Agustín Cortés


Los cristeros


Cuarta edición cibernética, enero del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés








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Indice

Introducción.

La colonia.

Los teólogos.

La guerra de Independencia.

México independiente.

Los diezmos.

La Revolución de Ayutla.

La Constitución de 1857.

La Revolución Mexicana.

Vientos de guerra.

El preámbulo.

Las causas.

La guerra cristera.

La debacle.

Notas.




Introducción

El ensayo que ahora presentamos constituye parte de la tesis intitulada La novela cristera, que para obtener la licenciatura en letras hispánicas presentó, en el año de 1977, el profesor y licenciado Agustín Cortés, fallecido el 9 de diciembre del año 2000.

El autor expone claramente las razones que, en su opinión, dieron origen al doloroso y triste conflicto armado conocido con el nombre de la cristiada.

Los inicios de este conflicto se deben rastrear en la época de la Conquista con el arribo de los primeros misioneros, cuyo objetivo supuestamente era la prédica de las enseñanzas del cristianismo entre la población nativa, pero que en realidad se centró en el acaparamiento de poder económico.

La institución eclesiástica se cimentaría en la Nueva España mediante la adquisición de enormes propiedades territoriales que, admítase o no, desviaron por completo los objetivos que esta institución debía, por lo menos teóricamente, cumplir.

Y así, en menos que canta un gallo, la Iglesia novohispana se convirtió en una institución soberbia y arrogante dispuesta a todo con tal de acrecentar y mantener sus riquezas y privilegios.

De manera hartamente condenable pusiéronse sus ministros a inventar fantásticas apariciones celestiales con el perverso fin de someter a la ignorante población aborigen, al suplantar sus imágenes de adoración y centros religiosos, con vírgenes, santos y cristos que curiosamente se aparecían precisamente en los centros de peregrinaje propios de la cultura religiosa de los aborígenes.

El caso más notorio de esto lo encontramos en la fantasiosa aparición de la denominada Virgen de Guadalupe precisamente en el lugar en el que se rendía culto a la diosa azteca Tonatzin. Este mito, que al cabo de los siglos devino en un auténtico fenómeno social, constituye la clara prueba de lo que eran capaces aquellos santos misioneros con tal de alcanzar sus fines.

Al acaparar incalculable riqueza, la Iglesia novohispana se constituyó, por lógica, en importantísimo centro de poder. Y alejada a años luz del auténtico sentimiento cristiano, aunque tras de él se cobijase para ocultar sus reales fines, se convirtió en un dique para cualquier intentona de cambios estructurales ya en lo político, en lo social o en lo económico.

El autor expone la actitud asumida por la institución eclesiástica en México durante el siglo XIX y el principio del siglo XX.

Por supuesto que la Iglesia en México se opuso, primero, a la Independencia, después, a la Reforma, a la Constitución liberal de 1857, a la Revolución Mexicana de principios del siglo XX y a la Constitución social de 1917.

Pero el autor nos alerta señalándonos que, aparte de la miope actitud eclesiástica, jamás hay que perder de vista el conjunto de traiciones y engaños realizados por muchos líderes de movimientos sociales, pacíficos unos y violentos los otros, quienes ansiosos de arribar al poder, buscaban atraer a su bandería al mayor número posible de personas prometiendo mil cosas, mismas que, una vez alcanzado sus personales objetivos, olvidaban con un cinismo y descaro increíbles.

Es precisamente de la combinación de la retardataria actitud eclesiástica y el enorme rezago en materia social, en mucho producto del conjunto de traiciones y engaños a que ya nos hemos referido, de donde se nutrirá el proceso que conduciría a la guerra fratricida conocida como la cristiada.

La carencia de sensibilidad entre la camarilla gobernante en el México de aquél entonces constituyó, sin duda, otro factor que no se debe perder de vista, ya que lejos de buscar, mediante el diálogo y la concertación, los necesarios arreglos para evitar el estallido de un conflicto armado, atrincherose en posturas de un jacobinismo delirante que, por supuesto, en nada ayudaba a ventilar tan pesada atmósfera.

La guerra cristera costó muchas decenas de miles de vidas así como destrozos a la de por si precaria infraestructura nacional. Finalmente todo terminaría, de nuevo, en una abominable traición contra las bases indígenas y campesinas de los ejércitos cristeros, realizada por el alto clero, el cual, una vez visto a salvo sus particulares intereses dejó abandonados a su suerte a decenas de millares de indígenas y campesinos.

Chantal López y Omar Cortés

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La Colonia.

Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la Tierra

como dos tenazas de cólera. Dios vivo y enojado,

iracundo, ciego como Él mismo, como no puede ser más que Dios,

que cuando baja tiene un sólo ojo en mitad de la frente,

no para ver sino para arrojar rayos e incendiar,

castigar, vencer.

José Revueltas

El conflicto entre la Iglesia Católica y el Estado mexicano, que tuvo su mayor intensidad y peor crisis entre los años de 1926 a 1929 con la rebelión armada conocida como revolución cristera, no es, como quieren hacernos creer diversos historiadores clericales, un conflicto producido por los gobiernos emanados de la Revolución de 1910, ni siquiera por los gobiernos liberales del siglo XIX, sino que su origen se remonta al inicio de los tiempos coloniales en los años de los primeros descubrimientos cuando, como dice Anne Staples:

El Papa Alejandro VI expidió el 3 de mayo de 1493 la bula Intercaetera, piedra angular de la Iglesia en Latinoamérica. Dividió las tierras recientemente descubiertas entre España y Portugal, señalando las regiones que debían evangelizar esas naciones.

En bulas posteriores otorgó a cada uno de estos poderes soberanos facultades para controlar a la Iglesia dentro de sus dominios, mediante el nombramiento de autoridades, el manejo de las finanzas y la selección de cuáles disposiciones papales debían acatarse. Este conjunto de privilegios constituyó el Regio Patronato Indiano.(1)

Fue precisamente el Regio Patronato la principal fuente de conflictos entre el Estado español y la Iglesia Católica y, posteriormente, con la emancipación política de Nueva España el problema se centró en el derecho que el nuevo Estado tenía para ejercer el Patronato, como en su oportunidad lo veremos.

La justificación fundamental de la Conquista se encuentra entonces en la evangelización de los nuevos pueblos, es el punto de partida para legalizar el dominio de las nuevas tierras. Sin embargo la tarea evangelizadora encontró serios obstáculos, sobre todo al enfrentarse con los sólidos cimientos religiosos de los pueblos indígenas que, en la mayoría de los casos, contaban con una bien establecida estructura política – teocrática. De nada servían amenazas, pues, aunque los indígenas admitían el bautizo por temor, continuaban practicando sus antiguos ritos de manera clandestina. Recurrieron entonces los religiosos a otra estrategia y, como señala Alfonso Toro:

Usando de lo que los teólogos llaman dolo bueno, inventaban apariciones de imágenes, como hicieron los franciscanos con la Virgen del pueblito de Querétaro, los agustinos con la del Cristo de Chalma y otras órdenes religiosas con otras semejantes, y también buscaban sustitutos de los ídolos en el santoral católico, para que los indios les rindieran culto.(2)

Así, sigue diciendo Toro:

Los errores supersticiosos a que daba lugar la confusión de los viejos ídolos con las imágenes cristianas, son el origen de la popularidad de algunos de los más célebres santuarios del país, como el santuario del Tepeyac en honor de la Virgen de Guadalupe, que está en el mismo lugar que el precortesiano de Tona o Tona-tzin como lo hace observar el padre Sahún, así como que tanto los predicadores como los indios designaban a la Virgen de Guadalupe, con el mismo nombre de Tonatzin, viniendo como antaño los peregrinos indios hasta de veinte leguas, en romería, trayendo ofrendas, y luego, añade Sahún: de dónde haya nacido esta fundación de esta Tonatzin, no se sabe de cierto: pero lo que sabemos verdaderamente es, que el vocablo significa de su primera imposición, a aquella Tonatzin antigua...

Parece esta invención satánica para paliar la idolatría bajo la equivocación de este nombre Tonatzin; y vienen ahora a visitar a esta Tonatzin de muy lejos, tanto como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora y no van a ellas, y vienen de lejanas tierras a esta Tonatzin, como antiguamente.

