Índice de El único y su propiedad de Max StirnerCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Mi autodisfrute

Estamos en el límite de una época. El mundo no ha pensado hasta el presente más que en conquistar la vida, su única preocupación ha sido vivir. Ya tienda toda actividad hacia las cosas de aquí abajo o hacia el más allá, hacia la vida temporal o hacia la eterna, ya se aspire al pan cotidiano (dadnos nuestro pan cotidiano), o al pan sagrado (el verdadero pan del cielo, el pan de Dios que ha bajado del cielo y que da la vida al mundo, el pan de la vida, San Juan, VI, 32, 33,48), ya se preocupe uno de la querida vida o de la vida eterna, el fin de todo esfuerzo, el objetivo de toda solicitud no cambia; se trata siempre de la vida.

¿Las tendencias modernas anuncian algo distinto? Se quiere que las necesidades de la vida no sean ya un tormento para nadie, y se enseña, por otra parte, que el hombre debe ocuparse en este mundo y vivir su vida real, sin vano cuidado del más allá.

Consideremos la cuestión desde otro punto de vista: quien sólo trata de vivir, no puede pensar en gozar de la vida. Mientras su vida esté todavía en cuestión, mientras pueda temblar por ella, no puede consagrar todas sus fuerzas a utilizar la vida, es decir, a gozar de ella. Pero ¿cómo gozar de ella? Usándola, como se quema la vela que se emplea. Usa uno de la vida y de sí mismo, consumiéndola y consumiéndose. Gozar de la vida es devorarla y destruirla.

Pues bien, ¿qué hacemos? Buscamos el goce de la vida. ¿Y qué hacía el mundo religioso? Buscaba también la vida. ¿En qué consiste la verdadera vida, la vida bienaventurada, etc.? ¿Cómo alcanzarla? ¿Qué debe hacer el hombre, y qué debe ser para ser un verdadero viviente? ¿Qué deberes le impone esta vocación? Estas preguntas y otras semejantes indican que sus autores todavía se buscan, buscando su verdadero sentido, el sentido que su vida debe tener para ser verdadera. ¡No soy más que sombra y bruma. Lo que seré, será mi verdadero Yo! Perseguir ese Yo, prepararlo, realizarlo, tal es la pesada tarea de los mortales; ellos no mueren más que para resucitar, no viven más que para morir y para encontrar la verdadera vida.

Sólo cuando estoy seguro de mí y cuando no me investigo ya, soy verdaderamente mi propiedad. Entonces me poseo y por eso me utilizo y disfruto de mí. Pero mientras creo, por el contrario, tener que descubrir todavía mi verdadero Yo, mientras me esfuerzo porque en mí no viva Yo, sino el cristiano, o cualquier otro Yo espiritual, es decir, cualquier fantasma tal como el Hombre, la esencia del Hombre, etc., me está para siempre prohibido gozar de mí.

Un abismo separa ambas concepciones: según la antigua, Yo soy mi fin; según la nueva, Yo soy mi punto de partida; según la primera, Yo me busco; según la segunda, me poseo y hago de mí lo que haría de cualquier otra de mis propiedades, gozo de mí a mi agrado. No tiemblo ya por mi vida, la prodigo. La cuestión, en adelante, no es ya saber cómo conquistar la vida, sino cómo gastarla y gozar de ella; no se trata ya de hacer florecer en mí el verdadero Yo, sino de hacer mi vendimia y consumir mi vida.

¿Qué es el Ideal, sino el Yo siempre buscado y nunca alcanzado? ¿Os buscáis? ¡Pues es que no os poseéis todavía! ¿Os preguntáis lo que debéis ser? ¡No lo sois, pues! Vuestra vida no es más que una larga y apasionada espera: durante siglos se ha suspirado por el porvenir y se ha vivido de esperanzas. Es cosa muy distinta vivir del disfrute.

¿Es sólo a los llamados piadosos a quienes se dirigen mis palabras? De ningún modo; se dirigen a todos aquellos que pertenecen a esta época que acaba y aún a sus alegres vividores. A ellos el domingo también sucede a los días laborables, y los bullicios de la vida son seguidos del ensueño de un mundo mejor, de una dicha universal, de un Ideal, en una palabra. ¡Pero los filósofos, al menos, deben oponerse a los devotos! ¿Ellos? ¿Han pensado jamás en otra cosa que el ideal y han aspirado nunca a otra cosa que al Yo absoluto? Siempre ansia y esperanza: es el romanticismo.

Si el disfrute de la vida ha de triunfar sobre la aspiración a la vida o la esperanza de la vida, tiene que vencerla bajo su doble significación -expuesta por Schiller en El ideal y la vida -, aplastar tanto la pobreza espiritual como la temporal y exterminar a la vez el ideal y el hambre de pan cotidiano. Quien tiene que usar su vida para conservarla, no puede gozar de ella, y quien la busca no la tiene y tampoco puede gozar de ella: ambos son pobres, pero ¡bienaventurados los pobres!.

El Ser Supremo del liberal es el Hombre; el Hombre es su mentor y la humanidad es su catecismo. Dios es Espíritu, pero el hombre es el espíritu acabado, el resultado final de la conquista del Espíritu, o de la investigación de las profundidades de la divinidad, es decir, del Espíritu.

