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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO QUINTO
Florecen y se multiplican los mártires
(Agosto a diciembre de 1927)
Capítulo sexto

Los horripilantes dramas de Ejutla.
El martirio de las adoratrices.
El santo párroco Aguilar.



EJUTLA

Pocos días después tocó al apacible pueblo de Ejutla, Jal., contemplar escenas más horribles aún.

Ejutla es un pueblo humilde colocado entre altas montañas que lo aprisionan. Eclesiásticamente pertenecía a la Diócesis de Colima, y civilmente, al Estado de Jalisco. Hoy pertenece a la Diócesis de Autlán. Sus moradores son de espíritu muy cristiano. Entre éstos y los de las rancherías que existían en las faldas del Volcán de Fuego y del Nevado, puede decirse que casi no había diferencia en cuanto a la pureza de vida, pero sí en cuanto a instrucción, pues Ejutla fue, no hace aún muchos años, el centro de cultura de la región. Hubo allí un Seminario que dio muchos y dignos sacerdotes a la Diócesis de Colima, un Colegio para niñas que era el mejor en más de setenta kilómetros a la redonda, y un convento de Adoratrices del Santísimo Sacramento, que existe aún en los tiempos actuales.

Era el jueves 27 del mismo octubre: la mañana estaba limpia, el cielo azul, el viento se agitaba frío, como presagio del cercano invierno. Contrastando con la hermosura del día, la angustia se reflejaba en los semblantes; de boca en boca circulaba la noticia de que se aproximaban los soldados callistas y todos temblaban de zozobra. En efecto, serían las 11 de la mañana cuando se vio avanzar por el sureste una columna de federales a cargo del general callista Juan B. Izaguirre.

LA INVASION

Cuando los cristianos habitantes del lugar se cercioraron de la realidad del peligro, dejando casas y posesiones huyeron en gran parte a las montañas, para refugiarse entre las malezas, en los barrancos o en las entrañas de las cuevas.

Cuando llegaron las fuerzas callistas del general Izaguirre, ocuparon el poblado y lograron aprehender a muchos de los que huían.

Una de las primeras casas que invadió la soldadesca fue el Convento de las Adoratrices, cuya Superiora, la Reverenda Madre María de los Remedios, estaba enferma de gravedad. Para aquellas santas mujeres el atropello fue terrible: en un momento quedó su casa llena de soldados: templo, azoteas, celdas, corredores, escuela, jardines, huertas. Luego, el estruendo de los muebles que los soldados destrozaban y echaban por puertas y ventanas; los hachazos con que eran derribadas las puertas, los gritos incoherentes y las palabrotas soeces de aquellos vándalos; el ruido de las espuelas sobre tarimas y encementados; pero, en medio de todo, la Mano Omnipotente de Dios protegiendo a sus esposas de una profanación. Las religiosas estaban lívidas de angustia.

LA SALIDA DOLOROSA

Eran como las seis de la tarde cuando el general callista Izaguirre ordenó que las Adoratrices abandonaran su casa, y, en pequeños grupos, principiaron a salir. ¿A dónde irían? Sólo Dios lo sabía. Sin techos, sin alimentos, sin dinero y hasta sin abrigos. Muchas usaban el delantal a guisa de chal o bufanda. Pálidas, con el dolor pintado en el semblante, cabizbajas unas, otras con los ojos elevados al cielo, iban a donde la Providencia las llevase: el Señor Omnipotente que las había librado del hálito emponzoñado de la soldadesca, no las abandonaría jamás. Sólo quedaron en la casa, la Superiora enferma, y algunas de las hermanas religiosas, para hacerle compañía, pero carecían de todo alimento para sí y para la venerable paciente.

SALVEMOS LA SAGRADA EUCARISTIA

Entre tanto, dos religiosas intentaron salvar el Copón del Divinísimo Sacramento, llevándolo consigo fuera de la población. Sin ser molestadas llegaron hasta la última casa, cuando ya obscurecía; pero ¡ah! los soldados del retén se encontraban allí. Trataron estos impíos de registrarlas y, cuando hubieron descubierto los vasos sagrados que llevaban aquellas fugitivas, se lanzaron sobre ellas para arrebatarlos. La religiosa que traía el copón, depositó en su chal las hostias consagradas y lo entregó vacío. La compañera se arrodilló y dijo temblando:

- Es el Dios que los ha de juzgar. ¡Viva Cristo Rey!

Aquellos hombres, al oír a la religiosa que con su ferviente ¡Viva Cristo Rey! hacía profesión de su fidelidad a Cristo, se pusieron furiosos y la golpearon en la cara con la culata de sus máuseres. Entre tanto, otros pusieron una soga al cuello a la otra religiosa -la que envuelta en su chal y contra su pecho defendía las sagradas hostias- y con puñal la amenazaban queriendo que las soltara.

Las agredidas no manifestaban temor.

- Pueden matarnos si gustan; pueden matarnos ustedes. No tememos la muerte.

No obstante los esfuerzos de las pobres monjas para consumir las hostias consagradas, muchas cayeron al suelo, en los movimientos de lucha tan desigual.

