Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

La cuestión de nuestro tiempo no será soluble en tanto que se la plantee así: ¿Es legítima cualquier generalidad o sólo la individualidad? ¿Es la generalidad (Estado, Leyes, Costumbres, Moralidad, etcétera), o la individualidad la que autoriza? El problema no es soluble ni resuelto más que cuando uno no se preocupa ya de una autorización ni se hace ya simplemente la guerra a los privilegios.

Una libertad de enseñanza razonable que no reconozca más que la conciencia de la razón no nos conduce a nuestra meta; tenemos mayor necesidad de una libertad de enseñanza egoísta, plegándose a toda individualidad, por la que Yo pueda hacerme comprensible, y exponerme sin que nada me lo impida. Que Yo me haga inteligible, sólo eso es razón, pero no es razonable que Yo sea; si me hago comprender y si me comprendo Yo mismo, los demás gozarán de Mí como Yo gozo, y me consumirán como Yo me consumo.

¿Qué se ganaría con ver hoy al Yo razonable libre, como lo fue en otro tiempo el Yo creyente, legal, moral,etc.? Esa libertad, ¿es mi libertad?

Si Yo no soy libre sino en tanto Yo razonable, es lo razonable o la razón lo que es libre en mí, y esa libertad de la razón o libertad del pensamiento ha sido siempre el ideal del mundo cristiano. Se quería liberar el pensamiento y como hemos dicho, la creencia también es pensar y el pensar es creencia. Para los demás, la libertad era imposible. Pero la libertad de los que piensan es la libertad de los hijos de Dios, es la más despiadada jerarquía o dominación del pensamiento, porque Yo soy sometido al pensamiento. Si los pensamientos son libres, Yo estoy dominado por ellos, no tengo sobre ellos ningún poder y soy su esclavo. Pero Yo quiero gozar del pensamiento, quiero estar lleno de pensamientos y sin embargo, liberado de los pensamientos, Yo me quiero libre de pensamientos, en lugar de libre de pensar.

Para hacerme comprender y para comunicarme con los demás, Yo no puedo utilizar más que medios humanos, medios que dispongo porque, como ellos, soy hombre. Y en realidad, en cuanto hombre, Yo no tengo más que pensamientos, mientras que en cuanto Yo, carezco, además, de pensamientos. Si no se puede apartar de un pensamiento, no se es nada más que hombre, esclavo de la lengua, esa producción de los hombres, ese tesoro de pensamientos humanos. La lengua o la palabra ejerce sobre nosotros la más espantosa tiranía, porque conduce contra nosotros todo un ejército de ideas obsesivas.

No es sólo durante tu sueño cuando careces de pensamiento y de palabras; careces de ellos en las más profundas meditaciones e incluso es justamente entonces cuando careces más. Y no es más que por esa ausencia de pensamientos, por esa libertad de pensar desconocida o libertad frente al pensar, por lo que Tú te perteneces. Sólo gracias a ella llegarás a usar del lenguaje como de tu propiedad.

Si el pensar no es mi pensar, no es más que el devanar de un madeja de pensamientos, es una tarea de esclavo, de esclavo de las palabras. El origen de mi pensar no es mi pensamiento, soy Yo; también soy Yo igualmente su objeto y todo su curso no es más que el curso de mi goce y de Mí. El origen del pensar absoluto o libre es, por el contrario, el pensar libre mismo, y se deforma, remontando este origen a la abstracción más externa (por ejemplo, el Ser). Cuando se tiene el cabo de esta abstracción o de este pensamiento inicial, no queda más que tirar del hilo para que toda la madeja se devane.

El pensar absoluto es asunto del Espíritu humano; y éste es un Espíritu santo. Así, ese pensar es asunto de los sacerdotes; ellos solos tienen su inteligencia y tienen el sentido de los intereses supremos de la humanidad, del Espíritu.

Las verdades son para el creyente una cosa hecha. Para el librepensador son una cosa que aún tiene que hacerse. Por desembarazado de toda credulidad que esté el pensar absoluto, su escepticismo tiene límites y le queda la fe en la Verdad, en el Espíritu, en la Idea y en su victoria final; no peca contra el Espíritu Santo. Pero todo pensar que no peca contra el Espíritu Santo no es más que una fe en los espíritus y en los fantasmas.

Yo no puedo deshacerme más del pensamiento que de la sensación, ni de la actividad del espíritu que de la actividad de los sentidos. Lo mismo que el sentir es nuestra visión de las cosas, el pensar es nuestra visión de las esencias del pensamiento (pensamientos). Las esencias existen en todo lo que es sensible, y particularmente en el verbo. El poder de las palabras sucede al poder de las cosas; primero, se es forzado por los azotes, más tarde, por la convicción. El poder de las cosas sobrepasa nuestro valor, nuestro ingenio; contra el poder de una convicción, y por tanto de una palabra, los potros y el tajo pierden su superioridad y su fuerza. Los hombres de convicciones son sacerdotes que resisten a los lazos de Satán. (...)

