Índice de Congreso anarquista de Amsterdam de 1907Octava sesiónDécima sesiónBiblioteca Virtual Antorcha

NOVENA SESIÓN
Miércoles 28 de agosto - Sesión de la noche.

La vasta sala de Plancius está totalmente llena, cuando, a las nueve, Lange declara abierta la sesión. La orden del día pide la discusión del tema siguiente: Sindicalismo y anarquismo. El camarada Pierre Monatte, de París, miembro del comité de la Confederación General del Trabajo, tiene la palabra en calidad de primer ponente.

Pierre Monatte. Mi deseo no es tanto darles una exposición teórica del sindicalismo revolucionario como mostrárselos obrando y, así dejar que los hechos hablen. El sindicalismo revolucionario, a diferencia del socialismo y del anarquismo que lo han precedido en la carrera, se ha afirmado más a través de los actos que por medio de las teorías, y es más en la acción que en los libros que se debe ir en su búsqueda.

Habría que estar ciego para no ver todo lo que tienen en común el anarquismo y el sindicalismo. Ambos persiguen la extirpación completa del capitalismo y del asalariado por medio de la revolución social. El sindicalismo, que es la prueba de un despertar del movimiento obrero, ha encauzado el anarquismo al sentimiento de sus orígenes obreros; por otra parte, los anarquistas no han contribuido poco para llevar al movimiento obrero sobre la vía revolucionaria y para popularizar la idea de la acción directa. Así, sindicalismo y anarquismo han reaccionado el uno sobre el otro, para el mayor bien de uno y de otro.

Es en Francia, en los cuadros de la Confederación General del Trabajo, que las ideas revolucionarias han nacido y se han desarrollado. La Confederación ocupa un lugar absolutamente aparte en el movimiento obrero internacional. Es la única organización que, declarándose netamente revolucionaria, está sin lazo alguno con los partidos políticos, incluso los más avanzados. En la mayoría de los demás países, los primeros papeles los tiene la socialdemocracia. En Francia, la C.G.T. deja lejos detrás de ella, tanto por la fuerza numérica como por la influencia ejercida, al Partido socialista: pretende representar ella sola a la clase obrera, y ha rechazado todas las proposiciones que se le han hecho desde hace varios años. La autonomía hizo su fuerza y desea mantenerse autónoma.

Esta pretención de la C.G.T., su rechazo de tratar con los partidos, le ha valido por parte de adversarios exasperados el calificativo de anarquista. No hay nada más falso. La C.G.T., vasta agrupación de sindicatos y de uniones obreras, no tiene doctrina oficial. Pero todas las doctrinas están representadas ahí y gozan de una tolerancia por igual. Hay en el comité confederal cierto número de anarquistas; se encuentran ahí y colaboran con socialistas cuya gran mayoría -conviene destacarlo- es tan hostil como los anarquistas a toda idea de entendimiento entre los sindicatos y el partido socialista.

La estructura de la C.G.T. merece ser conocida. A diferencia de la de tantas otras organizaciones obreras, ella no es ni centralista ni autoritaria. El comité confederal no es, como lo imaginan los gobernantes y los reporteros de los periódicos burgueses, un comité director, uniendo en sus manos el legislativo y el ejecutivo: está desprovisto de toda autoridad. La C.G.T. se gobierna de abajo hacia arriba; el sindicato no tiene otro amo que él mismo; está libre de actuar o de no actuar; ninguna voluntad externa a sí mismo impedirá o desencadenará su actividad.

Entonces, en la base de la Confederación está el sindicato. Pero éste no adhiere directamente a la Confederación; no puede hacerlo más que a través de su federación corporativa, por una parte, y de su Bolsa del trabajo, por otra parte. Es la unión de las federaciones entre ellas y la unión de las bolsas que constituyen la Confederación.

La vida confederal está coordinada por el comité confederal formado a la vez por los delegados de las bolsas y por los de las federaciones. A su lado, funcionan comisiones tomadas en su seno. Son la comisión del periódico (La Voix du Peuple), la comisión de control, que tiene las atribuciones financieras, la comisión de las huelgas y de la huelga general.

El congreso es, para el arreglo de los asuntos colectivos, el único soberano. Todo sindicato, por débil que sea, tiene el derecho de hacerse representar en él por un delegado que el mismo escoge.

