Índice de Historia verdadera de la conquista de la Nueva españa de Bernal Diaz del CastilloCapítulo anteriorSiguiente capituloBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo XXXIII

CÓMO FUIMOS A LA CIUDAD DE TLAXCALA, Y LO QUE LOS CACIQUES VIEJOS HICIERON, DE UN PRESENTE QUE NOS DIERON, Y CÓMO TRAJERON SUS HIJOS Y SOBRINOS

Como los caciques vieron que comenzaba a ir nuestro fardaje camino de su ciudad, luego se fueron adelante para mandar que todo estuviese muy aparejado para recibimos y para tener los aposentos muy enramados. Y ya que llegábamos a un cuarto de legua de la ciudad, sálennos a recibir los mismos caciques que se habían adelantado, y traen consigo sus hijos y sobrinos y muchos principales, cada parentela y bando y parcialidad por sí, porque en Tlaxcala había cuatro parcialidades, sin la de Tecapaneca, señor de Topeyanco, que eran cinco; y también vinieron de todos los lugares sus sujetos, y traían sus libreas diferenciadas que, aunque eran de henequén, eran muy primas y de buenas labores y pinturas, porque algodón no lo alcanzaban. Y luego vinieron los papas de toda la provincia, que había muchos por los grandes adoratorios que tenían, que ya he dicho que entre ellos se dicen cúe, que son donde tienen sus ídolos y sacrifican. Y traían aquellos papas braseros con ascuas de brasas, y con sus inciensos, sahumando a todos nosotros; y traían vestidos algunos de ellos ropas muy largas, a manera de sobrepellices, y eran blancas y traían capillas en ellos, querían parecer como a las de las que traen los canónigos, como ya lo tengo dicho, y los cabellos muy largos y engreñados, que no se pueden desparcir si no se cortan, y llenos de sangre, que les salía de las orejas, que en aquel día se habían sacrificado, y abajaban las cabezas, como a manera de humildad, cuando nos vieron, y traían las uñas de los dedos de las manos muy largas; y oímos decir que (a) aquellos papas tenían por religiosos y de buena vida.

Y junto a Cortés se allegaron muchos principales, acompañándole, y desde que entramos en lo poblado no cabían por las calles y azoteas de tantos indios e indias que nos salían a ver con rostros muy alegres, y trajeron obra de veinte piñas, hechas de muchas rosas de la tierra, diferenciados los colores y de buenos olores, y los dan a Cortés y a los demás soldados que les parecían capitanes, especial a los de caballo; y desde que llegamos a unos buenos patios, adonde estaban los aposentos, tomaron luego por la mano a Cortés y Xicotenga el Viejo y Maseescaci y les meten en los aposentos, y allí tenían aparejados para cada uno de nosotros, a su usanza, unas camillas de esteras y mantas de henequén, y también se aposentaron los amigos que traíamos de Cempoal y de Zocotlán cerca de nosotros. Mandó Cortés que los mensajeros del gran Montezuma se aposentasen junto con su aposento.

