Indice de Pascual Orozco y la revuelta de Chihuahua de Ramón Puente Capítulo Tercero Capítulo QuintoBiblioteca Virtual Antorcha

PASCUAL OROZCO
Y
LA REVUELTA EN CHIHUAHUA

Dr. Ramón Puente

CAPÍTULO CUARTO

Orozco logra sugestionar a los soldados de su mando. Qué clase de elementos militares eran esos. Complicación de varios jefes. El motin de Ciudad Juárez. Los desórdenes en la Penitenciaria de Chihuahua. Actitud de Orozco ante el Gobierno Local y el del Centro. Rojas se fuga de la Penitenciaria. Alarma de la sociedad. Una importante junta celebrada por connotados chihuahuenses. Orozco elude firmar un manifiesto. Su inteligencia con Rojas. El Presidente de la República conferencia con Orozco. El licenciado Calero muestra desconfianza. Armas y parque para el Jefe Rural. Renuncia del Gobernador Interino. Orozco se niega a ser Gobernador en Chihuahua. Don Abraham González vuelve al Estado. Sus dificultades para llegar a Chihuahua. La recepción que se le hizo. Una importantisima conferencia. Actitud de Orozco. Pretextos para separarse del servicio. La manifestación en contra del Gobernador Constitucional. En qué circunstancias deja el señor González la Gubernatura. Su desaparición.


Demasiado común y conocido es el fenómeno de sugestión que se opera en las colectividades al influjo de los individuos que tienen sobre ellas ascendiente, y, tanto más notable y más rápido es el contagio de una idea o de un impulso sugeridos, cuanto esa colectividad se halla integrada por elementos sujetos con sus instigadores a una obediencia pasiva, como ocurre en el caso de las soldadescas. Sobornar elementos de tropa es cosa relativamente sencilla para los jefes supremos, tanto, que si no fuera por ese sentimiento exagerado del honor militar, íntimamente imbuido en el espiritu de las altas jerarquías de un ejército, los gobiernos estarían bajo las botas de los generales y los coroneles.

En Orozco, este llamado sentimiento del honor militar puede decirse que era nulo, porque, propiamente, aquél nunca había sido militar; y la tropa y los jefes, a los que se hacía la invitación para rebelarse en contra del Gobierno, eran todos elementos de ocasión y ávidos todavía de botín y desorden.

La vida de campamento y de lucha, aunque trajera aparejados algunos peligros e incomodidades, ofrecía, en cambio, hermosas perspectivas de medrar y hacer fortuna. Esto con respecto a las clases, pero, sobre todo, la tropa gustaba infinitamente más de la algazara, las sorpresas y pendencias del camino, que de la quietud monótona de los cuarteles.

Los famosos soldados ex revolucionarios tenían ganas todavía de aventuras.

La casi totalidad de los cuerpos rurales que se babían formado en Chihuabua quedaron integrados por hombres de pendencia y de vicio, por esa hampa que reclutan las revoluciones entre lo más granado de la holgazanería, pues la mayor parte de aquellos que entraron a la lucha iniciada en noviembre, los campesinos de bueoa fe y de corazón, se retiraron a sus labores y depusieron las armas tan pronto como se hizo la paz; pocos fueron los que continuaron soportando la existencia de acuartelamiento sin otros alicientes que la borrachera diaria, el juego o la camorra, y sujetos a una soldada que escasamente les cubria sus necesidades.

Sin embargo, aquellas gentes, muy a pesar de que de todo se ocupaban, menos de los asuntos milicianos y de la disciplina y el orden, estaban infladas de arrogancia y fiereza; disparaban las armas por el más vano pretexto; y se creian como los amos y señores de la tierra.

A poco andar, desde que las insinuaciones de Orozco, por boca de los jefes, comenzaron a serles conocidas, dejaron de llamarse maderistas; y, aunque tal cosa no la confesaran en su juicio, trastornados por el alcohol, solian expresarla diciéndose orozquistas.

El mismo cambio que en la Capital del Estado, ocurria en las poblaciones que se encontraban guarnecidas por destacamentos rurales; con mucha más razón en Ciudad Juárez, en donde el mando de la tropa lo tenía un íntimo de Orozco y entre cuyos oficiales se encontraba el capitán Albino Frías, cuñado del General. Aquel individuo fue el promotor del saqueo verificado en la expresada plaza fronteriza; y con ese disturbio se inició y dió principio el movimiento de revuelta.

