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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO TERCERO
La llama
(Del 6 de enero al 27 de abril de 1927)
Capítulo sexto

El martirio de Zapotitlán, Jal.



DOCE CONTRA DOSCIENTOS CINCUENTA EN SAN PEDRO, JAL.

A mediados de mes de marzo, se presentó en el cuartel general cristero de Caucentla, a fin de recibir órdenes y más precisas orientaciones, José Ortiz, que, en unión, de un selecto grupo, venía de Zapotitlán, Jal.

Este núcleo era el más numeroso, después del de Caucentla, y uno de los primeros que se habían organizado: muchos católicos de aquella región, como al principio se dijo, hacía tiempo que estaban dispuestos a tomar las armas en defensa de la libertad religiosa, y sólo esperaban una palabra de orden.

Esta primera palabra y eficaz clarinada, la dio el mismo Dionisio Eduardo Ochoa antes de salir de Colima, mandándoles decir que era llegada ya la hora de la lucha. Luego mandaron ellos una persona de su confianza que entrevistase al joven general Ochoa cuando éste volvía de Guadalajara el 14 de enero, después de conferenciar con el Maestro Cleto y, con este enviado, Ochoa remitió, desde entonces, amplias instrucciones.

Pronto vino la prueba: el mismo general Ferreira que el 31 de enero atacó a nuestros libertadores del Volcán, en Cofradía y El Fresnal, salió en unión del general Manuel Avila Camacho, a perseguir a los cristeros de Zapotitlán, Jal.

Era el día 7 de febrero cuando la columna de los soldados del general Avila Camacho llegaba a aquella región, atravesando por la ranchería de Santa Elena; pero diez o doce libertadores, afortinados en una pequeña loma, impidieron el paso a los 250 soldados federales de la columna enemiga hadéndolos retroceder precipitadamente: perecieron cinco federales y los libertadores recogieron un máuser. De parte de los cristeros, hubo dos muertos y un herido.

FUROR DEL PUEBLO CONTRA LOS IMPIOS

Como habían huído los federales y aquellos cristeros estaban faltos de toda experiencia, creyeron éstos que. el enemigo ya se había retirado y que podían tranquilamente irse a sus hogares, pues aún vivían en sus casas y no se separaban de sus familias. Pero he aquí que al día siguiente, cuando menos lo esperaban, los generales Manuel Avila Camacho y J. Jesús Ferreira entraban con sus gruesas columnas a la propia población de Zapotitlán. El pueblo, indignado, no pudo soportar la presencia de aquella gente y sin más armas que sus cuchillos, muchos salían de sus casas al paso de la columna de soldados federales callistas gritando: ¡Viva Cristo Rey!, al par que se arrojaban sobre los invasores, si no para detener su avance, lo cual era imposible, sí, al menos, para vengar, en cuanto ellos podían, los ultrajes que el callismo infería a Cristo y a la Iglesia.

Así murieron 18 soldados federales, y de los católicos de Zapotitlán, hubo ocho víctimas. La población fue saqueada; las casas, allanadas; multitud de hogares violados inicuamente; parecía que los soldados de Calles nó tenían más ley que la crueldad, el robo y la lujuria. El templo fue igualmente saqueado, las imágenes santas quemadas y los ornamentos y vasos sagrados aumentaron el enorme botín que los hombres de Calles llevaron consigo.

Fue tanto lo que los impíos sacaron de aquella población, que muchas familias quedaron en completa indigencia, sin dinero, sin alhajas, sin ropa, sin los instrumentos siquiera de su trabajo; los corrales de las casas quedaron vacíos, sin vacas, ni caballos, ni siquiera asnos, pues todo fue arrebatado por los invasores.

Para escapar de la crueldad de los perseguidores, muchas familias, por entero, huían a la montaña; multitud de castas mujeres, para huír de la infamia, corrían a los barrancos y se descolgaban hasta el fondo por entre las zarzas y malezas, aun con riesgo de perder la vida.

Desde entonces, un número muy grande de familias ya no volvió a la población; siguió habitando en los montes, en los recodos de las peñas o en las cuevas, en el fondo de las barrancas o en algún pobre jacal que se construían transitoriamente en lo más escondido de los bosques.

