Indice de La asonada militar de 1913 del General Juan Manuel Torrea Capítulo Decimonono. La Guardia Presidencial Capítulo Vigésimo primero. La columna de ChalcoBiblioteca Virtual Antorcha

LA ASONADA MILITAR DE 1913
Apuntes para la historia del Ejército Mexicano

General Juan Manuel Torrea

CAPÍTULO VIGÉSIMO
ALGUNOS COMENTARIOS DEL RELATO DEL TENIENTE CESAR RUIZ DE CHAVEZ, COMANDANTE ACCIDENTAL DE LA GUARDIA PRESIDENCIAL EL 9 DE FEBRERO DE 1913


... Por la ausencia del Jefe de la Corporación, que como digo había salido la noche anterior para Veracruz, recayó en el que habla el mando accidental del Cuerpo por ser el Oficial más antiguo y en esa virtud, y de acuerdo con las órdenes que se me acababan de dar en Chapultepec, me apresté desde luego a cumplir con mi deber como soldado al servicio de la Nación y del Gobierno constituido, sin que me lo impidiera la circunstancia de que en el bando de los sublevados había amigos y compañeros, condiscípulos de la Escuela Militar en que habia hecho mis estudios.

Al recibir del Teniente García el parte de que ya se había cumplido con la orden de poner sobre las armas a nuestra tropa, cambiamos impresiones los oficiales sobre la mejor forma de defender nuestro local en caso de que fuéramos atacados y una vez convenidos a este respecto, en cuyos puntos de vista nos sirvió grandemente la opinión e indicación del Subteniente Urquizo, que por haber hecho toda la campaña Maderista tenía sobre nosotros la ventaja de la experiencia de campaña, que a nosotros todos nos faltaba; puestos de acuerdo, como digo, sobre estos preliminares, me puse a revisar cuidadosamente todos los Departamentos del cuartel cerciorándome de que todo estaba en orden y distribuido el personal de tropa en la forma siguiente: Teniente García y Subteniente Urquizo con la mayor parte de la fuerza coronando las azoteas, contando cada uno de los oficiales mencionados con un fusil ametralladora sistema Madsen; Subteniente Pérez, con unos diez hombres para encargarse de la defensa de la puerta de entrada y atendieran al servicio de abastecimiento de municiones y cuidaran de la caballada. El suscrito, el Teniente Ruiz de Chávez, se encargaría de recorrer constantemente la línea de defensa, tanto de la azotea como de abajo y vigilaría que todos estuvieran en su puesto. Cerramos las Oficinas y alojamientos de oficiales y quedamos en espera de los acontecimientos y de nuevas órdenes que se nos podían dar de Chapultepec.

Seguramente dice Ruiz de Chávez, que el que habla se encontraba nervioso; la gravedad de los acontecimientos y la responsabilidad que sobre mí pesaba lo justificaban de sobra, pero no hubo de parte nuestra ninguna indecisión. No existía duda alguna acerca del camino que debíamos seguir; nuestro deber estaba de parte del Gobierno constituido al que deberíamos como en efecto lo defendimos quizán defectuosamente si es que mi falta de experiencia o de aptitudes no me permitieron hacerlo mejor, pero estando en esos acontecimientos de su lado como nos lo indicaba nuestro papel.

Como a las diez de la mañana llegaron al Cuartel los Capitanes Ernerto Ortiz y Gustavo Benítez, jefe, el primero, del Regimiento de Gendarmería Montada, llevando consigo 300 hombres de las fuerzas de su mando, quienes cumplimentando órdenes de la Superioridad y contando con nuestra autorización, hicieron subir a la azotea 150 hombres de tropa al mando de sus respectivos oficiales, entre los que se contaba a mi estimado amigo el Sr. Don José Zermeño. El resto de la Gendarmería permaneció tendida en línea desplegada a lo largo de la calle de Balderas adyacente a nuestro local.