El sacrilegio estaba consumado. Un soldado de sentimientos más humanos, intervino para que dejasen libres a las religiosas, y éstas pudieron huír mientras los enemigos quedaban disputándose entre sí los vasos sagrados.

Tres días más tarde, pisoteadas por los caballos y por los mismos impíos, fueron recogidas por los fieles, de entre la tierra y basura del camino, algunas de las hostias consagradas, hechas ya pedazos. Otras se las había llevado el viento.

LA POBRE MADRE ENFERMA

Entretanto Sor María de los Remedios, la Superiora enferma, continuaba en su lecho rodeada de unas pocas religiosas que en tomo de ella, de rodillas, estaban lívidas de espanto. Era ya de noche.

Los callistas a cada instante penetraban en la habitación de la Madre, molestando a las pobres monjas cuanto podían, insultándolas y amenazándolas soezmente.

La enferma estaba angustiadísima, no ya por el temor de la muerte, sino por sus pobres hijas, a quienes veía en medio de crueles vándalos.

Hubo un momento en que quedaron solas en la habitación y entonces, confiando en el poder de Dios, cerraron la puerta y atrancaron por dentro con cuanto pudieron. Los perseguidores se pusieron furiosos con esto, y entre gritos, insultos y amenazas, pretendían echar abajo la puerta; pero ésta resistió milagrosamente, mientras las religiosas por dentro, más que con tranca material, estaban sosteniéndola con oraciones fervientes que, de rodillas y temblando, no dejaban de elevar.

A la mañana siguiente resolvieron las religiosas sacar del convento a la enferma, pues aquella situación era insostenible y ella, con tanta angustia, se agravaba por momentos; la pusieron en un colchón, y cuando de esta manera la llevaban, los soldados del brutal general Izaguirre se dieron cuenta de ello y, a golpes con los máuseres, las hicieron soltar su carga, cayendo al suelo la atribulada Superiora.

Momentos después, cayó la enferma en estado comatoso y así, en lenta y prolongada agonía, duró hasta el primero de noviembre -la alegre fiesta de Todos los Santos- en que su alma voló al Señor para recibir la doble y celestial corona de mártir y esposa fiel.

EL SEÑOR CURA RODRIGO AGUILAR

Una de las personas que la soldadesca de Izaguirre logró aprehender, cuando intentaban huír en la mañana del 27, fue el sacerdote don Rodrigo Aguilar, Párroco de Unión de Tula, de donde había tenido que salir huyendo el 20 de enero anterior.

Era el Padre Rodrigo Aguilar un sacerdote al par que muy ilustrado, muy pjadoso. Diariamertte pasaba varias horas al pie del Sagrario y suspiraba continuamente por alcanzar la palma del martirio. Muchas veces llegó a suplicar a las religiosas de Ejutla, que pidiesen a Dios le concediese morir mártir de su Religión. Dios atendió a sus deseos y le dio la gloria de sufrir y dar la vida por El.

Personas que vieron al sacerdote mártir la triste tarde de su prisión, cuando el más grande desconcierto reinaba en aquel piadoso pueblo invadido por los perseguidores, aseguraban que estaba completamente tranquilo, como si nada adverso pasase, y esto no obstante que se encontraba en medio de una turba maldiciente y soez.

A la una y minutos de la madrugada del día 28 fue llevado a la plaza central de Ejutla, para ser ahorcado. El heroico sacerdote continuaba tranquilo; casi toda la tarde y las horas que habían transcurrido de esa noche, las había pasado orando; su alma estaba levantada de la tierra y unida a Dios.

El silencio más completo reinaba y sólo lo interrumpían las voces de los callistas, que a cuantos las escuchaban hacían estremecer de pavor.

Al pie de un grueso y alto árbol de mango, que aún existe en la plaza de aquel pueblo, hicieron alto los enemigos. Las sombras de la noche envolvían el cuadro; el aire helado azotaba el rostro y mecía las frondas del árbol. Arrojaron los verdugos una cuerda sobre una de las ramas más gruesas, hicieron una lazada y se puso al cuello del sacerdote mártir.

Un soldado, con cinismo escalofriante, queriendo poner a prueba, aún más, la fortaleza del sacerdote, le dice altaneramente.

- ¿Quién vive?
- ¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! -contestó con voz firme.

Entonces la soga fue tirada con fuerza y el sacerdote don Rodrigo Aguilar quedó suspendido.

Se le bajó de nuevo, y con enojo y altanería se le volvió a preguntar:

- ¿Quién vive?
- ¡Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! -respondió por segunda vez sin titubear.
- ¿Quién vive? -se le gritó de nuevo, con soez provocación.
- ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! -dijo el santo Párroco, arrastrando su lengua agonizante.

Fue suspendido de nuevo y su alma, laureada con la corona del martirio, voló al cielo.

Eran como las dos de la madrugada. A esa hora -y lo aseguran personas dignas de fe- el pueblo de Ejutla fue inundado de una extraña y vaga claridad, y en el cielo, limpio entonces y sereno, apareció una luz clara y distinta que por tres veces se intensificó para luego desaparecer. De estos fenómenos fueron testigos muchos de los que habían huído y se encontraban en vigilia, presas del espanto, en las montañas que encierran el pueblo mártir, entre ellos el Padre don Emeterio C. Covarrubias que los refería.
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