El presupuesto de la Confederación es de los más módicos. No sobrepasa los 30 000 francos al año. La agitación continua que ha desembocado en el amplio movimiento de mayo de 1906 para la conquista de la jornada de las 8 horas no ha absorbido más de 60 000 francos. Cuando fue divulgada esta cifra tan mesquina, sorprendió a los periodistas. ¡Cómo! ¡Sólo con algunos millares de francos, la Confederación había podido mantener, durante meses y meses, una agitación obrera intensa! Esto significa que el sindicalismo francés, si es pobre en dinero, es rico en energía, en devoción, en entusiasmo, y éstos son riquezas con las cuales no existe el riesgo de volverse esclavo.

Es con esfuerzo y largo tiempo que el movimiento obrero francés ha llegado a ser cómo lo vemos ahora. Ha pasado desde hace treinta y cinco años -desde la Comuna de París- por multiples fases. La idea de hacer del proletariado organizado en sociedades de resistencia, el agente de la revolución social, fue la idea madre, la idea fundamental de la gran Asociación Internacional de los Trabajadores fundada en Londres en 1864. La divisa de la Internacional era, ustedes lo recordaran: La emancipación de los trabajadores sera obra de los mismos trabajadores, y aún hoy sigue siendo nuestra divisa, la de todos nosotros, partidarios de la acción directa y adversarios del parlamentarismo. Las ideas de autonomía y de federación tan glorificadas entre nosotros, han inspirado antaño a todos aquellos que en la Internacional se han cabreado ante los abusos de poder del consejo general y, después del congreso de La Haya, han tomado abiertamente partido por Bakunin. Mucho mejor, la idea de la huelga general en sí, tan popular hoy, es una idea de la Internacional que, la primera, ha entendido el poder que reside en ella.

La derrota de la Comuna desencadenó en Francia una reacción terrible. El movimiento obrero se detuvo de cuajo, sus militantes habiendo sido asesinados o obligados a pasarse al extranjero. Sin embargo, se reconstituyó al cabo de algunos años, débil y tímido al principio, para envalentonarse más adelante. Un primer congreso tuvo lugar en París en 1876: el espíritu pacífico de los cooperadores y de los mutualistas dominó en toda la línea. En el congreso siguiente, socialistas levantaron la voz; hablaron de abolición del salariado. En Marsella (1879) finalmente, los nuevos llegados triunfaron y dieron al congreso un carácter socialista y revolucionario de los más marcados. Pero pronto disidencias surgieron entre socialistas de escuelas y de tendencias diferentes. En El Havre, los anarquistas se retiraron, dejando desgraciadamente el campo libre a los partidarios de los programas mínimos y de la conquista de los poderes. Habiendo quedado solos, los colectivistas no lograron entenderse. La lucha entre Guesde y Brousse desgarró al partido obrero naciente, para terminar en una escisión completa.

Sin embargo, ocurrió que ni guesdistas ni broussistas (de los cuales se destacaron más tarde los allemanistas) pronto ya no pudieron hablar en nombre del proletariado. Éste, con justeza indiferente a las querellas de las escuelas, había reformado sus uniones, que llamaba, con un nombre nuevo, sindicatos. Abandonado a sí mismo, protegido de los celos de las camarillas rivales, a causa de su misma debilidad, el movimiento sindical adquirió poco a poco fuerza y confianza. Creció. La Federación de las Bolsas se constituyó en 1892, la Confederación General del Trabajo, que en su origen, tuvo la precaución de afirmar su neutralidad política, en 1895. Entre tanto, un congreso obrero de 1894 (en Nantes) había votado el principio de la huelga general revolucionaria.

Es en esta época cuando numerosos anarquistas, dándose cuenta al fin que la filosofía no basta para hacer la revolución, entraron en un movimiento obrero que hacía nacer, en aquellos que sabían observar, las más bellas esperanzas. Fernand Pelloutier fue el hombre que mejor encarnó, en esta época, esta evolución de los anarquistas.

Todos los congresos que siguieron acentuaron aún más el divorcio entre la clase obrera organizada y la política. En Toulouse, en 1897, nuestros camaradas Delesalle y Pouget hicieron adoptar las tácticas llamadas del boicot y del sabotaje. En 1900, la Voix du Peuple fue fundada, con Pouget, como redactor principal. La C.G.T., saliendo del difícil periodo de los inicios, atestiguaba cada día más su creciente fuerza. Se volvía un poder que el gobierno, por una parte, y los partidos socialistas, por otra, debían ahora tomar en cuenta.