Puestos de acuerdo la mayor parte de los jefes, alboratada la soldadesca y repartidos los elementos de que Orozco disponía para tenerlos a un aviso, éste se resolvió a dar el paso decisivo.

Cabe decir que, desde los desórdenes de Ciudad Juárez, el día 31 de enero, y el motin de la Penitenciaria de Chihuahua, acaecido e1 2 de febrero, Orozco estuvo representando ante el pueblo, ante el Gobierno General y ante el Gobierno del Estado, un papel en extremo pérfido y cobarde. Estando de acuerdo, como estaba, con la guarnición de Ciudad Juárez, ocurrió a ese lugar, a raíz del levantamiento, diz que con el objeto de dar garantías y desarmar a los amotinados; y, en realidad, sólo fue a ponerse en inteligencia con ellos, trayéndose, para representar la comedia, a unos cuantos individuos y al coronel Agustin Estrada, jefe de la guarnición. Y a la pregunta que le hjzo el Gobierno Americano sobre su actitud, él contestó cinicamente que era fiel al Gobierno Oonstituido.

El dia del desorden provocado por el motin de la Penitenciaria y que dió lugar a la fuga de Antonio Rojas, cabecilla vazquista, Orozco se hallaba en el Palacio de Gobierno, en compañia de varios oficiales; y cuando llegó alli Rojas con la pretensión de conferenciar con el Gobernador y éste ordenó al prisionero qne volviera a la cárcel, teniendo qne confiar en su palabra, puesto que nadie se presentaba a custodiar al reo, Orozco no fue para imponerse, como era su deber, y dar órdenes a los oficiales, o a la tropa, a fin de que se respetara la autoridad del C. Gobernador y Rojas fuese trasladado nuevamente a la Penitenciaría.

¿Qué era lo que pasaba, en realidad?

Sencillamente, una farsa: el Jefe Supremo del Estado, a merced de los pretorianos; y Orozco, protestándole adhesión, pero haciéndole presente, a la vez, su impotencia para manejar a las tropas.

¡Él no sabía, no se explicaba los sucesos, aunque comprendía, por otra parte, que había perdido su influencia con la gente y que sólo con mucho tacto podria reconquistarla!

La sociedad, justamente alarmada por semejantes disturbios, y, en vista de la debilidad del Gobierno para refrenar los desmanes de los disidentes, resolvió celebrar una junta y acordar en ella la forma en que debería prevenirse la población para el caso de que las cosas tomaran incremento.

Al principio, algunos supusieron que las tropas estaban para dar un golpe de Estado de acuerdo con los agitadores vazquistas; otros, aseguraban que se trataba exclusivamente de pillaje y que la ciudad estaba amenazada de latrocinios y saqueo; y todos se apretaban las manos, sin saber qué hacer. Por último, unos sinceramente y otros de mala fe, estuvieron proponiendo diferentes planes para conjurar aquel peligro con que las hordas socialistas amenazaban destruir intereses y propiedades.

- Es la anarquía; son las turbas anárquicas, ávidas de bandolerismo, las que nos amenazan, exclamaba el señor doctor Elias, miembro muy respetado de la sociedad de Chihuahua. Tendremos que empuñar las armas para defender nuestras vidas y nuestros intereses. Por fin, como sucede en todas esas juntas, no se llegó a un acuerdo. Todos tenían mucho miedo y no reconocía limites su desconcierto.

Ni el Gobernador ni el señor general Orozco podían dar garantías.

Aquello era el caos.

Sin embargo, ya extra cónclave, se determinó, a propuesta del mismo doctor Elías, que una comisión pasara a ver a Orozco, llevándole escrito, para que él lo firmara, un manifiesto al pueblo chihuahuense, en el que ofreciera solemnemente velar por los intereses sociales, siempre que alrededor de él se agruparan los ciudadanos honrados y de buena voluntad.

Entre las personas que integraron esta comisión estuvo el señor don Alberto Madero, quien, de seguro, creía todavía en la fidelidad de Orozco al Gobierno.

