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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SEGUNDO
La alborada del movimiento cristero
Capítulo tercero

Locura divina



LA OBLACION

En la noche del martes día 4 cuando ya estaba de regreso José Verduzco Bejarano de su viaje a Zapotitlán; cuando ya Dionisio Eduardo Ochoa había buscado inútilmente al Dr. Don Miguel Galindo para que cogiese, con arrestos de viejo guerrillero, la causa de la Libertad Religiosa, ofreciéndose él -Ochoa- como compañero, para servir en el puesto que se le designase, y se había encontrado con la noticia de que el médico Galindo había salido de la ciudad y de que no regresaría pronto; cuando ya el mismo Dionisio Eduardo Ochoa había pensado y meditado -golpeándole dolorosamente la sangre en las sienes- en el problema que él veía insoluble, de quién: podría ser el jefe militar de la cruzada y no había quién le diese las medidas, se acercó al Sacerdote hermano suyo, con porte modesto, pero de solemnidad, de misterio, en que las almas flotan y se encienden en los momentos de las decisiones heroicas.

Deberían ser las 11 de la noche, muy pasadas. La casa estaba en silencio. Antonio C. Vargas, Rafael G. Sánchez y José Ray Navarro ya se habían retirado a sus casas.

Se cerró el viejo zaguán por el mismo Dionisio Eduardo Ochoa, cuando el último de los amigos había salido, y quedaron solos el Padre y su hermano. Este momento lo había estado esperando Dionisio Eduardo con ansiedad y sobresalto.

Al pasar el amplio pasillo que llevaba de la calle al interior, y al voltear al corredor, sobre la derecha, había, a un paso, una antigua banca de madera de barrotes labrados. El Padre D. Enrique esperaba allí sentado, mientras su hermano Dionisio Eduardo cerraba. Entró éste y se sentó junto a él y, sin más preámbulos, principió el diálogo así:

- Oye, hermano, tú ves que mañana -ya mañana es día 5- tendríamos que haber principiado. Era obligación nuestra el que mañana mismo diésemos prueba de vida bélica aquí en Colima. Yo soy el responsable; yo tengo la comisión, y todo tenía que estar organizado para esta fecha, para este momento. Ya pensamos, ya nos quebramos la cabeza con el problema de quién puede ser el jefe del movimiento: el Dr. Galindo, como te dije esta tarde, acababa de salir para México. Y, fuera de él, yo entiendo que no hay quien pueda dar las medidas: se necesita no sólo hombría, sino también rectitud, limpieza de miras, fe. Si buscáramos simple y sencillamente quien se levantara en armas, no faltaría, habría muchos; pero el encontrar uno de quien pueda tenerse seguridad de que sea disciplinado, esforzado, cristiano en sus intenciones y en sus actos, para que no vaya a ser este movimiento armado como una de tantas revoluciones en las que México ha abundado, un grupo de bandoleros que grite aislamente ¡Viva Cristo Rey!, no es fácil. Yo no sé quién pudiera ser ése; yo no lo encuentro.
- Es cierto -contestó con cierta reserva y aun timidez el hermano Sacerdote, ya adivinando un poco el desenlace del diálogo que principiaba.

Y durante algunos momentos se guardó silencio angustioso. El Padre no dijo una palabra más y Dionisio Eduardo, su hermano, no encontraba cómo continuar.

En la obscuridad del angosto y largo patio de la casa, lleno de arbustos y plantas, los ojos de ambos estaban clavados, sin ver nada, sin fijarse en nada; porque el problema que con los ojos del alma veían muy al frente, era tremendo.

- Oye -continuó Dionisio Eduardo, dándole forma de consulta, de pregunta, de consejo, cortando así aquel silencio-. ¿Y si yo mismo me pusiese al frente del movimiento?

Los ojos de Dionisio Eduardo Ochoa brillaron y, de la obscuridad del patio a donde estaban dirigidos, se volvieron fijos, aunque tímidos y escrutadores, hacia los de su hermano el Sacerdote.

