada por cierto tiempo, y bastimentos y mantenimientos para ella; y por cuanto aquello no puede bastar para que se haga la dicha población como cumple al servicio de Dios y nuestro, si no van otras gentes que en ella estén y sirvan a sus costas; y nos, queriendo proveer sobre ello, así por lo que cumple a la dicha conversión y población como por usar de clemencia y piedad con nuestros súbditos y naturales, mandamos dar esta dicha nuestra carta en la dicha razón, por la cual de nuestro proprio motu y cierta ciencia, queremos y ordenamos que todos y cualesquier, varones y mujeres, nuestros súbditos y naturales que hubiesen cometido falta, hasta el día de la publicación de esta nuestra carta, cualesquier muertes y heridas y otros cualesquier delitos de cualquier materia y calidad que sean, o traición o aleve, o muerte segura, o hecha con fuego o saeta, o crimen de falsa moneda o de sodomía, o hubieren sacado moneda de oro o plata y otras cosas por nos vedadas, fuera de estos nuestros reinos, que fueren a servir en persona a la isla Española y sirvieren en ella a sus propias costas, y sirvieren en las cosas que el dicho almirante les dijere y mandare de nuestra parte; los que merecieren pena de muerte, por dos años; y los que merecieren otra pena menor, que no sea muerte, aunque sea perdimiento de miembro, por un año; y sean perdonados de cualesquier delito, de cualquier natura o calidad o gravedad que sea, que hubieren hecho o cometido hasta el día de la publicación de esta nuestra carta ... (6)

Transcurrieron pocos años, las noticias que de las riquezas del Nuevo Mundo y de la facilidad de adquirirlas llegaron a España, el espíritu aventurero despertado y exaltado por esas noticias, y la inmensa extensión del territorio que se ofrecia a las ávidas miradas de los conquistadores, hizo necesario que los Reyes Católicos reglamentaran las conquistas, porque una especulación sencilla y productiva era en aquel siglo, armar unos cuantos bajeles, tripularlos con gente levantisca y apoderarse de una parte del territorio en las Indias (¿islas?) o en el continente americano.

El adelantado Diego Velázquez noticioso de los descubrimientos hechos por Francisco Hernández y por Juan de Grijalva, deseaba conquistar y poblar aquellas tierras, urgíale el temor de que otro más afortunado se apoderase de ellas, no podía abandonar el gobierno de la isla Fernandina, las capitulaciones que había solicitado en la Corte aún no llegaban, y tenia necesidad de encontrar un hombre audaz que se atreviese, no sólo a emprender la conquista sino a acometer la empresa sin autorización del monarca, exponiéndose a ser considerado y tratado como pirata. Entonces se fijó en Hernán Cortés, uno de los vecinos ricos de la isla de Cuba y que, según dice el mismo Velázquez en los memoriales que dirigió al rey, era su criado y protegido (7).

Los biógrafos de Hemán Cortés no están conformes en las noticias de los antecedentes de aquel hombre, pero todas atañen a su vida privada, de la cual, la historia tiene que sacar poco provecho. Aparece sólo que algo estudió de latin y que en el resto de su carrera hacia gala de ello; pero esto en nada puede haber influido en su conducta ni en el juicio de ella. Cortés, como todos los generales a quienes la fortuna o su propio mérito han llevado a figurar en alta escala, se empeñaba en probar que no sólo en la guerra era distinguido sino también debla serIo en las letras.

