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Capítulo LXXIV

DE LA MANERA QUE PELEAMOS, Y DE MUCHAS BATALLAS QUE LOS MEXICANOS NOS DABAN. Y LAS PLATICAS QUE CON ELLOS TUVIMOS, Y DE CÓMO NUESTROS AMIGOS SE NOS FUERON A SUS PUEBLOS Y DE OTRAS COSAS MÁS

La manera que teníamos en todos tres reales de pelear, es ésta: que velábamos cada noche todos los soldados juntos en las calzadás, y nuestros bergantines a los lados. y los de a caballo rondando la mitad de ellos en lo de Tacuba, adonde nos hacían pan y teníamos nuestro fardaje, y la otra mitad en las puentes y calzada, y muy de mañana aparejábamos los puños para batallar con los contrarios. que nos venían a entrar en nuestro real y procuraban de desbaratarnos. Y otro tanto hacían en el real de Cortés y en el de Sandoval, y esto no fue sino cinco días, porque luego tomamos otra orden, lo cual diré adelante.

Y digamos ahora cómo los mexicanos cada noche hacían grandes sacrificios y fiestas en el mayor de Tatelulco, y tañían su maldito tambor y otras trompas y atabales y caracoles, y daban muchos gritos y alaridos, y tenían toda la noche grandes luminarias de mucha leña encendida; y entonces sacrificaban de nuestros compañeros a su maldito Uichilobos, y (a) Tezcatepuca y hablaban con ellos, y según ellos decían, que en la mañana o aquella misma noche parece ser, como los ídolos son malos, por engañarlos, que no viniesen de paz les hacían en creyente que a todos nos habían de matar, y a los tlaxcaltecas y a todos los más que fuesen en nuestra ayuda; y como nuestros amigos lo oían teníanlo por muy cierto, y porque nos vieron desbaratados y no batallábamos como solía (mos). Dejemos estas pláticas, que eran de sus malditos ídolos, y digamos cómo en la mañana venían muchas capitanías juntas a cercamos y dar guerra, y se remudaban de rato en rato, unos de unas divisas y penachos y señales, y venían otros de otras libreas, y entonces cuando estábamos peleando con ellos nos decían muchas palabras, llamándonos de apocados y que no éramos buenos para cosa ninguna, ni para hacer casas ni maizales, y que no éramos sino para venirles a robar su ciudad, como gente mala que habíamos venido huyendo de nuestra tierra y de nuestro rey y señor, y esto decían por lo que Narváez les había enviado a decir que veníamos sin licencia de nuestro rey, como dicho tengo en el capítulo que de ello habla.

Y nos decían que de ahí a ocho días no había de quedar ninguno de nosotros, porque así se lo prometieron la noche pasada sus dioses, y nos decían otras muchas palabras malas, y a la postre decían: Mirad cuán malos y bellacos sois, que aun vuestras carnes son tan malas para comer que amargan como las hieles, que no las podemos tragar de amargor. Y parece ser como aquellos días se habían hartado de nuestros soldados y compañeros quiso Nuestro Señor que les amargasen las carnes. Pues a nuestros amigos los tlaxcaltecas, si muchos vituperios nos decían a nosotros, más les decían a ellos; y que los tendrían por esclavos para sacrificar y hacer sus sementeras, y tornar a edificar sus casas que les habíamos derrocado, y que las habían de hacer de cal y canto labradas, y que su Uichilobos se lo había prometido.