DESPUES DE LA TEMPESTAD

Por fin, después de dos días horribles para el pueblo cristiano de Zapotitlán, se retiraron los callistas y se volvió a respirar un poco de tranquilidad; pero el espíritu quedó profundamente herido, el desaliento y la angustia reinaban por doquiera, un sentimiento de impotencia y grande abatimiento invadió los espíritus. Nada, por lo pronto, podía consolarlos y reanimarlos; pero su querido Párroco, don J. Guadalupe Michel, que allí estaba, que con ellos sufría, que en unión de ellos tenía también que huír a los bosques y cavernas, logró, con sus palabras de aliento, poco a poco reanimar aquellas almas agobiadas. Luego, al oír a diario las grandes victorias que en la región del Volcán concedía el Señor a las hazañas consumadas por aquellos valientes, le fue más fácil hacerlos reaccionar y así pronto se reorganizaron y se llenaron de nuevo vigor. Fue entonces cuando, al mando de José Ortiz, su jefe, fueron a presentarse personalmente al cuartel de Caucentla, para recibir órdenes de Ochoa, para saludar a los bravos luchadores y adquirir, con su presencia, más aliento y fortaleza.

VICTORIA EN MONTITLAN E HIGUERILLAS

Acabábase de recibir en el Cuartel General a los nuevos insurgentes cristeros de Zapotitlán, Jal., entre gritos de alborozo y el acostumbrado ¡Viva Cristo Rey! que salía a coro de todos los pechos, cuando se presenta un enviado del jefe cristero Norberto Cárdenas pidiendo inmediato refuerzo, pues tendrían que combatir con todas las fuerzas enemigas que había en el Estado de Colima y que, unidas, marchaban para atacarlos. Salieron al punto el mismo José Ortiz con sus soldados de Zapotitlán y J. Natividad Aguilar con parte de los de Caucentla, para auxiliar a los cristeros de Cárdenas, cuyo cuartel estaba en las Trementinas.

En efecto, al mando de los generales callistas Talamantes y Beltrán habían salido de Colima, provistos de artillería, todos los elementos de combate: soldados federales, agraristas y gendarmes, las fuerzas todas que había en el Estado, con el fin de atacar al grupo cristero de Cárdenas, en su propio cuartel del cerro de las Trementinas.

Los cristeros no quisieron esperar allí el ataque y, sin recibir aún el refuerzo 'pedido a Caucentla, salieron mucho antes del amanecer, al encuentro del enemigo, que había acampado en la ranchería de Montitlán. Era el día 17 de marzo; el sol aún no iluminaba los pinares, cuando ya los cruzados estaban en sus puestos, teniendo en sitio a las fuerzas federales que principiaban a prepararse para continuar su marcha. Cuando hubo amanecido, el fuego de las armas de los cristeros se rompió casi al unísono, en medio del ¡Viva Cristo Rey! Llenos de confusión y blasfemando por la rabia empezaron a defenderse los soldados de Calles y, obligados por la fuerza de las circunstancias, se afortinaron entre los surcos de un cañaveral. Hacía dos horas que se estaba peleando sin que ni de una ni de otra parte se avanzara un palmo de terreno, cuando llegaron los cruzados de Caucentla. Se redobló entonces el esfuerzo para obligar a los callistas a huír, y se puso fuego al cañaveral con este fin. Haciendo entonces un supremo esfuerzo los callistas, salieron de allí y huyeron hasta Higuerillas, en donde, en mejores posiciones, se hicieron nuevamente fuertes; mas a ese lugar fueron también los cruzados a combatirlos.

El combate fue dirigido, de parte de los cristeros, por el capitán Ramón Cruz. La lucha estuvo reñidísima. Del lado de los cruzados de Cristo Rey hubo mucha valentía y arrojo, distinguiéndose, entre ellos, el mismo capitán Ramón Cruz, el capitán J. Natividad Aguilar, el capitán Ortiz, Antonio y Rosalío Moreno, J. Félix Gómez, y J. Guadalupe Rodríguez.