Debilidad es propia de los hombres afanarse en demostrar la generalidad de sus aptitudes, la universalidad de sus conocimientos; pocas son las excepciones que se presentan, y Nerón, soberano absoluto de un rico y poderoso Imperio y pretendiendo el laurel del artista es la cifra de esa tendencia que en menor escala o con menos intensidad se manifiesta a cada paso entre los hombres públicos. Además, como dice Spencer juzgando sin preocupación, nadie puede creer que la instrucción influya sobre la conducta de un hombre, ni la bondad de una educación moral puede medirse por la suma de conocimientos adquiridos (8). Asi agrega:

La confianza en los efectos moralizadores de la cultura intelectual que los hechos contradicen categóricamente, es además absurda a priori. ¿Qué relación puede encontrarse entre saber que ciertos grupos de signos representan ciertas palabras, y adquirir un sentimiento más elevado del deber? ¿Cómo es que la facilidad para formar signos representantes de los sonidos pueda fortificar la voluntad para el bien obrar? ¿Cómo el conocimiento de la tabla de multiplicación o la práctica de adiciones y divisiones pueden desarrollar el sentimiento de simpatía hasta el punto de reprimir la tendencia de dañar al prójimo? ¿Cómo las reglas de ortografía y el análisis gramatical pueden exaltar el sentimiento de la justicia? ¿Y por qué, en fin, la acumulación de conocimientos geográficos adquiridos con perseverancia acrecerían el respeto a la verdad? No hay ciertamente otra relación de esos efectos con esas causas, que los que podrían tener con la gimnástica que ejercita los dedos y fortalece las piernas. El que quisiera enseñar la geometría dando lecciones de latín, el que dibujando creyera aprender a tocar el piano sería juzgado digno de entrar a una casa de locos, y no van por más razonable camino los que cuentan con producir buenos sentimientos morales por medio de la disciplina de las facultades intelectuales (9).

Pero es indudable que Hernán Cortés no había recibido una cultura intelectual ni siquiera mediana, y su educación moral aunque comenzada en España tenía que haberse formado bajo el influjo de las costumbres y de las creencias de los españoles residentes en las islas americanas.

Durante el siglo XVI el espíritu emprendedor y belicoso de los españoles, encontró dos grandes corrientes en qué lanzarse para dar pábulo a sus aspiraciones de aventuras, de gloria y de riqueza; en Europa, las constantes guerras sostenidas por el emperador Carlos V y por su sucesor Felipe II; en el Nuevo Mundo, los descubrimientos y las conquistas de países inmensos y desconocidos. La nobleza, los hombres de aristocrático apellido, los vástagos de las grandes familias, los ilustres prelados y los sabios distinguidos eligieron el fértil campo que les brindaba la Corte con sus intrigas, la diplomacia con sus arterías, las guerras europeas con sus glorias, las grandes y viejas ciudades con sus fiestas, sus universidades y sus romancescas aventuras. Los hombres oscuros, los aventureros que buscaban riquezas o nombre, los fugitivos o perseguidos por la justicia, los frailes pobres sin más ambición que propagar el cristianismo ni más anhelo que el de la caridad, los empleados que tenían cerradas las puertas del ascenso, éstos se lanzaban a la mar en frágiles embarcaciones a buscar en el Nuevo Mundo en cambio del peligro, del combate, y quizá de la ignorada muerte, el oro de los rescates, la encomienda del conquistador, el nombre que les había negado la fortuna, la pobre iglesia de peligrosa misión entre las tribus salvajes, el humilde convento en la mal poblada villa, el cargo público que su pequefiez no les permitía alcanzar en Europa, y quizá hasta un escudo de nobleza y un título de marqués que poder legar a sus sucesores.