Así los indios seguían usando los nombres de los antiguos ídolos, autorizados por los mismos frailes y de seguro que al ver llamada Tonatzin a la Virgen de Guadalupe, y Tosí (nuestra abuela) a Santa Ana, y Tepuchtli a San Juan Evangelista, lo que deben haberse imaginado es que las imágenes traídas por los españoles y a quienes se les hacía adorar, no eran sino los ídolos mismos que ellos tenían antes bajo de otra forma.(3)

Otra afirmación utilizada como ariete de combate por los historiadores clericales es la santidad y el gran espíritu de sacrificio de los misioneros católicos que realizaron el enorme esfuerzo que significó la evangelización del Nuevo Mundo.

Es esta una afirmación sumamente parcial y tendenciosa, ya que si bien no puede negarse la enormidad de la obra de un Sahagun, de un Las Casas o de un Quiroga, es totalmente falso que ese fuera el común denominador de la totalidad de los religiosos que pasaron a estas tierras. Casos como los señalados, y otros similares, no resultan sino excepciones pues, con palabras del Virrey Don Luis de Velasco:

Los clérigos que vienen a estas partes son ruines, y todos se fundan sobre interés y si no fuese por lo que su Majestad tiene mandado y por el baptizar, por lo demás, estarían mejor los indios sin ellos...

Sin embargo, el pretexto de la evangelización resultó sumamente importante en la medida que permitió el desarrollo del poderío eclesiástico y la creación de una rígida estructura política que sostuviera e incrementara ese poder. Los intereses materiales del clero se acrecentaron notablemente durante la etapa colonial y dieron una preponderancia económica a la Iglesia Católica que ni en la misma España llegó a tener.

Siguiendo con Toro:

En 1796 las rentas del clero sólo en la ciudad de México, eran de $1.060,995, siendo el total de rentas en la misma ciudad, de $1,911,201, por lo que capitalizando al 5% el importe de dichas rentas, tendríamos que el valor de la sola propiedad urbana del clero en la ciudad de México era de $21,212,893, en tanto que la propiedad de los particulares y del gobierno juntamente era tan sólo de $17,004.100, siendo así la Iglesia dueña de más de la mitad de las fincas de la capital del Virreinato.(4)

Esta acumulación de poderío material no era muy bien vista por el Estado español que en distintas ocasiones trató de frenarlo haciendo uso de las facultades que le otorgaba el Regio Patronato, encontrándose siempre con la oposición clerical que se apoyaba en la ambigua división entre el terreno de lo espiritual y de lo temporal.

Será en el siglo XVIII cuando, con la influencia de las ideas de la Ilustración, diversos teólogos buscaron justificar la capacidad de la Corona para controlar directamente a la Iglesia, como señala Francisco Morales:

El absolutismo real en la Metrópoli, desde fines del siglo XVII, pero muy especialmente desde mediados del XVIII tenía una fuerte tendencia de securalismo manifestado en diversos planes para controlar a la Iglesia directamente, sin la necesidad de recurrir a Roma. En América, en donde por el Patronato Real la Corona tenía ya un control de hecho sobre la Iglesia, el absolutismo venía a ser ahora justificación teórica – política de ese control.(5)

Esta pugna entre Estado e Iglesia va a continuarse en la etapa de emancipación política –como veremos más adelante-, pero resulta interesante observar la manera en que trató de ser resuelto teóricamente el conflicto por varios teólogos durante el siglo XVIII.

La búsqueda de esa solución se centró en un aspecto clave que la mayoría de los panegiristas clericales se olvidan de citar: el origen de la autoridad del Estado.

Dice Morales:

Ya desde el siglo XVI juristas como Vitoria, sostenían que ninguna forma de gobierno era de origen divino. Domingo Soto, a su vez, mantenía que la potestad soberana residía en la comunidad. Covarrubias, deducía la consecuencia de estos principios y afirmaba que el único medio legítimo de adquirir autoridad era mediante el consentimiento tácito o expreso de la comunidad.(6)

En el México independiente la solución política del conflicto se dará con la separación definitiva de la Iglesia y el Estado, pero esto no se logrará sino hasta 1860 y después de largas y penosas luchas, pero antes veamos el pensamiento de los teólogos que buscaron justificar el control de la Iglesia por parte del Estado en relación con los asuntos temporales.

Para observar este pensamiento seguiremos el estudio de Francisco Morales que ya hemos citado, quien centra los principales argumentos en cuatro pensadores: Lorenzana, Fabían y Fuero, Núñez de Arce y Abad y Queipo; en este orden los iremos revisando.

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Los teólogos.

Lorenzana.(7)

Considera este teólogo que dos son las autoridades fundamentales de la sociedad: la Iglesia y el Estado. Ambas deben ser obedecidas porque las dos proceden de Dios.

Concibe entonces a la sociedad de su época como un todo inmutable creado por Dios. Sin embargo, dentro de ese orden los individuos deben ver no sólo por su bienestar espiritual sino también por la mejor satisfacción de sus necesidades materiales, y esto sólo es posible buscando la mejor organización para el Estado. En el caso de Nueva España, su progreso debería apoyarse en el mayor adelanto de los indios.

Dice Morales:

Lorenzana es un eclesiástico inmerso en las ideas de la España Ilustrada que aboga con igual empeño por sus aciertos como por sus errores. Así, al mismo tiempo que trabaja por el bienestar material de sus súbditos, defiende el orden jerárquico de la sociedad establecida –en su concepto- por voluntad divina. Los individuos no tienen la posibilidad de cambiar tal orden social. Dios mismo quiere que cada uno se santifique en el estado que lo ha colocado, ya que todos son honorables, incluyendo el de los mendigos.(8)

Fabián y Fuero.(9)

Sostiene que la sociedad se origina siguiendo las normas del derecho natural, o sea aquel impreso por Dios en la naturaleza humana.

Los hombres han accedido a vivir en sociedad ya que no pueden satisfacer sus necesidades encontrándose aislados; la vida en sociedad tiene pues el objetivo fundamental de lograr el bien común.

Sin embargo, el natural egoísmo de los hombres tiende a desvirtuar la idea de bien común, por lo que la sociedad, para desarrollar sus objetivos, requiere ser guiada, dirigida por una cabeza que sepa conducirla a sus metas.

La autoridad es entonces un requisito indispensable de la sociedad, y si ésta fue creada por voluntad divina también aquella lo fue.

De esta manera Fabián y Fuero justifica el absolutismo y la necesidad de que la cabeza de la sociedad intervenga en todos aquellos asuntos referentes al bien común.

Núñez De Haro.(10)

Realiza una curiosa defensa del absolutismo, pues, aunque es de la opinión de que el orden de organización social debe ser inamovible, considera que la obediencia al monarca es algo que no puede evitarse de ninguna manera:

Núñez de Haro sostiene, ante todo, que Dios dio la potestad suprema a los Reyes. Estos, por lo mismo, hacen las veces de Dios en la Tierra; y de la misma forma que ninguna doctrina puede cambiar la obligación que tenemos de amar y obedecer los mandamientos de Dios, así tampoco ninguna doctrina puede variar los derechos, regalías y autoridad del soberano.(11)

Abad y Queipo(12)

Este pensador se adhiere también a la defensa del absolutismo.

Sostiene que la Iglesia forma parte del Estado y es inseparable de él, y de la misma manera que cualquier otra corporación civil debe colaborar al bien común.

Desarrolla, por otra parte, una idea que no encontramos en los otros teólogos: la del interés.

Los individuos se pliegan al orden social buscando la defensa de sus intereses.

El hombre se adhiere a las leyes en razón de sus intereses: mientras mayores sus intereses, mayor su adhesión a las leyes. El clero de México, sobre todo el rural y religioso, que constituye la mayoría –afirma Abad y Queipo-, no tienen ni grandes prebendas ni beneficiarios, manteniéndose únicamente de las Cortes estipendios de sus oficios. Estos clérigos, que por otra parte eran los que tenían contacto más íntimo con el pueblo, recibían como único favor de la Corona el reconocimiento de su privilegio del fuero, anularlo era destruir el único interés que lo vinculaba a la Corona. La medida no era prudente ni políticamente sana.(13)

De esta manera Abad y Queipo trataba de defender el fuero eclesiástico, ya que a pesar de que aceptaba la necesidad de la sumisión de la Iglesia al monarca, consideraba dicha medida como imprudencia puesto que afectaba los intereses de los clérigos pobres, que eran los más.

