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AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO SÉPTIMO

PERIODO PRESIDENCIAL DEL GENERAL PLUTARCO ELÍAS CALLES

CALLES INCULPADO DEL ASESINATO DEL GENERAL OBREGÓN
Entrevistas con el presidente Calles a raíz del asesinato del General Álvaro Obregón. Mi nombramiento como Secretario de Gobernación


Una investigación minuciosa de los acontecimientos que se desarrollaron a raíz del asesinato del señor general Alvaro Obregón, presidente electo de la República, nos da la clave de ciertos hechos que han sido mal interpretados por el público.

Se ha dicho que mi candidatura a la presidencia provisional fue sugerida por el señor general Calles, quien, deseoso de prolongar su influencia dentro del gobierno, oportunamente inició trabajos para lograr tal propósito.

Recordando el panorama político que presentaba el país en aquellas horas aciagas, inútil es afirmar que revestía caracteres de suma gravedad. Los principales jefes militares y políticos del obregonismo asumían actitudes de franca rebeldía en contra del presidente Calles, a quien no vacilaban en acusar públicamente como instigador del crimen. La situación era por demás angustiosa. El prestigio del.gobierno se debilitaba rápidamente y la autoridad del presidente se discutía en mitines callejeros, en los que lanzaban las más apasionadas acusaciones en contra del jefe de la nación y de sus más connotados colaboradores.

El 17 de julio, en los instantes en que el cadáver del señor general Obregón yacía en su casa de la entonces calle de Jalisco y la pasión política significaba una seria amenaza para la tranquilidad del país, el que suscribe -que, a la sazón, desempeñaba el cargo de gobernador del Estado de Tamaulipas y se encontraba en la ciudad de México- reunió a las personas más caracterizadas del grupo obregonista, entre quienes se hallaban los señores licenciados Aarón Sáenz y Arturo H. Orcí, ingenieros Marte R. Gómez y Luis L. León, general Antonio Ríos Zertuche y algunos más, para manifestarles que consideraba el momento porque atravesaba la República de lo más peligroso para la conservación del orden público; pues ya que a todos ellos les constaba que aún en el mismo lugar donde se encontraba el cadáver del caudillo sonorense, se hacían serias imputaciones al presidente de la República y a algunos de sus más allegados colaboradores, acusándolos de ser los autores del atentado. Expuse, además, a las mencionadas personas que muchos de los amigos del general Obregón, que tenían influencia en los Estados, manifestaban francamente su deseo de rebelarse en contra del gobierno constituído. Les dije, al mismo tiempo, que todos nosotros estábamos en el deber de conferenciar inmediatamente con el presidente, de hablarle con toda entereza y de precisarle cuál era el sentir de los partidarios del extinto presidente electo. Se acordó, en aquella reunión, que una comisión integrada por mí y por los señores licenciados Aarón Sáenz y Arturo H. Orcí, ingenieros Marte R. Gómez y Luis L. León, se trasladara al Palacio Nacional con el objeto indicado.

La comisión de referencia fue recibida por el señor Fernando Torreblanca, secretario particular del presidente, quien acto seguido la hizo pasar a su despacho privado. El general Calles se encontraba en compañía del general Francisco R. Manzo y ambos mostraban un semblante de abatimiento que confundía. Después de los saludos correspondientes, me dirigí al general Calles en los siguientes términos:

Señor presidente: el motivo que nos trae ante usted es el deseo de cambiar impresiones sobre los lamentables sucesos políticos de las últimas horas.