El Sr. General Manuel P. Villarreal, Mayor de Ordenes de la Plaza, fue designado por órdenes superiores para mandar en Jefe la defensa de los establecimientos ubicados en el recinto de la Ciudadela, Maestranza, Fábrica de Armas. Tren de Artillería. etc.. etc, frente a nuestro Cuartel, teniendo a sus órdenes como segundo al General Dávila. El Sr. General Villarreal fue personalmente a nuestro Cuartel para comunicárnoslo y darnos la orden de que a fin de que procediéramos de acuerdo y dentro de una disciplina de fuego conveniente, estuviéramos pendientes de sus órdenes que al efecto trasmitiría a los diferentes sectores de defensa, por medio de su clarín de órdenes, que abriéramos o cesáramos el fuego al escuchar el toque respectivo.

Instanes después llegó el Mayor D. Emiliano López Figueroa llevando algunos gendarmes de a pie, que también fueron subidos a nuestras azoteas. Nos preguntó si había alguna novedad y al contestarle negativamente, dió orden a los Capitanes Ortíz y Benítez que se replegaran al centro de la ciudad con toda su fuerza, incluyendo los gendarmes de a pie que acababan de subir a la azotea, que sólo nos dejaron cincuenta de estos últimos. Fueron inútiles las instancias hechas al Sr. Mayor López Figueroa para que nos dejara una fuerza mayor; me contestó que no había ahí ningún peligro y se retiró juntamente con la Gendarmería Montada.

Serían las 11 a. m., cuando supimos por algunos transeúntes que las tropas Felicistas en número que la versión callejera, siempre exagerada, hacía ascender a 2,000 hombres entre la tropa de línea y simpatisadores civiles que se les habían sumado, se acercaban por las calles de Bucareli y, efectivamente, pudimos notar que un grupo numeroso de gente llevando banderas blancas se acercaban a la puerta de la Maestranza a pedir, según supimos después, la rendición de sus defensores, al mismo tiempo que un oficial del cuerpo de guarda bosques de Chapultepec, desconocido por mí, se acercó a nuestra puerta y pidió hablar con el Jefe del Escuadrón. Al estar en mi presencia me dijo que iba en nombre del Coronel Freiria, nombre que nunca había oído nombrar, para que la Guardia Presidencial saliera a hacer honores al General Félix Díaz. Quedé sorprendido ante tal petición y sin explicarme cómo, tratándose de una sublevación, sus directores tenían la ocurrencia de solicitarlo de nosotros tal cosa, como si se tratara de una fiesta o de algún acto oficial. Mi contestación fue la siguiente:

Diga Ud. a su Coronel Freiria que no le conocemos, que esta Corporación está solamente a las órdenes del Gobierno y que sólo hace honores al Primer Magistrado de la Nación.

Se retiró el individuo de referencia y unos veinte minutos más tarde se rompió el fuego, iniciado por los atacantes por medio de un disparo de cañón. Las fuerzas leales al Gobierno. que defendían la Maestranza, Fábrica de Armas etc., lo contestaron enérgicamente haciendo uso de ametralladoras y fusilería. Nosotros hicimos otro tanto, no obstante no haber escuchado orden alguna de clarín, quizá por el estruendo producido por los disparos, pero seguimos el ejemplo de los defensores, no obstante que nuestra posición en el ángulo Noreste de la Plaza de la Ciudadela, opuesto al sitio atacado, nos dejaba una situación de enfilamiento que nos impedía descubrir en toda su plenitud al blanco u objetivo constituído por los sublevados, de tal manera que nuestro fuego a pesar de su intensidad no era efctivo y debe haber causado pocas bajas relativamente a los asaltantes, pues nos ocultaba de ellos una parte de las construcciones situadas a nuestra derecha, dejándonos solamente visible el grupo que más se había acercado a la puerta de la Maestranza y a algunos hombres que disparaban desde las azoteas de las casas cercanas a la Escuela de Comercio. De los balcones del hotel Basch ubicado en la espalda de nuestro Cuartel calle del Ayuntamiento, nos hacía fuego con pistola un grupo de civiles que estaban mezclados con los curiosos que ocupaban esos balcones, pero su fuego era ineficaz no causándonos ninguna baja. Ordené que unos de nuestros tiradores disp3raran sobre ellos y se dispersaron totalmente abandonando los sitios que ocupaban.