Sin embargo es necesario aclarar que opiniones como las de los autores mencionados eran minoría, puesto que en general el alto clero veía con profunda desconfianza las medidas reformistas de Carlos III y se sentían intranquilos en cuanto a la poca seguridad de conservar sus intereses y privilegios.

Cuando las Cortes españolas de 1820 aprueban la Constitución que contenía las disposiciones que intervenían directamente los intereses clericales, provocan un movimiento que culminaría con la emancipación política de Nueva España.

La independencia va a agudizar el conflicto entre la Iglesia y el Estado en México, pero hay que entender con claridad que ese conflicto, como ya lo hemos demostrado, tiene raíces muy lejanas y profundas que si no son conocidas, puede hacernos perder la perspectiva histórica que nos permita analizar con justeza acontecimientos posteriores sin el maniqueísmo irracional con que lo hacen los panegiristas clericales.

Vimos incluso como dentro de la misma Iglesia distintos pensadores buscaron solución al conflicto tratando de ubicarse en el mundo de su época.

El enfrentamiento no es entonces la lucha entre San Miguel y el demonio, o entre la luz y las tinieblas, sino entre los intereses del clero aliado a la entonces clase dominante de terratenientes feudales contra los de una nueva clase en ascenso que pugnaba, ya desde entonces, por el desarrollo racional del país una mayor producción de riqueza: la naciente burguesía.

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La guerra de independencia.

Desde finales del Siglo XVIII empezó a desarrollarse entre los criollos novohispanos la idea de la emancipación política de la Metrópoli, idea inspirada en los principios de la Revolución Francesa y la independencia de los Estados Unidos, y alentada subrepticiamente por el imperialismo inglés.

No es nuestro objetivo tratar de analizar las causas del movimiento emancipador, ni su completo desarrollo, sino destacar de él la participación del elemento religioso.

El movimiento independentista contó entre sus principales líderes a varios sacerdotes, pero en general el alto clero se opuso radicalmente a las ideas de independencia. Baste recordar las excomuniones a Hidalgo y Morelos, y desde el púlpito anatemizaron a quienes siguieran o tan sólo simpatizaran con tales ideas:

El enfoque político que hace el clero sobre la Independencia se encuentra fuertemente influenciado no sólo por los problemas morales que ellos ven asociados con el movimiento, sino también por su visión teocrática de la sociedad.

Educados en las ideas políticas de la teología escolástica, con su marcada tendencia a relacionar poder civil con poder divino, los eclesiásticos de México carecen de los conocimientos necesarios para entender los postulados políticos de la Independencia.

(...)

Al parecer el único eclesiástico que acepta la soberanía del pueblo como fuente de autoridad es Abad y Queipo. A pesar de esto, su fallo contra la Independencia es adverso, pues afirmaba que la soberanía residía en el pueblo sólo antes de constituirse el gobierno. Una vez establecidas las autoridades, la soberanía del pueblo pasaba a la persona o personas que gobernaban, de quienes no la podían recoger a no ser en caso de extrema necesidad, circunstancia que en su opinión no se daba en la Nueva España.(14)

El movimiento armado se desarrolla vigorosamente durante los primeros años de la rebelión, pero a partir de la derrota y posterior ejecución de Morelos, va notoriamente debilitándose hasta quedar prácticamente reducido a las guerrillas de Vicente Guerrero.

La hostilidad del alto clero a los insurgentes es manifiesta y niega en todos los tonos la soberanía popular sosteniendo que la potestad del monarca proviene directamente de la divinidad y no puede de ninguna manera enajenarla a la Nación.

Sin embargo una serie de acontecimientos van a variar esta opinión:

La segunda reunión de las Cortes españolas tuvo lugar a principios de 1820; entonces se aprobaron leyes para desamortizar y para cerrar monasterios y conventos; también se ordenó, por segunda vez, la expulsión de los jesuitas, se suprimió la inquisición y se negó permiso a los novicios de hacer sus votos de profesión.

Estos violentos ataques a los privilegios de la Iglesia atemorizaron a muchos dignatarios importantes quienes hasta entonces no habían apoyado al movimiento de Independencia de las colonias.

Ante estas perspectivas, priores, obispos y cabildos eclesiásticos pensaron que la salvación de la Iglesia en América estaba en la separación definitiva de la España atea y liberal(15)

Lo que siguió es historia muy conocida. Las fuerzas más reaccionarias de Nueva España se conjuraron para obtener la independencia de la Metrópoli, como cabeza visible de la conjura quedó un oficial realista que se había distinguido en la guerra contra los insurgentes: Agustín de Iturbide, quien desde un principio trata de evitar cualquier recelo contra el movimiento y ya desde el Plan de Iguala deja establecido que la religión oficial del nuevo Estado será la Católica, Apostólica y Romana, con exclusión de cualquiera otra, asegurando, por otra parte, los fueron del clero y del ejército.

Establece, además, contacto con el último caudillo insurgente: Vicente Guerrero, y uniendo ambos ejércitos se forma el llamado Ejército Trigarante con el cual se declara la Independencia en septiembre de 1821. Pero ya desde este momento se van a presentar señales de tormenta, pues el papado, por fidelidad a España, no reconocerá la emancipación de las colonias y:

En 1821, la Comisión de Relaciones Exteriores de la Soberana Junta Provisional Gubernativa declaró que el Real Patronato, ejercido hasta entonces por los monarcas españoles, pertenecía a México como consecuencia inmediata de su independencia política de España.

La Junta interdiocesana, celebrada en el arzobispado de México en 1822, se opuso a ello. Los representantes de cada diócesis se reunieron durante los meses de febrero y marzo para determinar la posición que debía adoptar la Iglesia ante las declaraciones del gobierno mexicano.(16)

Quedan entonces, desde los primeros días de la vida independiente de México, establecidos los dos polos del conflicto que se continuará a lo largo del siglo XIX y parte del XX: por una parte el Estado, que necesitaba para su desarrollo una completa libertad de acción y por la otra la Iglesia, que no estaba dispuesta a ceder ninguno de sus privilegios.

En esos momentos, dado el origen de la promulgación de la Independencia, el conflicto se suaviza y la Iglesia otorga ciertos privilegios al Estado para no romper la armonía existente, como era la facultad de veto en materia de nombramientos eclesiásticos.

Pero a la caída del efímero Imperio de Iturbide por el empuje de las fuerzas progresistas, el conflicto se agudizará notablemente y se irá centrando, en sus dos polos, dentro de la pugna de los partidos liberal y conservador.

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México independiente

El gobierno liberal va a heredar el problema con la Iglesia que actuará alarmada ante el peligro que representaran las ideas progresistas, ahora en el poder, a las que se opondrá denodadamente.

El 21 de junio de 1823, después de la abdicación de Iturbide al trono del Imperio mexicano –que tuvo lugar en marzo de ese año-, una Comisión compuesta por el Padre Servando Teresa de Mier, Félix Osores, Fabio Franco, Joaquin Román y José María Iturralde presentó ante el Congreso Constituyente un dictamen en el que se afirmaba que el Congreso tenía facultad para decidir si el gobierno podía o no ejercer el Patronato.

El dictamen fue rechazado debido a las afirmaciones del padre Mier, quien sostuvo que el Patronato era una cualidad inherente a la soberanía que ahora tenía México, como en otro tiempo la había tenido España.

El Padre Mier no quiso solicitar a Roma la aceptación de este principio, pues no le competía definir nuestra situación política, y en todo caso las relaciones que con ella se establecieran no debían ir más allá del aspecto puramente administrativo.

Para cimentar su opinión recurrió al ejemplo de la primitiva disciplina de la Iglesia; en los primeros siglos del cristianismo el Papa no nombraba a los Obispos, sino que eran elegidos por voto popular de las diócesis que servían y con el tiempo los Papas usurparon ese derecho.

Por eso, concluía, no había razón para que México sometiera a la aprobación del Papa el nombramiento de dignatarios eclesiásticos.