La muerte del general Obregón ha planteado para el país una grave crisis que urge prevenir, para llevar a todos los espíritus la necesaria tranquilidad y la cordura que exige el patriotismo. No sé si usted esté enterado de que, desde hace algunos meses, se venía rumorando en todas partes que se preparaba el asesinato que hoy se ha consumado. Tales rumores, que formaban ya un clamor general, se acentuaron desde que el señor Morones, secretario de Industria, Comercio y Trabajo, pronunció -el día último del pasado mes de abril- un discurso en Orizaba, en el que francamente manifestó su oposición a la candidatura del general Obregón y aún amenazó con que se levantarían barricadas para evitar que el héroe de Celaya llegase a la presidencia. Yo, personalmente, no creo que el señor Morones y su grupo sean responsables del crimen; pero la opinión pública los señala como instigadores del hecho y tomando en consideración que el gobierno que usted preside debe de garantizar plenamente a la nación que, las investigaciones -que están llevando al cabo las autoridades policiacas- se apegarán en todo a la verdad y se obrará con toda justificación, para que el propio gobierno quede por encima de toda suposición malévola, hemos creído de nuestro deber expresar a usted que no tenemos confianza alguna en los jefes de la Inspección General de Policía que se han avocado al conocimiento de los hechos.

El señor general Calles, reprimiendo el enojo que le produjo lo expuesto por mí, contestó en tono de reproche:

- ¿Qué motivos tiene usted para creer que el inspector general de policía no obra con toda rectitud?

- El inspector General de Policía, general Roberto Cruz -repuse- no fue amigo del señor general Obregón en los últimos meses y se había venido significando como un adversario en la lucha presidencial; el propio general Obregón nos lo había manifestado.

El señor general Calles agregó, dirigiéndose a mí:

- ¿A quién quiere usted que se nombre inspector General de Policía?

- Individualmente, ninguno de los miembros de esta comisión tiene interés en que se nombre a determinada persona; pero sí creemos que debe ponerse al frente de esa oficina a alguien que sea una garantía para los intereses del obregonismo.

El señor general Calles agregó:

- Proponga usted.

A lo que contesté:

- Me parece que el general Ríos Zertuche, que es un jefe militar de antecedentes insospechables, amigo del general Obregón y aétualmente Jefe de Operaciones Militares en Sinaloa, es el indicado para asumir el puesto de referencia.

Inmediatamente, el general Calles, dirigiéndose al señor Torreblanca, le ordenó que procediera a aceptar la renuncia del señor general Cruz y nombrara al general Ríos Zertuche en su lugar.

Tan pronto como se supo en la ciudad el cambio de Inspector General de Policía, un ambiente de serenidad se esparció en todos los espíritus, afirmándose en los jefes del obregonismo la creencia de que el general Ríos Zertuche obraría con plena libertad, como en efecto lo hizo, para el esclarecimiento del crimen.

Creí entonces -y sigo creyendo ahora- que aquella determinación del presidente Calles lo salvó a él, principalmente, de cualquier sospecha malévola, que lo hiciera aparecer como instigador o responsable del crimen. Siempre consideré que el general Calles fue ajeno de manera absoluta a ese hecho y, seguramente, quien más lamentó el asesinato del general Obregón fue él, dados los vínculos de franca y sincera amistad que unían a esos dos hombres.

Los instantes que siguieron a la perpetración del crimen fueron de lo más sombríos; las pasiones cegaban el cerebro de los hombres que sinceramente actuaban en uno y otro bando y muchos de ellos apelaban inclusive a los recursos más reprobables para precipitar al país en una nueva catástrofe. Todas las formas de la dialéctica acusatoria se emplearon por los anticallistas para lanzar en contra del jefe del Ejecutivo las más enconadas imputaciones. El presidente permaneció sereno ante aquella tormenta y por ningún motivo perdió la ecuanimidad y la entereza que lo caracterizaban, como gobernante y como hombre. Jamás se llegó a probar, durante el desarrollo del proceso de Toral, nada que significara el menor indicio, la más insignificante sospecha de que hubiese habido, en la consumación de aquel crimen, la más leve participación del presidente Calles. Y no es que no se hubiese hecho todo lo posible por tratar de mezclarlo a él y a algunos de sus colaboradores, representativos del Partido Laborista.