Y diciendo esto, luego el bravoso pelear, y se venían por unas casas derrocadas, y por las muchas canoas que tenían nos tomaban las espaldas, y aun nos tenían algunas veces ya atajados en la calzada, y Nuestro Señor Dios nos sustentaba cada día, que nuestras fuerzas no bastaban: mas todavía les hacíamos volver muchos de ellos heridos, y otros quedaban muertos. Dejemos de hablar de los grandes combates que nos daban y digamos cómo nuestros amigos los de Tlaxcala y de Cholula y Guaxocingo, y aun los de Tezcuco y Chalco y Tamanalco, acordaron de irse a sus tierras, y sin saberlo Cortés ni Pedro de Alvarado ni Sandoval, se fueron todos los más, que no quedó en el real de Cortés salvo Estesuchel, que después que se bautizó se llamó don Carlos, y era hermano de don Fernando, señor de Tezcuco, y era muy esforzado hombre, y quedaron con él otros sus parientes y amigos hasta cuarenta, y en el real de Sandoval quedó otro cacique de Guaxocingo con obra de cincuenta hombres, y en nuestro real quedaron dos hijos de don Lorenzo de Vargas y el esforzado de Chichimecatecle con obra de ochenta tlaxcaltecas, sus parientes y vasallos, por manera que de veinticuatro mil amigos que traíamos, no quedaron en todos tres reales sino obra de doscientos amigos, que todos se nos fueron a sus pueblos.

Y desde que nos hallamos solos con tan pocos amigos, recibimos pena, y Cortés y Sandoval, cada uno en su real, preguntaban a los amigos que les quedaban que por qué se habían ido de aquella manera los demás; y decían que como veían que los mexicanos hablaban de noche con sus ídolos y les prometían que nos habían de matar a nosotros y a ellos, que creían que era verdad, y de miedo se iban, y lo que le daba más crédito era que nos veían a todos heridos, y nos habían muerto muchos de los nuestros, y que de ellos mismos faltaban más de mil y doscientos, y que temieron no nos matasen (a) todos, y también porque Xicotenga el Mozo, el que mandó ahorcar Cortés en los términos de Tezcuco, siempre que les decía que sabía por sus adivinanzas que a todos nos habían de matar y que no quedaría ningún tlaxcalteca de ellos a vida, y por estas causas se fueron.

Y puesto que Cortés en lo secreto mostró pesar de ello, mas con rostro alegre les dijo que no tuviesen miedo, y que aquello que los mexicanos les decían que era mentira, y por desmayarlos, y tantas cosas de prometimientos les dijo, con palabras amorosas, que les esforzó a estar con él, y otro tanto dijimos a Chichimecatecle, y a los dos mancebos Xicotengas; y en aquellas pláticas que Cortés decía a Estesuchel, que ya he dicho que se dijo don Carlos. como era de suyo señor y esforzado, dijo a Cortés: Señor Malinche, no recibas penas por no batallar cada día con los mexicanos; sana de tu pierna, toma mi conselo, y es que te estés algunos días en tu real, y otro tanto manda a Tonatio, (que era Pedro de Alvarado, que así le llamaban), que se esté en el suyo, y a Sandoval en Tepeaquilla, y con los bergantines anden cada noche, y de día, a quitar y defender que no les entren bastimentos ni agua, porque están dentro de esta ciudad tantos mil xiquipiles de guerreros, que por fuerza comerán el bastimento que tienen, y el agua que ahora beben es media salobre, de unas fuentes que tienen hechas, y como llueve cada día, y algunas noches recogen el agua, de ello se sustentan; mas qué pueden hacer si les quitas la comida y el agua, sino que es más que guerra la que tendrían con la hambre y sed.

Y como Cortés aquello entendió, le echó los brazos encima y le dió gracias por ello, y con prometimiento que le daría pueblos, y este consejo ya lo habíamos puesto en pláticas muchos soldados; mas somos de tal calidad, que no queríamos aguardar tanto tiempo, sino entrarles en la ciudad. Y desde que Cortés lo hubo muy bien considerado, lo que el cacique dijo, puesto que ya se lo habíamos enviado a decir por nuestra parte, y sus capitanes y soldados se lo decían por otra, mandó a dos bergantines que fuesen a nuestro real y al de Sandoval a decirnos que nos manda que estuviésemos otros tres días sin irles entrando en la ciudad. Y como en aquella sazón los mexicanos estaban victoriosos, no osábamos enviar un bergantín solo, y por esta causa envió dos.