- ¿Tú?
- Sí, yo; ya ves que no hay más. Pero lo que tú digas. ¿Tú qué opinas?
- Mira, yo de ninguna manera me opondría. Es empresa santa, es resolución que no puede venir sino de Dios: yo no tendría ningún derecho a impedirla. Si ya lo has pensado, si te resuelves, yo de mi parte te doy mi aprobación y mi bendición, mi bendición de Sacerdote y hermano mayor.
- Sí, ya lo tengo pensado y sí me resuelvo.
- Pero advierte la magnitud de la empresa. No tienen armas, ningunos recursos tienen, nada tienen y ustedes no son muchachos de montaña: tendrán que sufrir mucho. Luego, por otra parte, los enemigos se van a echar sobre ustedes con toda su maquinaria. Va a ser algo tremendo, como casi no imaginamos en estos momentos. Además, gran parte de los nuestros, aun de estos mismos señores que alardean de creyentes, pero que tienen dinero, y aun algunos Sacerdotes -ya el señor Canónigo Uribe me lo decía como te he contado- se convertirán en enemigos del movimiento armado. Todo va a ser a base de sólo Dios sabe qué sacrificios, más aún de la vida. Yo no creo que ustedes salgan con vida. Si estás resuelto a aceptar todos los sacrificios que sean necesarios, por tremendos que sean, aun el ofrecimiento de la vida, está bien. De otra manera, yo creo que no.
- Sí, estoy dispuesto -dijo Dionisio Eduardo con voz apenas perceptible, pero decidida.y firme.
- Bueno, que Dios' te bendiga. Yo pediré a Dios Nuestro Señor mucho por ti. ¿Qué más puedo hacer?

Ninguno dijo más.

PASADO EL RUBICON

En silencio atravesaron el corredor, casi hundido en la obscuridad; atravesaron también la pieza en donde Verduzco Bejarano y otros seminaristas dormían, y llegaron a lo que antes había sido comedor -en esos días convertido en oratorio-, y de rodillas cayeron ante el humilde Sagrario en donde Jesús Sacramentado estaba. Se oró en silencio; pero con inmensa fe y rendimiento. Diez o quince minutos más tarde se levantaron. El paso decisivo estaba dado, el ofertorio estaba hecho ... Y. se fueron a acostar, sin decir ya una palabra, intentando dormir. Era cerca de la una de "la madrugada del ya miércoles 5, fecha tanto esperada.

Y así como en Colima, así en Jalisco, Coahuila, Guanajuato, la ciudad de México y otros lugares de la República, se vivían en aquella misma noche momentos de alto heroísmo, de oblación a Dios, para ganar con lágrimas y con el sacrificio de la vida, el Reinado Social de Cristo en México.

Hay necesidad -diría más tarde Dionisio Eduardo Ochoa a los campesinos a quienes predicaría la Cruzada Cristera- de lavar con nuestra sangre los enormes pecados nacionales.

Así, textualmente, sin modificar sílaba alguna, solía insistir, para excitar a la pureza de intención y al espíritu de sacrificio, llevado hasta ofrendar por Cristo el corazón y la vida.

A la mañana siguiente ya la angustia era menor, pues el problema estaba resuelto: ellos tres y sólo ellos tres: Dionisio Eduardo Ochoa, Antonio C. Vargas y Rafael G. Sánchez se irían a la montaña e iniciarían la empresa, la epopeya heroica que les confiaba el cielo.

Y con actividad, febril; pero ya sin la angustia interna que los devoraba en los días anteriores, se pusieron a prepararse para la aventura: marcharían al día siguiente, en la madrugada del 6.

NO AVISE A NADIE

Y si para todos, aun para los mismos compañeros de la A. C. J. M., se había guardado reserva absoluta, no obstante que fueran de confianza, sin embargo, al anciano e ilustre Sr. Pro-Vicario General de la Diócesis Cango, don Luis T. Uribe, en cuyas manos estaba el gobierno de esta Iglesia Colimense y cuyo corazón cargaba todas las angustias y problemas de sus hijos, sobre todo de sus Sacerdotes perseguidos, sí había que darle la noticia. Así lo creyó, y muy acertadamente, el Padre don Enrique de Jesús Ochoa, hermano de Dionisio Eduardo.