Transcurría aproximadamente una hora de estar contestando el ataque de los felicistas, cuando escuchamos repetidas veces el toque de cesar el fuego dado por el clarín de órdenes del General Villarreal, lo que supimos por la contraseña respectiva, e inmediatamente suspendimos el nuestro cumpliendo la orden dada por el mencionado Jefe. Ignorábamos el resultado del combate, pero suponíamos que al ordenarse cesar el fuego era porque habíamos salido victoriosos los defensores del Gobierno. Llegó en esos precisos momentos un señor oficial a comunicarnos la orden del Sr. General Dávila, quien substituía ya al Sr. General Villarreal. por haber siqo éste gravemente herido en el combate y fallecía poco después a consecuencia de las heridas que recibió en el vientre, para que se le presentara en la Maestranza el Jefe de nuestra Corporación. Al mismo tiempo llegaba también el Capitán Ernesto Ortiz a llevarse los cincuenta gendarmes que nos había proporcionado, quedando nuestro personal reducido solamente a nuestra fuerza.

Me trasladé a la Maestranza encontrando lleno de cadáveres y de heridos el patio de ese establecimiento, enterándome ahí de la gravedad del Sr. General Villarreal. Con el General Dávila se encontraban el General sublevado Manuel Mondragón y un grupo de felicistas. No recuerdo haber visto entre ellos al General Félix Díaz. A mi llegada, el General Dávila se dirigió a mí y a los Jefes que mandaban las fuerzas defensoras, entre quienes pude distinguir al Coronel Salvador Domínguez, que mandaba el Tren de Artillería, en los términos sigaientes:

Señores:

He mandado llamar a los jefes de las fuerzas que defienden La Ciudadela para comunicarles que en la Maestranza ya no podemos continuar esa defensa, pues toda nuestra tropa está muerta o fuera de combate, incluyendo al Jefe principal. General Villarreal. Vamos a capitular honrosamente, pero dejamos en absoluta libertad a los defensores de las demás Corporaciones para que cada quien en su caso obre como lo juzgue más conveniente.

Recuerdo que el Coronel Domínguez fue el primero que dijo que él no había tenido bajas, pero no recuerdo haber oído la resolución que tomaba, no siéndome posible por lo tanto, señalar la actitud que haya asumido. Quizá personas enteradas de este detalle puedan referirlo mejor que yo, que en esos instantes sólo atendía al caso personal nuestro. Yo manifesté que aunque el Jefe nato de la Corporación estaba fuera de la Capital y sólo me encontraba con un mando accidental, tenía en el Palacio Nacional un Jefe, el del Estado Mayor Presidencial, a quien comunicar lo que estaba sucediendo a fin de que él me ordenara lo que debíamos de hacer; que mi criterio era el de no aceptar ninguna capitulación y continuar defendiendo en la forma que me fuera posible al Gobierno; que, en consecuencia, iba a mi Cuartel para comunicar al Jefe del Estado Mayor Presidencial io sucedido y a tomar sus órdenes, que en su oportunidad comunicaría al Sr. General Dávila. Que si en treinta minutos, tiempo que calculé suficiente para hacerlo, no regresaba, era porque de acuerdo con las órdenes que recibiera y con mi criterio propio, no aceptábamos rendirnos.

De mi Cuartel me comunique telefónicamente con la Presidencia, contestando en persona el Primer Magistrado de la Nación, a quien le dí cuenta de la capitulación de la Maestranza, Almacén de Artillería, etc., y solicité sus órdenes para saber lo que deberíamos de hacer nosotros; me contestó que ya tenía noticia de esa rendición por otros conductos, que no nos rindiéramos, que ya ordenaba se nos enviara algún refuerzo y que no nos moviéramos de nuestro Cuartel en espera de nuevas instrucciones, que nos felicitaba por nuestra conducta. Al dejar el aparato telefónico el Sr. Presidente, se comunicaron por el mismo aparato conmigo, el Sr. Secretario de Guerra y Marina General Angel García Peña y el Jefe del Estado Mayor Presidencial, quienes me dieron iguales órdenes de no rendirnos, permanecer en nuestro cuartel y esperar los refuerzos que ya se nos enviaban, felicitándonos igualmente.