Leyó Orozco el corto y sencillo documento que se le proponía subscribiese, e inmediatamente expresó su conformidad, y aun hizo ademán de tomar la pluma para firmarlo, cuando se interpusieron el secretario José Córdova y un licenciado de apellido López Hermosa, diciendo a la Comisión que el General estudiaría el asunto; pero, como alguien insistiera expresando la urgencia del caso, e hiciera ver que el asunto era de obvia resolución, Orozco leyó otra vez el manifiesto; y de nuevo, y casi terminantemente, dijo que estaba dispuesto a ponerle su firma.

Pero como si sus determinaciones fueran letra muerta o juego de chiquillos, Córdova y López Hermosa le replicaron que no era cuerdo obrar con precipitación. Entonces el General, humildemente, contestó a los solicitantes que tuvieran la bondad de dejarle el escrito y que él resolvería.

Precisamente en estos momentos llegaban al despacho de Orozco dos individuos comisionados por Antonio Rojas, quien, en vez de haberse ido a la cárcel como se lo ordenó el Gobernador, se fugó en compañia de varios individuos armados, acampando en las afueras de la población. Los enviados del prófugo iban con el encargo de pedir a Orozco sarapes para treinta hombres y un par de capotes para Antonio y su segundo.

Aquella petición, echa sin preámbulos de ninguna especie, no dejó de desconcertar a Orozco, quien para medio disimular delante de los señores del manifiesto, echó a la risa la pretensión de Rojas. Lo cierto fue que, al dia siguiente, los soldados de Antonio y el propio Antonio, tenian abrigo con que resistir las crudezas de la intemperie.

¿A quién le podia caber duda, después de este hecho, de que entre Rojas y Orozco hubiera perfecta inteligencia?

Entre tanto, en México se producia la alarma consiguiente por razón de estos disturbios, y, al preguntar el C. Presidente de la República a Orozco qué era lo que pasaba y cuál la explicación de estos sucesos, Orozco se permitió contestarle diciendo que no estaba seguro de su gente; que temia mucho una insubordinación, pero que iba a hacer lo posible por poner los medios de calmarla. Se le preguntó si para ello necesitaría armas, parque o fuerza, y él se limitó a pedir cincuenta mil cartuchos y cien rifles.

En esta conferencia telegráfica, tenida con el señor Madero y a la que asistieron don Abraham González, Ministro de Gobernación, y el licenciado Calero, Secretario de Relaciones, ni el Presidente, ni don Abraham, sospecharon nada con respecto a la actitud de Orozco; sólo el licenciado Calero tuvo penetración para notar la infidencia, y así se lo dió a entender, incontinenti, a los señores González y Madero: A mi no me gusta, ni poco, la conducta de este hombre, fueron sus expresiones.

Mas, a pesar de la advertencia, al día siguiente le eran enviados a Orozco los cincuenta mil cartuchos y las cien carabinas, pertrechos con que contribuía el Gobierno para el próximo levantamiento de Chihuahua.

El señor licenciado don Aureliano S. González que, como hemos dicho, asumia interinamente la Gubernatura del Estado, al verse en tan crítica y aflictiva situación, puesto que no contaba con fuerza que lo sostuviera y el Jefe de la plaza no podía darle garantías ni seguridades, presentó la renuncia de su cargo: en semejante conflicto, la Legislatura del Estado propuso nombrar a Orozco en su falta y el Centro le suplicó tuviera a bien aceptar, pues que juzgaba que su presencia en el Gobierno tranquilizaría a los descontentos y podría ser una garantia de paz.

Entonces Orozco contestó, diciendo que sólo se pondría al frente de la situación, si se le autorizaba para repartir tierras.

Ante esta exigencia, el Presidente le expresó por telégrafo, que había tres millones de hectáreas de tierras nacionales en el Estado y que se podían hacer arreglos para que se vendieran a largos plazos y a precios de tarifa.

Pero esto no satisfizo al General y rotundamente expresó que no estaba dispuesto a aceptar el Gobierno.

Violentamente salió de México el señor don Abraham González a recibirlo, pero nuevos hechos se desarrollaban en Chihuahua. El profesor Braulio Hernández, levantado en armas a raiz del suceso de la Penitenciaría, merodeaba con su gente en dirección al Sur, a fin de impedirle el paso; y el señor Orozco, de acuerdo con el destacamento rural de Cíudad Camargo, mandaba detener al señor González en su camino; y, el dia 6 de febrero, daba orden para que se incendiaran los puentes con el objeto de cortar la via del ferrocarril del Sur, pues se habia tenido noticia de que, acompañando al gobernador González, y a sus inmediatas órdenes, iba un grueso número de tropa federal, y Pascual no quería Federación en Chibuabua, según lo expresaba persona adicta al Guerrillero.

