Índice de Autobiografía de la Revolución Mexicana de Emilio Portes GilCAPÍTULO V - La Revolución Constitucionalista - El distanciamiento entre Carranza y ObregónCAPÍTULO V - La Revolución Constitucionalista - Asesinato de ZapataBiblioteca Virtual Antorcha

AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO QUINTO

LA REVOLUCIÓN CONSTITUCIONALISTA

ELECCIONES EN TAMAULIPAS
Un asalto a balazos en el bosque de Chapultepec.


La lucha de Poderes Locales que se inició en Tamaulipas en el año de 1917, fue muy reñida.

El general Luis Caballero era, a la vez que gobernador del Estado, jefe de Operaciones Militares, y al lanzar su candidatura, pidió licencia, dejando en su lugar en el gobierno al general Raúl Gárate, yerno suyo, que fue substituido poco después por el licenciado Fidencio Trejo Flores, también elemento adicto al mencionado militar.

La gestión de Caballero en Tamaulipas se distinguió por el fuerte impulso que dio a la educación pública, bajo la hábil dirección de los grandes maestros Lauro Aguirre, Alfredo Uruchurtu, Arturo Pichardo y otros muchos, quienes hicieron una verdadera renovación no sólo en los programas que implantaron, sino también en otros aspectos de gran beneficio para la niñez tamaulipeca. Sin embargo, cometió gravísimos errores.

No se ocupó para nada, el gobierno del general Caballero, de la Reforma Agraria, y al estallar en Tampico una huelga, por órdenes de las autoridades militares, fueron deportados a Querétaro los obreros Andrés Araujo, Alejandro Berman, José Angel Hernández y Benítez. Las casas de juego funcionaron desde que se hizo cargo de la administración, en Tampico, Matamoros, Laredo, Reynosa, Ciudad Victoria y otras poblaciones. Los ingresos que se obtenían por este concepto eran fabulosos. Tampico estaba en gran auge petrolero, y por el puerto salían enormes cantidades de petróleo, llegando a ser el segundo puerto de tonelaje en el mundo, durante los años de la primera guerra mundial, y las fabulosas sumas a que nos venimos refiriendo, no ingresaban a las arcas públicas, sino que se distribuían entre altos jefes del gobierno de Tamaulipas y de la Federación.

Los atropellos que cometían las autoridades menudeaban en todo el Estado, que ya anhelaba un cambio, cualquiera que fuese, para bien de la colectividad.

En el año de 1914, a la entrada a Ciudad Victoria de las fuerzas villistas al mando de Máximo García y de Alberto Carrera Torres, fueron asesinados en masa, en la penitenciaría, un grupo numeroso de presos políticos, entre quienes figuraban Tomás Navarro, bohemio, incapaz de hacer mal a nadie, un señor Sagástegui y otros muchos.

Los cadáveres fueron conducidos al cementerio de la ciudad, y Sagástegui, que aún estaba vivo, se fingió muerto y a duras penas pudo abandonar el cementerio y huir de la ciudad.

Pocos meses después, al ser aprehendido el general Alberto Carrera Torres, quien había luchado desde hacía años por la solución del problema agrario, fue fusilado en el panteón de Ciudad Victoria, hecho que causó airadas protestas de los elementos revolucionarios de Tamaulipas.

Al recuperarse la plaza de Ciudad Victoria, el gobierno siguió desarrollando una labor de zaña en contra de quienes consideraba enemigos de la causa.

Una situación así hizo nacer en el pueblo la esperanza de que el general César López de Lara, que venía gobernando con gran acierto el Distrito Federal, desde que fue recuperada la ciudad de México por las fuerzas constitucionalistas en el año de 1915, pudiera llegar al gobierno en el período que se iniciaría en el año de 1918.

La lucha entre estos dos candidatos fue sangrienta. Numerosos asesinatos fueron cometidos por los incondicionales de Caballero, y en una de nuestras visitas a Ciudad Victoria, en los momentos en que el general López de Lara se dirigía al pueblo desde el kiosko de la Plaza de Armas, una turba de partidarios de Caballero nos sorprendió atacándonos a balazos. Ese grupo de atacantes estaba dirigido por el comandante de la Policía.

La lucha siguió cada vez con más encono, con numerosos saldos de sangre.

La candidatura del general López de Lara surgió de las organizaciones obreras de Tampico, Laredo, Matamoros, Reynosa, Ciudad Victoria y otras poblaciones, tomando gran incremento en la opinión pública.

En cambio, Caballero estaba apoyado por todos los presidentes municipales nombrados por él, y por los grupos reaccionarios del Estado.

Al verificarse las elecciones correspondientes, el 27 de marzo de 1918, se instalaron dos legislaturas: la del general López de Lara, en el recinto del Congreso, no obstante que frente al mismo estaban fuerzas federales mandadas por el general Eugenio López, partidario de Caballero. La legislatura caballerista se instaló en la calle, frente al recinto oficial.