Y una cosa nos ayudó mucho, y es que ya osaban todos nuestros bergantines romper las estacadas que los mexicanos les habían hecho en la laguna para que zabordasen, y es de esta manera: que remaban con gran fuerza, y para que mejor furia trajere el remar, tomaban desde algo atrás, y si hacía viento con las velas y remos muy mejor, y así eran señores de la laguna, y aun de muchas partes de las casas que estaban apartadas de la ciudad; y los mexicanos que aquello vieron, se les quebró algo su braveza. Dejemos esto y volvamos a nuestras batallas, y es que, pues que no teníamos amigos, comenzamos a cegar y tapar la gran abertura que he dicho otras veces que estaba junto a nuestro real, con la primera capitanía, que venía la rueda de acarrear adobes y madera, y cegar, lo poníamos muy por la obra y con grandes trabajos, y las otras dos capitanías batallábamos; ya he dicho otra vez que así lo teníamos concertado y había de andar por rueda; y en cuatro días que todos trabajamos en ella la teníamos cegada y allanada. Y otro tanto hacía Cortés en su real, y tenía el mismo concierto. y aun él en persona estaba trabajando y llevando adobes y madera hasta que quedaban seguras las puertas y calzadas y aberturas, por tenerlo seguro al retraer, y Sandoval ni más ni menos en el suyo, y nuestros bergantines, junto a nosotros, sin temer estacadas, y de esta manera les fuimos entrando poco a poco.

Volvamos a los grandes escuadrones que a la contina nos daban guerra, y muy bravosos y victoriosos se venían a juntar pie con pie con nosotros, y de cuando en cuando cómo se mudaban unos escuadrones y venían otros; pues digamos la grita y alaridos que traían, y en aquel instante el resonido de la cornetilla de Guatemuz, y entonces apechugaban de tal arte con nosotros, que no nos aprovechaban cuchilladas ni estocadas que les dábamos, y nos venían a echar mano; y como después de Dios nuestro buen pelear nos había de valer, teníamos muy recíamente contra ellos hasta que con las escopetas y ballestas y arremetidas de los de a caballo, que estaban a la contina con nosotros la mitad de ellos, y con nuestros bergantines, que no temían ya las estacadas, les hacíamos estar a raya, y poco a poco les fuimos entrando, y de esta manera batallábamos hasta cerca de la noche; que era hora de retraer.

Pues ya que nos retraíamos ya he dicho otras muchas veces que había de ser con gran concierto, porque entonces procuraban de atajamos en la calzada, y pasos malos, y si de antes lo habían procurado, en estos días, con la victoria pasada, lo ponían muy más por la obra. Y digo que por tres partes nos tenían tomados en medio un día, mas quiso Nuestro Señor Dios que puesto que hirieron muchos de nosotros, nos tornamos a juntar y matamos y prendimos muchos contrarios, y como no teníamos amigos que echar fuera de las calzadas, y los de a caballo nos ayudaban valientemente, pues que en aquella refriega y combate les hirieron dos caballos, volvimos a nuestro real bien heridos, donde nos curamos con aceite y apretar las heridas con mantas, y comer nuestras tortillas con ají y hierbas y tunas, y luego puestos todos en la vela.