Como consecuencia de estas órdenes, no regresé a ver al General Dávila, dando en esta forma contestación negativa a la propuesta de rendición. Atrancamos nuevamente la puerta del Cuartel, dispuestos a defendernos en el caso de que fuéramos atacados por los elementos felicistas, dueños ya de todos los establecimientos que se habían rendido y en espera del refuerzo que se nos prometió.

A la media hora, como a las dos de la tarde, vimos venir en dirección nuestra un batallón de infantería, al que se denominaba de Seguridad, conocido vurgarmente entre el público por los ratones, a causa del color amarillento de sus uniformes; pero en vez de entrar a nuestro cuartel, siguió de largo y, sin vacilación alguna, fue a unirse a los sublevados. Con el desencanto que esa actitud nos produjo, telefoneé nuevamente a la Presidencia de la República dando cuenta de ese detalle y el mismo Sr. Presidente al enterarse de lo que le refería y lanzando una exclamación de disgusto, me dijo que ese contingente era el que se nos había enviado como refuerzo, pero que ya ordenaba el envío de otras fuerzas y que continuáramos como nos lo había ordenado.

El refuerzo ofrecido no llegó y mientras tanto nuestra situación era la siguiente: Contando con una fuerza de treinta y siete hombres útiles, estábamos rodeados por un enemigo cuyo efectivo se hacía ascender a no menos de dos mil hombres, pertrechados ya con los elementos tomados de los almacenes que acababan de ocupar y que sin pérdida de tiempo habían ya establecido sus puestos avanzados cubriendo todas las entradas al recinto de La Ciudadela, extendiéndose hasta las calles de Victoria. Ancha y Avenida Chapultepec, únicos lados que nos era posible observar. Había también emplazado piezas de artillería en las bocacalles cercanas, cercando completamente nuestra posición. No contábamos ya con la ayuda de las tropas que acababan de rendirse, de manera que la situación que guardábamos era en extremo difícil. Tratar de atacar a los rebeldes con el escaso efectivo de que disponíamos, sobre de ser un acto de locura, significaba llevar al matadero estérilmente a mi tropa, ya que la enorme superioridad numérica del enemigo y de los elementos con que contaba no nos permitían abrigar la más remota esperanza de triunfo. Inteptar una salida para incorporarnos con el Sr. Presidente, que era donde debíamos de estar, o ir a alguna otra parte en donde podríamos haber sido más útiles, tampoco podíamos realizarlo por los mismos motivos. Pero había algo más que esas consideraciones y era la orden del Sr. Presidente de la República de permanecer en nuestro cuartel en espera de órdenes y de refuerzos. Yo no pude saber los proyectos que abrigaba el Primer Magistrado acerca de la defensa que intentaba y no me correspondía otra cosa que ejecutar al pie de la letra sus órdenes.

Como a las cinco de la tarde se presentó en el cuartel, trayendo bandera blanca, un enviado de los Generales Félix Díaz y Mondragón, indicándome que esos señores deseaban conferenciar con el Jefe de la Guardia Presidencial y que fuera a verlos. No tuve inconveniente en hacerlo, acompañándome del Teniente García a fin de que hubiera un testigo de lo que en esa cita fuéramos a tratar. No fue otro el objeto que el de hacernos nuevas e insistentes proposiciones para rendirnos o para pasarnos a sus filas. Contesté con rotunda negativa haciendo notar el ignominioso papel que haría la Guardia Presidencial traicionando al Presidente de la República y convirtiéndonos en facción rebelde. Ante la insistencia de los referidos señores, se me ocurrió invocar al propio Félix Diaz la circunstancia de que esa Guardia Presidencial, cuya defección se me estaba proponiendo, era la misma que en años anteriores había servido de escolta y custodia, en su época de gloria y grandeza, al Sr. General Don Porfirio Díaz y que por lo tanto debía ser él, Don Félix, en recuerdo a esa circunstancia, el primero en ayudarme a conservarla limpia y con el prestigio que hasta entonces había tenido.

Posiblemente influyó en el ánimo de Don Félix Díaz el sentido de mis palabras porque cambiando de actitud me dijo:

Tiene usted mucha razón, siga cumpliendo con su deber y lo felicito por su conducta.