Cuando se comunicó por las dos legislaturas a la Secretaría de Gobernación, su instalación, el licenciado Manuel Aguirre Berlanga, titular de la misma, telegráficamente les dirigió el siguiente mensaje:

Con motivo de las elecciones a Poderes del Estado de Tamaulipas, instalándose dos asambleas, cada una de las cuales prctendía ser la legítima Junta Preparatoria del Congreso; como resulta absurdo que hayan en un mismo Estado dos Congresos y el Ejecutivo no puede calificar cuál de las dos agrupaciones que se dan este nombre es la legítima, porque sería tanto como revisar los actos de las mismas, el Gobierno Constitucional y Pre Constitucional del Estado, no reconocen a ninguno de los dos grupos que se constituyeron en Congreso Local, ni los actos de ellos.

Cada una de las Asambleas ha declarado Gobernador al candidato de su Partido, general López de Lara y general Luis Caballero, respectivamente, y lo han comunicado a los Gobiernos Federal y del Estado. Por tanto, el primero, como el local, no reconocerá a ninguna de esas declaratorias por los motivos expresados. La paz pública será mantenida inalterable en el Estado. Salúdolo. El Secretario de Gobernación, Aguirre Berlanga.

Ante esta resolución del Gobierno Federal, y el aviso que me dio el entonces coronel Carlos Real, para que saliera inmediatamente de Ciudad Victoria, porque creía que algo se tramaba en mi contra, me trasladé a la Ciudad de México, donde se estaba tratando el caso electoral de Tamaulipas.

En efecto, el día 29 de marzo de 1918 se celebró en la casa del general don Pablo González una junta, a la que asistieron, a invitación del mencionado jefe militar, los generales César López de Lara y Luis Caballero.

En dicha junta estuvieron presentes, además, los señores general y licenciado don Pablo A. de la Garza, Procurador General de la República y el doctor don Luis G. Cervantes, distinguido profesionista y médico que había militado en el Cuerpo del Ejército del Noreste.

La casa que habitaba el general González estaba situada en la actual calzada de Insurgentes, frente a la estación de Buenavista. Acompañamos al general López de Lara, además del que escribe, el diputado Eliseo L. Céspedes, el mayor Ramón Elizondo y el capitán Mata, hijo del ilustre periodista don Filomeno Mata.

La entrevista tuvo lugar a las cuatro de la tarde, y después de la consiguiente sugestión que hiciera el general González, recomendando a los candidatos ponderación y patriotismo, el general López de Lara hizo las siguientes proposiciones:

1.- Que a fin de no distraer ni causar entorpecimiento en la política general del Gobierno de la Unión, y evitar al mismo tiempo trastornos al Estado de Tamaulipas, sugirió, que dada la reputación de honradez, rectitud de miras y de principios que caracterizan en lo individual a cada uno de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de común acuerdo ambos candidatos designaran a los expresados señores ministros para que, no con el carácter que les da su alta investidura, ni mucho menos constituidos en Tribunal Pleno, sino formando un Comité Arbitral privado, se sometiera a su laudo la solución de la contienda electoral.

Habiendo sido rechazada por el general Caballero esa primera proposición, formuló la segunda, concebida en los siguientes términos:

2.- Que haciendo un sacrificio de los intereses personales, se firmaran las bases de un convenio por el cual ambos candidatos renunciaran a los derechos electorales que pudieran pertenecerles, dando con ese acto una prueba del patriotismo que los animaba, lo cual redundaría por el bienestar futuro del Estado de Tamaulipas.

Esta proposición fue muy bien recibida por los asistentes a la junta, y el señor general y licenciado don Pablo A. de la Garza la apoyó con acopio de razones, ampliándola en el sentido de que la Legislatura de Tamaulipas quedaría integrada por 7 diputados pertenecientes a cada uno de los partidos y quienes entre sí designarían un gobernador que desempeñara el cargo, evitándose así mayores interrupciones al orden constitucional del Estado.

El señor general Caballero se mostró intransigente en lo absoluto, rechazando de plano dichas proposiciones, y en el curso de sus argumentos profirió frases que lastimaron al general López de Lara, por lo cual éste manifestó que no era aquél el lugar apropiado para esa controversia, dado que se encontraban en presencia de su antiguo jefe, el general González, bajo cuyas órdenes habían militado.

El general Caballero continuó empleando el mismo tono irónico con el que si bien no se dirigía directamente al general López de Lara, sus frases encerraban alusiones personales, por lo que éste reiteró la petición de que no se confundieran las cuestiones personales con las que interesaban al Estado de Tamaulipas. Así terminó la junta con la promesa de que se reunirían nuevamente los dos candidatos y las demás personas que habían concurrido.

El general Caballero se despidió primero, y cuando salió el general López de Lara, lo encontró en el patio de la casa, donde se cruzaron frases injuriosas, pero que tendían a dirimir una contienda en el campo del honor.

Después el general Caballero invitó a López de Lara a que subiera a su automóvil, a lo cual accedió, muy a pesar de que sus acompañantes le dijimos que no debía hacerlo, ya que conocíamos al general Caballero y éste hubiera sido capaz de asesinarlo.

Se inició una discusión dentro del auto de Caballero, pues quería que su contrincante se sentara a la izquierda, a lo cual López de Lara se opuso diciendo al primero que por cortesía y siendo suyo el auto, debería cederle la derecha.