Por eso del humo del combate que se alzaba en Pavía; en Lepanto, en San Quintín, en Amberes o en Roma, salían los nombres del marqués de Pescara, del príncipe don Juan de Austria, del príncipe Filiberto de Saboya, del príncipe Alejandro de Farnesio y del condestable de Borbón; y entre el denso polvo que levantaban al derrumbarse el Imperio de Moctezuma o el de los incas, surgían los hasta entonces ignotos apellidos de Cortés, Pizarro, Alvarado, Almagro y Sandoval. Allá la dieta de Worms, la de Nuremberg, la de Spira y el famoso Concilio de Trento; en las Indias, las evangélicas juntas pastorales o el humilde concilio mexicano. Por un lado Adriano de Utrecht, Ignacio de Loyola y el duque de Gandía destinados a subir al solio pontificio o a los altares; por el otro fray Martín de Valencia, fray Pedro de Gante, fray Juan de Zumárraga y don Vasco de Quiroga predestinados a no tener más solio ni más altar que la gratitud de la raza indígena. Y era porque la humanidad estaba profundamente dividida en dos grandes momentos históricos: en el Viejo Mundo la edad media daba ya sus últimos combates a la revolución triunfante; la confesión de Augsburgo presentaba el estandarte de la libertad de la conciencia; las concesiones de Ratisbona, la aurora de la tolerancia de cultos; el cautiverio del pontífice romano ordenado por Carlos V, la insurrección completa del poder temporal de los monarcas contra el dominio espiritual de los sucesores de San Pedro; la alianza de Francisco I, el rey cristianísimo, con el sultán y con Jayr al-Din Barbarroja, y la del católico emperador Carlos V con los reyes protestantes de Inglaterra y Dinamarca y con los príncipes luteranos de Alemania eran el golpe más terrible a las preocupaciones religiosas. En las Indias, los misioneros franciscanos, semejantes a los varones de la Iglesia primitiva, se encontraban con razas que comenzaban a salir apenas en su civilización del periodo de piedra pulimentada; la edad media entraba triunfante imponiendo el catolicismo por la fuerza de las armas, proclamando la intolerancia religiosa a la luz de las llamas de los adoratorios, preparando el camino a la Inquisición y formando con los ricos encomenderos un remedo de los señores feudales. El Viejo y el Nuevo Mundo tenían entre sí por liga el nombre de Dios y el del rey; sobre el estandarte que ostentaba el águila austriaca de Carlos V se levantaba la cruz de Jesucristo; pero las Cédulas de los reyes que protegían la libertad y el buen trato de los indios, eran tan poco respetadas, como eran mal obedecidos los principios de caridad y de fraternidad predicados por el mártir del Gólgota.


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5

Y sin embargo, por un fenómeno extraño, los conquistadores en lo general eran profundamente creyentes en la fe del cristianismo, como eran heroicamente leales con el emperador; pero la esclavitud, la muerte y los malos tratamientos a los naturales de las tierras conquistadas resultaban de una horrible preocupación: para los europeos educados y residentes en España los indios eran personas; para los conquistadores, para los vecinos que habían residido mucho tiempo en las islas, los naturales de allí eran irracionales, eran cosas. La doctrina de la irracionalidad de los indios, de su natural destino a la esclavitud y por consecuencia del absoluto derecho que sobre su libertad y su vida, al par que sobre sus señoríos y bienes, tenían los conquistadores, no nació repentinamente ni creció y se fortificó sin grandes obstáculos. Después del descubrimiento de las islas americanas, es indudable que los Reyes Católicos y los señores de la Corte esperaban de aquellas tierras grandes riquezas que con usura compensasen los sacrificios hechos por la reina doña Isabel para enviar en busca del Nuevo Mundo a Cristóbal Colón; pero no sucedió así: tras el primer viaje del almirante las soñadas riquezas no aparecieron, fue necesario hacer nuevos desembolsos para la segunda expedición; crecían los gastos de la monarquía, los disgustos de los Reyes Católicos por las discordias y quejas que se alzaban en las islas, y no se presentaba camino para repararse de tanto contratiempo, y ya para el segundo viaje de Colón, los reyes habían pedido en calidad de préstamo cinco millones al duque de Medina Sidonia y uno a Francisco Pinelo (10). De manera que llegóse a tener mala idea de las Indias y a considerarse tan perjudicial su conquista para la Corona de España, que no faltó quien a decir se atreviera y públicamente que debía abandonarse tal empresa culpando a Colón de haber engañado con falsos informes a los reyes (11).