El diputado por Tlaxcala, José María Guridi Alcocer, sacerdote también, consideró peligrosas las ideas del Padre Mier y aconsejó que el Congreso no se ocupara en sus debates de una cuestión tan delicada como eran las prerrogativas del Papa.(17)

Ya desde este momento puede detectarse una inquietud que encontramos muy frecuentemente aunque nunca se establece de manera concreta: la creación de una Iglesia mexicana sin nexos con Roma; idea que en la época de Calles será alentada aunque con resultados muy poco satisfactorios.

El nuevo gobierno sentía cada vez más la presión clerical que implicaba una seria oposición a sus planes y buscaba una solución a toda costa.

El Padre Mier fue en esto el pensador más radical del momento y trataba de justificar la actuación del gobierno en sus planes de romper con Roma, apoyándose en el cristianismo primitivo y en la mejor ortodoxia cristiana, buscando, además, aclarar la división entre los asuntos de la fe y los actos puramente administrativos de la Iglesia.

Mis ideas son muy liberales en esta materia, como que he sido del clero constitucional de Francia y padre de su Segundo Concilio Nacional. Allá no teníamos que ver con Roma sino para enviar al Sumo Pontífice... cartas de comunión como en la iglesia primitiva... La fe no nos enseña otra cosa sino que el sucesor de San Pedro es el jefe visible de la Iglesia, su cátedra centro de unidad; Pero todo lo demás, como si está sujeto él primero a los cánones de la Iglesia, si es inferior su autoridad a los concilios y hasta dónde se extiende, etc., todo eso es dispensable... Si la Iglesia es una monarquía, como pretenden los ultramontanos, si es una República federada como enseña la Universidad de Paría y es mi opinión, todo esto se cuestiona en la Iglesia. Por consiguiente nada de eso pertenece a la fe.(18)

Sin embargo el asunto nunca pudo llegar a una solución satisfactoria, los intereses de la Iglesia y el Estado eran realmente incompatibles y la lucha continuó de manera cada vez más abierta.

Formalmente el no-reconocimiento del nuevo Estado independiente por parte del Vaticano hacía sumamente difícil la comunicación con Roma y, por otra parte, los elementos reaccionarios utilizaban todo lo que encontraban a su alcance para entorpecer tal comunicación, a lo más que pudo llegarse fue a los que Anne Staples nos narra:

Para apurar la solución del Patronato, seis Estados, entre los que estaban San Luis Potosí, Guanajuato y Zacatecas, hicieron una petición al Congreso General proponiéndole que enviara a Roma una representación basada en dos principios: primero, que el derecho del Patronato pertenecía exclusivamente al Congreso Federal y no al de los Estados; segundo, que el Congreso Federal estaba obligado por la Constitución a proteger la religión católica romana con leyes sabias y justas. La petición se sometió a votación a principios de mayo y fue aprobada por 31 disputados. Fue importante esta decisión, pues permitió que la Iglesia y el Estado entraran en negociaciones sin necesidad de Concordato.(19)

Como puede observarse las relaciones entre Iglesia y Estado resultaban insolubles ya que el alto clero no se encontraba dispuesto a ceder ninguno de sus privilegios, y como, además, los argumentos que argüían los eclesiásticos se encontraban llenos de sutilezas, resultaba que nunca podían compaginarse los intereses clericales con los estatales.

Respecto a esto nos dice Morales:

Más difícil de definir era el terreno de la competencia en lo que se llama comúnmente, en esos días disciplina eclesiástica.

Se entendía por ésta, toda clase de leyes y normas que la Iglesia utilizaba para manejar no sólo los asuntos religiosos (Vgr. La administración de sus bienes). Algunos eclesiásticos dividían la disciplina en interna y externa.

La primera estaba constituida por las normas eclesiásticas que reglamentaban puntos directamente conectados con la fe, por ejemplo, las leyes que determinaban la forma de administrar los sacramentos.

La segunda estaba constituida por las leyes que concernían a asuntos temporales relacionados con las iglesias o los clérigos, por ejemplo, la forma de vestir de éstos, o el modo de escoger un Obispo.

La disciplina externa era muy amplia, bastante variable y, por lo mismo, el punto de discordia de la Iglesia y el Estado.

En los primeros proyectos del Patronato –posiblemente redactados con la intervención de eclesiásticos- existe la idea de implantar la disciplina antigua de la Iglesia, que incluía una independencia bastante amplia de la Curia Romana y una elaboración de leyes eclesiásticas de acuerdo a las necesidades del país.(20)

Para entender mejor las reales motivaciones del conflicto entre Iglesia y Estado vamos ahora a hacer referencia a un problema que, aunque ligado directamente con el del Patronato, representó por sí solo una fuente de discordia: el de los diezmos.

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Los diezmos.

Por medio de la bula Charisimo in Christo el Papa Alejandro VI facultó en 1501 a la Corona española para cobrar y distribuir los diezmos, como compensación al esfuerzo que significaba la evangelización de los territorios conquistados, debiendo la Corona observar por el buen cuidado y funcionamiento de las iglesias edificadas en América así como la manutención de los ministros:

Cuando se publicó la Real Ordenanza de Intendente en 1786, el Consejo de Indias ordenó que los diezmos fueran directamente a la Real Hacienda y que los cobraran los personeros del Rey, como lo había dispuesto en un principio el Papa; pero tal medida nunca se llevó a cabo en México. La recolección y distribución requería de una burocracia perfeccionada a través de años por los obispos, quienes sólo recurrieron en auxilio al poder secular para obligar a los morosos. Este estado de cosas continuó hasta 1833, cuando cesó la obligación civil de diezmar.(21)

Siendo los diezmos el renglón más importante de las finanzas de la Iglesia resultó obvio que el clero por ningún motivo estuviera dispuesto a sacrificar esta importante fuente de ingresos y que negara al Estado la posibilidad de inmiscuirse en el asunto.

Para protegerse siguió utilizando el argumento de la distinción entre asuntos concernientes a la fe y aquellos relativos a la administración de sus bienes temporales. Tales argumentos, como ya lo hemos visto, continuaban siendo de una ambigüedad desarmante, así sigue diciendo Anne Stapels:

Todo el conflicto entre la Iglesia y el Estado fue revisado en una publicación patrocinada por el Cabildo refiriéndose a las nuevas Juntas. La Iglesia, decía, tenía supremo poder legislativo sobre sus propias instituciones, y cualquier participación del Estado en ellas era sólo un privilegio, no un derecho.

En consecuencia, el Estado no tenía bases para negar a la Iglesia el manejo de su propio dinero. Apelando a la autoridad de Santo Tomás, la Iglesia declaraba que aunque los diezmos eran bienes materiales, su percepción era un derecho espiritual que, por ser así, no podía estar en manos seculares.(22)

Como puede fácilmente observarse en este breve rastreo histórico qué lejos se encuentran las cómodas satanizaciones de los historiadores ultramontanos de las reales motivaciones de los conflictos entre Iglesia y Estado; qué lejos se encontraba realmente el conflicto de una lucha entre San Miguel y el demonio o de una conjura de las fuerzas del mal contra la tradicional religiosidad del pueblo mexicano.

El asunto era en realidad la pugna entre intereses perfectamente definidos: por una parte una incipiente burguesía tratando de construir un Estado nacional independiente y por la otra los latifundistas feudales amparados por el clero con quien sostenían un pacto de mutua protección; así, la clase explotadora defendía los intereses clericales y los eclesiásticos se encargaban de utilizar los elementos religiosos más negativos para mantener la conformidad de los explotados.

Fue público y notorio, por ejemplo, el apoyo prestado por el clero y los elementos conservadores a la invasión norteamericana de 1846, así como la intransigencia ante cualquier posible renovación de los gobiernos conservadores.

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La Revolución de Ayutla.

El país entró en un terrible caos político y social provocado por las constantes guerras civiles y revueltas que destrozaban la economía nacional y obstaculizaban cualquier posibilidad de estabilización. El clero y sus aliados se empeñaron en una lucha frontal para mantener la hegemonía:

En tal situación empezó la revolución burguesa de 1854 – 57, conocida con el nombre de Revolución de Ayutla. La nueva oficialidad del ejército fue la iniciadora de este movimiento. Esta oficialidad había surgido durante la guerra con Estados Unidos y después de ella ingresó en las filas de los grandes rancheros, la burguesía urbana y la intelectualidad.