La averiguación que se practicó en la Inspección General de Policía fue apasionada. En ella tuvieron intervención directa hasta los enemigos más irreconciliables del general Calles. Manrique, Topete y otros de los opositores a la administración, desarrollaron cuantos esfuerzos estuvieron a su alcance para encontrar indicios que demostraran alguna participación del presidente en aquel odioso atentado. Las oficinas de la Inspección estaban llenas de obregonistas, que sólo esperaban el menor dato acusatorio para esparcirlo por todos los rumbos de la ciudad. Su desilusión era inmensa, cuando los encargados directos de la investigación daban la noticia de que no había nada que significase culpabilidad de altos funcionarios del gobierno.

La ecuanimidad de los señores general Antonio Ríos Zertuche, Inspector General de Policía, licenciados Arturo H. Orcí y Aarón Sáenz y Valente Quintana, jefe de las Comisiones de Seguridad, todos ellos de insospechable filiación obregonista, que dirigieron aquella investigación, evitó que la tragedia que segó la vida del caudillo tuviese de momento mayores y más graves consecuencias. Ante tan digno comportamiento se estrellaron los apasionados qué, a toda costa, se empeñaban en propalar la especie de que el presidente tenía alguna responsabilidad en el drama. Acaso algunos actos personales del general Calles, durante la campaña obregonista, dieron ocasión de que se dudase, desde que se inició, de su lealtad para con el general Obregón. Entre otros, el de no haber hecho ninguna advertencia y quizá hasta una reprimenda enérgica a su secretario de Industria, Comercio y Trabajo, Luis N. Morones, cuando éste dirigió ataques a Obregón en su discurso del 30 de abril de 1928 en Orizaba; ni haber llamado la atención al entonces subsecretario de Guerra y Marina, general Miguel Piña, quien lanzaba los más denigrantes epítetos en contra del candidato sonorense. Pero tales actos no podían ser motivo para hacer recaer sobre el general Calles la tremenda responsabilidad del crimen de la Bombilla.

Cuando yo, alguna vez, platiqué con el presidente sobre tales cargos que le hacían los amigos del general Obregón, para lo cuai me autorizó éste, el general Calles manifestó que aquello no tenía importancia alguna y que antes bien consideraba que tales ataques beneficiaban al propio general Obregón, puesto que, ante la opinión nacional, aparecía su candidatura -cuyo triunfo era incontrastable- como no apoyada por todo el elemento oficial, lo que sin duda daba más vigor a su postulación.

No por el hecho de que Morones, Piña y algunos funcionarios de mi gobierno ataquen al general Obregón, éste va a dejar de triunfar -me dijo el general Calles- y sí, en cambio, cualquier cargo de imposición que se haga al gobierno caerá por su propio peso, desde el momento en que en el seno de la administración hay destacados colaboradores míos oposicionistas a su candidatura.

Estos hechos, únicos de que se puede inculpar al general Calles, fueron los que explotaron los anticallistas, para formular la tremenda acusación de responsabilidad del presidente; pero, en mi opinión, no eran bastantes para formar una convicción. No afirmo lo propio respecto de algunos líderes del Partido Laborista. Estos sí tuvieron cierta responsabilidad moral en el crimen. No porque ellos lo hubieran aconsejado, ni porque se encontrasen durante la investigación datos convincentes que los hiciesen aparecer como complicados; pero sí, porque ellos venían pregonando en todos los tonos que el general Obregón no llegaría a la presidencia, lo cual fomentaba en todas partes un ambiente de tragedia y de impunidad, que sin duda influyó poderosamente en el ánimo del irresponsable fanático y le dio valor para llevar a cabo el asesinato.