El almirante comprendió que tenía necesidad de enviar al rey oro o algo que lo valiese para callar las murmuraciones de la Corte, y entonces hizo cargar carabelas con esclavos que fueron conducidos a Cádiz (12). Así históricamente comenzó la esclavitud de los indios, pues aun cuando algunos de ellos hubieran sido ya reducidos a la servidumbre en las islas, esto era contrario a las instrucciones que Colón había recibido de los Reyes Católicos y podía tomarse más bien como un abuso por causa de la guerra; pero el envío de esclavos hecho por Colón vino a sancionar la servidumbre de los indios. Doña Isabel la Católica habíase indignado contra el almirante porque envió de las islas trescientos indios destinados al servicio de sus amigos y parientes, y se mandaron repatriar aquellos indios a costa del mismo almirante (13). Pero a pesar de esto, los esclavos que para el rey mandó Colón en 1495, fueron vendidos de orden de los Reyes Católicos en los mercados de España por el obispo de Badajoz, aunque pocos días después de aquella venta, los reyes escribieron al obispo que conservase en depósito el dinero, producto del precio de esclavos, hasta oír el parecer de una junta que se convocó con el objeto de que dictaminase si con buena conciencia podían venderse a los indios como esclavos (14).

Los monarcas en lo sucesivo sostuvieron en todas sus Cédulas que los indios no podían ser reducidos a la esclavitud, pero se había dado ya el primer paso, y era lo bastante para desbordar el torrente. Además se establecieron legalmente las encomiendas, que no eran más que la esclavitud con las restricciones de no poder sacar a los indios de su territorio ni venderse a tercera persona, y por último se permitía hacer esclavos a los rebeldes y a los que se llamaron caribes, pudiéndoles herrar en los brazos o las piernas, y esto abrió ancha puerta a todos los abusos y a todas las tiranías (15).

Rápidamente fue aumentando el desprecio que los colonos españoles tenían a los americanos y un Francisco de Garay, un Juan Ponce de León y un Pedro García Carreón que tenían indios y encomiendas en las islas, comenzaron a divulgar en la Corte la proposición de que los indios no eran racionales ni capaces de gobernarse por sí mismos (16). Pero aquella doctrina, si bien no encontró eco en los reyes ni en los señores del Consejo, sí estaba generalmente aceptada en las islas (17), y todos los encomenderos más o menos abiertamente la profesaban, tratando a los naturales de la tierra como verdaderos irracionales, a pesar de las enérgicas protestas y de los sermones de los padres dominicos allí establecidos. De aquí nacieron los rudos tratamientos de que eran víctimas los indios, porque a la humana codicia que naturalmente extraviaba a los encomenderos, agregábase la completa falta de restricción moral desde el punto en que los indios no se consideraban como personas ni aun como hombres, sino como seres irracionales o como cosas.

Las encomiendas y repartimientos fueron establecidos por Colón como natural consecuencia de la conquista y colonización europea. Los que pasaban a poblar a las islas, no lo hacían con el único objeto de cambiar de residencia, sino alentados por el deseo de enriquecerse rápidamente y con poco trabajo; el almirante tenía necesidad de atender a las pretensiones de aquellos hombres que exigían servidumbre para el trabajo de las minas, pero servidumbre que no percibiese paga ni sueldo alguno; se creía por todos los conquistadores que aquellas tierras y aquellas tribus eran la propiedad del primer ocupante; que el hecho solo de la idolatría daba derecho a los cristianos españoles para apoderarse de las tierras y reducir a la servidumbre a los hombres; y esta creencia era, no hija de las preocupaciones o de la ignorancia de los soldados, sino del espíritu de la época, del grado de perfección a que había llegado entonces el derecho y de la interpretación que teólogos y jurisconsultos daban a las relaciones de cristianos con infieles y de unas naciones con otras; porque si la noche de la edad media comenzaba a desaparecer en Europa, no era realmente porque sus sombras se disipasen, sino porque como la noche astronómica, parecía venir caminando del oriente al occidente; y mientras allá asomaba el crepúsculo de la mañana, el de la tarde se extendía rápido sobre las islas y el continente americano para alcanzar y perderse después en los archipiélagos del Asia y sobre las islas Filipinas.