Don Abraham fue aprehendido en Ciudad Camargo; los soldados de línea que, efectivamente, marchaban a su disposición, se regresaron de Jiménez para San Pedro de las Colonias; y él, después de varias peripecias, logró escaparse y tomar el rumbo de Torreón para llegar, por Piedras Negras, a Cíudad Juárez, internándose en los Estados Unidos. En Juárez habia ocurrido el 31 de enero lo del saqueo provocado por Albino Frias, hermano político de Orozco; y el General habia ido para desarmar a la guarnición, llevarse rumbo a Chihuahua como 180 hombres, en compañía del coronel Agustin Estrada, jefe del destacamento, y despachar el resto a Casas Grandes en donde varios oficiales subalternos del mayor Talamantes, con 150 individuos de tropa, estaban en el secreto.

En tal virtud, la población de Ciudad Juárez habia quedado a merced de un cuerpo de voluntarios organizados por el cónsul mexicano en El Paso, Texas, señor Eurique C. Llorente.

De esta ciudad se dirigió don Abraham a Chihuahua, habiendo ido por él, so pretexto de escoltarlo, un piquete de 20 hombres a las órdenes del coronel Félix Terrazas y del mayor o capitán Fernando Samaniego, íntimo de Orozco y célebre por lo del honor que alegaba al General como razón para no entrar en el convenio del cuartelazo.

Puede decirse que, de hecho, desde que el señor González tomó el tren para Chihuahua, custodiado por la gente de Orozco, viajaba en calidad de prisionero del Jefe de Rurales; pero, sin embargo, todavia se le hicieron las cortesias de estilo.

En un automóvil salieron a encontrarlo, hasta la próxima estación, el Gobernador Interino, el general Orozco y algunos más. El tren no se detuvo en aquel sitio, y, como a todo el mundo se le habia ocultado la noticia, don Abraham se bajó en la Estación de Chihuahua sin hallar alma que lo recibiera.

Su llegada a Palacio no pudo ser más desairada: unos cuantos partidarios y dos o tres impertinentes, a quienes, más que el interés, llevaba la curiosidad o el afán de murmurar, estuvieron a saludarlo.

Media hora después se presentaban el licenciado González y Orozco lamentándose de su mala suerte y de su poco tino.

Don Abraham los acogió afable y cordial; pidió permiso a los demás para retirarse y pasó a conferenciar a solas con los recién llegados.

Esta conferencia fue de suma importancia, porque en ella se pusieron de relieve los caracteres de aquellas dos personalidades salientes en la escena política de Chihuahua: Don Abraham, generoso, abierto y leal; Orozco, taimado, artero y mendaz. Para todo lo que el señor González expresó, para todas sus extrañezas, para todas sus observaciones, tuvo Orozco una disculpa, una salida y hasta una explicación; y, a la vez que aseguraba que las cosas no tenían mayor trascendencia, invocaba su decidida lealtad hacia el Gobierno.

Satisfecbo un tanto, don Abraham no quiso terminar la entrevista sin sellarla con una promesa de Pascual Orozco: General, le dijo, nuestros enemigos pretenden a toda costa desunirnos; toda esa serie de trabajos no va encaminada a otro fin; pero nosotros debemos demostrarles que marchamos de acuerdo, que estamos en armonía. Yo quiero que, no sólo por fórmula, venga usted a verme todos los días, sino que deseo consultar con usted algunos puntos, así como que me dé usted a conocer sus ideas, sus proyectos y sus opiniones. Por tal motivo, prométame usted que vendrá a verme diariamente o que me indicará la hora más a propósito para pasar yo a su oficina, pues creo que todo el remedio de estas cosas estriba en que usted y yo estemos de acuerdo.

Así lo prometió Orozco y empeñó su palabra de caballero, manifestando, además, que le parecía muy prudente la medida del señor González.

Tres o cuatro días estuvo yendo a Palacio el general Orozco a platicar con don Abraham; y, en una ocasión, el Gobernador lo estrechó a que dijera, de un modo categórico, qué clase de dudas o temores le cabían respecto del Gobierno del señor Madero. D. Abraham le hizo ver que él venia de allá, que su carácter de Ministro le había dado manera, como a pocos, de poder enterarse de muchos asuntos; y que, por lo mismo, estaba dispuesto a proporcionarle datos, a efecto de que, cuando gustase, pudiera formarse concepto cabal de algún particular de importancia.