Eran los representantes típicos de la burguesía, que autoritariamente reclamaban su derecho a desempeñar un papel dirigente en la vida del país.

El odio hacia el régimen da Santa Anna era tan grande entre las masas populares, que éstas participaron activamente en la lucha revolucionaria. Desde el periodo de la guerra por la Independencia, ésta fue la lucha más sangrienta en la historia del pueblo mexicano, con un manifiesto y definido carácter de clase. La pequeña y mediana burguesía urbana, en unión con los rancheros, a los que apoyaban las amplias masas populares de la ciudad y del campo, actuaron contra las fuerzas del feudalismo, los latifundistas y el clero, apoyados por una parte de la oficialidad reaccionaria del ejército y los grandes comerciantes.(23)

Ante la agresividad clerical, el Estado comenzó a dictar disposiciones cada vez más radicales entre las que se cuentan el Decreto sobre desamortización de fincas rústicas y urbanas así como la famosa Ley Juárez, del 23 de noviembre de 1855, que suprimió los fueros eclesiásticos y sustrajo de la jurisdicción eclesiástica todas las cuestiones civiles, tales como registro de nacimientos, matrimonios, defunciones, etc. Cabe añadir que el Decreto de desamortización era semejante a la Cédula del 26 de septiembre de 1804 dictada por Carlos IV, sólo que mientras el clero no se atrevió a combatir el derecho del monarca sí lo hizo contra el derecho del Estado mexicano.(24)

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La Constitución de 1857.

La promulgación de la Constitución de 1857 fue otro motivo de escándalo para los elementos reaccionarios que se dedicaron a combatirla y sabotearla en todas las formas a su alcance, amenazando, incluso, con excomulgar a todos los funcionarios, grandes o pequeños, que juraran su cabal cumplimiento.

La desamortización de los bienes de manos muertas, declarada durante el gobierno de Comonfort, aunque recibida por el clero como una medida impía, como un verdadero ataque a la Iglesia, no tenía tal carácter; pues no era en realidad sino una medida económica tendiente a poner en circulación y hacer productiva una gran masa de riqueza que se hallaba estancada en manos del clero, quien por lo demás no quedaba privado realmente de sus propiedades, ya que seguía recibiendo el equivalente de sus rentas.

Entonces Juárez y sus ministros expidieron la Ley del 12 de julio de 1859, llamada vulgarmente de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos; aunque no se limita tan sólo a esto, sino que establece la independencia entre la Iglesia y el Estado; la libre contratación de los servicios prestados por los sacerdotes a los fieles; la supresión de las comunidades religiosas de hombres y de toda clase de cofradías y congregaciones; la prohibición de establecer nuevos conventos y usar hábitos de las órdenes suprimidas; la clausura de los noviciados y la aplicación de las obras de arte, antigüedades y libros de los conventos suprimidos a las bibliotecas y museos propiedad de la Nación.(25)

Se había llegado ya por fin a la única salida aceptable del conflicto: la separación absoluta entre Iglesia y Estado. Sin embargo, la solución fue adoptada por sólo una parte del conflicto, el Estado, pero no por la otra, la Iglesia, que continuó combatiendo de manera cada vez más intransigente las medidas gubernamentales.

Es ampliamente conocida la participación de figuras destacadas del alto clero en la intervención francesa; así el clero de la ciudad de Puebla recibió a las tropas invasoras, luego de la caída de la plaza, con un solemne te deum y únicamente el Cabildo de Guadalajara protestó por la invasión sin encontrar, en los demás Cabildos, quien lo secundara.

Pero para sorpresa de los reaccionarios, primero el Mariscal Forey y luego el propio Emperador Maximiliano, que consideraba la celebración de un Concordato con el Vaticano, aceptaron continuar las reformas de libertad de cultos, supresión de fueros, registro civil y política de desamortización con el fin de modernizar al país, pues, como ya hemos dicho, ese tipo de medidas habían sido aceptadas en los países europeos(26)

Las relaciones entre el Imperio y la Iglesia no fueron entonces lo cordiales que ésta imaginaba, sino de cierta tirantez provocada por el clero en su incapacidad por entender el curso de la historia.

Con la derrota de los intervencionistas y la restauración republicana, volvieron a aplicarse tanto la Constitución de 57 como las demás medidas anticlericales; la Iglesia, completamente derrotada en sus intentos hegemónicos, optó por reconcentrar fuerzas, adaptarse al sistema de la República y prepararse políticamente para una posible conquista pacífica del poder apoyándose en los elementos civiles.

Durante el gobierno de Díaz, el dictador decidió evitar todo conflicto con el clero y aunque las leyes reformistas continuaron vigentes de derecho, en la práctica las autoridades decidieron desentenderse de su exacta aplicación, como el propio Díaz lo sostuvo en una declaración citada por Larin:

No tenemos acuerdo alguno con el clero. Les permitiremos rezar, construir y adornar sus templos, les toleraremos crear sociedades secretas, tocar las campanas y organizar precesiones, por ahora esto no nos molesta. A menos que pensaran propagar una venganza sangrienta por los artículos que les dedican los periódicos liberales.(27)

Hábilmente la Iglesia católica aprovechó este respiro y se dedicó a preparar las bases necesarias para un futuro asalto al poder.

Por medio de testaferros apuntaló su situación económica, aunque nunca había dejado de contar con el auxilio de los latifundistas feudales, y llevó a cabo una amplia campaña de organización apoyada en la profunda influencia ideológica que tenía en las grandes masas de explotados, sobre todo en las masas campesinas y en algunos sectores de la pequeña burguesía que fungieron como cabezas visibles de esta reorganización.

Poco después de la fundación oficial del partido (Partido Católico), la Iglesia contaba en el país con 781 centros y el número de afiliados alcanzaba la cifra de 486 000 personas.

Los Estados centrales del país eran el baluarte del Partido Católico y más tarde fueron el foco principal de la rebelión de los cristeros.

Por ejemplo, en el Estado de Jalisco el Partido poseía 142 centros y 52 000 miembros, en el Estado de Michoacán el número de centros era de 172 y sus afiliados 66 000, en el Estado de Guanajuato había 70 centros que agrupaban a 37 000 personas, etc.(28)

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La Revolución Mexicana.

En el momento de la revolución maderista de 1910, los elementos clericales temieron un recrudecimiento en la aplicación de las leyes reformistas, sin embargo consideraron que era un buen momento para aplicar su organización civil y fomentaron el movimiento, pero al no obtener puestos importantes en el gabinete ni siquiera un número elevado de representantes al Congreso, se dedicaron a apoyar la contrarrevolución y cuando triunfó la rebelión huertista se pusieron en contacto con el nuevo dictador concediéndole, incluso, un préstamo por diez millones de pesos.(29)

La derrota del huertismo y las posteriores luchas civiles hicieron que la Iglesia se pusiera a la expectativa en esos momentos de profundas convulsiones sociales, sin embargo, a la promulgación de la nueva Constitución de 1917, el episcopado mexicano publicó una protesta contra los artículos progresistas que radicalizaban la separación entre Estado e Iglesia, fundamentalmente el 3, 27 frac. II y 130 (30), protesta que fue reproducida en febrero de 1926, pero en 1917 no se atrevieron a más sino que:

Los clericales dedicaron su principal atención en este periodo al trabajo social de la Iglesia, la ampliación de su base de masas y el mejoramiento de su organización.

La dirección de este trabajo le fue encomendada al sacerdote jesuita Alfredo Méndez Medina, que recibió una preparación especial en el Vaticano.

Méndez Medina desarrolló una actividad febril y en el transcurso de cinco años (1920 – 1925) celebró en el país 14 semanas sociales, organizó dos congresos agrícolas y reunió cinco congresos nacionales de distintas organizaciones sociales católicas: tres congresos en el año de 1922, el Congreso de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, en México; el Congreso de Damas Católicas, en México; y el Congreso de Obreros Católicos, en Guadalajara; en 1923, el Congreso de Damas Católicas, en México, y en 1924, el Congreso de la ACJM, en México.

Gracias a sus esfuerzos, apoyados por todo el clero católico mexicano, hacia 1925 la Iglesia podía apoyarse, merced a su trabajo entre las masas, en un aparato bastante amplio de organizaciones sociales creada por ella.