El pontífice Alejandro VI hizo la concesión del Nuevo Mundo a los Reyes Católicos, excomulgando por la misma bula de concesión a todo el que pretendiese entrar a comerciar en las Indias sin permiso de los reyes o de sus sucesores (18), y aunque en esa bula se daba a entender que el único objeto de aquella concesión era reducir a la fe cristiana a los indios, no se interpretó de la misma manera por todos, porque si algunos jurisconsultos y escritores como Soto, Vitoria, Córdova, Acosta, Molina, Salas y otros explicaban que sólo se concedía a los reyes el cuidado de la predicación, conversión y protección de los indios sin privarlos del señorío de sus provincias y haciendas, prevaleció la opinión contraria de que los reyes tuviesen el dominio general y absoluto como señores y dueños de provincias y personas que se descubriesen. Esta doctrina sostuviéronla hombres muy distinguidos en la jurisprudencia, como Palacios Rubios, Sepúlveda, Gregorio López, Bovadilla, Ceballos, Herrera, Solórzano y otra multitud de doctos, contándose entre ellos el mismo cardenal Belarmino que al principio sostuvo la contraria.

Tal era la idea predominante en aquella época, que se creía que ni el rey mismo tenía derecho de abdicar el dominio y señorío de aquellas tierras, a poyándose para esto en una doctrina de Santo Tomás (19). De manera que con estas resoluciones, el señorío absoluto del rey de España y la servidumbre de los indios quedaron enteramente establecidos en lo que se puede llamar hoy derecho internacional y derecho público; pero los frailes dominicos comenzaron a clamar contra la esclavitud en el terreno del derecho privado sosteniendo que si todos los reinos nuevamente descubiertos pertenecían al rey de España lo mismo que sus habitantes, éstos no debían sujetarse a la esclavitud ni ser víctimas de tan rudos tratamientos. Alzó la voz en el púlpito fray Antonio de Montesinos, siguiéronle los religiosos de su orden, multiplicáronse los informes y representaciones al rey y a los señores de la Corte, nació con esto el escándalo movido por opuestos y apasionados razonamientos, y una junta compuesta de obispos, jurisconsultos, teólogos y canonistas, declaró que los indios debían ser libres, aunque obligados a trabajar por salario; concurrieron a esa junta hombres como Palacios Rubios y Gregorio López, que sostenían el señorío absoluto del rey de España en las Indias (20). Así se dio un golpe a la esclavitud pero no se destruyeron las encomiendas, y la irracionalidad de los indios siguió siendo creencia segura en las islas a pesar de los sermones de los dominicos y de las Cédulas de los reyes, hasta la famosa declaración de Paulo III.

Bajo el influjo de estas creencias vivían, si no Cortés, la mayor parte de los que le acompañaron en la expedición a la conquista de México, y era natural que inteligencias educadas en semejante medio sufriesen la perniciosa influencia de él, y necesario habría sido tener un espíritu tan heroicamente levantado como fray Bartolomé de Las Casas, fray Antonio de Montesinos, fray Diego de Betanzos, fray Pedro de Córdova y otros insignes varones de la orden de Santo Domingo para haberse encontrado no sólo al abrigo de aquel general y violento contagio, sino con tan poderosa energía de carácter que, despreciando todo humano respeto y todo temor, sostuviese el ánimo para desafiar la ira de los encomenderos, el rencor de los gobernantes y el huracán de la preocupación; pero los conquistadores vivían en su siglo, los dominicos, acrisolados por el fuego de la caridad, se habían adelantado trescientos años a la época que atravesaban; sus sermones debieron parecer, a los colonos de las Indias, el extraviado razonamiento de un loco, y si no acataban las doctrinas de los predicadores, si no seguían sus evangélicos consejos, si no se inclinaban ante aquellas verdades tan luminosamente presentadas, era porque no estaban en estado de comprenderlas, porque el siglo XVI no era el de la libertad ni de la tolerancia, porque inútil y aun peligrosa fatiga emprendía quien, a hombres acostumbrados a obedecer monarcas absolutos, pretendía que cuando ellos mandasen se sujetaran al código de los derechos del hombre que consigna el respeto a la vida, a la propiedad y a las opiniones ajenas. En el continente europeo esos principios empezaban ya a reconocerse; en las Indias debían pasar algunos siglos para que fuesen proclamados.