De parte de las fuerzas de la tiranía callista hubo también entereza y valor. Entre sus hombres estaba el jefe de los agraristas de Cerro Grande, llamado José Espinosa Michel, conocido por el apodo de el Chele.

Cuando después de varias horas de combate muy reñido el Chele vio que no era posible vencer a los cristeros atacándolos solamente por el frente, decidió, con audacia, flanquearlos por cerca de la puerta de El Naranjal para atacarlos por el lado de Cerro Carrillo y, en unión de un buen contingente de callistas, pretendió realizar aquella hazaña; pero los soldados cristeros J. Félix Gómez, J. Guadalupe Rodríguez y otros valientes les salieron al encuentro y les cortaron el paso, encontrándose con ellos casi cuerpo a cuerpo. Fue entonces cuando J. Félix Gómez disparó su arma contra el Chele, mas el asistente de éste, defendiendo a su jefe, disparó casi al unísono contra J. Félix Gómez, quedando muertos ambos, casi en el mismo momento.

Entre tanto caía la tarde y las fuerzas callistas tocaron a retirada, no sin haber logrado recoger el cadáver del Chele que transportaron a Colima, gracias al cariño especial que el general callista Be1trán le había tenido, mas dejando abandonados, en los diversos campos en que se luchó ese día, más de ochenta callistas muertos. Aquella jornada había sido tremenda y desastrosa para la tiranía.

También los cristeros recogieron el cadáver de J. Félix Gómez -el único muerto que habían tenido- y lo llevaron a sepultar al atrio de la capillita de la ranchería de Monte Grande, capillita que él mismo, en tiempos de paz, en unión de otros lugareños, había edificado.

NUEVAS ONDAS DE SANTO ENTUSIASMO

José Ortiz, en compañía de Natividad Aguilar, regresó a Caucentla y de allí, recibidas ya las orientaciones o instrucciones deseadas y en medio de calurosos parabienes y augurios, partió para su región con nuevos bríos y más vivo entusiasmo.

Con tan brillante protección de Dios en favor de aquellos esforzados macabeos, con las pruebas tan palpables de la especialísima asistencia divina, repetidas día a día, ya aquí, ya allá, en dondequiera que por Cristo se luchaba, el entusiasmo crecía a modo de un incendio que cada vez tomaba más fuerzas. De todas partes afluían los católicos deseosos de cooperar al movimiento, y queriendo ser soldados de Cristo; pero las armas, a pesar de que ya había muchas, eran bien pocas en comparación de los muchos brazos deseosos de levantarlas. Las mismas madres llevaban a sus hijos para que sirvieran a la causa de Cristo, y, después de aconsejarlos, dirigirles sus últimas palabras de aliento y darles su bendición, que los muchachos recibían de rodillas, los entregaban al jefe Dionisio Eduardo Ochoa. Si se hubiera permitido, ellas mismas hubieran tomado el arma y quedado en la línea de fuego.

LA AMAZONA CRISTIANA

Un día dijeron al jefe Ochoa, que, en un determinado grupo, había una mujer vestida de hombre, la cual traía su carabina, peleaba como cualquiera y cumplía con los deberes todos de un soldado, al amparo y cuidado de un hermano suyo que siempre andaba en su compañía.

Tal noticia sorprendió ciertamente al jefe, aunque era testigo del inmenso entusiasmo de todos por cooperar a la defensa de la causa de Cristo y del valor y decisión de las mismas mujeres. Sin embargo, después de pensarlo con madurez, no le pareció conveniente que una mujer anduviese de soldado entre los hombres, aunque lo hiciese con la más recta y santa intención y al amparo de su propio hermano.

- Estaba tan bien disfrazada -contaba después Ochoa al que esto escribe-, que entre todos aquellos muchachos pasaba perfectamente como uno de ellos, al grado de que varias veces fui exprofeso para reconocerla y hablarle por separado, haciéndole ver que aquello no era conveniente y nunca pude identificarla, hasta que particularmente me la señalaron.