En realidad, la posición del presidente Calles durante la campaña presidencial de 1927, en que figuraban como candidatos los generales Obregón, Serrano y Gómez, era de lo más comprometida. Mientras, por una parte, los propagandistas de los generales Gómez y Serrano hacían al gobierno el cargo de que estaba al servicio del obregonismo para imponer a su candidato, ya que casi todos los gobernadores, diputados, senadores y la mayoría del ejército lo apoyaban francamente; por la otra, los obregonistas no cejaban en inculpar al general Calles de que se oponía a la reelección del general Obregón, porque mantenía en su gabinete a connotados enemigos de aquél, como Morones, Puig Casauranc, Piña, Montes de Oca y algunos más.

Los días que siguieron a la consumación del crimen no fueron menos aciagos. El presidente se hallaba debilitado; su autoridad estaba casi extinguida y fuera de unos cuantos de sus amigos y colaboradores más cercanos, casi no lo visitaba nadie. La casa que habitaba en la Colonia Anzures se encontraba desierta; las Cámaras (principalmente la de diputados), de franca filiación obregonista, discutían con pasión aquellos acontecimientos y se alzaban voces de protesta en contra del presidente y de los líderes del Partido Laborista, de ser los autores de la tragedia.

Otro hecho -desconocido hasta el momento presente- es la visita que el día 27 de julio del mismo año de 1928 hice al presidente Calles en su casa de Anzures, en compañía de los señores ingenieros Luis L. León y Marte R. Gómez. En esta entrevista, que comenzó en un tono enteramente cordial y pudo haber terminado de manera violenta, secundado por el señor ingeniero León así como por el ingeniero Gómez, expresé con toda franqueza al presidente la necesidad inaplazable de modificar inmediatamente la estructura de su gabinete.

Es indudable, le manifesté, que hay un sentimiento de animadversión pública en contra de algunos de sus más allegados colaboradores; principalmente en contra de los líderes laboristas que combatieron la candidatura presidencial del señor general Obregón. Personalmente, no creo que ellos sean responsables del atentado; pero lo cierto es que sí fomentaron un ambiente de hostilidad en contra del general Obregón, lo que influyó sin duda en la perpetración del crimen. Yo estimo -agregué- que la crisis política tan grave que se ha planteado, comenzará a tener una solución satisfactoria si usted se resuelve a modificar la estructura de su gabinete.

El general Calles, que se encontraba en cama a consecuencia de un fuerte ataque de gripe, me contestó en tono imperativo, y, asumiendo una actitud violenta -cosa rara en él-, que no podía de ninguna manera arrojar a sus colaboradores (los laboristas) de los puestos que tenían, para que la opinión pública hiciera pasto de ellos. A lo cual agregó que él de sobra sabía lo que tenía que hacer.

Luis L. León y Marte R. Gómez, en tono conciliador expresaron al presidente que, al ir a platicar con él, no nos animaba otro propósito que el de hacer llegar a su conocimiento hechos que él ignoraba, y que sin duda estaban perjudicando a su administración. A lo dicho por ellos añadí yo:

- Señor presidente, si a usted le causa desagrado lo que venimos a manifestarle con toda conciencia de nuestra responsabilidad y como verdaderos amigos de usted, le ruego nos excuse; pero deseamos que usted conozca la verdadera situación de la República y el sentir de la calle, ya que sus íntimos colaboradores o no quieren o, por falta de valor, no pueden decírselo. Usted sabe que yo me he quedado en México, prorrogando la licencia que la legislatura de mi Estado me concedió, sólo porque usted me lo ha pedido; pero, desde este momento, en que ya no le soy útil, le manifiesto que mañana mismo me voy a mi Estado, en donde me tendrá a sus órdenes, por si en algo puedo servir en bien del país.

El señor ingeniero Gómez agregó expresiones de adhesión al presidente, haciéndole ver que nuestra obligación era hablarle con verdad.

