Indice de Los fisiocratas de Carlos Gide y Carlos Rist CAPÍTULO QUINTO CAPÍTULO SÉPTIMOBiblioteca Virtual Antorcha

LOS FISIÓCRATAS

Carlos Gide y Carlos Rist

CAPÍTULO SEXTO

La intervención del Estado



Desde el momento que los fisiócratas opinan que en las sociedades humanas hay un orden natural que marcha por sí mismo y que, en su consecuencia, no hay en absoluto necesidad de una ley escrita para hacer reinar este orden, y desde el momento que creen también que la voz de la Naturaleza indica al hombre lo que le es más ventajoso, y que, por lo tanto, tampoco hay ninguna necesidad de emplear la violencia para determinar a cada uno a buscar su propia utilidad, teniendo en cuenta todo esto parecería que los fisiócratas han debido llegar a la conclusión de negar sistemáticamente toda legislación, toda autoridad; en una palabra, a suprimir al Estado.

Ciertamente, es verdad que los fisiócratas quieren reducir la máquina legislativa a su más simple expresión y que hasta han llegado a declarar lo que con tanta frecuencia debían repetir, después de ellos, los antiintervencionistas, a saber, que la obra más útil del legislador sería la de abolir las leyes inútiles (1).

También es exacto que, según ellos mismos, si alguna vez se siente la necesidad de recurrir a leyes nuevas, éstas no deben ser más que la traducción escrita de las leyes no escritas de la Naturaleza.

Ni los hombres ni sus gobiernos hacen las leyes, ni pueden hacerlas. Su misión se ha de reducir a reconocerlas como conformes a la razón suprema que gobierna al universo, y a transportarlas y adaptarlas al medio de la sociedad ... He aquí por qué se les llama portadores de las leyes, legisladores, y jamás se le ha ocurrido a nadie llamarlos creadores de la ley, legisfactores (2).

En este lugar es donde encontrarían su sitio más apropiado tantas anécdotas, más o menos auténticas, como se han contado, singularmente la con tanta frecuencia repetida de Mercier de la Riviere, que, llamado a San Petersburgo por la gran Catalina de Rusia, para que redactase una constitución, le respondió a la emperatriz que se guardaría muy bien de hacerlo, porque no había más que dejar obrar a la misma naturaleza de las cosas, después de lo cual, la soberana no pudo hacer otra cosa que desearle un pronto regreso y un feliz viaje.

Pero, por otra parte, también sería un grave error el pretender ver en los fisiócratas a los precursores de los anarquistas. Quieren la menor cantidad posible de legislación, es verdad, pero también quieren, en cambio, la mayor cantidad posible de autoridad. que no es lo mismo. Y no la quieren a la manera de los liberales de nuestros días, limitada y severamente intervenida por la censura. El ideal de su gobierno no es precisamente la democracia, el pueblo gobernándose a sí mismo, como en las Repúblicas griegas, ni siquiera el régimen parlamentario, al igual de Inglaterra. No, este liberalismo político lo detestan (3). Son ellos respetuosos hasta el límite con toda la jerarquía social. Protestan contra toda idea de pretender atacar a la nobleza o a la monarquía. Lo que ellos quieren es un gobierno, bajo la forma de una monarquía hereditaria, centralizado, único, sin mermas ni contrapesos, todopoderoso. Lo que ellos quieren, y no se recatan de llamarlo por su propio nombre, es el despotismo (4).

Que la autoridad soberana sea única y superior a todos los individuos de la sociedad y a todos los empeños injustos de los intereses particulares ... El sistema de las contrafuerzas en un gobierno es una opinión funesta, dice Quesnay en sus Máximas (5). Henos aquí ya bien lejos de la separación de los poderes, de Montesquieu. Y alejados también de la descentralización y del regionalismo. Es de notar que no se trata siquiera de la cuestión del voto del impuesto por los contribuyentes. Pero preciso es confesar que esta garantía, que ha sido el punto de partida del régimen parlamentario, estaba desprovista de todo sentido para los fisiócratas, puesto que, como vamos a ver, el impuesto para ellos no es sino un derecho de copropiedad del soberano, un ingreso por razón de dominio, que en nada y para nada depende de la voluntad del pueblo.