En la casa habitación del entonces Pro-Vicario de la Diócesis se presentó, en las primeras horas de esa mañana, el Padre Ochoa, a la sazón Pro-Secretario del Gobierno Eclesiástico.

- Señor -le dice-, vengo a comunicarle cosas nuevas y tremendas -y le narró, en voz baja, lacónicamente, lo que había-. Además, anoche -dijo- la jefatura de operaciones recibió la noticia, por telégrafo, de que son varios los levantamientos armados de católicos en lugares distintos de la República y de que se teme que éstos se generalicen. Aún más: el general jefe de las operaciones militares en el Estado recibió instrucciones de que al primer brote de movimiento armado se proceda inmediatamente a la aprehensión de todos los Sacerdotes. Y los muchachos salen mañana jueves por la madrugada y van con la intención de dar muestras de vida bélica en cuanto les sea posible. Esto podría ser mañana mismo.

El anciano Sacerdote don Luis T. Uribe, con sus ojos grandes, sombreados por gruesas cejas, mirando fijamente, no contestó nada al Padre don Enrique de Jesús Ochoa, su secretario.

- ¿Gusta Ud. -continuó entonces el Padre Pro-Secretarioque diga algo a los Padres, para que sepan y estén prevenidos? Porque ellos están ignorantes de todo esto que se prepara y pueden no sólo tomarlos presos, sino asesinarlos, haciéndolos desaparecer, como en todas partes están haciendo los perseguidores.

En los ojos del Sr. Uribe, Pro-Vicario General, por un momento apareció la inquietud, la indecisión. Luego, resuelto y meneando la cabeza, dijo con seguridad:

- No, compañero, no avise a nadie.
- ¿Y si mañana -replicó de nuevo su Padre secretario-, desprevenidos al estallar el movimiento armado en Colima, se aprehende a los Sacerdotes y los asesinan?
- No los han de asesinar a todos. Cuando mucho lograrían aprehender a uno o dos, o a dos o tres, a lo sumo. Con eso tienen los demás para que, sin ninguna recomendación nuestra, se escondan de por sí. Menos mal es que maten a uno, o dos, o tres de nosotros, que el que por alguna indiscreción de alguno de los nuestros o de sus familiares vayan a coger a estos muchachos de alma tan cristiana, tan grande y tan heroica. y los asesinen, y este movimiento tenga un tan tremepdo fracaso al iniciarse, por culpa nuestra. Ud. y yo vámonos limitando a hacer mucha oración por estos muchachos que se van a esta aventura heroica y también por nuestros compañeros Sacerdotes. Y a nadie diga nada.
-Muy bien, Señor.

LA ULTIMA TARDE EN COLIMA

La última tarde antes de emprender el camino hacia las serranías para iniciar su vida bélica -era el miércoles 5 de enero de 1927-, Dionisio Eduardo Ochoa. y sus compañeros, decididos y entusiastas, la pasaron no sólo tranquilos, sino extraordinariamente alegres y festivos. Fueron e hicieron ellos tres, en el devoto Templecito de La Salud, una bien preparada confesión con el Padre D. Tiburcio Hernández a quien comunicaron sus secretos. Después, quienes no tenían el escapulario de Ntra. Señora del Carmen, quisieron recibirlo como santa protección. Así aconsejó su Padre Asistente -el Asistente Eclesiástico de la A. C. J. M.-, el cual les hizo reflexionar sobre la promesa de la Sma. Virgen:

El que muera llevando devotamente el santo Escapulario, no morirá en pecado, no padecerá el fuego del infierno. Lleven siempre -añadió- el Escapulario de la Virgen. Ella los protegerá en la vida y en la muerte.