Tampoco la obediencia y el respeto a los gobernantes y autoridades nombrados por el rey habían llegado a cimentarse en las Indias: subleváronse los aventureros contra Colón y llegaron hasta enviarle preso a la península sin consideración a sus grandes servicios ni a su alta investidura. El primer ejemplo de rebeldía dado en 1492 por Martín Alonso Pinzón, que sin permiso ni causa alguna se apartó de la flota del almirante llevándose la carabela llamada La Pinta y que después en 1493 fue perdonado con tanta facilidad por Colón, sirvió de ejemplo pernicioso en las Indias; las sublevaciones, las rebeliones, los desconocimientos y hasta las prisiones y muertes de los gobernadores y de los jefes militares se multiplicaron sin intervalo, y por regla general, la Corte aceptaba los hechos consumados dando la razón a quien obtenía el éxito, con tal, no más, de que no desconociese la autoridad del rey de España, porque no parecía sino que se llevaba entonces por única regla de gobierno, en el gran desorden que reinaba en las Indias en los primeros años de las conquistas, salvar el principio de autoridad del monarca, inquietándose poco de los sucesos que entre las autoridades o agentes subalternos acaeciesen en aquellas tierras. El rey ante todo pero sólo el rey: exigencia en la lealtad personal, lenidad y olvido en todo lo que correspondía al cumplimiento de las leyes y a las relaciones entre gobernantes y gobernados. Preocupaba a los ministros de la Corona en alto grado, el peligro de perder una conquista, la exactitud en el pago de las rentas de la Real Hacienda, el acierto en la elección de provincias y ciudades que en las tierras nuevamente descubiertas debían ponerse en cabeza del monarca; pero cuidábanse poco de que los capitanes se sublevasen contra los gobernadores, de que Cortés se alzase contra Diego Velázquez; de que Cristóbal de Olid se levantase a su turno contra Cortés; de que los oficiales reales en México encendieran la guerra civil; sobre todo esto se echaba un velo. Cortés era reconocido como Capitán General de Nueva España, prohibíase enviar expediciones contra Olid y los oficiales reales eran conservados en México en sus empleos y hasta se llegó a presentar a los gobernantes en las Indias, el fácil medio para eludir las reales disposiciones autorizando legalmente la infracción con la fórmula de obedézcase y no se cumpla, que un gobernador podía escribir al margen de una Cédula que le perjudicaba o no le convenía acatar. De esa manera, la rebelión y el alzamiento dejó en las Indias de ser verdaderamente delito público, pues el éxito hacía perdonar y obviar con seguridad la falta y eso lo sabían sin excepción todos los que en la guerra andaban, todos los que salían a un descubrimiento o conquista y todos los que enviaban alguna expedición.

Con tan extraños elementos de criterio y con tan extraviadas doctrinas, formóse entre los vecinos y conquistadores de las islas una conciencia moral que difícilmente, si no a fuerza de meditación, podemos comprender los hombres del siglo XIX. Desapareció completamente el respeto a la vida humana, no sólo tratándose de los indios sino aun de los españoles mismos; el hombre era un instrumento o un obstáculo que debía cuidarse o suprimirse según las circunstancias, sin más consideración que el provecho que de él podía sacarse o la ventaja que se obtenía haciéndole desaparecer. Conquistados y conquistadores se contemplaron entre sí como peligros de que era necesario ponerse a cubierto, matando los indios a los españoles o reduciendo éstos a aquéllos a la más dura servidumbre, sin que fuera posible ni aun comprenderse (la idea de) sociedad durante los primeros años con la aglomeración de elementos tan heterogéneos.