¿De qué manera podríamos explicarnos esta contradicción, aparente cuando menos, y cómo concebir tal amor por el despotismo en estos apóstoles del laisser-faire?

Y es que por esa palabra, despotismo, ellos entendían otra cosa muy diferente de su significación ordinaria y usual. Para los fisiócratas, despotismo no era sinónimo de tiranía, sino todo lo contrario. En realidad, no era más que lo que andando el tiempo se llamó el régimen del buen déspota, que debe hacer felices a los hombres, aun contra su voluntad, por la superioridad de su genio.

El despotismo de los fisiócratas no es ni más ni menos que el del orden natural, con el cual todo hombre razonable no tiene más remedio que conformarse. Es decir, que no es otra cosa que el despotismo de la verdad que se impone (6).

Este despotismo, pues, es una cosa totalmente distinta de aquella máxima del poder absoluto, de los antiguos legistas: sicut Principi placuit legis habet vigorem (7). Ellos niegan, en absoluto, que la voluntad del pueblo sea la que haga la ley (8), pero lo más notable es que no por eso dejan de negar con la misma energía que sea la voluntad del príncipe la que la haga, y por este lado, los fisiócratas se encuentran a la vez tan distanciados del democratismo moderno como del absolutismo monárquico.

Indudablemente que este despotismo del orden natural tiene que encarnar en una persona, y esa persona es la del soberano, la del rey, pero éste no tiene otro papel que desempeñar que el de servir de órgano de expresión a esas leyes superiores que no ha sido él quien ha hecho. Habría que compararlo, en opinión de los fisiócratas, a un director de orquesta, que no se sirve de su cetro más que a guisa de batuta para marcar el compás. El despotismo de un director de orquesta es aún mucho más riguroso que el mismo de un zar, puesto que cada uno de los músicos debe obedecer a cada uno de los movimientos de su mano sin retrasarse ni siquiera una décima de segundo, y, sin embargo, ese despotismo no se parece en nada a una tiranía, puesto que cada uno de los ejecutantes le obedece libremente, y si alguno de ellos se determinase a dar una nota falsa, por espíritu de oposición, no es que sería un revolucionario, sino sencillamente un imbécil. Suponemos que no habrá necesidad de hacer notar cuán diferente y hasta opuesta es esta concepción del Estado de la que algún tiempo después vendrán a sostener los intervencionistas y los socialistas, quienes le atribuirán la misión de rectificar y corregir la injusticia de las leyes naturales.

Y si esta soberanía se presentaba a los ojos de los fisiócratas bajo la forma de una monarquía hereditaria, es porque, según ya lo hemos hecho observar, la soberanía, estaba para ellos ligada a la propiedad, como bajo el régimen feudal; por eso, lo mismo que la herencia va unida a la propiedad territorial, debe ser también inseparable de la función real. El soberano, pues, que representaba para los fisiócratas el tipo ideal del déspota con quien soñaban, era el Emperador de la China, que tenía todos los caracteres por ellos exigidos (9). Como hijo del cielo, representa el orden natural, que es al mismo tiempo el orden divino. Y es también el monarca agrícola, que, solemnemente, una vez al año, empuña en sus manos el arado, y deja a su pueblo gobernarse por sí mismo, o por lo menos, gobernado por la costumbre y por los ritos (10).

Pero, en la práctica, ¿no tendrá el déspota nada que hacer? No mucho, seguramente: Veréis (reyes y gobernantes) cuán fácil es el ejercicio de vuestras funciones sagradas, que consisten, principalmente, en no impedir el bien que se hace completamente solo, y en castigar al reducido número de personas que atentan contra la propiedad privada (11).

En efecto: guardar dicho orden natural contra los desmanes de los sacrilegos y de los ignorantes que quisieran atentar contra él, y guardar muy especialmente lo que constituye su fundamento, la propiedad, bajo todas sus formas; he aquí la primera y la más importante de Ias funciones del soberano. El orden legitimo estriba en el derecho de posesión, asegurado y garantizado a todos los hombres reunidos en sociedad, por la fuerza de una autoridad tutelar y soberana (12).