Digamos ahora lo que los mexicanos hacían de noche en sus grandes y altos cúes, y es que tañían el maldito atambor, que digo otra vez que era el más maldito sonido y más triste que se podía inventar, y sonaba (en) lejanas tierras, y tañían otros peores instrumentos y cosas diabólicas y tenían grandes lumbres, y daban grandísimos gritos y silbos; y en aquel instante estaban sacrificando (a) nuestros compañeros, de los que habían tomado a Cortés, que supimos que diez días arreo acabaron de sacrificar a todos nuestros soldados, y al postrero dejaron a Cristóbal de Guzmán que vivo tuvieron doce o trece días, según dijeron tres capitanes mexicanos que prendimos; y cuando los sacrificaban, entonces hablaba su Uichilobos, con ellos y les prometía victoria, y que habíamos de ser muertos a sus manos antes de ocho días, y que nos diesen buenas guerras, y aunque en ellas muriesen muchos, y de esta manera los traía engañados. Dejemos de sus sacrificios y volvamos a decir que desde que otro día amanecía ya estaban sobre nosotros todos los mayores poderes que Guatemuz podía juntar, y como teníamos cegada la abertura y calzada y puente y la podían pasar en seco, mi fe, ellos tenían atrevimiento a venirnos a nuestros ranchos a tirar vara y piedra y flechas, que si no fuera por los tiros, que siempre con ellos les hacíamos apartar, porque Pedro Moreno Medrano, que tenía cargo de ellos, les hacía mucho daño. Y quiero decir que nos tiraban saetas de las nuestras, con ballestas, cuando tenían vivos cinco ballesteros, y a Cristóbal de Guzmán con ellos, y les hacían que armasen las ballestas y les mostrasen cómo habían de tirar, y ellos o los mexicanos tiraban aquellos tiros como cosa perdida, y no hacían mal con ellos; y de la misma manera que nosotros, y aun más reciamente, batallaban con Cortés y Sandoval, y les tiraban saetas. puesto que no nos hacían mal, y esto sabíamoslo por saberlo los bergantines que de nuestro real iban al de Cortés y del de Cortés al nuestro y al de Sandoval, y siempre nos escribía de la manera que habíamos de batallar y todo lo que debíamos de hacer, y encomendándonos la vela, y que siempre estuviesen la mitad de los de a caballo en Tacuba guardando el fardaje y las indias que nos hacían pan; y parásemos mientes que no rompiesen por nosotros una noche, porque unos prisioneros que en el real de Cortés se prendieron le dijeron que Guatemuz decía muchas veces que diesen en nuestro real de noche, pues no había tlaxcaltecas que nos ayudasen, porque bien sabían que se nos habían ido ya todos los amigos, y ya he dicho muchas veces que poníamos diligencia en velar.

Dejemos esto, y digamos que cada día teníamos muy recios combates y no dejábamos de irles ganando albarradas y puentes y aberturas de agua, que como nuestros bergantines osaban ir por doquiera de la laguna y no temían a las estacadas, ayudábannos muy bien, y digamos cómo siempre andaban dos bergantines de los que tenía Cortés en su real a dar caza a las canoas que metían agua y bastimentos, y cogían en la laguna uno como medio lama que después de seco tenía un sabor de queso, y traían en los bergantines muchos indios presos.

Tornemos al real de Cortés y de Gonzalo de Sandoval, que cada día iban conquistando y ganando albarradas y calzadas y puentes, y en estos trances y batallas, después del desbarate de Cortés, se habían pasado doce o trece días. Y después que Estesuchel, hermano de don Fernando, señor de Tezcuco, vió que volvíamos muy de hecho sobre nosotros y no era verdad lo que los mexicanos decían que dentro de diez días nos habían de matar, porque así se lo habían prometido sus Uichilobos y Tezcatepuca, envió a decir a su hermano don Fernando que luego enviase a Cortés todo el poder de guerreros que pudiese sacar de Tezcuco, y vinieron dentro en dos días que se lo envió a decir más de dos mil hombres de guerra. Acuérdome que vino con ellos un Pedro Sánchez Farfán y Antonio de Villarroel, marido que fue de Isabel de Ojeda, porque estos dos soldados había dejado Cortés en aquella ciudad. Pero Sánchez Farfán era capitán, y Villarroel era ayo de don Hernando. Y cuando Cortés vió tan buen socorro se holgó mucho y les dijo palabras halagüeñas; y asimismo en aquella sazón volvieron muchos tlaxcaltecas con sus capitanes, y venía por general de ellos un cacique de Topeyanco que se decía Tepaneca, y también vinieron otros muchos indios de Guaxocingo y muy pocos de Cholula.