Es suficiente indicar que la Confederación de Trabajadores Católicos de México, contaba, según diferentes datos, de 20 000 a 30 000 miembros y poseía más de 300 centros en todo el país; la organización de Damas Católicas disponía de 216 centros y agrupaba en sus filas a 23 000 personas; la ACJM, organización muy activa y semimilitarizada, contaba con 170 células y un total de 5 000 afiliados.

Además, desde 1922, en la capital de la República funcionaba de modo permanente el llamado Secretariado Social de México, bajo la dirección inmediata de Méndez Medina, quien fundaba diariamente nuevas organizaciones sociales bajo el control de la Iglesia.

Medina editó su periódico con el elocuente título de: La Paz Social.

En estos años aumentó el número de militantes de tales organizaciones reaccionarias internacionales y locales como los Caballeros de Colón, la Unión de Padres de Familia y otras.(31)

Como puede fácilmente observarse, para 1925 la Iglesia católica había rehecho sus fuerzas, agotadas en las luchas del siglo anterior, y se preparaba a un nuevo asalto para intentar imponer su hegemonía política; creía ya poder conquistar el poder por la vía pacífica pero también consideraba tener suficiente fuerza para sostener cualquier tipo de enfrentamiento.

Sólo era necesario esperar el momento oportuno para demostrar esa fuerza.

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Vientos de guerra.

Como ya hemos dicho, en 1917 el episcopado mexicano hizo pública su protesta contra los artículos de la nueva Constitución que, según decían, atentaba contra el catolicismo de los mexicanos.

No está de más insistir en que esos artículos no atentan en realidad contra religión alguna sino que sólo se trata de limitaciones externas al poder político y económico de la Iglesia, limitaciones que, por otra parte, sólo establecían un programa básico sin señalar sanción alguna, como el propio Calles lo sostuvo en su Informe de gobierno.

Los argumentos utilizados por el Episcopado se remiten directamente a lo que ya hemos visto al analizar brevemente las ideas de los pensadores del siglo XVIII, negando al Estado la capacidad de intervenir en los asuntos eclesiásticos, apoyando esa negativa en la ambigua, y en esos momentos ya extemporánea, separación entre poder espiritual y poder secular.

Como ejemplo citaremos el párrafo de la mencionada protesta:

La fracción IV del artículo 130, dice que no se reconoce personalidad a las agrupaciones religiosas denominadas iglesias. Ahora bien, no puede negarse que aunque la Iglesia Católica no fuera divina ni hubiera recibido de su divino fundador la personalidad y el carácter de verdadera sociedad, tendría de suyo e independientemente de cualquier autoridad civil (s/n), personalidad y carácter propio, nacido del derecho individual a la creencia religiosa y a las prácticas del culto; y como derecho anterior al Estado (s/n) y en consecuencia no depende de él, la violación y atentado contra el derecho individual.(32)

Esta misma protesta volvió a ser publicada en febrero de 1926 como parte de una campaña de oposición al gobierno y también como un aviso de la fuerza que ya para entonces suponían tener los clericales.

Esta campaña obligó al gobierno a tomar medidas más radicales y el 3 de julio de 1926 la Secretaría de Gobernación expidió una Ley en que se reformaba el Código Penal del Distrito y Territorios Federales en lo relativo a delitos del fuero común y sobre delitos contra la Federación en materia de cultos y disciplina externa. Esto fue la chispa que encendió el conflicto que llevó a la rebelión armada, como veremos más adelante.

Las fuerzas clericales mientras tanto habían continuado preparándose para el enfrentamiento y dentro de ese programa organizativo ocupó lugar muy importante la creación de la Liga para la Defensa de la Libertad Religiosa.

Esta organización nació el 14 de marzo de 1925 y durante sus primeros tiempos fue una asociación voluntaria de abogados que se planteaban como objetivo dirigir la lucha por las enmiendas a la Constitución. Puesto que la parte fundamental de los dirigentes de la Liga se componía de juristas, se sobreentendía que ésta debía llevar a cabo la defensa de los intereses de la Iglesia desde el punto de vista legal.

(...)

La Liga jamás tuvo programa ni estatutos propios, y durante un prolongado periodo su actividad política sólo se manifestó en forma de una campaña antigubernamental mediante la edición, pagada por la Iglesia, de gran cantidad de hojas sueltas que criticaban al gobierno y exigían enmiendas a la Constitución.

(...)

Las funciones de la Liga se ampliaron gradualmente y, al comienzo del conflicto de los años 1926 – 29, ella representaba a todas las fuerzas feudales reaccionarias que se manifestaban abiertamente del lado de la Iglesia.(33)

Por otra parte, para reforzar la organización de los elementos católicos, se creó en mayo de 1926 el Comité Episcopal con el objetivo de dar una mayor flexibilidad a la dirección del aparato eclesiástico y para contar con un órgano operativo que pudiera actuar a nombre del clero mexicano. Este Comité se convirtió, como bien dice Larin, en el Estado Mayor Central de la reacción católica.

En realidad es necesario decir que en esos momentos existían serias divergencias en los círculos católicos en cuanto a la estrategia a seguir, pues mientras algunos pugnaban por el franco enfrentamiento, había otros que consideraban la posibilidad de una resistencia pasiva, así se llegó a la organización de un boicot económico que hiciera sentir al gobierno la fuerza y capacidad de acción de la Iglesia.

La preparación y desarrollo de ese boicot se encargó a la Liga y se basó en cuatro puntos fundamentales:

1. Boicotear aquellos periódicos que se oponían a la campaña o no la apoyaban. El silencio se consideraba como falta de apoyo a la campaña de protesta.

2. Comprar sólo las cosas estrictamente indispensables.

3. Abstenerse de emplear el transporte urbano, la electricidad, no frecuentar los teatros y cines ni participar en los sorteos de la lotería.

4. Boicot completo a las escuelas laicas.

El inicio de esta operación se hizo coincidir con la fecha en que entraban en vigor las leyes reglamentarias: 31 de julio de 1926.

Sin embargo, a pesar de la intensa campaña promocional del boicot, éste fue un general fracaso, ya que si bien llegó a tener importancia en las grandes ciudades – aunque sin alcanzar ni remotamente su objetivo: desquiciar la economía – fue absolutamente ineficaz en las zonas rurales, donde se encontraba el mayor contingente católico, por la sencilla razón de que el consumo de los campesinos era ínfimo con o sin boicot.

Tal fracaso se debió sin duda alguna a la ya tradicional incapacidad de las fuerzas clericales para analizar correctamente una realidad concreta.

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El preámbulo.

Al no funcionar el boicot comenzaron a cobrar importancia las posiciones de los elementos reaccionarios más radicales que se inclinaban por el enfrentamiento violento, sin concesiones.

En agosto de 1926 se reunió en la clandestinidad el Congreso de representantes de la Liga que discutió un solo punto: la insurrección armada contra del gobierno.

Aceptada ésta se creó un Consejo Militar y se designó provisionalmente como jefe a Bartolomé Ontiveros.(34)

Es de justicia destacar que hubo voces que se opusieron a dicho proyecto, así, mientras René Capistrán Garza, jefe de la ACJM, fue uno de los principales instigadores de la rebelión, viajando incluso a los Estados Unidos para conseguir el apoyo financiero de magnates católicos y haciendo a la Liga promesas que nunca cumplió, Anacleto González Flores, quizá el ideólogo y organizador más brillante del Partido Católico, se oponía desde Guadalajara a la orden de insurrección, la que sólo acató por obediencia a Monseñor Orozco, obediencia que pagó con la vida pues en 1927 fue capturado y ejecutado por el gobierno.

Esta oposición demostró una vez más la irracionalidad e incapacidad política de los altos círculos clericales ya que se prefirió atender a la demagogia oratoria de Capistrán Garza que al profundo conocimiento del terreno de González Flores, quien sabía perfectamente de las escasas posibilidades de triunfo militar puesto que las bases campesinas que tendrían que sobrellevar la lucha no contaban ni con los recursos ni con el mínimo de preparación necesaria para tal empresa.

El alto clero, sin embargo, no confió en la sola posibilidad de la lucha armada, sino que, sin dejar subrepticiamente de alentarla, no desechó nunca la posibilidad de una solución pacífica del conflicto.

Así las cosas los primero levantamientos tuvieron efecto entre diciembre de 1926 y enero de 1927.