Establecióse una profunda división entre el crimen de rebelarse contra el rey (traición) y el acto de sublevarse contra las autoridades; la lealtad llegaba no más hasta el reconocimiento de la soberanía del monarca español; la obediencia del vasallo o el respeto a la ley del ciudadano no eran parte en aquel código político; sólo se llamaba tiranía la conducta bárbara y cruel de un conquistador cuando éste desconocía la potestad real; fuera de allí podían contar los capitanes con la impunidad aun cuando como Cortés desconociesen a un adelantado, batiesen como él tropas enviadas por un gobernador u obligasen a un enviado de la Corte como Cristóbal de Tapia a reembarcarse, amenazándole con la muerte si insistía en tomar posesión del gobierno para el que había sido nombrado.

La religión era un compuesto de prácticas externas, mezclándose con un respeto más afectado que verdadero a los religiosos, debido esto a las órdenes del rey y al provecho que de ellos les venía, más bien que a la misión y carácter de los sacerdotes.

El Nuevo Mundo estaba pues constituido en la parte que iban ocupando los españoles de una manera enteramente distinta de la antigua. Los hombres que allí llegaban a radicarse viniendo de Europa, debían naturalmente contagiarse, adaptándose al medio moral en que habitaban; y las expediciones que salieron de las islas a la conquista del nuevo continente tomaron diverso carácter del que tuvieron Cristóbal Colón y sus primeros compañeros al salir de la península española.


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6

Difícilmente podrá encontrarse en la historia para compararle con Hernán Cortés, ejemplo de otro capitán que como él se haya encontrado al abrir la campafia en situación más peligrosa, rodeado de circunstancias tan agravantes y necesitando más de las grandes dotes de un valor rayando en temeridad, de una energía inquebrantable y de una astucia poco común. Cortés había emprendido aquella expedición sin tener capitulaciones conforme a lo prevenido por los reyes católicos; aparecía enviado por Diego Velázquez que tampoco estaba autorizado para emprender descubrimientos, pues a la fecha en que Cortés salió de La Habana sólo llevaba las instrucciones de Velázquez fechadas en la isla Fernandina o de Cuba el día 23 de octubre de 1518 (21), y las capitulaciones autorizando a Diego Velázquez para descubrir y conquistar las tierras que se llamaban de Youcatan, se firmaban en Zaragoza el día 13 de noviembre de 1518 (22).

Por otra parte Cortés no podía apoyarse en su conquista en las autorizaciones que para ella había recibido de Velázquez, porque Cortés salió de La Habana desconociendo al gobernador y sublevado contra él, aun cuando para dar a la empresa alguna apariencia de legalidad y como en testimonio de obediencia al rey, hizo registrar sus navíos antes de darse a la vela por el contador de la isla Amoder (?) de Lares (23). Además en las instrucciones de Diego Velázquez no se comprendía la de conquistar y poblar, sin duda porque el gobernador de la Fernandina no se atrevió a dar a Cortés facultades que él mismo no tenía, limitándose no más a encargarle el rescate de oro y el auxilio a la expedición española que había salido con Juan de Grijalva.

Estaba pues el aventurero español en la misma situación que un pirata haciendo un desembarco por su cuenta y riesgo siendo, para el rey, un desobediente; para el adelantado Diego Velázquez, para el almirante don Diego de Colón, para los padres jerónimos gobernadores de las Indias, un sublevado; y para sus mismos compañeros de aventuras, un jefe que sólo conservaba el mando por la condescendencia de sus soldados sin tener investidura legal ni autoridad legítima. Érale pues imposible regresar a las islas, tenía delante un inmenso territorio desconocido, poblado por una gran muchedumbre de tribus cuyas costumbres e idioma eran completamente ignorados y percibía entre sus tropas los primeros síntomas de la sublevación; sabía muy bien que no podía contar con la lealtad de los que le acompañaban, porque unos eran adictos y parciales de Diego Velázquez, otros se habían embarcado sólo con la esperanza de rescatar algún oro y volverse a las islas, y otros se atemorizaban de encontrarse en tan corto número, en tan lejana tierra, rodeados de enemigos y participando del mismo delito de sublevación que Cortés por el solo hecho de seguirle en su empresa y apoyarle en sus determinaciones.