Las verdades son frases, expresiones, palabras; unidas las unas a las otras, enhebradas de extremo a extremo y ordenadas en líneas, esas palabras forman la lógica, la ciencia, la filosofía.

Yo empleo las verdades y las palabras para pensar y para hablar, como empleo los alimentos para comer; sin ellas y sin ellos no puedo pensar, ni hablar, ni comer. Las verdades son los pensamientos de los hombres traducidos en palabras y por ello no existen más que para el espíritu o el pensar. Son producciones de los hombres y de las criaturas humanas; si se hace de ellas revelaciones divinas, se me hacen extrañas y aunque propias criaturas mías, se alejan de Mí inmediatamente después del acto de la creación.

El hombre cristiano es el que tiene fe en el pensamiento, el que cree en la soberanía de los pensamientos y quiere hacer reinar ciertos pensamientos que él llama principios. Muchos hay, es cierto, que hacen sufrir a los pensamientos una prueba previa, y no eligen ninguno por señor sin crítica, pero recuerdan con ello al perro que olfatea a las gentes para oler a su dueño; se dirigen siempre a los pensamientos dominantes. El cristiano puede reformar y trastornar indefinidamente las ideas que dominan desde hace siglos, puede hasta destruirlas, pero será siempre para tender hacia un nuevo principio o un nuevo señor; siempre erigirá una verdad más elevada o más profunda, siempre fundará un culto, siempre proclamará un espíritu llamado a la soberanía y establecerá una ley para todos.

En tanto quede una sola verdad a la que el hombre deba consagrar su vida y sus fuerzas porque es hombre, el Yo estará avasallado a una regla, a una dominación, a una ley, etc., será siervo. El hombre, la humanidad, la libertad, pertenecen a ese género.

Se puede decir, por el contrario: si quieres continuar ocupándote en pensamientos, sólo de tí depende; sabe únicamente que si quieres conseguir algo considerable, hay una multitud de problemas difíciles a resolver, y si no los superas, no llegarás lejos. Para Ti, ocuparte en pensamientos no es un deber o una vocación; si, no obstante, lo quieres, harás bien en aprovecharte de las fuerzas gastadas por los demás para mover esos pesados objetos.

Así, pues, quien quiere pensar, se impone por ello mismo, consciente o inconscientemente, una tarea; pero nada le obliga a aceptar esta tarea. Se puede decir: Tú no vas bastante lejos, tu curiosidad es limitada y tímida, no vas al fondo de las cosas; en suma, no te haces completamente su dueño; pero, por otra parte, por lejos que hayas llegado, estás siempre al final de la tarea; ninguna vocación te llama a ir más lejos y eres libre de hacer lo que quieras o lo que puedas. Ocurre con el pensamiento como con cualquier otra tarea: puedes abandonarlo cuando te venga en gana. Igualmente, cuando no puedes ya creer una cosa, no tienes que esforzarte en creerla y en continuar ocupándote de ella como de un santo artículo de fe, a la manera de los teólogos o de los filósofos; audazmente puedes desviar de ella tu interés, y darle la despedida.

Los espíritus sacerdotales seguramente considerarán ese desinterés como pereza de espíritu, irreflexión, apatía, etc., no te ocupes de esas necedades. Nada, ningún interés supremo de la humanidad, ninguna causa sagrada vale que Tú la sirvas y te ocupes de ella por amor de ella; no le busques otro valor que en lo que vale para Ti. Recuerda por tu conducta la palabra bíblica: Sed como niños; los niños no tienen intereses sagrados ni tienen ninguna idea de una buena causa.

El pensar no puede cesar más que al sentir. Pero el poder de los pensamientos y de las ideas, la dominación de las teorías y de los principios, el imperio del Espíritu, en una palabra, la jerarquía, durará tanto tiempo como los sacerdotes tengan la palabra, los sacerdotes, es decir, los teólogos, los filósofos, los hombres de Estado, los filisteos, los liberales, los maestros de escuela, los criados, los padres, los hijos, los esposos, Proudhon, Jorge Sand, Bluntschli, etc., etc. La jerarquía durará tanto como se crea en los principios; tanto como se piense en ellos y aunque se los critique; porque la crítica, incluso la más corrosiva, la que arruina todos los principios admitidos, aún cree en definitiva en un principio.

Cada cual critica, pero el criterio difiere. Se busca el verdadero criterio. Ese criterio es la hipótesis primera. El crítico parte de un axioma, de una verdad, de una creencia; ésta no es una creación del crítico, sino del dogmático; de ordinario, sencillamente se toma tal cual es a la cultura del tiempo; así, por ejemplo, la libertad, la humanidad, etcétera. No es el crítico quien ha descubierto al Hombre; el Hombre ha sido sólidamente establecido como verdad por el dogmático, y el crítico, que puede, por otra parte, ser la misma persona, cree en esa verdad, en ese artículo de fe. En esta fe y poseído de esta fe, critica.

