Índice de Un lustro de lucha de Antonio de P. AraujoAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

De la palabra al hecho

Las matas de algodón estaban bien desarrolladas y llenas de botones. La labor que se extendía allá en el declive de las lomas que distinguen al Condado de Travis, desde la casa del labrador parecia un tendido de cintas de esmeraldas en paralelo. El estaba orgulloso de su trabajo y esperaba poder salvar del blanco socio burgués, lo más posible de dólares para ayuda de la revolución que debía proclamarse ese año por el Partido Liberal en México. Un mes más, y la pizca comenzaría. Los pesos, los centavos que pudiera ir escapando del miserable burgués en la venta de las pacas, irían convirtiéndose en cuarenta y cuatros, treinta treintas y el parque respectivo.

Desde el portal de su casucha estaba contemplando el paisaje que presentaba el lomerío cubierto de algodonales en botón, y, a lo lejos, allá muy lejos, alcanzaba la cúpula del capitolio de Austin, la ciudad texana, en donde en esos momentos la mujer burguesa, con ropajes de seda y adornos de joyas gozaba de la vida en Garden parties, en teatros, bailes y soirées, con el político, el banquero, el militar y el ministro de la religión. A su cerebro acudía el hecho de que esos sostenes e instrumentos del capitalismo no producían nada a la comunidad, porque no trabajaban en persona, y si recibían en efectivo la mayor parte de los productos de los labradores, dejando a éstos una ínfima cantidad para mantenerlos vivos y útiles para el trabajo.

Recordaba que su presencia en el extranjero se debía a que el bandidaje de Bernardo Reyes lo había señalado para ser una víctima de aquellas acordadas que en Nuevo León y Tamaulipas a las altas horas de la noche y cuando los pueblos y ranchos estaban entregados al sueño, se presentaban a las puertas de las casas y del interior arrebataban de los brazos de la esposa y sin permitirles dar un beso de despedida a sus tiernos niños que apaciblemente dormían el sueño del inocente, a los hombres que por su altivez y odio a la burguesía estaban marcados para morir por orden del chacal de Nuevo León. El había podido escapar y vadear el Bravo. Y en Texas, aunque no era felíz porque el producto de su trabajo le era robado en gran parte por el Mr. X, si se había libertado del hacendado que en México le hacía trabajar de cinco de la mañana a siete de la noche por treinta y siete centavos mexicanos, como también del fraile, que trataba de hurtarle a su mujer y corromper a sus hijitos en la confesión. Y además, sentía una gran satisfacción porque desde varios meses antes se había afiliado al Partido Liberal Mexicano, el único que por falta de personalismo en sus banderas y persecución de altos ideales de fraternidad, esperaba que hiciera a su triunfo la felicidad de todos los mexicanos, sin distinción de sexo.

Esa noche, debía asistir a la sesión regular del Club Liberal que semanariamente se reunía en Creedmoor, punto cercano al rancho, y tenía ansias de concurrir porque sabía que el organizador del movimiento revolucionario en la frontera iba a visitar por primera vez al grupo.

El Club estaba en sesión. La casa en que se verificaba la reunión era amplia. Decenas de agricultores, medieros, simples peones de rancho y uno que otro trabajador de Lockhart y Kyle llenaban los asientos. En las puertas, abiertas para dar entrada al aire puro de una noche de verano, se apiñaban las esposas, hermanas e hijas de varios de los compañeros liberales. Abrió la sesión el presidente del Club y después de una corta peroración, introdujo al organizador del movimiento revolucionario en la frontera de México, quien empezó a dirigirse hermanablemente a todos los compañeros y pago un tributo a la nobleza de la mujer mexicana de la clase proletaria, muy diferente en cualidades a la de la burguesía, revisó los actos de la dictadura de Díaz y la criminalidad del capitalismo en México durante los últimos treinta años. En seguida, elevándose y elevándose, dijo que la revolución era el único medio para conseguir la destrucción de ambos causantes de la desgracia mexicana y cuando anunció que su objeto en esa noche era obtener los elementos de guerra que los oyentes tuvieran a bien donar para tan justa causa, las contribuciones comenzaron a llover. Pistolas de treinta y dos, treinta y ocho, cuarenta y cuatro, carabinas y rifles de diversos calibres, cajas de parque y monedas llenaron la mesa del presidente. El orador era escuchado y atendido. Aquellos nobles proletarios entregaban sus armas y su dinero para la lucha que debía darles su libertad de todas las tiranías.

El labrador no había dado ningún donativo. Carecía de armas, de dinero y de parque. El había contado con la venta de su cosecha para hacer un buen donativo a la revolución. No creía que tan pronto se necesitaría su ayuda. Seguía escuchando al orador. Éste, ahora relataba los detalles de los asesinatos del 25 de junio en Veracruz. El ametrallamiento de los obreros de Río Blanco, los crímenes de Yuchitán y de Papantla, los arrestos de los liberales en los Estados Unidos a pedimento de Díaz, y cuando preguntaba el auditorio si ese estado de cosas no debía ser parado cuanto antes, que si el miedo a la muerte había arrojado al pasivismo al proletariado mexicano, que si en presencia de un crimen oficial, el pueblo no debía contestar con una venganza popular, que cuántos hombres había en esa noche que no tuvieran miedo de morir y cuando, por último, anunció que la revolución rompería contra la dictadura el 25 de junio, es decir, en cuatro días más, y que los concurrentes que de verdad fueran hombres, que quisieran alistarse para presentarse en el terreno de los acontecimientos a tiempo, y desearan tomar parte activa en la revolución, que hablaran.

Entre una falange de diez que respondieron, el labrador pidió la palabra y dijo: No tengo armas, ni parque, ni dinero. Yo había pensado donar los provechos que me dejara la burguesía de la venta de mi cosecha de algodón para ayuda de la revolución. Ahora he cambiado de parecer. Estoy listo para marchar a la lucha mañana mismo. Primero es la causa que mi familia. Queda la cosecha para sus necesidades y las de los compañeros.

El veintiseis de julio se daba la batalla de Las Vacas, Coahuila. El despotismo, acorralado en la vieja aduana del lugar, hacia esfuerzos inauditos para acabar con aquel puñado de héroes que en las calles de la población combatían las batallas del pueblo esclavizado. Centenares, tras centenares de balas silbaban en el aire. Díaz, Guerra y Rangel, a los gritos de ¡Viva la libertad! ¡Muera la tiranía! ¡Muera el capitalismo!, hacían prodigios de valor para obtener el triunfo.

El labrador había disparado de su carabina más de sesenta tiros. Muchos hicieron blanco y pusieron fin a la existencia de mas de media docena de los mochos del Séptimo Regimiento. Se había hecho de una buena posición y continuaba manejando la carabina, siempre con éxito. de pronto, oyo el toque de clarín de las fuerzas liberales para la retirada. El parque se había agotado y los compañeros decidieron replegarse al sur. Iba a disparar su carabina sobre un esbirro que se columbraba al lado izquierdo de la aduana, cuando una bala de mauser le perforó los pulmones. Cayó, y todavía algún compañero oyo sus últimas palabras:

Me muero. Ojalá que como yo hagan mañana su deber el resto de los compañeros de Creedmoor. ¡Viva la libertad!

Emilio Munguia, el labrador tamaulipeco, se acababa de sacrificar por la causa del proletariado mexicano.

Antonio de P. Araujo

(De Regeneración, del 7 de octubre de 1911, N° 58)

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