Y puesto que estábamos en tierra que veíamos cláramente que estaban de buenas voluntades, y muy de paz, no nos descuidábamos de estar muy apercibidos, según lo teníamos de costumbre. Y parece ser que un capitán a quien cabía el cuarto de poner corredores del campo y espías y velas, dijo a Cortés: Parece, señor, que están muy de paz; no habemos menester tanta guarda, ni estar tan recatados como solemos. Y Cortés dijo: Mirad, señores, bien veo lo que decís; mas por la buena costumbre hemos de estar apercibidos, que aunque sean muy buenos, no habemos de creer en su paz, sino como si nos quisiesen dar guerra y los viésemos venir a encontrar con nosotros, que muchos capitanes por confiarse y descuido fueron desbaratados; especialmente nosotros, como somos tan pocos, y habiéndonos enviado avisar el gran Montezuma, puesto que sea fingido y no verdad, hemos de estar muy alerta. Dejemos de hablar de tantos cumplimientós y orden como teníamos en nuestras velas y guardas, y volvamos a decir cómo Xicotenga el Viejo y Maseescaci, que eran grandes caciques, se enojaron mucho con Cortés y le dijeron con nuestras lenguas: Malinche: o tu nos tienes por enemigos, o no muestras obras en lo que te vemos hacer, que no tienes confianza de nuestras personas y en las paces que nos has dado y nosotros a ti, y esto te decimos porque vemos que así os veláis y venís por los caminos apercibidos como cuando veníais a encontrar con nuestros escuadrones; y esto, Malinche, creemos que lo haces por las traiciones y maldades que los mexicanos te han dicho en secreto, para que estés mal con nosotros; mira, no los creas, que ya aquí estás y te daremos todo lo que quisieres, hasta nuestras personas e hijos, y moriremos por vosotros; por eso demanda en rehenes lo que fuere tu voluntad. Y Cortes y todos nosotros estábamos espantados de la gracia y amor con que lo decían; y Cortés les respondió que así lo tiene creído, y que no ha menester rehenes, sino ver sus muy buenas voluntades; y que en cuanto a venir apercibidos, que siempre lo teníamos de costumbre, y que no lo tuviese a mal, y por todos los ofrecimientos se lo tenía en merced y lo pagaría el tiempo andando. Y pasadas estas pláticas, vienen otros principales con muy gran aparato de gallinas y pan de maíz y tunas, y otras cosas de legumbres que había en la tierra, y abastecen el real muy cumplidamente, que en veinte días que allí estuvimos siempre lo hubo muy sobrado; y entramos en esta ciudad, como dicho es, en veinte y tres días del mes de septiembre de mil quinientos diez y nueve años.

Otro día de mañana mandó Cortés que se pusiese un altar para que se dijese misa, porque ya teníamos vino y hostias, la cual misa dijo el clérigo Juan Díaz, porque el Padre de la Merced estaba con calenturas y muy flaco, y estando presente Maseescaci y el viejo Xicotenga y otros caciques; y acabada la misa, Cortés se entró en su aposento y con él parte de los soldados que le solíamos acompañar, y también los dos caciques viejos, y díjole el Xicotenga que le querían traer un presente, y Cortés les mostraba mucho amor, y les dijo que cuando quisiesen. Y luego tendieron unas esteras y una manta encima, y trajeron seis o siete piecezuelas de oro y piedras de poco valor, y ciertas cargas de ropa de henequén, que todo era muy pobre, que no valía veinte pesos.

Y entonces también trajeron apartadamente mucho bastimento. Cortés lo recibió con alegría y les dijo que más tenía aquello, por ser de su mano y con la voluntad que se lo daban, que si le trajeran otros una casa llena de oro en granos, y que así lo recibe, y les mostró mucho amor.

Otro día vinieron los mismos caciques viejos y trajeron cinco indias, hermosas doncellas y mozas, y para ser indias eran de buen parecer y bien ataviadas, y traían para cada india otra india moza para su servicio, y todas eran hijas de caciques. Y dijo Xicotenga a Cortés: Malinche: esta es mi hija, y no ha sido casada, que es doncella, y tomadla para vos. La cual le dió por la mano, y las demás que las diese a los capitanes. Y Cortés se lo agradeció, y con buen semblante que mostró dijo que él las recibía y tomaba por suyas, y que ahora al presente que las tuviesen en poder sus padres. Y preguntaron los mismos caciques que por qué causa no las tomábamos ahora; y Cortés respondió porque quiero hacer primero lo que manda Dios Nuestro Señor, que es en el que creemos y adoramos, y a lo que le envió el rey nuestro señor, que es quiten sus ídolos y que no sacrifiquen ni maten más hombres, ni hagan otras torpedades malas que suelen hacer, y crean en lo que nosotros creemos, que es un solo Dios verdadero. Y se les dijo otras muchas cosas tocantes a nuestra santa fe, y verdaderamente fueron muy bien declaradas, porque doña Marina y Aguilar, nuestras lenguas, estaban ya tan expertos en ello que se lo daban a entender muy bien.