El general Calles, en tono cariñoso y dirigiéndose a mí, expuso:

No, si no es que me sienta molesto por lo que me están diciendo; al contrario, les agradezco que me hablen de esa manera. Pero es natural que yo defienda a mis amigos y colaboradores de un cargo tan injusto como el que se les hace. Aceptarles la renuncia, en estos momentos, sería tanto como hacerme solidario de tales acusaciones sin darles oportunidad a que se defiendan.

Acto continuo volví sobre la carga, expresando:

Yo creo que la lealtad para los amigos tiene un límite y ese límite debe ser el instante en que se abusa de la amistad. Las personas a que me he referido ampliamente, como colaboradores de usted, no han correspondido a la confianza depositada en ellos; su comportamiento ha sido incorrecto e inmoral. En los puestos públicos que desempeñan han abusado del poder que usted les ha dado para cometer los actos más reprobables, por lo cual la opinión pública los repudia. Y no es justo que, por no dejarlos abandonados a su propia suerte, para que respondan de su conducta, permita usted que su gobierno se hunda y se diga que usted encubre los malos actos que la opinión pública les achaca. Perdone usted nuestra ruda franqueza; pero, ante todo, somos sus amigos y como tales le hablamos.

El general Calles contestó en tono cada vez más afectuoso, diciendo:

Si desde hace algunos días tengo en mi poder las renuncias de Morones, de Gasca, de López Cortés y no había creído pertinente aceptarlas por el motivo que he exprestado a ustedes.

A esto repliqué inmediatamente:

Creo, general, que hoy mismo debe usted aceptar tales renuncias; pues, de lo contrario, cada día que pasa es tiempo perdido y su gobierno comienza a precipitarse al abismo.

Entonces, el general Calles, llamando a Cholita, su secretaria particular, le ordenó que inmediatamente se aceptaran las renuncias mencionadas.

Al día siguiente, toda la prensa daba la noticia de que los líderes laboristas salían del gabinete.

A fines del mes de julio de 1928, llegó a la capital el gobernador de Sinaloa, señor Alejo Bay en compañía de los generales Francisco R. Manzo, jefe de las Operaciones Militares en Sonora; Fausto Topete, candidato electo al gobierno de esa entidad y de algunos otros caracterizados miembros del ejército; quienes, después de celebrar algunas juntas con otros generales y políticos convinieron en presentarse ante el general Calles, con el fin de ponerle un ultimatum y hacerle ver que era indispensable que se separara de la política nacional, pues hasta ellos había llegado el rumor de que pretendía a toda costa prorrogar su período de gobierno.

De los funcionarios que formaban dicho grupo, los más decididos a hablar al general Calles en tono enérgico según ellos mismos explicaban, eran el general Fausto Topete, el señor Alejo Bay y el profesor Páez. Sobre todo este último se refería al presidente en tono sumamente irrespetuoso. Supe, por el general Abelardo L. Rodríguez, de aquellas juntas y cuando recibí la invitación para asistir a una, que se celebró en el Hotel Regis, expresé a dichos señores que yo creía que el temor que ellos abrigaban, de que el general Calles pretendiera prolongar el mandato presidencial, era del todo infundado; pues ya había tratado con él del asunto y me había manifestado que por ningún motivo intentaría tal desacato a la Constitución y que, si bien era cierto que algunos colaboradores (el doctor Puig Casauranc, el señor Montes de Oca y algunos más), le instaban a que procediera en esa forma, él se había negado rotundamente a ello.

Con tal explicación los militares y civiles de referencia se quedaron totalmente desorientados y la entrevista que celebraron con el presidente se convirtió de grave en cordial, no habiéndose atrevido ninguno de ellos a hablarle en el tono duro y de reproche a que venían decididos. La razón que me impulsaba a obrar de la manera descrita, no era otra que mi deseo de servir patrióticamente al país para evitar trastornos que hubieran sido de graves consecuencias. Quienes fueron testigos de tales acontecimientos tendrán que convenir conmigo en que cualquier imprudencia en aquellos momentos, hubiera sido bastante para provocar la anarquía en todos los órdenes.