Y como Cortés supo que habían vuelto, mandó que todos así como venían fuesen a su real para hablarles, y primero que fuesen les mandó poner guardas de guerra de nuestros soldados en el camino para defenderlos porque si saliesen mexicanos a darles guerra; y desde que fueron delante de Cortés les hizo un parlamento con doña Marina y Jerónimo de Aguilar, y les dijo que bien habrán creído y tenido por cierto la buena voluntad que Cortés siempre les ha tenido y tiene, así por haber servido a Su Majestad como por las buenas obras que de ellos hemos recibido, y que si los mandó desde que venimos a aquella ciudad venir con nosotros a destruir a los mexicanos, que su intento fue porque se aprovechasen y volviesen ricos a sus tierras y se vengasen de sus enemigos, y no para que por su sola mano hubiésemos de ganar aquella gran ciudad, y puesto que siempre les ha hallado buenos y en todo nos han ayudado, que bien habrán visto que cada día les mandábamos salir de las calzadas por que nosotros estuviésemos más desembarazados sin ellos para pelear, y que ya les había dicho y amonestado Otras veces que el que nos da victorias y en todo somos ayudados es nuestro Señor Jesucristo, en quien creemos y adoramos, porque se fueron al mejor tiempo de la guerra eran dignos de muerte, (por) dejar sus capitanes peleando y desamparados, y porque ellos no saben nuestras leyes y ordenanzas que les perdona, y que porque mejor lo entiendan, que mirasen que estando sin ellos íbamos derrocando casas y ganando albarradas; que desde allí adelante manda que no maten ningunos mexicanos, porque les quiere tomar de paz.

Y después que les hubo dicho este razonamiento, abrazó a Chichimecatecle y a los dos mancebos Xicotengas y a Estesuchel, hermano de don Hernando, y les prometió que les daría tierra y vasallos más de los que tenían, teniéndoles en mucho a los que quedaron en nuestro real, y asimismo habló muy bien a Tecapaneca, señor de Topeyanco, y a los caciques de Guaxocingo y Cholula, que solían estar en el real de Sandoval; y desde que les hubo platicado lo que dicho tengo, cada uno mandó que se fuese a su real.

Y volvamos a nuestras grandes guerras y combates que siempre herían a muchos de nuestros soldados, y dejaré de contar muy por extenso todo lo que pasaba; y quiero decir cómo en aquellos días llovía en las tardes, que nos holgábamos que viniese el aguacero temprano, porque como se mojaban los contrarios no peleaban tan bravosamente y nos dejaban retraer en salvo, y de esta manera teníamos algún descanso, y porque yo estoy harto de escribir batallas, y más cansado y herido estaba de hallarme en ellas, y a los lectores les parecerá prolijidad recitarles tantas veces, ya he dicho que no puede ser menos, porque en noventa y tres días siempre batallamos a la contina; mas desde aquí adelante si lo pudiese excusar, no lo traeré tanto a la memoria en esta relación. Volvamos a nuestro cuento. Y como en todos tres reales les íbamos entrando en su ciudad, Cortés por su parte y Sandoval por la suya y Pedro de Alvarado por la nuestra, llegamos adonde tenían la fuente, que ya he dicho otra vez que bebían el agua salobre, la cual quebramos y deshicimos porque no se aprovechasen de ella, y estaban guardándola muchos mexicanos, y tuvimos buena refriega de vara y piedra y flecha, y muchas lanzas largas con que aguardaban a los caballos, porque ya por todas partes de las calles que habíamos ganado andábamos, porque estaba llena y sin agua y aberturas y podían correr muy gentilmente. Dejemos de hablar en esto, y digamos cómo Cortés envió a Guatemuz mensajeros rogándole por la paz, y fue de la manera que diré adelante.

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