El secreto de la crítica es una verdad; tal es el arcano de su fuerza.

Pero Yo distingo entre la crítica oficiosa y la crítica propia o egoísta. Si critico partiendo de la hipótesis de un Ser supremo, mi crítica sirve a ese ser y se ejerce en su favor; si estoy poseído de la fe de un Estado libre, yo critico todo lo que se refiere a ella desde el punto de vista de su concordancia, de su conveniencia, para el Estado libre, porque Yo amo ese Estado; si soy un crítico piadoso, todo se dividirá para mí en dos clases: lo divino y lo diabólico; la naturaleza entera está hecha a mis ojos de huellas de Dios o de huellas del diablo (de ahí los lugares llamados Gottesgabe, don de Dios; Gottesberg, montaña de Dios; Teufelskauzel, silla del diablo, etc.), los hombres se dividirán en fieles e infieles, etc.; si el crítico cree en el Hombre, empezará por colocarlo todo bajo las rúbricas Hombres y no Hombres, etc. La crítica ha seguido siendo hasta el presente una obra del amor, porque la hemos ejercido en todo tiempo por amor de uno o de otro ser. Toda crítica oficiosa es un producto del amor, una posesión, y obedece al precepto del Nuevo Testamento: "Probadlo todo y retened lo que es bueno". Lo "bueno" es la piedra de toque, el criterio. Lo bueno, bajo mil nombres y mil formas diferentes, ha sido siempre la hipótesis, el punto de apoyo dogmático de la crítica, la idea fija.

El crítico presume ingenuamente la verdad al ponerse a la obra, y la busca, convencido de que está todavía por encontrar. Quiere descubrir la verdad, y tiene por ello ese bien.

La hipótesis, la suposición, no es más que el hecho de sentar un pensamiento o de pensar cierta cosa, debajo y antes que cualquier otra: partiendo de lo pensado, se pensará después todo lo demás, es decir, se mediará y se criticará según él. En otros términos: esto equivale a decir que el pensar debe empezar con algo ya pensado. Los hegelianos se expresan siempre como si el pensar pensase y obrase; hacen de él el Espíritu que piensa, esto es, el pensar personificado, el pensar hecho fantasma. El liberalismo crítico, por su parte, os dirá: la crítica hace esto o aquello, o bien: la conciencia juzga de tal o cual manera. Pero si consideráis activa a la crítica, mi pensamiento debe ser su antecedente. El pensar y la crítica, para ser por sí mismos activos, tendrían que ser la hipótesis misma de su actividad, puesto que no pueden ser actividad sin ser. Y el pensar, en cuanto supuesto, es un pensamiento fijo, un dogma; resulta de ello que el pensar y la crítica no pueden surgir más que de un dogma, es decir, de un pensamiento, de una idea fija, de una hipótesis.

Con ello volvemos a lo que hemos dicho ya anteriormente, de que el Cristianismo consiste en el desarrollo de un mundo de pensamientos, o que es la verdadera libertad de pensamiento, el pensamiento libre, el libre Espíritu. La verdadera crítica que yo he llamado oficiosa, es igual y por la misma razón la libre crítica porque no es mi propiedad.

Muy distinto cuando lo tuyo no se convierte en algo para sí, se personifica, no se hace un espíritu independiente de Ti. Tu pensar no tiene por hipótesis el pensar, sino Tú. Así, pues, ¿te has supuesto Tú? Sí, pero no es a Mí a quien me supongo, es a mi pensar. Mi Yo es anterior a mi pensar. Síguese de aquí que ningún pensamiento precede a mi pensar, o que mi pensar no tiene hipótesis. Porque si Yo soy un supuesto con relación a mi pensar, este supuesto no es la obra del pensar, no es sub-pensamiento, sino que es la posición misma del pensar y su poseedor; ello prueba simplemente que el pensar no es más que una propiedad, es decir, que no existe ni pensar en sí, ni espíritu pensante.

Esta inversión de la manera habitual de considerar las cosas, podría parecer un juego de manos con abstracciones, tan vano, que aquellas mismas contra las cuales va dirigido, no arriesgarían nada en prestarse a ese inofensivo cambio, pero las consecuencias prácticas que de ello se derivan son graves. La conclusión que extraigo de ello es que el Hombre no es la medida de todo, sino que Yo soy esa medida. El crítico oficioso mira a otro ser que él mismo, a una idea a la que quiere servir; así no hace a su Dios más que hecatombes de falsos ídolos. Lo que hace por el amor de ese ser, no es más que una obra de amor. Pero Yo, cuando critico, no miro solamente a mi objeto; me procuro, aparte de eso, un placer, me divierto según mi gusto, según me conviene, mastico la cosa o me limito a olerla.


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