Yo me consideraba con el deber de obrar con la cordura necesaria, porque creía que la única personalidad capaz de salvar la situación que se creó con motivo del asesinato del general Obregón, era la del presidente Calles, no sólo porque reunía toda la fuerza de la ley como representante del Poder Ejecutivo, sino también porque sus merecimientos de revolucionario y estadista le daban toda la autoridad moral necesaria para evitar la catástrofe, que al fin se desencadenó en el mes de marzo del siguiente año.

El día 18 del mes de agosto de 1928, fui nombrado por el presidente Calles, secretario de Gobernación. En mi primer acuerdo le di a conocer, con toda clase de detalles, mi opinión sobre los errores que se venían cometiendo en dicha Secretaría al extremar la aplicación de las leyes en materia de cultos; expresándole que, en mi concepto, aquella política intransigente había conducido al país a una sangrienta lucha fratricida, que tanto había desprestigiado al régimen, y que consideraba yo que el problema de México, en lo tocante a cultos, muy lejos de ser de carácter legal, era esencialmente de fanatismo en las masas y que no debía combatirse la violencia con la violencia, sino por medios educativos, principalmente.

Le hice ver la necesidad ingente que había de reprimir, con toda severidad, los incontables y escandalosos abusos que se venían cometiendo por agentes de las policías del Distrito Federal, de la Judicial del Fuero Común, de la Judicial Federal y de la Secretaría de Gobernación, que a diario realizaban saqueos en los hogares de personas clasificadas como fanáticos y aún en los templos, y, con pretexto de buscar cómplices de los rebeldes, aprovechaban la difícil situación creada para apoderarse de reliquias de alto valor religioso o histórico, pinturas, alhajas, dinero, etc., que no se depositaban en el museo sino que desaparecían, perpetrándose así verdaderos latrocinios. Le referí que, en la Jefatura de Policía (hasta antes de hacerse cargo de ella: el general Ríos Zertuche), se cometían los mayores abusos y atropellos con gentes acaudaladas, a quienes se acusaba de complicidad con los cristeros y se les obligaba a dar fuertes cantidades de dinero para no perjudicarlas; todo lo cual estaba creando un ambiente de odio en contra del gobierno.

Le relaté, asimismo, que en dicha Jefatura de Policía, se venían realizando imperdonables asesinatos, simulando suicidios de las víctimas y que la opinión pública señalaba a Palomera López como el ejecutor de tales crímenes.

Finalmente, le mostré un proyecto de Decreto que encontré en la Secretaría de Gobernación, en el cual se imponían penas severas, de multas o arrestos, aún a las personas que portaran medallas o imágenes religiosas. El presidente Calles ostensiblemente contrariado por todo lo que le expresé, me manifestó "que ya estaba cansado de tanta imbecilidad que se había cometido por algunos de sus colaboradores en la cuestión religiosa; que, como era natural, él no podía enterarse de los abusos que a diario se realizaban con pretexto de este asunto y que, desde aquel momento, me autorizaba para que obrara con toda libertad y desarrollara la política de conciliación que yo juzgara conveniente sabiendo de antemano que no me saldría del cumplimiento de las leyes de la materia.

Mi primer acto, como secretario de Gobernación, fue girar una enérgica circular a todos los gobernadores de los Estados y autoridades dependientes del Ministerio. En ella, se les dieron instrucciones sobre su actuación en la cuestión religiosa, prescribiéndose que se sujetaran estrictamente a las leyes y evitaran que se cometieran actos de violencia, para lo cual deberían hacer cesar toda labor persecutoria en contra de aquellos creyentes que, sin salirse de la ley, ejercieran sus derechos y, en cuanto a las personas que por cualquier motivo trataran de cometer actos sediciosos, se les consignara a las autoridades competentes, otorgándoseles toda clase de garantías.

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