Del primero, sostenido por todos los socialistas reformistas, el movimiento nuevo tuvo que sufrir un terrible asalto. Millerand, convertido en ministro, intentó gubernamentalizar los sindicatos, de hacer de cada Bolsa una sucursal de su ministerio. Agentes en su nómina, trabajaban para él en las organizaciones. Se intentó corromper a los fieles militantes. El peligro era grande. Fue conjurado, gracias al entendimiento que surgió entonces entre todas las fracciones revolucionarias, entre anarquistas, guesdistas y blanquistas. Este entendimiento se mantuvo, pasado el peligro. La Confederación -fortificada desde 1902 por la entrada en su seno de la Federación de las Bolsas, a través de lo que la unión obrera fue realizada- extrae hoy su fuerza de ésta; y es de este entendimiento que nació el sindicato revolucionario, la doctrina que hace del sindicato el órgano, y de la huelga general el medio de la transformación social.

Pero, -y sobre este punto, cuya importancia es extrema, pido toda la atención de nuestros camaradas que no son franceses- ni la realización de la unidad obrera, ni la coalición de los revolucionarios hubieran podido, ellas solas, llevar a la C.G.T. a su grado actual de properidad y de influencia, si no hubiesemos seguido fieles, en la práctica sindical, a este fundamental principio que excluye de hecho a los sindicatos de opinión: un solo sindicato por oficio y por ciudad. La consecuencia de este principio es la neutralización política del sindicato, el cual no puede y no debe ser ni anarquista, ni guesdista, ni allemanista, ni blanquista, sino simplemente obrero. En el sindicato, las divergencias de opinión, a menudo tan sutiles, tan artificiales, pasan a segundo término; por lo que el entendimiento es posible. En la vida práctica, los intereses tienen prelación sobre las ideas: sin embargo, todas las querellas entre las escuelas y las sectas no harán que los obreros, por el hecho mismo de que todos están por igual sujetos a la ley del salariado, no tengan intereses idénticos. He aquí el secreto del entendimiento que se ha establecido entre ellos, que hace la fuerza del sindicalismo y que le ha permitido, el año pasado, en el Congreso de Amiens, afirmar orgullosamente que se bastaba a sí mismo.

Mi discurso estaría gravemente incompleto si no les enseñase los medios con los cuales el sindicalismo revolucionario cuenta para llegar a la emancipación de la clase obrera.

Estos medios se resumen en dos palabras: acción directa. ¿Qué es la acción directa?

Durante mucho tiempo, bajo la influencia de las escuelas socialistas y principalmente de la escuela guesdista, los obreros se entregaron al Estado para que éste haga que sus reivindicaciones obtengan resultados. ¡Recordémonos estos cortejos de trabajadores, a la cabeza de los cuales marchaban diputados socialistas que iban a llevar a los poderes públicos los pliegos petitorios del cuarto Estado! -Esta manera de actuar al haber acarreado pesadas decepciones, hemos llegado poco a poco a pensar que los obreros obtendrían unicamente las reformas que serían capaces de imponer por ellos mismos; dicho de otro modo, que la máxima de la Internacional que citaba yo anteriormente, debía ser oída y aplicada de la más estricta manera.

Actuar por uno mismo, sólo contar con uno mismo, he aquí lo que es la acción directa. Ésta, y sin tener que decirlo, reviste las más diversas formas.

Su principal forma, o mejor dicho su más destellante forma, es la huelga. Arma de doble filo, se decía antaño; arma sólida y bien templada, decimos, y que, manejada con habilidad por el trabajador, puede alcanzar al corazón al empresariado. Es por la huelga que la masa obrera entra en la lucha de clase y se familiariza con las nociones que se desprenden de ella; es por la huelga que hace su educación revolucionaria, que mide su propia fuerza y la de su enemigo, el capitalismo, que toma confianza en su poder, que aprende la audacia.

El sabotaje no tiene un valor mucho menor. Se le formula así: A mala paga, mal trabajo. Como la huelga, ha sido empleado en toda época, pero es sólo desde algunos años que adquirió un significado verdaderamente revolucionario. Los resultados producidos por el sabotaje ya son considerables. Ahí, en donde la huelga se había mostrado impotente, logró romper la resistencia patronal. Un ejemplo reciente es el que ha sido dado a raíz de la huelga y de la derrota de los albañiles parisinos en 1906: los albañiles regresaron a las obras con la resolución de hacer al empresariado una paz más terrible para él que la guerra: y, de un acuerdo unánime y tácito, se comenzó por desacelerar la producción cotidiana; como por casualidad, sacos de yeso o de cemento estaban echados a perder, etc... Esta guerra prosigue en la actualidad, y, lo repito, los resultados han sido excelentes. No sólo el empresariado ha cedido muy a menudo, pero de esta campaña de varios meses, el obrero albañil salió más consciente, más independiente, más rebelde.