Lágrimas costó a la valiente muchacha el dejar las filas; tuvo que recurrirse a la influencia del hermano para convencerla de que debía irse a su casa, despojarse de su paupérrimo uniforme de soldado cristero, que consistía en un gabán, calzón blanco, huaraches, sombrero de zoyate, y abandonar la cartuchera y la carabina, para tomar su vestido propio de mujer y, consagrada a las labores de su sexo, hacer así cuanto pudiera por sus compañeros de armas. Porque para aquella brava mujer, el tiempo que había tenido que soportar a la intemperie las inclemencias del invierno, haciendo guardia en las largas noches de vela, como cualquier soldado, y librando al igual de los demás los cruentos combates contra los enemigos de Cristo y de su religión, era el más hermoso y mejor empleado de su vida.

Como ella, hubiera habido otras muchas, hasta formar batallones, si se hubiese permitido.

LUPE GUERRERO

En ese tiempo el parque estaba escaso; mas no en extremo, porque si hubo héroes que lucharon, hubo también heroínas, como se ha visto, que muy dignamente colaboraron con aquéllos. Entre éstas, una jovencita de unos dieciséis años, María Guadalupe Guerrero, la misma que el 2 de enero había venido de Guadalajara a traer la invitación del Maestro Cleto, para iniciar de inmediato el movimiento armado, instrucciones y propaganda escrita, siguió viniendo a Colima, trayendo grandes bolsas con cartuchos.

También estaba, entre estas chicas heroínas cristeras, otra jovencita colimense radicada en esos días en Guadalajara, Jal. -María de los Angeles Gutiérrez-, quien con frecuencia acompañaba a Lupe Guerrero en sus venidas a Colima con el fin de traer a los Cruzados del Volcán, no sólo elementos de guerra, sino órdenes e instrucciones de los jefes superiores del movimiento. A veces, cuando Lupe Guerrero no podía venir, venía Angelita Gutiérrez, ya sola, ya acompañada de alguna otra chica. Este parque y una que otra arma que ellas traían a Colima, eran comprados, ocultamente, a los mismos soldados callistas, lo cual, así como su conducción al campo libertador, se hacía en medio de muchos y graves peligros; pero nada arredraba a las audaces jóvenes, que llegaban hasta Caucentla, llenando de contento a los luchadores, quienes saltaban de alegría, tanto por el parque, que era para ellos un tesoro, como por las noticias que recibían y por la alegría que les proporcionaba la visita de tan valientes y cristianísimas muchachas.

Cuando por alguna circunstancia no se veía conveniente el viaje directo a Colima, y luego de allí a Tonila y Caucentla, entonces, puesto de acuerdo el jefe Dionisio Eduardo Ochoa, ellas entregaban sus bolsas o petacas con cartuchos y aun armas, en alguna estación intermedia, generalmente Villegas o La Higuera, y a esa estación iba personalmente el mismo jefe Dionisio Eduardo Ochoa para conversar, aunque sea por breves momentos, sobre novedades del movimiento cristero, si había oportunidad ú, al menos, hacerse cargo de lo que traían las jóvenes emisarias.

EL CAPORAL DE SAN MARCOS

Desde los primeros días del movimiento armado cristero, desde el mismo mes de enero, Dionisio Eduardo Ochoa se había hecho amigo del caporal de la hacienda de San Marcos, Jal., muchacho de la misma edad suya, nacido también como él, en 'el 1900, y el cual prestó muy grandes servicios a la causa de los cristeros. Su nombre, Leonardo Aguilar. Hubo, entre ellos dos, Ochoa y el caporal, sincera y leal amistad y se entendieron bien.

Muchas veces el jefe Ochoa deseaba ir, sea a la estación de Villegas, sea a la de Platanar o de La Higuera, con el fin de recibir lo que Lupe Guerrero o Angelita Gutiérrez traían, sea para inspeccionar personalmente el movimiento de trenes o hablar con alguno de aquellos jefes de Estación con quienes también tuvo amistad.