Con este motivo, el general López de Lara se bajó del vehículo. Después Caballero preguntó a López de Lara si estaba dispuesto a irse a matar con él, a lo que López de Lara le contestó que estaba a sus órdenes en el terreno del honor e invitó a éste a que lo siguiera, lo cual hicimos en nuestro automóvil. Pero al llegar a la estación de carga, donde Caballero tenía su carro especial de ferrocarril, paró su automóvil, dándonos cuenta de que un oficial, en unión de otros militares, subieron al auto de Caballero algunos rifles.

Cuando nos percatamos de esta felonía, creímos conveniente no seguir a Caballero; pero ante el cumplimiento del deber, nos dirigimos a Chapultepec, lugar en que nos había citado don Luis.

Después de dar una vuelta completa a la gran avenida, vimos que el auto de Caballero estaba ya parado muy cerca de la casa del director del Bosque, cerca de donde está el Monumento a los Niños Héroes, y cuando nos detuvimos a diez o quince metros del lugar, de manera salvaje e inesperada nos atacaron por la espalda a balazos, primero con pistola y después con rifle.

Yo ni siquiera tuve tiempo de bajar del vehículo, habiendo recibido dos balazos en la cabeza. Afortunadamente para nosotros, el primero en caer muerto con un balazo en la frente fue el teniente coronel Francisco Aguirre, jefe de la escolta del general Caballero.

La pelea duró escasos 20 minutos, y cuando los guardias de Chapultepec se dieron cuenta del mitotito, ocurrieron al lugar, habiéndonos aprehendido a todos.

Acompañaban al general Caballero el teniente coronel Francisco Aguirre, hombre valiente y rápido en el manejo de las armas, que recibió un balazo en la frente, quedando muerto de inmediato; el capitán Pablo Villarreal, matoide profesional, un teniente de apellido Carranco, de pésimos antecedentes, y dos oficiales más. Con el general López de Lara estuvimos el que escribe, el diputado Elíseo L. Céspedes, el mayor Ramón Elizondo y el capitán Mata.

Como Caballero se percatara de que de comprobarse por las autoridades que él llevaba en su auto algunos rifles le vendrían serias responsabilidades, rápidamente uno de los oficiales condujo a la parrilla de nuestro auto esos rifles; pero con tan mala suerte para él, que el Juez Instructor, después que se examinaron las bolsas de parque y las fundas de las carabinas, encontró en una de ellas un documento firmado por el propio don Luis, dirigido al mayor Antonio Caballero, sobrino suyo, así como dos barajas (el general Caballero era muy afecto a los albures), documento que fue reconocido en el Juzgado por los mencionados señores, prueba irrefutable de que las carabinas y el parque eran de nuestros agresores.

La trifulca aquella ocasionó una conmoción en la ciudad: nunca antes se había presenciado en la Ciudad de México un acontecimiento de esa naturaleza.

El presidente Carranza personalmente fue a saludar en las oficinas de la Guardia de Chapultepec a los generales López de Lara y Caballero.

Yo fui conducido a la Cruz Roja por mi siempre querido amigo Aarón Sáenz, y después de una delicada operación que me fue practicada en el cuello, cerca del nudo vital y arriba de la oreja izquierda, por el cirujano don Rosendo Amor, para extraer las dos balas que tenía alojadas en la cabeza, pude salir con nuevos bríos para continuar la lucha política que posteriormente se desarrolló con más violencia, con mayor ímpetu y con mayor civismo y valor del pueblo tamaulipeco.

Con motivo de tan graves acontecimientos, el 26 de abril, el Senado de la República declaró desaparecidos los poderes del Estado, nombrando el día 11 de mayo, gobernador de Tamaulipas al ciudadano profesor Andrés Osuna.

Caballero, ante aquel fracaso, volvió a hacerse cargo de la Jefatura de Operaciones del Estado, y con 3,000 hombres a sus órdenes, se levantó en armas el día 22 de abril.

Inmediatamente el presidente Carranza designó al general Manuel M. Diéguez para que sofocara aquel movimiento rebelde, y en menos de un mes el aguerrido general Carlos Osuna destrozó la columna de Caballero, quedando pacificado el Estado.

Caballero se refugió en la sierra de San Carlos, acompañado de unos cuantos de sus hombres; el día 3 de enero de 1920 depuso su actitud sometiéndose al Gobierno.

La lucha electoral continuó hasta el año de 1920, en que ganó el candidato López de Lara, quien se hizo cargo del gobierno al triunfo de la Revolución de Agua Prieta.

Es de lamentarse que el general Caballero, que había sido el primer revolucionario tamaulipeco que luchó denodadamente contra la dictadura huertista, que poseía virtudes de buen organizador y sentimientos nobles en bien de su pueblo, haya incurrido en los gravísimos errores que dejamos relatados.

En el año de 1925, siendo gobernador del Estado, se me presentó en Ciudad Victoria el mencionado general Caballero, que había sido amnistiado por el presidente Carranza; al recibirlo, me dijo más o menos estas palabras:

Señor gobernador: usted y yo hemos sido enemigos desde el año de 1917. Quiero que olvidemos el pasado, porque me cupo el honor que usted siempre me atacó de frente, y nunca en forma cobarde, como me han atacado muchos de mis enemIgos y algunos de mis antiguos amigos. Estoy pobre y vengo a solicitarle tres cosas: primero, que se me devuelva la casa, única propiedad que tengo, que está intervenida por el gobierno federal: segundo, que me condone usted todas las contribuciones que adeudo, y tercero, que me dé usted garantías para residir en Jiménez, mi tierra natal.