Después, Dionisio Eduardo Ochoa, Antonio C. Vargas y José Ray Navarro, el amigo de ambos, fueron a la estación del ferrocarril. Por una parte, necesitaban algo de distracción, pues los días anteriores habían estado demasiado cargados de problemas tremendos. Por otra, necesitaban algunos informes que allá podían recabar, más que ellos pretendían, como primera hazaña suya, dinamitar algún puente, aunque fuese de los pequeños, de la vía del ferrocarril, entre Colima y Guadalajara, para llamar la atenciQn sobre esta entidad y que no se cargase toda la fuerza militar federal sobre los grupos de insurgentes católicos que en otros lugares de la República habían iniciado ya sus actividades bélicas.

EL CHOFER

Al lado sur de la casa de los jóvenes Ochoa, en donde el movimiento cristero se preparaba, pared de por medio, en la casa marcada entonces, así como ahora, con el número 167 de República, hoy Venustiano Carranza, vivía ya, así como ahora vive, Alfredo Blake, joven entonces -de esto hace más de 34 años-, a quien los hermanos Ochoa -Dionisio Eduardo y el Padre- habían visto largos años hacía, casi desde la infancia, con cariño y confianza de vecinos y amigos. Alfredo Blake tenía entonces un coche de sitio que él personalmente trabajaba, color verde aceituna, marca Dodge.

- Oye, Alfredo -llamó el Padre en voz alta a Blake, haciendo oír su voz por encima de la barda de adobe de escasa altura que dividía las dos casas- ¿vienes un momento?
- Sí, voy luego, Padre.
- ¿Tienen alguna novedad? -dice Blake, al entrar, sospechando más de lo que dio a entender, pues desde dos días hacía, Lorenza su esposa y él, ya habían comprendido mucho de lo grave que estaba ocurriendo.
- Es -dice el Padre, mostrando tranquilidad y sin querer descubrir el secreto- que ya se le está pasando a Dionisio el tiempo en que debería haberse presentado en Guadalajara para reanudar sus clases.

En realidad, Dionisio era estudiante y el tiempo de presentarse ya había llegado.

- Y tú ves -continuó el Padre Ochoa- cómo están las cosas. Tú verás si nos haces el favor de que lo lleves a Tonila. En Tonila lo dejas.

Aunque Alfredo Blake no replicó, sin embargo, sus ojos indicaron muy a las claras, que no se la habían pegado. Y quedaron en que muy en la madrugada, entre las dos y tres horas, habrían de marchar.

SUBLIME LOCURA

Arreglado el asunto del chofer, ya de noche, Dionisio Eduardo y José Ray Navarro fueron a comprar una poca de dinamita, para poder realizar su proyecto de interrumpir la vía del ferrocarril si las circunstancias les eran favorables.

Antonio no fue con ellos, porque tenía la intención de conseguir una carabina 30-30, con buena cantidad de parque, una linterna de mano y un machete:

- De algo nos servirán -decía él.

Por otra parte, en la casa Jalomo, en donde la dinamita se compró, lo conocían perfectamente; más aún, el que esto escribe entiende que eran parientes de él. En una caja de cartón, de las que sirven de empaque para zapatos, llegaron a casa Dionisio Eduardo y José Ray Navarro con su dinamita, llenos de alegría y haciendo fiesta por su adquisición.

Cuando estos momentos, de veras y bromas, de preparación, pero al mismo tiempo de sano esparcimiento, pasaron, llegaron las horas solemnes. Entre 10 y 11 de la noche estuvieron reunidos todos los que habrían de partir, o sea Dionisio Eduardo Ochoa, su compañero Antonio C. Vargas y también Rafael G. Sánchez, quien, ya meditabundo, había pasado la tarde en la casa de Ray Navarro. También estaba con ellos el mismo José Ray. Como sobre éste pesaba menos el problema, él era el que bromeaba más. Le seguía Dionisio Eduardo, con su carácter siempre alegre y festivo. Antonio era decidido y también jovial, aunque en menor grado. Rafael G. Sánchez, tal vez por ser el de mayor edad de ellos cuatro, estaba pensativo y hablaba muy poco. ¡Quién no habría de preocuparse ante tan tremendo paso!