- Oye, caporal -decía Ochoa-, necesito ir a esta o aquella estación del ferrocarril. ¿Cómo me llevas? ¿Te animas?
- Yo sí, don Nicho -replicaba Leonardo, el caporal-. Mañana voy a Villegas a traer el dinero de la raya de los cañeros y a recoger otras cosas en la estación. Me llevo unas dos o tres mulas de carga y usted se va en una de ellas como si fuera un trabajador de la hacienda.

Y el caporal, personalmente, ayudaba al jefe Ochoa a disfrazarse de cañero.

- No, don Nicho, jale más esa punta del ceñidor, jale también la otra. Así, así está bien.

Y se marchaban. Y, ya en la estación del ferrocarril, mientras Leonardo el caporal recibía por las ventanillas del tren lo que Lupe Guerrero o Angelita Gutiérrez traían, Dionisio Eduardo Ochoa, un poco más retirado, disimuladamente esperaba. Y casi siempre se daban sus mañas, él y las mensajeras cristeras, para hablar dos o tres palabras sobre lo que más urgía, si es que ellas traían algún mensaje verbal.

También alguna vez, el jefe Ochoa, con vestido raído y lleno de tizne y arriando sus burritos con carbón, hacía sus viajes hacia la vía del ferrocarril.

De esta manera, disfrazado de vaquero, de arriero o de carbonero, Dionisio Eduardo Ochoa, en unión de su amigo el caporal de San Marcos, caminaba feliz. Para él, para Ochoa, aquellas aventuras eran necesarias. A la causa de la cual era jefe, le urgía que él tuviese buenas relaciones, aun con los rieleros del ferrocarril, e ir, personalmente, a entrevistar, sea a una, sea a otra persona de las venidas de Guadalajara, aunque fuera en los breves minutos de la pasada del tren.

En una ocasión se encontró de primas a primeras -yendo él todo lleno de tizne, vestido de carbonero y con sus burritos con carbón- con una escolta militar, en la estación de Villegas, Jal.

Dirigiéndose al caporal, que iba a recoger el dinero de la raya de los cañeros de San Marcos, el jefe militar le dice:

- ¿Qué hay de los cristeros?
- Por la hacienda de San Marcos no hay nada, mi jefe.
- Y ¿no tienes miedo que los rebeldes te asalten y te quiten el dinero de la raya?
- Por aquí está todo en paz. Además, escondo las bolsas del dinero bajo el aparejo de las mulas. No creo que me lo quiten.

Y Dionisio Eduardo Ochoa acomodaba, a unos cuantos pasos, haciéndose que nada veía ni oía, sus burritos de carbón.

- Oye, carbonero -dijo a Ochoa el mismo militar-, ¿tú no has visto a los cristos?
- Yo me dedico a mi carboncito, yo no he visto cristos -contestó con el tono de voz y modales de un rancherito de la sierra-. ¿Quiere que le avise si acaso los veo?
- Sí, avisas al jefe de estación, si no estoy yo.
- Pues muy bien, jefe -contestó Ochoa.

Y dio media vuelta a sus burros y tomó el camino de Tenaxcamilpa.

Leonardo Aguilar se marchó también por el mismo rumbo un poco después tras el carbonero. Ya lejos de las miradas de los soldados, se reunieron y juntos regresaron.

EL PADRE DON MARIANO DE J. AHUMADA

Más o menos en este tiempo de feliz recuerdo, estuvo, en el rancho de El Gachupín, cerca del cuartel de Caucentla, el Pbro. Don Mariano de J. Ahumada, uno de aquellos sacerdotes a quienes en la región habían encontrado nuestros cuatro primeros cruzados y que era el único que restaba de ellos. Diariamente celebraba la Santa Misa, que fervoroso oía no sólo aquel grupo de heroicos cristeros, sino aquel verdadero pueblo congregado en el campo libertador. Muchos de aquellos cristeros y multitud de simples fieles de aquel pueblo congregado en Caucentla, comulgaba diariamente. Dionisio Eduardo Ochoa casi siempre ayudaba personalmente la Santa Misa y recibía la Sagrada Comunión.

Con este estímulo -pues hay que recordar que el culto público estaba suspendido-, aumentó aún más el número de hombres que deseaban luchar, y aun de familias que anhelaban vivir en aquel ambiente de cristiana libertad.
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