Inmediatamente tomé el teléfono, comunicándome con el señor presidente Calles, diciéndole:

Esta aquí el señor general Caballero, viejo revolucionario tamaulipeco. Me consta que está muy pobre, y la única propiedad que tiene en Tamaulipas es una modesta casa que está intervenida por el gobierno federal. Allí están algunas oficinas de la Federación. Le he ofrecido hablar con usted para suplicarle que se le devuelva esta casa, y si es posible, que se le haga entrega hoy mismo de dicha propiedad.

El general Calles me contestó:

Lo autorizo a usted para que dé posesión al general Caballero de su casa. Salúdelo de parte mía y que desde hoy se le paguen las rentas de las oficinas federales que están allí.

La segunda petición la acordé inmediatamente, y en cuanto a la tercera, llamé por teléfono al general Guillermo Nelson, que era Jefe de Operaciones en el Estado. Ya se conocían, y se saludaron muy afectuosamente. Le dije a Nelson:

Hazme el favor de ordenar al Jefe de la Guarnición de Jiménez que le dé toda clase de garantías al general Caballero, y si es posible, que todos los días se presente dicho militar a darle parte de las novedades que ocurran.

Inmediatamente Nelson se comunicó con la Jefatura de Guarnición de Jiménez, y ordenó al mayor encargado de la misma, se le dieran toda clase de garantías al general Caballero y se presentara todos los días a su domicilio a saludarlo y darIe parte de cualquier novedad que ocurriera.

Al despedirse el general de mí, con un abrazo, me dijo:

Yo sabía que usted atendería mi súplica, pero no con tanto exceso como lo ha hecho.


UNA DEPORTACIÓN CON MOTIVO DE UNA HUELGA

En el mes de abril de 1919 fundé en Tampico, Tamps., el periódico El Diario cuyo primer número apareció el 25 del mismo mes y año.

Como el obregonismo se iniciaba y tomaba un auge arrollador en todo el país y en Tampico las simpatías por el general Obregón eran unánimes, el gobierno del señor Carranza, para reprimir el impulso del pueblo, creyó conveniente mandar al puerto petrolero a jefes militares dispuestos a ejercer toda clase de actos y demostrar a los líderes y a las organizaciones obreras que el gobierno estaba decidido a evitar cualquier manifestación contraria a los principios gubernamentales. De ahí que fueron expresamente nombrados como jefe de la Guarnición de la Plaza el general Ricardo González V., y como jefe de la Policía Militar el coronel Carlos S. Orozco. El primero, hombre atrabiliario, y el segundo, de pésimos antecedentes, pues había pertenecido al antiguo ejército huertista. Además se nombraron jefes policíacos de reconocida habilidad y falta de ética, entre otros, a Antonio Villavicencio y a José Mazcorro de definida actuación antirrevolucionaria.

En el mes de mayo de 1919 estalló una huelga de los trabajadores de la Compañía de Petróleo Pierce Gil Corporation. Como yo actuaba como abogado de las organizaciones obreras entonces en formación, me tocó formular el pliego de peticiones que se presentó a los directores de la empresa. Entre esas peticiones figuraban las más elementales que autoriza el artículo 123 de la Constitución General de la República: contrato colectivo, ocho horas de trabajo, descanso semanario, asistencia médica, salario mínimo, doble jornal en días festivos, pago de horas extras, respeto al escalafón y reparto de utilidades.

Al declararse la suspensión de labores se celebró en los patios de la refinería una reunión con asistencia de más de cinco mil trabajadores. En esa reunión se acordó ir a la huelga en virtud de que los funcionarios del Estado y Municipales no daban contestación a las diversas instancias del sindicato, instancias que habían sido presentadas hacía más de treinta días. Al decretarse la suspensión de labores se procedió a nombrar la Comisión de Obreros que debería vigilar el orden y la protección de las propiedades de la compañía. Con la huelga se solidarizaron, sin acordar el paro, los trabajadores de El Aguila, La Huasteca, La Corona, La Mexican Gulf, La Texas, El Gremio Unido de Alijadores y otras organizaciones.

Los primeros días de huelga transcurrieron sin novedad. El quinto día, como no se llegara a ningún arreglo en virtud de que la gerencia de la compañía no daba señales de acceder a los puntos petitorios, se celebró una nueva reunión. Los oradores caldearon en extremo el ambiente, pero no hubo ningún desorden. El ataque a los funcionarios del Estado y a las autoridades que conocían del conflicto fue cada vez más rudo.