Orozco, en todas estas pláticas que parecían servirle de tormento, no alcanzaba saliva; la lengua y los labios se le resecaban como a todas aquellas personas que se ven obligadas a hacer uso de una fonación prolongada bajo la influencia de una impresión moral.

- ¿Tenía miedo, o tenía remordimientos?

- ¡Quién sabe si ambas cosas!

En la respuesta qne dió a don Abraham, salió, trabajosamente pronunciado, el nombre del señor Pino Suárez.

¿Y qué le parecería, General, si usted y yo le escribiéramos amistosamente al señor Madero suplicándole en lo particular que interpusiera su influencia para conseguir la renuncia del señor Pino Suárez?

- No, señor; yo no quiero meterme en esos asuntos. Allá que se las arregle el señor Madero. Son cosas de él. Y Pascual permanecía callado, porque materialmente ya no le era posible articular palabra. Un espeso liquido le pegaba los labios y se depositaba en sus comisuras.

En otra ocasión el señor González hizo extrañamiento al General por no haber mandado perseguir ni al profesor Hernández ni a la gente de Rojas: Orozco le contestó que si tal cosa no se había efectuado era debido a la carencia de caballos, pues casi toda su gente estaba desmontada.

Hay que advertir aquí, a guisa de paréntesis y aunque parezca digresión, que desde que el general Orozco se hizo cargo de las fuerzas rurales, recibia haberes para tropa montada y que los soldados que tenía bajo sus órdenes eran aproximadamente seiscientos cincuenta, pues los dos cuerpos rurales de que constaba la guarnición, estaban compuestos de trescientas veinticinco plazas cada uno: por manera que, desde julio del año próximo pasado, el Cuartel General, en combinación con el Jefe de Hacienda, tenía de buscas sobre doscientos diez pesos diarios, importe del forraje de seiscientos caballos, puesto qne sólo cincuenta se mantenían en las cuadras.

Aquella disculpa de la carencia de caballos no dejó de contrariar al Gobernador, pero, no queriendo parar mientes en la falta de limpieza que pudiera encerrar el asunto, indicó a Orozco que tomara caballos de donde los hubiera, dejando, estilo revolucionario, un vale a nombre del Gobierno por su importe, pues lo que urgía, ante todo, era tener dispuesta a la gente para cualquier evento.

Desde entonces Orozco no volvió ya a Palacio. Se encerró en un mutismo del que nadie pudo sacarlo. Estaba ya próximo para expirar el plazo que había puesto para la resolución concerniente a su renuncia, la cual nunca llegó, por otra parte, a admitírsele oficialmente.

Para el día último de febrero, según había manifestado al Presidente, se iba a retirar Orozco a sus negocios particulares; la fortuna lo había favorecido con una mina que prometía pingÜe bonanza; y, por otra parte, las compañías del Concheño, Dolores y Lluvia de Oro, le ofrecían lo que había sido el sueño dorado de su juventud, la conducta de metales de que antaño gozara el señor don Joaquín Chávez, ya difunto. Tal era el motivo franco y leal de la separación del señor Orozco. ¡Qué burda superchería!

De un modo u otro, el día último de febrero, a las doce de la noche, el general Pascual Orozco entregó la Jefatura de Armas al señor coronel don Agustín Estrada, quedando, desde este momento, para el Gobierno, en la categoría de simple particular.

Precisamente el día primero de marzo, a las cinco y media de la tarde, algunos vecinos pacíficos de la Ciudad de Chihuahua, pudieron darse cuenta de una raquítica manifestación organizada por los amigos del general Orozco y el propio viejo don Pascual. Los manifestantes llevaban cartelones en donde se tildaba de traidor al Gobierno de don Francisco I. Madero, se pedían para Chihuahua gobernantes honrados y se exigía la renuncia inmediata del Presidente de la República y del Gobernador del Estado.

Los manifestantes se detuvieron ante el Palacio de Gobierno, y, desde uno de los balcones, el señor González tuvo el gusto de oír hablar en su contra a dos o tres de sus favorecidos y a un joven Cortázar, hermano de un abogado e hijo politico de don Enrique Creel.