Todo lo comprendía el Capitán español y resuelto a no cejar un punto en aquella empresa y a jugar en ella su vida y su porvenir, tomó posesión de la tierra en nombre del rey de España, e hizo fundar una villa estableciendo en ella un ayuntamiento que le diera la investidura de jefe de la expedición celebrando con él capitulaciones para la conquista que meditaba. Aquella manera de legitimar la ocupación de las nuevas tierras y de legalizar la conquista y población de ellas era quizá el único arbitrio a que podía ocurrir aquel hombre que no tenía ni la menor esperanza de alcanzar por entonces del rey, la aprobación de su atrevido intento. Así se hizo en efecto y entonces sintiéndose Cortés ya fuerte con aquella autorización, mandó ajusticiar a los que pretendían regresar a La Habana y pegar fuego a los navíos para quitar a sus soldados hasta la más remota esperanza de esquivar el peligro, retrocediendo y embarcándose para las islas ...


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Notas

(1) Darwin, El origen de las especies, Cap. III Schmidt, Descendencia y darwinismo, Cap. VIl; Spencer, Principios de biologia, 6a parte, cap. II; Lannesan, La lucha por la existencia, Biblioteca Biológica Internacional, vol. 2°.

(2) Recopilación de Indias, Ley XVIII, Tit. I, Lib. VI.

(3) Documentos inéditos del Archivo de Indias, Información ante la Audiencia de México, 1529, t. 27, pp. 302, 303; t. 28, pp.16, 17, 116 y 117.

(4) Ibid., lugares citados.

(5) Ibid., t. 30, p. 523.

(6) lbid., t. 36, pp. 158 y 162.

(7) Información hecha en Santo Domingo a instancias del fiscal de aquella Audiencia sobre haber formado una armada Diego Velázquez y haberla entregado a Hernán Cortés, Documentos inéditos, op. cit., t. 35, pp. 5 y ss.

(8) Herbert Spencer, Introducción a la ciencia social, cap. VI, Bib, Biol Int.

(9) Ibid., cap. XV.

(10) Carta del Rey y la reina a Francisco Pinelo, Documentos inéditos. op. cit., t.30, p.177.

(11) Herrera, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme, década l, lib. 3°, cap. 9; década 1, lib. 4°, cap. 9.

(12) Las Casas, Historia de las Indias, lib. I, cap. 122 y 150.

(13) Solórzano, Política indiana, lib.lI, cap. 1, núm.14.

(14) Cartas de los Reyes Católicos al obispo de Badajoz, abril 12 y 13 de 1495, Documentos inéditos, op. cit., t. 30, pp. 334 y 335.

(15) Cédula del rey a don Diego de Colón, fecha 25 de julio de 1501, Documentos inéditos,op.cit., t. 32,p. 257; Recopilación, op.cit., leyes 12 y 13, tit. II, libro 6°. Carta patente de la reina doña Isabel dando licencia a los que quisiesen ir a las Indias y tierra firme para cautivar a los indios que no quisiesen ser doctrinados. Las Casas, op. cit., libro 2°, cap. I9.

(16) Ibid., lib. III, cap. 8.

(17) Remesal, Historia de la provincia de Chiapas y Guatemala, libro 3°, cap. 16, núm. 3.

(18) Bula lnter Caetera, dada en Roma a 4 de mayo de 1493. Puede verse en Solórzano, op. cit., libro I., cap.l°.

(19) Santo Tomás de Aquino, Summa teológica, sección 2a. de la segunda parte, cuestión l°. artículo I°.

(20) Las Casas, op. cit, lib.lII, cap. 9, donde consta a la letra el parecer de la junta.

(21) Documentos inéditos, op. cit., t.12, p. 225.

(22) Ibid., t. 22, p. 38.

(23) Ibid, t., 27, pp. 311 y t. 28 y 26.


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