A las nueve de la noche de ese día, encontrándome en mi casa habitación, recibí la visita del señor general Gregorio Osuna, amigo mío y con quien siempre llevé una cordial amistad. El general Osuna, que no tenía ninguna comisión militar, me manifestó que el señor general Ricardo González V. deseaba hablar conmigo, por lo que me suplicaba lo acompañara al Hotel Imperial. Al llegar uno de los ayudantes me hizo pasar a la cantina del establecimiento. Allí se encontraban con el general González el coronel Carlos S. Orozco y otros militares de alta graduación. En términos un tanto violentos el general González me invitó a sentarme y me dijo:

De lo que pase en la refinería de la Pierce esta noche lo hago a usted responsable y le advierto que procederé enérgicamente por los desmanes que cometan los trabajadores, en la inteligencia, -agregó-, que he ordenado la salida de cien hombres de mi mando para que impidan sea incendiada la refinería, pues tengo noticias de que los huelguistas pretenden hacer tal fechoría.

Siguió hablando el general González, en forma cada vez más violenta, y el general Osuna, que se hallaba en pleno uso de sus facultades, intervino para calmar al mencionado militar, que se veía ya en estado de embriaguez. Contesté al general González lo siguiente:

No creo que haya peligro alguno para los bienes de la compañía, ni que se pretenda incendiar la refinería. Es verdad que los trabajadores están exaltados debido a que el pliego de peticiones que presentaron a las autoridades y a la gerencia hace ya más de un mes ni siquiera les ha sido contestado y los funcionarios muestran una negligencia completa en este caso, pero los obreros están tranquilos.

El general González más exaltado y en tono más áspero expresó:

Yo le he dicho a usted que con su cabeza me responderá de los disturbios que sucedan esta noche en Tampico.

A esto repuse en tono también un tanto violento:

Usted puede hacer lo que quiera conmigo puesto que dispone de la fuerza y a mí no me importa que cometa el atropello con que me amenaza. Estoy a sus órdenes para lo que usted desee hacer.

Intervino el general Osuna en términos serenos y calmó al general González. Este ya con palabras tranquilas me dijo:

Si no logra usted que los obreros abandonen la refinería mis fuerzas los desalojarán a como haya lugar.

Yo le repliqué:

Creo que sería un error usar la fuerza para desalojar a los trabajadores. Estos no abandonarían la refinería porque consideran que es su instrumento de trabajo. Creo que debe usted estar sin cuidado, pero al mismo tiempo procure que se resuelva este conflicto por las vías legales y sin usar ninguna violencia pues las consecuencias que tal acto reportaría serían incalculables. Si usted quiere yo me trasladaré a la refinería para sugerir a los trabajadores que tengan paciencia hasta en tanto las autoridades resuelven este conflicto.

Como el general González estuviera de acuerdo con esta sugestión, salí inmediatamente a conferenciar con el comité de huelga que estaba reunido en la Casa del Obrero Mundial. Inmediatamente nos comunicamos con los trabajadores y éstos nos ofrecieron, bajo su responsabilidad, no cometer ningún acto de violencia, pidiendo en cambio que las fuerzas no ejercieran ningún atropello en su contra. La noche paso sin ninguna novedad, pero cuando los días se sucedieron y los obreros no recibían ninguna contestación al pliego de peticiones el hambre comenzó a hacer mella en sus familias y el lunes 17 de mayo se convocó a un gran mitin en la Plaza de la Libertad. Eran las cuatro de la tarde de ese día cuando se inició el acto. Los oradores exaltaron a la multitud y el ataque al gobierno no se hizo esperar.

Más de diez mil obreros de todas las compañías se hallaban reunidos en aquel lugar, cuando, en los momentos de más exaltación, un piquete de soldados llegó inesperadamente, abriéndose paso entre la multitud, atropellando a los indefensos trabajadores. El jefe de aquel grupo de soldados era el mayor Gustavo Martínez Cuadras, sub-jefe de la Policía Militar, quien en los momentos en que subió a la plataforma de un eléctrico e hizo funcionar el motor, temeroso de que la multitud lo atacara, echó mano a la pistola 45 que portaba y esto fue bastante para que se oyeran los primeros disparos. El mayor Martínez Cuadras fue de las primeras víctimas, quedando su cadáver tirado en el pavimento. La refriega no se hizo esperar. Por todas partes corría la gente temerosa de ser asesinada y cuando terminó el zafarrancho, levantaron de la plaza, aparte del cadáver del mayor Martínez Cuadras, los de cuatro trabajadores y gran número de heridos.

La tarde del desastre a que me vengo refiriendo, en los momentos en que trataba yo de calmar a los obreros exhortándolos a mantenerse serenos, se me presentó Manlio Fabio Altamirano, a quien no tenía el gusto de conocer y que entonces era abogado litigante en Pánuco. Cuando me dijo Manlio:

Dígame usted, licenciado Portes Gil, en qué puedo ayudar.

Yo le contesté:

Ya ve usted que cualquier esfuerzo que hagamos es inútil para contener a la multitud.

Sin embargo, Manlio, con la voz portentosa que tenía, me ayudó a exhortar a los trabajadores para que se mantuvieran en sus puestos.

Al día siguiente se organizó una manifestación de más de cinco mil hombres que siguieron en actitud callada los féretros de los obreros muertos. Aquella manifestación fue de lo más imponente. Pasábamos por las afueras de la Comandancia de la Policía y se ordenó hacer alto. Los oradores, entre quienes recuerdo a los líderes Andrés Araujo, Alejandro Berman que aún viven; José Angel Hernández, Daniel Benítez y Rafael Zamudio, ya fallecidos y a otros más, dirigieron violentos ataques en contra del gobierno Federal, del Estado, del Jefe de la Policía y del Jefe de la Guarnición de la Plaza.

