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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SÉPTIMO
La primavera del movimiento
(1928 -mayo a diciembre)
Capítulo octavo

Rabia anticlerical.
El padre capellán en una emboscada.



UN VIAJE DIFICIL

En los primeros días del mes quiso el Señor, con un hecho a todas luces maravilloso, probar una vez más su especialísima providencia en favor de los suyos.

El Padre don Enrique de Jesús Ochoa, Capellán cristero en los volcanes, conducía de Cerro Grande al campamento de El Borbollón, a una tía suya, la señorita Hipólita Díaz Santana, persona ya de edad, y a su hermana Consuelo. Esta tía era la tía Poli de que se habló ya en el Libro segundo de esta obra, en La alborada del Movimiento, la que había hecho el oficio de madre en favor de los hermanos Ochoa. Le acompañaban José Verduzco Bejarano, ya en esos días jefe de Estado Mayor del general Anguiano Márquez, con dos asistentes y otro soldado.

Como en el pueblo de San José del Carmen, Jal., situado en el camino que hubiesen debido seguir en circunstancias normales, había destacamento callista, hubo necesidad de hacer un gran rodeo y caminar por terrenos muy accidentados. Además, el paso del Río Grande -el Armería- se les hizo difícil, y los viajeros tuvieron que pasar la noche bajo los encinares, al pie de las faldas occidentales del Nevado, para atravesar, al amanecer del día siguiente, un muy grande barranco que, por hosco y profundo, hubiera sido casi imposible pasar de noche.

Aconteció, empero, que al caer la tarde del primer día de camino fueron identificados los viajeros por un indio agrarista, el cual hizo viaje inmediatamente al pueblo de S. José, en unión de su mujer, y los denunció ante el destacamento callista, cuyos soldados, deseosos de aprovechar aquellas ventajosas circunstancias y hacer prisionero o matar al Capellán cristero, salieron a tender una emboscada a los distinguidos viajeros. El triunfo lo tenían seguro los enemigos y el golpe sería de importancia: matar un sacerdote era para ellos grande gloria y hazaña de mérito, más aún, matar al Padre Ochoa, el Capellán de los insurrectos.

EN LA LOMA DE LA GALERA

El sitio escogido fue La Galera, el lugar donde diecisiete meses hacía acamparon los cristeros de Caucentla después de la huída trágica del mes de abril.

La Galera había sido una pequeña ranchería que había existido, ya casi al pie de los volcanes, sobre la cresta de la cuchilla que, naciendo en el Río Armería, pasa por San José del Carmen y luego, dando vuelta hacia El Borbollón, sube a la alta sierra del Nevado, formando parte del llamado Cerro Prieto, cuyo nombre le viene del color verdi-negro de su bosque casi virgen de pinabetes. Entre El Borbollón y La Galera hay, a lo sumo, de dos a tres kilómetros de distancia y, al pie de La Galera, con la cresta de la loma que quiebra en aquel lugar, se forma una especie de semicircunferencia o herradura que encierra una suave hondonada. Por en medio de ésta y paralela al filo de aquella larga loma, iba la vereda por la cual tendrían que pasar los caminantes, una vez salidos del barranco. Casi toda esta planicie de la hondonada está cubierta de menuda yerba y no se encuentran sino algunos pequeños lugares aislados en que ésta crece apenas un poco más. Unicamente en las orillas, a las faldas de la cuchilla y sobre ella, hay arbustos y zarzas. Pues bien, tras esas zarzas y arbustos, parapetados y escondidos, se distribuyeron los cien soldados callistas para esperar a sus víctimas, que humanamente no tendrían posibilidad de escapar.

Como el lugar de por sí es muy peligroso y todos así lo consideraban, más aún por la proximidad del pueblo de S. José, donde había destacamento callista, al llegar allí, ofreció el coronel Verduzco al Padre Capellán, como medida prudente, el irse él con los soldados que le acompañaban, por una vereda que sube directamente a las crestas de la loma, para así tomar ellos el filo y resguardar el paso de la corta caravana a través de la hondonada.

EL ATAQUE INESPERADO

Tomaron los tres la empinada vereda, y el Padre, con sus familiares, salió al paraje abierto. Habían andado un poco, cuando sonaron unos tiros en la cima, allá hacia sus espaldas. Era la contraseña del enemigo: la hora del ataque había llegado. Al punto, apareciendo en todo el derredor los soldados callistas, empezaron a hacer fuego contra las tres víctimas, que corriendo en sus caballos intentaban salir hacia adelante, porque retroceder, estando tomada la espalda, era más peligroso. Un torbellino de balas caía en derredor de ellos. Nunca en un combate, hacen fuego tantos contra un único blanco, como sucedía allí.

No acostumbradas a tales refriegas, ni la tía ni la hermana del Padre, pronto cayeron de sus caballos y éstos siguieron corriendo. En este momento una bala hirió en una pierna a la señorita Consuelo, y quedaron los perseguidos imposibilitados para continuar su fuga.

Providencialmente había al bordo de la vereda un corto listón de matas de chan y huinares, hierbas un poco más altas, de 60 o 70 centímetros de altura, y tras ellas, tendidos en el suelo, se ocultaron, por el momento, de las miradas de los enemigos.