Grupos de campesinos, azuzados principalmente por jovencitos de la ACJM y por curas fanáticos, sin contar con el avituallamiento necesario ni la menor idea de organización militar se lanzaron a una lucha que tenían perdida de antemano.

En un principio tuvieron algunos éxitos contando con el elemento sorpresa y con el desconcierto de las pequeñas guarniciones de los pueblos, sin embargo, una vez que el gobierno se repuso de la sorpresa y lanzó su primera embestida en serio, se produjo la desbandada, sobre todo de los católicos de ciertas posibilidades económicas que emigraron masivamente a las ciudades y dejaron abandonados a su suerte a los campesinos alzados.

Bien pronto se pudo ver que el clero no estaba dispuesto a arriesgarse a fondo en el apoyo a la lucha armada:

La proposición de la Liga referente a utilizar los bienes eclesiásticos fue discutida en la reunión del Comité Episcopal; la mayoría del Comité (15 contra 2), encabezada por el Arzobispo de México Monseñor José Mora y del Río, se pronunció contra el plan de la Liga, con la salvedad de que la decisión definitiva podría aprobarla únicamente el Vaticano.

Con este motivo, los obispos enviaron a Roma una carta detallada en la que expusieron los cambios que se perfilaban en la posición del alto clero frente al levantamiento de los cristeros y de sus ex - aliados de la Liga.

En la carta se decía abiertamente: La Liga contó en sus cálculos humanos con el levantamiento uniforme de grandes masas del pueblo... lo que sucedió efectivamente en algunos Estados del centro de la República; pero desgraciadamente en la mayor parte no sucedió lo mismo... También creyó la Liga que los ricos mexicanos contribuirían con ricas cantidades... También este pensamiento de la Liga fracasó casi por completo.(35)

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Las causas.

La guerra cristera fue sumamente cruel y cruenta por ambos bandos, el sadismo y la arbitrariedad campeaban tanto en las fuerzas federales como entre los rebeldes, las anécdotas de actos de extrema crueldad son numerosas.

Por otra parte, la confusión ideológica en las bases cristeras era terrible, ya que envueltos en una capa de fanatismo religioso se encontraban las reales motivaciones de una gran cantidad de campesinos que se sentían traicionados al no ver plenamente realizados los planteamientos de reforma agraria de la Revolución.

El manifiesto de Felipe Barrios, firmado por 65 jefes de todos los pueblos del sur, es significativo:

Nosotros, como revolucionarios de principios que militamos en las filas de los libertadores del sur, habiendo tenido once años de lucha, que comenzamos el año 11 y terminamos el año 21, cuando perecieron los caudillos de la revolución, y que fuimos engañados por el traidor Álvaro Obregón, porque nos decía que era un gobierno constituido y que reconocía nuestra bandera, que daba libertad y justicia, de lo cual no fue nada cierto, estamos dispuestos a ingresar a esa Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa.(36)

Es de hacerse notar, además, las constantes desavenencias entre la dirección urbana (la Liga) y los combatientes campesinos, desavenencias basadas fundamentalmente en que ambos grupos defendían en realidad intereses diversos y en que mientras los combatientes conocían el terreno, la dirección urbana se empeñaba en señalar lineamientos tácticos muchas veces inadecuadas a la situación concreta.

Ahora bien, aunque historiadores honestos como Jean Meyer, apoyados en testimonios directos de viejos luchadores cristeros, quieren sostener que la cristiada iba viento en popa y que su fracaso se debió a la traición del alto clero que literalmente vendió al movimiento, en realidad los cristeros jamás estuvieron ni remotamente cerca de obtener una victoria militar definitiva, sus éxitos eran aislados y en zonas apartadas de los centros de principal actividad económica del país, jamás tuvieron una zona liberada puesto que nunca pudieron prescindir de la guerra de guerrillas y lanzar una ofensiva a fondo por carecer de un aparato logístico bien desarrollado – todos los historiadores y testigos, hasta los del bando clerical, hacen constante referencia a lo mal municionado que se encontraba el ejército cristero, que, por otra parte, nunca fue tal en el estricto sentido de la palabra -, los éxitos que mencionamos los lograban sobre todo por su gran conocimiento del terreno y por su flexibilidad de movimiento, virtudes que nunca fueron debidamente aprovechadas por las circunstancias que ya hemos señalado.

Los cristeros eran hombres en constante fuga.

Para ejemplificar esa falta de capacidad táctica citaremos la siguiente anécdota que Meyer nos relata:

Entre Jalpa y Colotlan, Felipe Sánchez, Pedro Sandoval y Chema Gutiérrez organizaron a sus 1 500 hombres en tres regimientos, los cuales, vencedores en agosto de 1928, fueron derrotados en septiembre, en la Mesa de Coyotes; porque Pedro Sandoval se retiró en medio del combate, para tomarse el desquite de Chema Gutiérrez, que le había jugado la misma mala pasada en Tlaltenango, a principios de aquel año.(37)

Sin embargo, aunque el gobierno nunca supuso una efectiva victoria cristera, sí se enfrentó a serias dificultades para controlar la rebelión, que por otra parte era utilizada por el imperialismo norteamericano para chantajear la política nacionalista de Calles con respecto al petróleo, política reflejada en la Ley de 1925.

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La guerra cristera.

Era necesario pacificar al país para poder impulsarlo económicamente y poder negociar sin desventajas frente a los Estados Unidos.

El ejército federal lanzó entonces una gran ofensiva dirigida por el propio General Joaquín Amado, a la sazón Ministro de Guerra.

Amaro, hábil estratega, utilizó la táctica de la reconcentración que consistía en aislar una zona determinada y ordenar a sus habitantes se concentraran en alguna ciudad cercana en un plazo determinado, una vez concluido el plazo, las fuerzas federales peinaban la zona y ejecutaban sin mayor trámite a todo aquel que se encontrara en el lugar.

Tal táctica, aparte de prestarse a grandes arbitrariedades, resultó contraproducente ya que provocó que muchos campesinos, hasta entonces neutrales, se lanzaran a la lucha al verse expulsados de sus hogares y de su principal medio de manutención.

Por su parte la Liga sentía la necesidad de una mejor organización militar del movimiento y buscó un militar profesional que pudiera ponerse al frente del ejército rebelde y darle un mínimo de coherencia táctica a la lucha, tal hombre fue Enrique Goroztieta un militar ex – porfirista enemigo de la Revolución que, a pesar de su formación liberal, parece que llegó a ser en los avatares de la lucha, un convencido y honesto cristero.

Fue Goroztieta quien dotó de principios tácticos elementales a las partidas cristeras y elaboró un programa estratégico para aprovechar el potencial de las fuerzas rebeldes, aunque nunca consiguió superar las deficiencias logísticas que impedían una guerra abierta de posiciones.

Sin embargo, gracias a su habilidad y a los errores del ejército gubernamental tuvo varios éxitos durante la etapa de mayor efervescencia bélica en 1928.

Por esa época el gobierno federal se vio enfrentado con otro levantamiento en el norte del país capitaneado por los Generales Manzo y Escobar, lo que hizo que tuviera que distraer efectivos del centro de la República para enviarlos a combatir los nuevos pronunciados.

Esto fue un respiro que el ejército cristero aprovechó para reorganizarse al máximo e hizo creer a la Liga que se encontraba cerca de la victoria; incluso hubo pláticas entre representantes de la Liga y los Generales rebeldes con vista a una alianza táctica contra el gobierno.

Goroztieta veía la situación con pesimismo: Nuestra situación – decía -, en vez de haber mejorado, ha empeorado con los pronunciamientos militares. Aemente no, pero si se analiza con calma así resulta. Los movimientos del norte están amenazados de correr la misma suerte que el de Veracruz; se debe esto a la falta de ideales y a la falta de pudor de jefes y oficiales... el mar de la traición y de la ambición... Después de su derrota, se resolvería el turco (Calles) contra nosotros. Su venida la haría con mucha gente, moralizada y orgullosa de sus victorias... los nuestros desprovistos de parque como siempre.

Ordenaba consiguientemente pasar a la ofensiva inmediata, atacando ante todo las vías de comunicación.(38)

La realidad demostró que el análisis de Goroztieta era correcto, pues las fuerzas de Manzo y Escobar fueron rápidamente aniquiladas y los jefes huyeron a los Estados Unidos.