Al llegar al cementerio, la multitud rodeó los féretros y allí. se pronunciaron nuevas y violentas arengas en contra del mal gobierno.

Al día siguiente las autoridades militares publicaron un aviso en que se disponía que en el término de setenta y dos horas deberían volver los obreros a su trabajo, a riesgo de perder su puesto al que no obedeciera.

Naturalmente, aquella huelga fue sofocada y aniquilada por los esquiroles que, apoyados por la Policía Militar, iniciaron los trabajos en la refinería.

El general González aprovechó aquella oportunidad para mandar fuertes contingentes de tropas que ocuparon la refinería sin la menor resistencia.

Mi actitud en favor de los trabajadores motivó que, el 18 del mes de mayo, hallándome en mi despacho en unión de mis socios los abogados Federico Martínez Rojas y Juan A. Veites formulando amparos en favor de los obreros, en contra de quienes se había dictado orden de aprehensión, llegara el coronel Fructuoso Villarreal montando un brioso corcel. Como yo estaba en una de las ventanas que dan a la calle del Estado, el coronel Villarreal, sin bajarse de su caballo y en tono comedido y respetuoso me manifestó que el Jefe de la Guarnición deseaba hablar conmigo. Expresé al coronel Villarreal que en breves momentos estaría en las oficinas de la guarnición a lo que él manifestó que tenía órdenes de llevarme ante la presencia del citado general González. Ante aquella actitud del coronel Villarreal me dispuse acompañarlo.

Guardo para el general de Brigada Tocho Villarreal, ya fallecido, el grato recuerdo de que me permitió ir a veinte o treinta metros delante de él y también que me haya tratado con la mayor consideración.

Los momentos aquellos eran difíciles. El gobierno del presidente Carranza se había propuesto imponer por medios violentos en la presidencia de la República al señor ingeniero don Ignacio L. Bonillas. En toda la República se habían nombrado como jefes de operaciones a militares atrabiliarios que no respetaban la vida ni los intereses de los ciudadanos. Los gobernadores de los Estados estaban bajo sus órdenes y ya se había iniciado una tenaz persecución en contra de los. periodistas de oposición que eran enviados a la Huasteca o a Chihuahua, dizque en viajes de rectificación. Periodistas como Barrera Penicbe, los hermanos Zamora Plowes, René Capistrán Garza, Arreola Valadez, Rangel y otros, más se encontraban en esas regiones, sin conocer siquiera el motivo de su deportación.

Cuando llegué a la Jefatura fui introducido a un salón en donde se encontraban los obreros Fernando Bolaños, Antonio Sáncbez, Angel Castillo, Francisco González, Hilarión Peña, Carlos Ramírez, Juan Osorio, Victoriano Chávez, Juventino Juárez, Juan L. Cabrera, Moisés González, Sebastián de la Rosa, José Castillo, Andrés Araujo y el profesor Juan Gual Vidal.

Tan pronto como llegué se dio orden de que todos fuésemos trasladados a un punto distante un kilómetro: de la estación del ferrocarril y rigurosamente escoltados se nos hizo abordar un furgón de ganado que ya estaba preparado con una locomotora y un cabús. Como en el momento de partir el convoy se presentara el licenciado Federico Martínez Rojas, acompañado del señor licenciado don José de J. Matus, íntegro Juez de Distrito, en Tampico, quien iba a notificar al jefe de la escolta el auto de suspensión que había dictado en el amparo solicitado, éste sin el menor respeto al representante de la Justicia Federal ordenó la inmediata salida del tren que nos habría de conducir a rumbo desconocido para nosotros.

Al amanecer llegamos a la ciudad de San Luis Potosí. Como ninguno de nosotros había tenido conocimiento de aquel viaje tan improvisado todos íbamos en ropas ligeras y sin dinero en el bolsillo. El frío de la madrugada era intenso y la incomodidad del furgón que estaba lleno de estiércol del ganado, hacía nuestra situación desesperante. En San Luis Potosí se presentó el Juez de Distrito del lugar a manifestar al Jefe de la Guarnición que por exhorto que había recibido de su colega del Puerto de Tampico, le iba a notificar el auto de suspensión dictado en el amparo respectivo. El resultado de aquella notificación fue el mismo que en Tampico, con la circunstancia de que el Jefe de la Guarnición, que era un coronel de apellido Ruiseco, en términos groseros manifestó al Juez de Distrito que aquella notificación no tenía para él ninguna importancia.

De San Luis Potosí seguimos para Zacatecas, pasando por Aguascalientes y llegando a Torreón a las 10 de la mañana del día 23 del mismo mes.