Pero si considero al sindicalismo en su conjunto, sin detenerme mayormente en sus manifestaciones particulares, ¡Qué apología no debería yo hacer de éste! El espíritu revolucionario en Francia estaba moribundo, languidecía al menos, año con año. El revolucionarismo de Guesde, por ejemplo, no era más que verbal o, peor aún, electoral y parlamentario; el revolucionarismo de Jaurés iba mucho más lejos: era sencilla y por demás francamente ministerial y gubernamental. En cuanto a los anarquistas, su revolucionarismo se había refugiado maravillosamente en la torre de marfil de la especulación filosófica. Entre tantas fallas, por el efecto mismo de estas fallas, el sindicalismo nació; el espíritu revolucionario se reanimó, se renovó en su contacto y la burguesía, por primera vez desde que la dinamita anarquista había callado su grandiosa voz, ¡la burguesía tembló!

Y bien, importa que la experiencia sindicalista del proletariado francés aproveche a los proletarios de todos los países. Y es la tarea de los anarquistas hacer que esta experiencia se inicie en todas partes en donde exista una clase obrera en trabajo de emancipación. A este sindicalismo de opinión que produjó, en Rusia por ejemplo, sindicatos anarquistas, en Bélgica y en Alemania, sindicatos cristianos y sindicatos socialdemocráticos, pertenece a los anarquistas oponer un sindicalismo a la manera francesa, un sindicalismo neutro o, más exactamente, independiente. Así como no hay más que una clase obrera, es preciso que sólo haya, por cada oficio y en cada ciudad, una organización obrera, un sindicato único. A esta sola condición, la lucha de clase -dejando de ser obstaculizada en todo momento por riñas de las escuelas o de las sectas rivales- podrá desarrollarse en toda su amplitud y dar un efecto máximo.

El Congreso de Amiens en 1906 proclamó que el sindicalismo se basta a sí mismo. Esta frase, lo sé, no ha sido siempre bien entendida, incluso por los anarquistas. ¿Qué significa sin embargo, si no que es la clase obrera, habiendo adquirido su mayoría de edad, entiende, al fin, bastarse a sí misma y ya no descansar en nadie para el cuidado de su propia emancipación? ¿Qué anarquista podría encontrar algo en contra de una voluntad de acción tan altamente afirmada?

El sindicalismo no se atarda en prometer a los trabajadores el paraiso terrestre. Les pide conquistarlo, asegurándoles que su acción nunca será en vano. Es una escuela de voluntad, de energía, de pensamiento fecundo. Abre al anarquismo, demasiado largo tiempo recogido en sí mismo, perspectivas y esperanzas nuevas. Que todos los anarquistas vengan entonces al sindicalismo; su obra será aún más fecunda, sus golpes contra el régimen social más decisivos.

Como toda obra humana, el movimiento sindical no está desprovisto de imperfecciones y lejos de ocultarlas, creo yo que es útil tenerlas siempre presentes en mente con el fin de reaccionar en su contra.

La más importante es la tendencia de los individuos a remitir el cuidado de luchar a su sindicato, a su Federación, a la Confederación, a llamar a la fuerza colectiva mientras que su energía individual habría bastado. Podemos, nosotros anarquistas, llamando constantemente a la voluntad del individuo, a su iniciativa y a su audacia reaccionar contra esta nefasta tendencia a recurrir de manera continua, tanto para las pequeñas como para las grandes cosas, a las fuerzas colectivas.

El funcionarismo sindical, también, levanta vivas críticas, que, por otra parte, son a menudo justificadas. El hecho puede producirse, y se produce, que militantes ya no ocupan sus funciones para luchar en nombre de sus ideas, sino porque ahí hay un medio de sustento asegurado. No hay que deducir de ello que las organizaciones sindicales deban prescindir de sus cuadros. Numerosas organizaciones no pueden evitarlo. Existe ahí una necesidad cuyos defectos pueden corregirse con un espíritu de crítica siempre despierto.

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