Se dirigió a uno de sus acompañantes, que según me dijeron era el Lic. Don Fidencio Hernández. ordenándole que se levantara un acta en la que se hiciera constar que el Escuadrón Guardias de la Presidencia no se rendía ni aceptaba unirse a la rebelión. Entiendo que este Sr. Hernández aún vive y recurro a su testimonio sobre la veracidad del aserto.

Se me entregó una copia del acta de referencia y con ella, muy contento, regresé a mi cuartel con objeto de darla a conocer a mis subalternos. Los formé en el patio y después de felicitarlos de mi parte, haciéndoles saber que también lo habíamos sido personalmente por el Primer Magistrado de la Nación, Secretario de Guerra y Marina y jefe del Estado Mayor Presidencial, procedí a la lectura del acta en cuestión.

Contenía ésta, exactamente lo indicado por el Jefe de la rebelión en cuanto a que no aceptábamos rendirnos ni pasarnos a sus filas, pero en la parte final, y no obstante que de ello no habíamos tratado una sola palabra, dolosamente y con toda mala fé se agregaba que en vista de nuestra inferioridad numérica no atacaríamos a los sublevados, sino que nos mantendríamos simplemente a la defensiva. Del dolo con que se escribió esta última parte del acta y de su contenido, sólo me dí cuenta en el preciso instante en que le daba lectura ante mi tropa, pues confiado en la honorabilidad y, seguramente por mi falta de experiencia en estos achaques, no creí que pudiera haber tanta mala fé y falta de honradez en el profesionista antes citado. De todas maneras, aquella acta conservaba en su contenido la parte más esencial de nuestra actitud, que era nuestra lealtad al Supremo Gobierno y que continuábamos de su parte.

Conservé como documento histórico por algún tiempo el acta mencionada, pero uno de mis asistentes, Manuel Montes, cometió un robo en mi casa habitación llevándose entre otras cosas una cartera con documentos personales, entre ellos el acta en cuestión. La Inspección General de Policía, a quien dí cuenta del robo, logró efectuar su aprehensión recogiéndole el reloj, algunas alhajas y la cartera, pero sin ninguno de los documentos.

En los Archivos del Estado Mayor Presidencial y en mi hoja de servicios de la Secretaría de Guerra y Marina, deben de existir estos antecedentes: me refiero a la exactitud de los hechos relatados, a mi actuación en los acontecimientos que dejo narrados, pues rendí oportunamente al Jefe de la Corporación y éste a su vez al Jefe del Estado Mayor Presidencial parte detallado de ellos.

Al obscurecer, llegó al Cuartel uno de los Guardias que estaban de servicio de pareja en la Penitenciaría, el Guardia de 1ra. Alberto Alfaro, con la orden que transmitía uno de los señores Ayudantes, para que si nos era posible saliera montado el personal del Escuadrón rumbo a Cuernavaca, para cuya capital había salido horas antes el Sr. Presidente de la República a conferenciar con el señor general Felipe Angeles y traer a la Capital de la República las tropas al mando de aquel Jefe Militar. No nos era posible cumplir esa orden debido a que, como dejo dicho anteriormente, estábamos completamente rodeados por el enemigo, que no nos permitiría efectuar una salida sin acabar con nosotros, ni mucho menos burlar su vigilancia saliendo con una masa de 37 hombres montados. Por otra parte, como la orden era de palabra, desconfié de su autenticidad, ya que bien lo justificaban las traiciones que estábamos presenciando. Hablé por teléfono a la Presidencia y no obtuve contestación, por cuya razón me resigné a continuar en las condiciones antes mencionadas con la esperanza de ser útiles en otra forma que se nos presentara.

El Subteniente Urquizo me pidió permiso para ir a su domicilio a cambiarse de ropa, pues se había ensuciado durante sus actividades en la azotea. No ví inconveniente en concedérselo, a condición de que regresara violentamente y logró salir vestido de paisano, confundido con la multitud de curiosos que invadía la zona de los acontecimientos. No pudo ya regresar, según nos dijo después, por habérselo impedido los puestos avanzados de los rebeldes; se nos incorporó después en Chapultepec.