Y lo que respondieron a todo es que dijeron: Malinche: ya te hemos entendido antes de ahora y bien creemos que ese vuestro Dios y esa gran señora, que son muy buenos; mas mira, ahora viniste a estas nuestras casas; el tiempo andando entenderemos muy más claramente vuestras cosas, y veremos cómo son y haremos lo que es bueno. ¿Cómo quieres que dejemos nuestros teules, que desde muchos años nuestros antepasados tienen por dioses, y les han adorado y sacrificado? Ya que nosotros, que somos viejos, por complacerte, lo quisiésemos hacer, ¿qué dirán todos nuestros papas y todos los vecinos y mozos y niños de esta provincia, sino levantarse contra nosotros? Especialmente, que los papas han ya hablado con nuestro teul el mayor, y les respondieron que no los olvidásemos en sacrificios de hombres y en todo lo que de antes solíamos hacer; si no, que toda esta provincia destruirían con hambres, pestilencia y guerras. Así que dijeron y dieron por respuesta que no curásemos más de hablarles en aquella cosa, porque no los habían de dejar de sacrificar aunque les matasen. Y desde que vimos aquella respuesta que la daban tan de veras y sin temor, dijo el Padre de la Merced, que era hombre entendido y teólogo: Señor, no cure vuestra merced de más les importunar sobre esto, que no es justo que por fuerza les hagamos ser cristianos, y aun lo que hicimos en Cempoal de derrocarles sus ídolos no quisiera yo que se hiciera hasta que tengan conocimiento de nuestra santa fe. ¿Qué aprovecha quitarles ahora sus ídolos de un cu y adoratorio si los pasan luego a otros? Bien es que vayan sintiendo nuestras amonestaciones, que son santas y buenas, para que conozcan adelante los buenos consejos que les damos. Y también le hablaron a Cortés tres caballeros, que fueron Juan Velázquez de León y Francisco de Lugo, y dijeron a Cortés: Muy bien dice el Padre, y vuestra merced con lo que ha hecho cumple y no se toque más a estos caciques sobre el caso. Y así se hizo.

Lo que les mandamos con ruegos fue que luego desembarazasen un cu que estaba allí cerca, y era nuevamente hecho, y quitasen unos ídolos, y lo encalasen y limpiasen, para poner en ellos una cruz y la imagen de Nuestra Señora; lo cual luego hicieron, y en él se dijo misa, se bautizaron aquellas cacicas, y se puso nombre a la hija de Xicotenga el ciego, doña Luisa; y Cortés la tomó por la mano y se la dió a Pedro de Alvarado; y dijo al Xicotenga que aquel a quien la daba era su hermano y su capitán, y que lo hubiese por bien, porque sería de él muy bien tratada; y Xicotenga recibió contentamiento de ello. Y la hija o sobrina de Maseescaci se puso nombre doña Elvira, y era muy hermosa, y paréceme que la dió a Juan Velázquez de León; y las demás se pusieron sus nombres de pila y todas con dones, y Cortés las dió a Gonzalo de Sandoval y a Cristóbal de Olid y Alonso de Avila; y después de esto hecho, se les declaró a qué fin se pusieron dos cruces, y que eran porque tienen temor de ellas sus ídolos, y que adoquiera que estamos de asiento o dormimos se ponen en los caminos; y a todo estaban muy contentos.