Desde esa hora y punto don Abraham ya no podía dudar de la conjuración ni de su participación en ella del llamado Partido Científico, pues descaradamente estaba alli la mano de los Terrazas y los Creel.

Varias veces, en la forma de anónimo, y otras por personas que se decían sus amigos, recibió el señor González, con anterioridad, noticia de lo que estaban urdiendo sus enemigos. No faltó quien le advirtiera del peligro y hasta quien le diera el prudente consejo de retirarse del Gobierno, toda vez que nada podría en contra de sus adversarios; y otros más atrevidos tuvieron la osadía de proponerle que, si quería salvar su persona y cargo, desconociera al Gobierno de Madero, aceptando el movimiento revolucionario.

Nada de esto inmutó a don Abraham, quien, a pesar del riesgo que corría su vida en las manos de semejante canalla, no quiso, ni por un momento, prestarles una bandera. Cuando los voceros de la manifestación le pidieron su renuncia, él contestó sencillamente qne para aquel puesto lo habían designado 48,000 votos de ciudadanos libres y conscientes y que no podía, por ende, tomar como el sentir del pueblo Chihuahuense el disgusto de quince o veinte descontentos.

Su desdén fue análogo al que usó para con José Orozco, primo hermano del General, cuando estuvo, varios días antes, a referirle que Pascual era el de todo y que si a él se le facilitaban unas veinticinco cajas de dinamita, podría impedir la sublevación, pues don Abraham advirtió que la tosca engañifa tenía por mira volar los puentes del ferrocarril con el explosivo que le pedían y colgarle el milagro, por lo que despachó, enhoramala, al pariente de Orozco, cuya complicidad de traidor era ostensible.

Al terminar el sainete de la ya mencionada manifestación, el señor González se retiró de los balcones de Palacio, donde la había presenciado. Varios empleados y algunos diputados que habían permanecido con él, en esos instantes se escabulleron como por encanto.

Todos huían y se apartaban de él, quizá movidos por irresistíbles remordimientos.

Después pasó a su despacho el señor Gobernador, a donde lo siguió un individuo que se le agregaba siempre, diciendo en todas partes ser de sus mejores amigos, pero que, en realidad, lo que pretendía era la manera de lograr algunas ventajas para la familia Terrazas.

Este individuo, creyendo dar un golpe maestro en aquellos desagradables instantes para el señor González, cínicamente le expresó que ya que, de seguro, aquel día iba a ser el postrero de su permanencia en el Gobierno, fuera su última disposición la de rebajar al general Terrazas el 30% en las contribuciones que le habían señalado conforme al nuevo avalúo de sus bienes (pues todavía le parecía un exceso al señor don Luis que, en vez de treinta o treinta y tantos millones que deben valer sus propiedades, hubieran sido estimadas en siete, cuando sólo en fincas urbanas en el Distrito de Iturbide puede tener muy bien cinco millones y en la administración pasada había pagado el impuesto sobre un millón ochocientos mil pesos aproximadamente).

En términos amistosos le habló de las ventajas que para ambos, para X y para el Gobernador, podría traer aquel acuerdo, ya que, según el parecer de X, don Abraham salia pobre de aquel cargo que sólo le había dejado penalidades y molestias.

Entonces, el señor González, sin sorprenderse ante semejante proposición, se limitó a sacar de sus bolsillos unos cuantos biiletes de banco diciéndole a X: Mire usted, Licenciado, aún me quedan ciento y tantos pesos de la quincena que acabo de recibir, y, con esta cantidad, casi me considero rico.

Próximamente a las ocho de la noche se retiró el señor Gobernador de su despacho; nadie, sino su ayudante, don Baltasar Anaya, permanecía en las oficinas de Palacio y con él salió a la calle; pero, a poco andar, le manifestó la conveniencia de que lo dejara solo, pues no queria que ninguna persona fuera a comprometerse por su culpa.

El señor González conocía ya, de sobra, las intenciones de sus enemigos. Se le había dado oportuno y fidedigno aviso de que había consigna de hacerlo desaparecer de la escena politica, ora poniéndolo en seguro sitio, ora acabando con su existencia.

Desde las primeras horas de la noche se mandaron sicarios en su busca, mas, por fortuna, don Abraham supo escapar de los lazos que aviesamente le tendía Orozco y envolver su paradero en un misterio impenetrable.

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