Esa noche se pasó en relativa calma pero sin abandonar nuestras posiciones de defensa, pues yo temía fundadamente una celada de los rebeldes y al día siguiente, lunes, a las 9 de la mañana me habló por teléfono el Capitán Blázquez, quien acababa de llegar de Veracruz. Le dí cuenta de todo lo sucedido el día anterior, cabiéndome la satisfacción de que nos felicitara, pero como se notaran algunas deficiencias en el servicio telefónico y no nos entendíamos con claridad, me ordenó que tratara de salir del Cuartel para verlo personalmente y que le diera detalles completos de lo sucedido, dándome cita en el jardín Carlos Pacheco.

Me quité el uniforme poniéndome ropa de civil que tenía en mi alojamiento y pude salir sin ser detenido en los puestos avanzados rebeldes, aprovlechando el desorden provocado por la enorme cantidad de curiosos que se agolpaban en torno de los sublevados. Busqué inútilmente al Capitán Blázquez en el sitio que me había indicado y como no lo encontrara, cosa que no tenía nada de raro por la aglomeración de los curiosos, recorrí algunas calles cercanas hasta dar vuelta por las de Victoria sin conseguir mi objeto; convenciéndome de la inutilidad de mi esfuerzo y temeroso de incurrir en su enojo por no haberlo encontrado, resolví regresarme al Cuartel.

Dí vuelta con tal objeto a la calle de Victoria para entrar por las de Balderas y al pasar frente a la Asociación Cristiana de Jóvenes se detuvo uno de los empleados de esa Institución preguntándome hacia donde me dirigía, a cuya interrogación le respondí que a mi Cuartel.

No lo haga porque lo aprehenden también, me dijo, pues acaban de sacar los rebeldes prisionera a su tropa y se la llevaron entre dos filas de soldados para la Ciudadela. Si lo duda, agregó, suba a la azotea de la Asociación y vea a su Cuartel para que se convenza.

Así lo efectué y efectivamente pude cerciorarme con muchísimo dolor de que nuestro Cuartel se encontraba solo y con la puerta de entrada cerrada.

De la misma Asociación Cristiana de Jóvenes traté de comunicarme telefónicamente con la Presidencia para dar parte de lo ocurrido, pero no tuve contestación; creo que aún no regresaba el Señor Presidente de Cuernavaca y no había en los Departamentos Presidenciales del Palacio Nacional quien atendiera a las llamadas telefónicas. Continué buscando al Capitán Blázquez, y al fin pude localizarlo ya por la tarde en su domicilio, Jardín de Santa María de la Rivera. Le referí lo sucedido y me ordenó, cumpliendo órdenes del Jefe del Estado Mayor Presidencial con quien acababa de estar en Palacio, pues para esa hora ya estaba de regreso el Señor Presidente, que me dirigiera a Chapultepec a incorporarme con la fuerza que teníamos en el Castillo custodiando a la familia del Primer Magistrado y que me pusiera a las órdenes del Señor General Joaquín Beltrán. Jefe Militar de aquel punto.

Como estábamos a las órdenes directas del General Beltrán, este Jefe Militar nos utilizaba en practicar reconocimientos por el rumbo del Estado de Morelos, temeroso quizá de que, como se rumoraba, los zapatistas intentaran atacar la capital de la República, reinando en la ciudad con tal motivo alguna alarma. Otras veces nos empleaba como Oficiales de órdenes para llevar material de guerra a las tropas leales. En estos servicios participamos todos los Oficiales del Escuadrón ahí reunidos; dormíamos en las habitaciones del Castillo y tomábamos nuestros alimentos en el Colegio Militar.

Tuvimos la alta de un nuevo Oficial, el Subteniente Jorge de Caso, quien procedente de un Regimiento de Caballería y por órdenes de la Superioridad aumentaba nuestro personal.

En esas condiciones permanecimos hasta el día 22 de febrero de 1913, en cuya fecha, como es del dominio público, terminaron los acontecimientos de la llamada Decena Trágica, con el odioso asesinato del Señor Presidente de la República, noticia que ya al obscurecer supimos en Chapultepec por el conducto de la esposa del Primer Magistrado de la Nación, Señora Sara Pérez de Madero, a quien se la acababa de trasmitir la esposa del Señor Ministro dei Japón.

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