El gobierno pudo así dedicar todos sus esfuerzos a extinguir la rebelión cristera apoyándose no sólo en su potencial militar sino también en una política más suave con la población civil y el aceleramiento de la reforma agraria.

En otro frente, la constante presión de los Estados Unidos hizo capitular al gobierno de Calles en la cuestión del petróleo.

Después de esto el propio gobierno norteamericano se preocupó por la pacificación de México y envió como embajador a Dwight Morrow, hábil político, quien sirvió como enlace entre el alto mando eclesiástico y las autoridades gubernamentales para poner fin al conflicto.

El alto clero consideró la conveniencia de aliarse a la nueva clase triunfante y ante la poca probabilidad de éxito militar decidió negociar con el gobierno.

El clero mexicano ya no abrigaba ninguna ilusión respecto al fin de la lucha armada de los cristeros.

El 2 de junio de 1929, Leopoldo Ruiz y Flores escribió en carta dirigida al Secretario General de la Unión internacional de miembros de honor de la Liga de la Defensa de la Libertad Religiosa:

No creemos que la hostilidad al gobierno logre lo que deseamos, porque ya se ha visto que la Defensa Armada no es capaz de derrocar al gobierno, contando éste, como cuenta, con todo el apoyo material y moral del gobierno americano ...

El Papa está por un arreglo decoroso y quiere que todos, Obispos, sacerdotes y fieles ayuden en eso ...

Si esa transigencia del Papa produce los males que lamentas, creo que son mayores los males que el Papa prevé en la intransigencia.(39)

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La debacle.

Al conocer las negociaciones el propio Goroztieta vio que ya no existía ninguna esperanza y consideró que el movimiento había sido vendido, opinión que compartieron los círculos más cercanos a la lucha popular que afirmaba que las negociaciones se habían realizado a espaldas del ejército cristero sin tomar nunca en cuenta su opinión ni sus intereses, y que los mismos que los habían incitado a la rebelión los estaban abandonando a su suerte cuando ya no los consideraban útiles.

En los primeros días de junio de 1929, Enrique Goroztieta muere en una emboscada en la hacienda de El Valle, llegándose a hablar sobre una posible traición, cosa que en realidad nunca pudo ser probada.

A su muerte, pasa a ocupar la dirección de la lucha Jesús Degollado, pero la suerte de los cristeros estaba echada.

El 21 de junio de 1929 se firmaron los documentos presentados por ambas partes.

Por su forma, el arreglo no fue un acuerdo en el sentido jurídico de la palabra.

El acuerdo fue formalizado en dos declaraciones por separado para la prensa, una de las cuales pertenecía al presidente de México, Portes Gil, y la otra partía de Leopoldo Ruíz y Flores, que participaba en nombre de todo el clero católico y en calidad de Delegado Apostólico y Arzobispo de Morelia.(40)

Las protestas no se hicieron esperar y Roma tuvo que prohibir expresamente que se hablara o escribiera a propósito de los arreglos, así se estableció una división profunda entre el alto clero y aquellos que habían llegado a considerar la posibilidad de una victoria total, cosa que como hemos visto se encontraba muy lejos de la realidad, ya que en el periodo más favorable de su lucha, el ejército cristero no cubría – mucho menos controlaba – ni el 25% del territorios nacional, puesto que se limitaba a unos cuantos Estados del centro de la República.

La actitud de la Iglesia era la única viable para la protección de sus intereses concretos que no estaba dispuesta a arriesgar por las utópicas visiones del sector más reaccionario de la sociedad mexicana de la época.

Los cristeros fueron pues obligados a entregar sus armas y el gobierno otorgó toda clase de garantías a los jefes más prominentes, garantías que nunca fueron cumplidas ya que una gran cantidad de jefes cristeros, fueron asesinados en distintas regiones del país.

Esta actitud del gobierno fue lo que provocó un segundo levantamiento en 1934 aún más limitado que el primero y que fue inmediatamente desautorizado por la jerarquía eclesiástica.

Este segundo levantamiento, conocido como La segunda, se limitó a algunas regiones de los Estados de Zacatecas, Durango y Colima y más que motivaciones religiosas lo que lo provocó, como decíamos arriba, fue el afán de supervivencia de algunos viejos jefes cristeros que, al no aceptar trasladarse a otras zonas del país como muchos cristeros lo hicieron, se encontraron amenazados de muerte por las autoridades militares que veían en ellos un peligro latente.

La Iglesia había ya tomado su decisión de adaptarse a la nueva situación histórica y el nuevo brote estaba condenado a perecer, como en realidad ocurrió.

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Notas.

( 1 ) - Staples, Annie, La Iglesia en la primera República Federal mexicana, (1824 - 1835), México, Secretaria de Educación Pública, Col. Sepsetentas Nº 237, 1976, p 11.

( 2 ) - Toro, Alfonso, La Iglesia y el Estado en México, México, Ed. El Caballito, 1975, p. 9.

( 3 ) - Ibid., p. 11.

( 4 ) - Ibid., pp, 34 - 35.

( 5 ) - Morales, Francisco, Clero y política en México ( 1767 - 1834 ), México, Secretaría de Educación Pública, Col. Sepsetentas Nº 224, 1975, p. 17.

( 6 ) - Ibid., pp. 13 - 14.

( 7 ) - Francisco Antonio Lorenzana. Léon, España, 22/septiembre/1722 - Roma 17/abril/1804). Arzobispo de México de 1766 a 1771; nombrado cardenal en 1789 e Inquisidor General de España en 1794.

( 8 ) - Morales, Francisco, op. cit., p. 26.

( 9 ) - Francisco Fabián y Fuero (Terzaga, Guadalajara, España, 1719 - ?), Obispo de Puebla de 1764 a 1773.

( 10 ) - Alonso Nuñez de Haro y Peralta (Villa García, Cuenca, España 1729 - 1800 ?). Arzobispo de México de 1771 a 1800, Virrey de Nueva España entre mayo y agosto de 1787.

( 11 ) - Morales, Francisco, op. cit., p. 43.

( 12 ) - Manuel Abad y Queipo (Villaperdre, Oviedo, España 1751 - Toledo, España, 15/septiembre/1825, Obispo de Michoacán de 1810 a 1814.

( 13 ) - Morales, Francisco, op. cit., p. 53.

( 14 ) - Ibid., pp. 75 - 76.

( 15 ) - Staples, Annie, op. cit., pp. 13 - 14.

( 16 ) - Ibid., pp. 37 - 38.

( 17 ) - Ibid., pp. 39 - 40.

( 18 ) - Morales, Francisco, op. cit., p. 108.

( 19 ) - Staples, Annie, op. cit., pp. 51 - 52.

( 20 ) - Morales. Francisco, op. cit., pp. 127 - 128.

( 21 ) - Staples, Annie, op. cit., pp. 97 - 98.

( 22 ) - Ibid., p. 110.

( 23 ) - Larin, Nicolás, La rebelión de los cristeros, México, Ed. Era, 1968, pp. 56 - 57.

( 24 ) - Toro, Alfonso, op. cit., p. 248.

( 25 ) - Ibid., pp. 280 - 281.

( 26 ) - Ibid., p. 326.

( 27 ) - Larín, Nicolás, op. cit., p. 74.

( 28 ) - Ibid., p. 75.

( 29 ) - Ibid., pág. 78 y Toro, Alfonso, op. cit., p. 360.

( 30 ) - Protesta del Episcopado Mexicano, El Universal, 8 de febrero de 1926.

( 31 ) - Larín, Nicolás, op. cit., pp. 81 - 82.

( 32 ) - Protesta del Episcopado Mexicano, op. cit.

( 33 ) - Larín, Nicolás, op. cit., pp. 81 - 82.

( 34 ) - Ibid., pp. 143 - 144.

( 35 ) - Ibid., p. 179.

( 36 ) - Meyer, Jean, La cristiada, México, Siglo XXI, Vols I y II 1973, Vol. III 1974 . Vol I, p. 251.

( 37 ) - Ibid., p. 264.

( 38 ) - Ibid., p. 289.

( 39 ) - Larín, Nicolás, op. cit., p. 233.

( 40 ) - Ibid., p. 237.

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