La segunda de sus funciones es la instrucción, y los fisiócratas insisten acerca de este punto muy especialmente. La instrucción universal es el primero, el verdadero lazo de unión social, dice Baudeau. Y Quesnay recomienda singularmente la instrucción que se relaciona con el orden natural y los medios de reconocerlo. De ella, además, dan esta otra razón de ser: que la instrucción de todos los ciudadanos, la opinión pública bien iluminada, es el único medio de impedir que el despotismo fisiocrático degenere en despotismo personal. Según palabras del propio Quesnay, es la misma opinión la que arma el brazo del pueblo; lo que es preciso es que esté instruida.

Los trabajos públicos están indicados también por los fisiócratas como incluídos dentro de las atribuciones del Estado -un buen propietario, ¿no debe, ante todo, construir vías de comunicación en todos sus dominios?-, porque los buenos caminos y los buenos canales son sumamente ventajosos para la mayor producción de la propiedad territorial vienen a ser una especie de anticipas sobre la tierra, en un todo parecidos a los de los propietarios.

Y esto es casi todo (13). Esta es la enumeración de las funciones del Estado que va a permanecer la misma, sin muchas variantes para toda la Escuela económica liberal, hasta Bastial y Molinari.

Debemos añadir todavía un último rasgo. Y es que, al igual que lo han de ser más tarde los economistas de la escuela liberal, los fisiócratas son completamente internacionalistas. En este punto no participan de la xenofobia de sus amigos los chinos.

Y no es solamente desde el punto de vista económico que declaran que es preciso descartar toda distinción de pueblos, sino también desde el punto de vista político. Y es, por el contrario, el patriotismo lo que ellos más temen, considerándolo como un prejuicio desgraciado (14). Es muy singular que los pacifistas de hoy en día no hayan pensado en reclamar para sí a estos ilustres precursores.



Notas

(1) Descartad las leyes inútiles, las injustas, las contradictorias, las absurdas ... y ya veréis si después de eso quedan muchas subsistentes (Baudeau, pág. 817). Boisguillebert había dicho, con sesenta años de anticipación: No se trata actualmente de hacer por procurarse una riqueza muy grande, sino únicamente de cesar de hacer, y esto se consigue en un instante.

(2) Quesnay: Máximas, tomo I, pág. 390. Y Mercier de la Riviêre dice, igualmente, a su vez: Las leyes positivas están ya todas hechas; no pueden ser ellas más que actos declarativos de los derechos naturales (tomo II, página 61). Viene a ser esto como un preámbulo a la Declaración de los derechos del hombre.

(3) Los fisiócratas tenían el más soberano desprecio para la libertad política {Esmein: La ciencia política de los fisiócratas. Discurso de apertura del Congreso de las Sociedades de Sabios. París, 1906).

Las Repúblicas de Grecia no conocieron jamás las leyes del orden. Esos pueblos inquietos, usurpadores, tiránicos, no cesaron ni un momento de regar con sangre humana, de sembrar de ruinas y de convertir en un páramo inculto el suelo más fértil (?) y mejor situado del mundo conocido (Baudeau, pág. 800).

Es evidente que un soberano democrátlco (el pueblo) no puede ejercer por si mismo su autoridad, y que no sabría hacer de ella otro uso que el de nombrarse representantes. Estos representantes son individuos particulares, cuyas funclones tienen que ser, necesariamente, pasajeras. Y estos pasajeros, no sabrían estar en perpetua comunidad de intereses con la nación. No es, pues, la administración en tales manos la más Indicada por el orden natural ... Otro tanto hay que decir de un soberano aristocrático ... Y otro tanto hay que decir también de un monarca electivo ... No hay más que los monarcas hereditarios, cuyos intereses todos, personales y particulares, presentes y futuros, puedan estar manifiestamente enlazados con el de su nación, por la comunidad de todos los productos netos del terrltorio sometido a su Imperio (Dupont de Nemours, tomo I, págs. 359 y 360).