Entretanto, el coronel Verduzco y sus acompañantes, que subían a la cuesta de la loma, por una vereda directa, empinada y boscosa, pudieron rápidamente retroceder, sin mucho peligro, porque la maleza los defendía, y saliendo a campo despejado, principiaron a hacer algunos tiros contra los atacantes, distrayendo así su atención; pero viendo la inmensa superioridad de los callistas, con agilidad escaparon de su vista y se internaron en el barranco, juzgando que el Padre Ochoa y sus familiares habían alcanzado a salir y se habían salvado.

OJOS ABIERTOS ... QUE NO VEN

Cuando terminó el tiroteo, los perseguidores principiaron a descender de la parte superior de la hondonada, en larga columna, para buscar al sacerdote y sus familiares, pues tenían la certidumbre de que se habían ocultado por ahí, tras algunas hierbas del borde de la vereda.

Eran como las diez de la mañana del 2 de octubre. Los Angeles custodios cuya fiesta se celebra en ese día, debieron hacer sombra con sus alas y ocultar a los fugitivos, porque no puede haber otra explicación. El cielo estaba espléndido en esos momentos, la luz del sol bañaba por completo a los tres perseguidos y las hierbas tras las cuales estaban, eran pocas y no formaban sino una angosta y pequeñá faja, contigua a la vereda; por lo cual no podían ocultarlos sino a las miradas de los que, desde lejos y en esa dirección paralela, los buscasen; mas de ninguna manera de quien se acercase a aquel lugar.

Cuando el Padre Capellán se dio cuenta de que los enemigos bajaban a buscarlos, lo advirtió a la tía Poli y a su hermana Consuelo, quienes, con toda resignación, principiaron a prepararse para la muerte. Recibieron ellas la absolución; repitieron los tres algunas jaculatorias, entre ellas el ¡Viva Cristo Rey! enriquecida con indulgencia plenaria en artículo de muerte, e hicieron el ofrecimiento de su vida.

Entretanto, el vocerío de la soldadesca se aproximaba. Como último acto de la vida, hicieron sobre sí la señal de la cruz con toda reverencia. Ellas se cubrieron la cara con las manos, hundiéndola cuanto pudieron entre las hierbas del suelo, porque no creyeron tener valor para ver a los que habían de matarlas. El Padre permaneció casi sentado, apretado contra sí mismo, por no haber ya lugar para tenderse en el suelo; mas con el rostro levantado en espera de lo que habría de pasar.

De cien probabilidades -decía él- yo no creía que hubiese siquiera una de vida; así es que ni siquiera abrigábamos la menor esperanza de salvarnos. Ni siquiera, ante lo imposible, en los primeros momentos, se lo pedíamos a Nuestro Señor. Nos resignamos, plenamente.

Y a menos de un metro de distancia los soldados callistas principiaron a pasar. Y siguieron pasando, unos a caballo y otros a pie. En voz alta conversaban proyectando las iniquidades que harían con el sacerdote y sus familiares al encontrarlos y proferían injurias y maldiciones contra ellas ... ¡Y quienes con tanto empeño buscaban, estaban a un paso de la vereda por donde todos pasaban, en camino llano, descubiertos y bañados con la plena luz del sol! ¿Cómo aconteció que no los hubieran visto? Más aún, en el camino estaba fresca una gran mancha de sangre, y ni ésta fue advertida por ningún soldado enemigo. Y se anduvo tras las bestias que el sacerdote y sus familiares llevaban, las cuales fueron capturadas, con sus maletines y con todo lo que traían; pero con ellos no dieron.

LIBERACION

Un perro, de los que acostumbran llevar consigo los soldados expedicionarios, para que olfateen los rastros, se acercó momentos antes de que pasase la columna, olfateó la mancha de sangre de la vereda y, sin ladrar, dio con las tres víctimas del asalto enemigo, olfateó también la pierna herida de la joven, meneó la cola y se retiró en silencio. Y, a pesar de que algunos soldados casi se tropezaban con los perseguidos y casi pasaban sobre de ellos, pues hasta un pequeño garniel del Padre, en que llevaba siempre su breviario y los Santos Oleos, fue pisado por un caballo; a pesar de que el sol caía sobre sus vestidos de color claro, ninguno de los enemigos pudo verlos. Dios lo impidió.

La relación de este milagro no solamente proviene del Capellán y familiares: todos los cristeros de El Borbollón, cuando recogieron a la herida, al Padre y a la tía, no podían menos que hacerse lenguas de admiración comentando el prodigio.

Cuando pasaban los últimos callistas, por la vereda a cuya orilla estaban el Padre y sus familiares, oyéronse unos tiros en la parte superior; luego resonó a lo lejos el bendito ¡Viva Cristo Rey!. Eran los libertadores de El Borbollón, con el valiente capitán Félix Ramírez a la cabeza, que iban en auxilio de su Padre Capellán. Los enemigos se apresuraron a retirarse. Sin embargo, allá en San José del Carmen, Jal., por la tarde, haciendo burla del culto católico, los soldados callistas jugaron al toro con los ornamentos de Misa que el sacerdote llevaba en un maletín que cayó en manos de los soldados de Calles. Y esto no sólo por diversión y juego perverso e impío, sino para burlarse de la fe y sentimientos cristianos de aquel pueblo creyente de San José del Carmen, Jal.
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