Antes que más pase adelante quiero decir cómo de aquella cacica, hija de Xicotenga, que se llamó doña Luisa, que se dió a Pedro de Alvarado, que así como se la dieron toda la mayor parte de Tlaxcala la acataban y le daban presentes y la tenían por su señora, y de ella hubo Pedro de Alvarado, siendo soltero, un hijo, que se dijo don Pedro, y una hija que se dice doña Leonor, mujer que ahora es de don Francisco de la Cueva, buen caballero, primo del duque de Alburquerque, y ha habido en ella cuatro o cinco hijos, muy buenos caballeros; y esta señora doña Leonor es tan excelente señora, en fin, como hija de tal padre, que fue comendador de Santiago, adelantado y gobernador de Guatemala, y es el que fue al Perú con grande armada; y por la parte de Xicotenga, gran señor de Tlaxcala. Y dejemos estas relaciones y volvamos a Cortés, que se informó de estos caciques y les preguntó muy por entero de las cosas de México.

También dijeron aquellos mismos caciques que sabían de sus antecesores que les había dicho un su ídolo, en quien ellos tenían mucha devoción, que vendrían hombres de las partes de donde sale el sol y de lejanas tierras a los sojuzgar y señorear; que si somos nosotros, que holgarán de ello, que pues tan esforzados y buenos somos. Y cuando trataron las paces se les acordó de esto que les habían dicho sus ídolos, y que por aquella causa nos dan sus hijas para tener parientes que les defiendan de los mexicanos. Y después que acabaron su razonamiento, todos quedamos espantados y decíamos si por ventura decían verdad. Y luego nuestro capitán Cortés les replicó y dijo que ciertamente veníamos de hacia donde sale el sol, y que por esta causa nos envió el rey nuestro señor a tenerles por hermanos, porque tiene noticia de ellos, y que plega a Dios que nos dé gracia para que por nuestras manos e intercesión se salven. Y dijimos todos amén.

Hartos estarán ya los caballeros que esto leyeren de oír razonamientos y pláticas de nosotros a los tlaxcaltecas y ellos a nosotros; querría acabar ya, y por fuerza me he de detener en otras cosas que con ellos pasamos, y es aquel el volcán que está cabe Guaxocingo, echaba en aquella sazón que estábamos en Tlaxcala mucho fuego, más que otras veces solía echar, de lo cual nuestro capitán Cortés y todos nosotros, como no habíamos visto tal, nos admiramos de ello; y un capitán de los nuestros que se decía Diego de Ordaz tomóle codicia de ir a ver qué cosa era, y demandó licencia a nuestro general para subir en él, la cual licencia le dió, y aun de hecho se lo mandó. Y llevó consigo dos de nuestros soldados y ciertos indios principales de Guaxocingo; y los principales que consigo llevaba poníanle temor con decirle que luego que estuviese a medio camino de Popocatepeque, que así llaman aquel volcán, no podría sufrir el temblor de la tierra y llamas y piedras y ceniza que de él sale, y que ellos no se atreverían a subir más de donde tienen unos cúes de ídolos que llaman los teules de Popocatepeque. Y todavía Diego de Ordaz con sus dos compañeros fue su camino hasta llegar arriba, y los indios que iban en su compañía se le quedaron en lo bajo, que no se atrevieron a subir, y parece ser, según dijo después Ordaz y los dos soldados, que al subir que comenzó el volcán a echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas, y mucha ceniza, y que temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán, y que estuvieron quedos sin dar más paso adelante hasta de ahí a una hora que sintieron que había pasado aquella llamarada y no echaba tanta ceniza ni humo, y que subieron hasta la boca, que era muy redonda y ancha, y que habría en el anchor un cuarto de legua, y que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados.