Se hace uno la completa ilusión de estar escuchando al propio emperador Guillermo II hablando no hace mucho de la Casa de Hohenzollern.

Muy curiosas también son, asimismo, las criticas del regimen parlamentario del mismo Dupont de Nemours, al contemplar la corrupción general que es consecuencia de el y su virus canceroso, que no ha llegado todavia a hacer su presa en los Estados Unidos (carta a Juan Bautista Say. Página 414). Pero esto cae ya fuera del campo de la historia de las doctrinas económicas.

(4) Tan solamente en este gobierno senclllo y natural es en el que los soberanos son verdaderamente despotas, es decir, que pueden todo lo que quieren para su bien (Dupont de Nemours, pág. 364).

(5) Los fisiócratas, sin embargo, han reclamado una asamblea nacional electiva, pero a la cual rehusaban todo poder legislativo: debía ser únlcamente un Consejo de Estado, para ocuparse, más que de otra cosa, de los trabajos públlcos y del reparto del impuesto.

Vease la Memoria de Esmein acerca de la asamblea nacional propuesta por los fisiócratas (Informes de la Academía de Clencias Morales y Políticas de París, año 1904).

(6) El despotismo personal no será más que el despotismo legal de la evidencla de un orden esencial ... En el despotismo legal, la evidencia manda antes que el soberano ordene. Euclides es un verdadero déspota, y las verdades geométricas que él nos ha transmitido son leyes verdaderamente despóticas; su despotismo legal y el despotismo personal de ese legislador no son más que un solo despotismo: el de la fuerza irresistible de la evidencia (Mercter de la Rivière págs.. 460 y 471).

En suma, que este despotismo no es otro que el que afirmará Augusto Comte, algún tiempo después, cuando diga,: No hay libertad de conciencia en Geometría.

(7) ¡Antes al contrario! Ese es el despotismo, dice Quesnay en una cartá a Mlrabeau, que es el áncora de salvación contra los abusos del Poder.

(8) Esto es un absurdo abominable, dice Baudeau, porque, de admitirlo como cierto, sería bastante un voto de la mayoría para legitimar el parricidio.

(9) Esta voluntad única y suprema, que constituye la autoridad, no es, hablando con propiedad, una voluntad humana, sino que es la misma voz de la Naturaleza, la orden del Cielo. Los chinos son el único pueblo conocido cuyos filósofos parecen haberse penetrado de esta primera verdad, y en este sentido, precisamente, es en el que llaman a su emperador el hijo mayor del Cielo (Baudeau, pág. 798).

(10) Se ha dicho, sin embargo (Pantaleon), en su Introducción al libro de Arturo Labriola, La doctrina económica de Quesnay, que los fisiócratas habían desempeñado frente al régimen feudal el mismo papel destructor que el que más tarde los socialistas habían de desempeñar enfrente de la sociedad burguesa. Desde el punto de vista politico, si es esto cierto, puesto que querian una monarquía única y sin restricciones; pero desde el punto de vista económico, no, desde el momento que su concepción de la soberanía y del impuesto está completamente impregnada del espíritu feudal.

(11) Dupont de Nemours: Discurso al frente de las Obras de Quesnay, tomo I, pág. 35.

(12) Ibid, tomo I, pág. 22.

(13) Turgot, sIn embargo, que es mucho menos rural que los fisiócralas, admite, asimismo, determinados privilegios reales para estimular e intensificar el establecimiento de manufacturas (Obras. tomo I, pág. 360).

(14) Se mira a las naciones como necesariamente dispuestas siempre em estado de guerra una contra otra; se ha santificado, por decirlo así, este desdichado prejuicio; se ha hecho de él una virtud, bajo el nombre del patriotismo (Baudeau. pág, 808). Y el mismo escritor señala como los tres grandes errores de los Estados, y como causantes en especial de la caída de las ciudades griegas, los siguientes: el poder legislativo arbitrario, el impuesto qne oprime y el patriotismo que se alimenta del odio (pág. 800).
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