Y reunieron lo que a esas horas tenían: dos pistolas, una de ellas pequeña, niquelada, 32-20, que Antonio se había conseguido en el mismo despacho donde trabajaba. La otra era un pistolón negro, pesado, anticuado, de aquellos de prepare, con unos cuantos cartuchos, no más de 8 o 10. Esta era la de Dionisio Eduardo, que había conseguido prestada con su tío don Librado, que trabajaba en una pequeña sastrería de la misma calle República. Y la dinamita.

A esas horas de la noche, eso era todo, más un capital de lB pesos reunido entre ellos tres -no fue posible conseguir más-, un tesoro de energía juvenil y, sobre todo, de fe, que era superior a todas las riquezas del mundo; porque la fe roba el corazón de Dios, para disponer de El en la medida en que en El se confía, como después lo predicaría Dionisio Eduardo a los compañeros que reclutaría en las filas de la nueva Cruzada y como lo constataron más tarde los cristeros: Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta -había dicho Teresa de Jesús, la Santa de Avila-. Acto fue aquél de heroica locura, de esa de que son víctimas los que aman de veras a Cristo.

Aquella noche casi nadie durmió. Antonio, Rafael y José Ray se marcharon de nuevo, porque tenían pendiente aún obtener algo más de lo que se esperaba llevar: la linterna de mano, el machete y la carabina que Vargas no había podido conseguir a hora temprana; pero a las 2 de la mañana todos, aun el mismo José Ray, estuvieron presentes a la cita, en la casa de Dionisio Eduardo y el Padre su hermano. Este les celebró la Santa Misa en aquellas altas horas de la madrugada. En ella recibieron ellos cuatro el Pan de los Fuertes -la Santa Comunión-, Viático de aquella gran jornada. Después de la Santa Misa, después de la acción de gracias, silenciosa, recogida, el Sacerdote les impartió por último la bendición y allí mismo, al pie del altar, ante Cristo Eucarístico, les dio su abrazo de despedida ... y partieron.

Ya el coche verde de Blake, en esos momentos, estaba a la puerta.

EL EXODO

Disimulando los grandes aldabonazos que el corazón daba dentro de sus pechos y la garganta hecha nudo por la emoción, abordaron el vehículo.

Llevaban, para iniciar la epopeya, el gran movimiento que tendría su repercusión aun en el Viejo Continente y que sería el objeto de la admiración de todos los pueblos católicos del mundo, su pistolita 32-20, el pistolón viejo, casi sin cartuchos, de los tiempos de Mari Castañas, otra pistola, pequeña también, que José Ray había conseguido aquella noche, para que la portara Rafael G. Sánchez, la linterna de mano, los 18 pesos, la caja de cartón con las canillas de dinamita, el machete y la carabina 30-30 que con tantos afanes Antonio había conseguido; pero son de nuevo los tiempos de Pedro el Ermitaño -había dicho Dionisio Eduardo Ochoa desde hacía dos o tres meses-.

Hay necesidad de recurrir a las armas. Dios lo quiere y eso basta. Nosotros pondremos de nuestra parte lo que tenemos y Dios pondrá lo demás.

En aquel viaje a Tonila quiso acompañarlos José Ray Navarro. Al Padre, hermano de Dionisio Eduardo, le gustó la idea: así, siquiera podría tener pronto noticias de cómo había resultado aquella primera jornada. Los dejaría allá y se regresaría luego, en el mismo coche de Blake.

Debían ser como las tres de la mañana cuando estas cosas sucedían. Alfredo Blake -el chofer- asistía a todo, observaba todo sin decir una palabra; pero ya estaba viendo, muy a las claras, que era verdad lo que su corazón le estaba diciendo desde hacía dos o tres días: los muchachos se iban a levantar en armas.

El brillo de los ojos de aquellos muchachos que se lanzaban a la sublime aventura, era el brillo de los ojos de un hombre con fiebre. Ya en esa madrugada nadie bromeaba: eran momentos solemnes, estaban poseídos de la fiebre divina de que sólo son capaces las almas de los héroes, las almas de los santos.

Dios lo quería y bastaba.

Y sin ninguna demostración ruidosa, ni por parte de los que se iban, ni por parte de los que quedaban, el coche de Blake partió, en medio de las sombras de aquella madrugada.
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