Y está este volcán de México obra de doce o trece leguas. Y después de bien visto, muy gozoso Ordaz y admirado de haber visto a México y sus ciudades, volvió a Tlaxcala con sus compañeros, y los indios de Guaxocingo y los de Tlaxcala se lo tuvieron a mucho atrevimiento. Dejemos de contar del volcán, y diré cómo hallamos en este pueblo de Tlaxcala casas de madera hechas de redes y llenas de indios e indias que tenían dentro encarcelados y a cebo, hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar; las cuales cárceles les quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban ír a cabo ninguno, sino estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y de allí en adelante en todos los pueblos que entrábamos lo primero que mandaba nuestro capitán era quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente en todas estas tierras los tenían. Y como Cortés y todos nosotros vimos aquella gran crueldad, mostró tener mucho enojo de los caciques de Tlaxcala, y se lo riñó bien enojado, y prometieron que desde allí adelante que no matarían ni comerían de aquella manera más indios. Digo yo que, qué aprovechaban todos aquellos prometimientos, que en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades. Y dejémoslo así y digamos cómo ordenamos de ir a México.

Viendo nuestro capitán que había ya diez y siete días que estábamos holgando en Tlaxcala y oíamos decir de las grandes riquezas de Montezuma y su próspera ciudad, acordó tomar consejo con todos nuestros capitanes y soldados, en quien sentía que le tenían buena voluntad, para ir adelante, y fue acordado que con brevedad fuese nuestra partida. Y sobre este camino hubo en el real muchas pláticas de desconformidad, porque decían unos soldados que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros tan pocos, y decían de los grandes poderes de Montezuma. Y el capitán Cortés respondía que ya no podíamos hacer otra cosa, porque siempre nuestra demanda y apellido fue ver a Montezuma, y que por demás eran ya otros consejos. Y viendo que tan determinadamente lo decía y sintieron los del contrario parecer que muchos de los soldados le ayudamos a Cortés de buena voluntad con decir ¡adelante en buena hora!, no hubo más contradicción. Y los que andaban en estas pláticas contrarias eran de los que tenían en Cuba haciendas, que yo y otros pobres soldados ofrecido teníamos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas y trabajos hasta morir en servicio de Nuestro Señor Dios y de Su Majestad.

Y estando diciendo esto y otras cosas que convenía decir sobre este caso, vinieron a hacer saber a Cortés cómo el gran Montezuma enviaba cuatro embajadores con presentes de oro, y de muchos géneros de hechuras, que valía bien dos mil pesos, y diez cargas de mantas de muy buenas labores de pluma. Cortés los recibió con buen semblante. Y luego dijeron aquellos embajadores, por parte de su señor Montezuma, que nos rogaba que fuésemos luego a su ciudad y que nos daría de lo que tuviese, y aunque no tan cumplido como nosotros merecíamos y él deseaba, y puesto que todas las vituallas le entran en su ciudad de acarreto, que mandaría proveernos lo mejor que pudiese.

Y estando platicando sobre el camino que habíamos de llevar para México, porque los embajadores de Montezuma que estaban con nosotros, que iban por guías, decían que el mejor camino y más llano era por la ciudad de Cholula, por ser vasallos del gran Montezuma, donde recibiríamos servicio, y a todos nosotros nos pareció bien que fuésemos a aquella ciudad; y como los caciques de Tlaxcala entendieron que nos queríamos ir por donde nos encaminaban los mexicanos, se entristecieron y tornaron a decir que, en todo caso, fuésemos por Guaxocingo, que eran sus parientes y nuestros amigos, y no por Cholula, porque en Cholula siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos.

Y después de muchas pláticas y acuerdos, nuestro camino fue por Cholula. Y luego Cortés mandó que fuesen mensajeros a decirles que cómo estando tan cerca de nosotros no nos envían a visitar y hacer aquel acato que son obligados a mensajeros como somos de tan gran rey y señor como es el que nos envió a notificar su salvación, y que les ruega que luego viniesen todos los caciques y papas de aquella ciudad a vernos y dar la obediencia a nuestro rey y señor; si no, que los tendría por de malas intenciones.

Índice de Historia verdadera de la conquista de la Nueva españa de Bernal Diaz del CastilloCapítulo anteriorSiguiente capituloBiblioteca Virtual Antorcha