De la estación fuimos conducidos a la cárcel pública. Materialmente empapados, ya que durante el trayecto estuvo lloviendo copiosamente, fuimos internados en el común de presos, quienes nos recibieron con muestras de simpatía y nos facilitaron sus cobijas para abrigarnos hasta en tanto se secaba la ropa que portábamos. Esa tarde a las cinco fui llamado por el alcaide de la cárcel, quien me presentó al señor Luis Ortega, joven abogado que ejercía su profesión en dicha ciudad. El licenciado Ortega, que vive aún y radica en Torreón, me manifestó que venía a ponerse a mis órdenes y a las de mis compañeros para tomar nuestra defensa y promover los amparos consiguientes ya que era indigno el proceder de las autoridades. Me expresó también el señor licenciado Ortega que una comisión de obreros nombrada por la Federación de Sindicatos del Estado lo acompañaba para hacernos presente su solidaridad. Indiqué al señor licenciado Ortega que nada podía hacer en nuestro favor, que aquello no tenía remedio y que lo único que conseguiría era exponerse a represalias de las autoridades. Ortega, que entonces tendría a lo sumo 24 o 25 años de edad, me contestó:

A mí no me importa exponerme a lo que sea, yo vengo a cumplir con un deber de abogado y de compañero y yo le suplico me firmen usted y sus compañeros este pliego para solicitar el amparo de la Justicia Federal.

Aquella actitud valiente del licenciado Ortega nos convenció y desde luego firmamos la petición de amparo.

Como a las once de la noche fuimos sacados de la cárcel y conducidos a la Jefatura de la Guarnición en donde dormimos en un inmundo cuarto en que apenas cabíamos los 19 detenidos. De vez en cuando y durante gran parte de la noche, oíamos palabras altisonantes de algunos jefes militares que nos amenazaban con fusilamos esa misma noche. Nada ocurrió.

Al día siguiente a las cuatro de la madrugada fuimos conducidos a la estación del ferrocarril donde ya se encontraba el tren de pasajeros que salía para Chihuahua. Se nos acomodó en un carro caja agregado al tren con una escolta al mando del capitán 1° Ramón Ruiz. Desde aquel momento nuestra situación cambió. El capitán jefe de la escolta se portó con nosotros como todo un caballero, haciéndonos ver que él no estaba de acuerdo con aquellos procedimientos arbitrarios; que no tuviéramos cuidado porque tenía plena confianza en nosotros y que podíamos bajar en las estaciones sin ninguna vigilancia, siempre que con nuestra palabra de honor, nos comprometiéramos a no emprender la fuga.

Al capitán Ruiz no lo volví a ver sino hasta el año de 1929 en que estando encargado del Poder Ejecutivo me solicitó audiencia. En esa entrevista recordamos las peripecias del viaje y como ya tenía derecho a un ascenso pues hacía más de diez años que ostentaba el grado de mayor, lo promoví al grado inmediato. Posteriormente por recomendaciones mías ocupó alguna pagaduría militar. El expediente de este militar era limpio, tenía una hoja de servicios magnífica y había tomado parte de la lucha armada en multitud de ocasiones. Desgraciadamente después supe que este hombre caballeroso y tan cumplido había muerto.

El día 25 de mayo a las tres de la tarde arribamos a Jiménez. Ahí se encontraba en su tren especial el señor general Diéguez, jefe de las Operaciones Militares en el Estado de Chihuahua. El capitán nos condujo a su presencia. Subimos al carro especial en que se hallaba dicho jefe militar, quien nos recibió en forma nada afectuosa haciéndonos esta pregunta:

¿Saben ustedes por qué vienen presos?

No, señor general -contesté- lo ignoramos.

Diéguez repuso:

Vienen presos por bolcheviques (ésta era la palabra de moda en aquellos tiempos) por agitadores. Tengo instrucciones del presidente de la República de pasearles por todo el Estado para que vean que todo está en paz y ya no cuenten mentiras en su periódico. Además, la huelga que ustedes promovieron en Tampico ha sido perjudicial para los intereses del gobierno que no quiere esta clase de escándalos.

Señor general -repuse- usted puede hacer de nosotros lo que guste, inclusive fusilarnos, pero yo le ruego sea usted comedido en su trato para con este grupo de trabajadores. Lo que se está cometiendo con nosotros es una arbitrariedad y yo le suplico a usted que no nos humille. Usted fue víctima de un atropello semejante durante la dictadura del general Díaz, inclusive fue usted recluido en San Juan de Ulúa y no creo que se haya olvidado de aquellas arbitrariedades. Yo protesto a nombre de mis compañeros por estos actos que comete el gobierno y que no son nada humanos ni mucho menos legales.

Ante mi actitud el general Diéguez cambió en su modo diciéndonos:

No, muchachos, ustedes deben de comprender que la situación, porque atraviesa el país es grave y todos estamos en el deber de colaborar con el gobierno para evitar estos desórdenes. Hemos terminado -agregó y dirigiéndose al jefe de la escolta le ordenó--: Lleve usted a estos presos a Chihuahua y póngalos a disposición del Jefe de la Guarnición.

A las once de la mañana del día 26 llegamos a Chihuahua. Fuimos conducidos de inmediato a las oficinas de la Jefatura de la Guarnición. Como la caminata había sido penosa, tan luego como fuimos acomodados en uno de los salones del edificio nos quedamos profundamente dormidos. Así estuvimos más de tres horas. De improviso fui despertado por un militar que en forma brusca pero afectuosa, me dijo:

¿No me reconoce usted compañero? Soy el coronel Juan Manuel Otero y Gama, recuerde usted que fuimos diputados a la XXVII Legislatura hace apenas un año.

Le reconocí y me puse de pie para saludarlo. Entonces me dijo:

Soy el Jefe de la Guarnición y he recibido órdenes de la superioridad de recluirlos en las bartolinas de la penitenciaría, órdenes que no cumpliré, pues ante tales procedimientos arbitrarios no puedo menos que indignarme y prefiero pedir mi baja del ejército antes de ser instrumento de un gobierno dictatorial.

No coronel, le contesté, usted debe cumplir las instrucciones que se le han dado, no quiero que por nuestra culpa vaya a tener dificultades.

Otero y Gama nos obsequió con una suculenta comida y al terminar ésta nos condujo personalmente a la penitenciaría, siendo alojados en uno de los salones del segundo piso.

Allí nos encontramos a René Capistrán Garza, entonces un mocetón, oriundo de Tampico y quien escribía en forma valiente en el periódico El Futuro. También estaban los periodistas Agustín Arreola Valadés, de Nayarit, y Manuel Rangel de Guadalajara, sufriendo los rigores de la deportación por haber denunciado las arbitrariedades que cometía el régimen.

Dos veces fuimos llevados en camión en las altas horas de la noche a lugares cercanos a la ciudad de Chihuahua, y en una de esas ocasiones, yendo el periodista Rangel, de Guadalajara, muchacho muy joven y muy valiente, que era una esperanza para el periodismo, al pasar el camión por la vía del ferrocarril, como Rangel iba sentado en la parte trasera con las piernas al aire, cayó, y como consecuencia del golpe recibido en la cabeza, murió instantáneamente. Se dijo entonces que había sido asesinado. Lo cierto es que murió en la forma indicada.

Nuestra estancia en Chihuahua fue casi de dos meses. Pasábamos los días charlando y discutiendo tópicos interesantes. Capistrán Garza, fogoso y de arraigadas y sinceras convicciones religiosas, sostenía con vehemencia sus opiniones que eran rebatidas por mí y por mis compañeros, siempre en un tono cordial y respetuoso. Estaban de moda las ideas de Lenin y de Trotsky y todos los deportados sentíamos una franca simpatía por el régimen que se iniciaba en Rusia y que había producido la unión de obreros, campesinos y soldados.

Las discusiones se prolongaban hasta las altas horas de la noche en que el cansancio y el sueño nos rendían, a pesar de la dura cama del piso del salón y sin más cobija que los ligeros trajes que portábamos al ser detenidos en Tampico.

El alcaide de la prisión, don Luciano García de León, se portó siempre con decencia y nos hizo la estancia agradable. El coronel Otero nos visitaba frecuentemente y con algún dinero que me facilitó en calidad de préstamo pudimos pasada con relativo desahogo.

En esos días, Capistrán Garza me comunicó su propósito de evadirse de la prisión, dándole mi opinión en el sentido de que era peligroso y difícil y aconsejándole que se cuidara mucho; pues dada la situación de vigilancia que teníamos me parecía muy arriesgado su propósito. Al fin supe que había logrado evadirse pues no lo volvimos a ver.

En cuanto al coronel Otero y Gama fue muerto en un combate en mayo de 1920 que tuvo lugar en la ciudad de Chihuahua cuando dicho jefe militar se sublevó en contra del gobierno del señor Carranza, secundando la revolución de Agua Prieta. El coronel Otero y Gama pertenecía a esa gran familia de luchadores y de intelectuales potosinos que al través de toda nuestra historia se significaron como grandes batalladores. Recuerdo entre otros miembros de esa estirpe a don Valentín Gama, al doctor Otero y Gama hermano del coronel al que me vengo refiriendo, y al licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, todos ellos revolucionarios incorruptibles.

Entre tanto, en Tampico, mi madre que había quedado sola, sufría lo indecible porque no sabía el lugar en que me encontraba. Las personas que con ella convivían procuraban consolarla diciéndole que había yo salido a la capital de la República al arreglo de un asunto profesional y que pronto volvería.

Por fin, el 12 de julio fuimos puestos en libertad por órdenes del general Diéguez, quien al extendernos los pases para la ciudad de México nos sugirió, ya en tono amigable, no reincidir en nuestras actividades, pues nos expondríamos a nuevas represalias.

El recorrido de Chihuahua a la ciudad de México lo hicimos el profesor Juan Gual Vidal y yo con toda felicidad. Araujo y los demás compañeros deportados que habían pasado con nosotros aquellas vacaciones tan envidiables se fueron directamente a Tampico y ninguno de ellos fue repuesto en los empleos que desempeñaban.

Tal fue el epílogo de aquella huelga que en el año de 1919 estalló en Tampico, huelga formidable que paralizó todos los campos petroleros y que trajo grandes enseñanzas para los trabajadores y para el gobierno. El fracaso de ese movimiento se tradujo en éxitos posteriores, puesto que los movimientos que siguieron en la región fueron fructíferos.

Índice de Autobiografía de la Revolución Mexicana de Emilio Portes GilCAPÍTULO V - La Revolución Constitucionalista - El distanciamiento entre Carranza y ObregónCAPÍTULO V - La Revolución Constitucionalista - Asesinato de ZapataBiblioteca Virtual Antorcha