Cada una de tus facciones debe ser humana. Tú mismo tienes que serlo de la médula hasta el dedo gordo del pie, desde tu interior hasta la punta de tus cabellos, pues la humanidad es tu vocación.

¡Vocación, destino, deber!

Lo que uno puede ser, lo es. El disfavor de las circunstancias podrá impedir al que nació poeta ser el primero de su tiempo, y no permitirle producir obras maestras, privándolo de los largos pero indispensables estudios preliminares; pero hará versos, ya sea criado de labor o tenga la suerte de vivir en la corte de Weimar. El músico hará música, aunque tuviera, por falta de instrumento, que soplar en una caña. Una cabeza filosófica meditará grandes problemas, ya adorne los hombros de un filósofo de Universidad o de un filósofo de aldea. En fin, el imbécil, que puede ser al mismo tiempo un malintencionado (las dos cosas van muy bien juntas; cualquiera que haya frecuentado los colegios encontrará en su memoria varios ejemplos, si pasa revista a sus antiguos condiscípulos), el imbécil, digo, será siempre imbécil, se le haya enseñado y ejercitado para ser jefe de oficina o para limpiar las botas de dicho jefe. Los cerebros obtusos forman la clase humana indisputablemente más numerosa. Pero ¿por qué no habría en la especie humana las mismas diferencias que es imposible desconocer en cualquier especie animal? Se encuentran por todas partes seres más o menos bien dotados.

Pocos, sin embargo, son lo bastante obtusos para que no se pueda introducir algunas ideas. Así se considera ordinariamente a todos los hombres como capaces de tener religión. Son además, susceptibles de ser enseñados, en cierta medida, sobre otras ideas, y se puede darles, por ejemplo, alguna comprensión musical y hasta un tinte de filosofía. Aquí el sacerdocio se liga a la religión, a la moralidad, a la cultura, a la ciencia, etc., y los comunistas, por ejemplo, quieren, con su escuela popular, hacerlo todo accesible a todos. Se sostiene ordinariamente que la gran masa no podría pasarse sin religión; los comunistas extienden esa afirmación y dice que no sólo la gran masa, sino todos están llamados a todo.

No basta haber instruido las masas en la religión, en el presente hay que rellenarlas de todo lo que es humano. Y el adiestramiento se hace cada día más universal y más extenso.

¡Pobres seres, que podríais ser tan felices, si no se os obligase a someteros a los pedagogos! ¿No acaba de sublevaros ver que se os toma siempre por otra cosa de lo que queréis parecer? ¡No! Repetís mecánicamente la lección que se os ha apuntado. ¿A qué soy llamado? ¿Cuál es mi deber? Y basta que hagáis la pregunta para que inmediatamente la respuesta se imponga a Vosotros: Vosotros os ordenáis lo que debéis hacer, os trazáis una vocación, u os dais las órdenes y os imponéis la vocación que el Espíritu ha prescrito de antemano. Con relación a la voluntad, eso puede anunciarse así: Yo quiero ser lo que debo.

Un hombre no tiene vocación a nada; no tiene más deber y vocación que la tienen una planta o un animal. La flor que se abre no obedece a una vocación, pero se esfuerza en gozar del mundo y consumirlo tanto como puede; es decir, saca tantos jugos de la tierra, tanto aire del éter y tanta luz del sol como puede absorber y contener. El ave no vive para realizar una vocación, pero emplea sus fuerzas lo mejor posible; caza insectos y canta a su gusto. Las fuerzas de la flor y del ave son débiles, comparadas con las de un hombre que apresta sus fuerzas para conquistar el mundo y lo oprime mucho más poderosamente que lo hace la flor y el ave. Él no tiene vocación o misión que cumplir, pero tiene fuerzas y estas fuerzas se despliegan alli donde se encuentren, porque, para ellas, ser consiste en manifestarse y no pueden mantenerse inactivas al igual que la vida, que si se detuviera siquiera un segundo, dejaría ya de ser vida. Se podría, pues, decir al hombre: ¡emplea tu fuerza! Pero ese imperativo implicaría todavía una idea de deber, y no se trata de eso. Por otra parte, ¿a qué ese consejo? Cada cual lo sigue y obra sin comenzar por ver en la acción un deber, cada cual despliega a cada instante toda la fuerza que posee. Se dice, sí, de un vencido que habría debido desplegar sus fuerzas; pero se olvida que si en el momento de sucumbir hubiera tenido el poder de desplegar sus fuerzas (corporales, por ejemplo), lo hubiese hecho; no ha tenido quizás más que un minuto de desaliento, pero fue, en suma, un minuto de impotencia. Las fuerzas pueden evidentemente agudizarse y multiplicarse, particularmente por las bravatas del enemigo o por exhortaciones amigas; pero cuando no se ponen en acción es seguro que no existen. Se puede hacer saltar chispas de una piedra, pero sin el choque no hay chispa; igualmente el hombre tiene necesidad de un impulso.

Puesto que las fuerzas se muestran siempre activas por sí mismas, la orden de ponerlas en acción sería superflua y carente de sentido. Emplear sus fuerzas no es la vocación y el deber del hombre, sino un acto perpetuamente real y actual. Fuerza no es más que una palabra más sencilla para decir manifestación de fuerza. Esa rosa es, desde que existe, una verdadera rosa, y ese ruiseñor es y ha sido siempre, un verdadero ruiseñor; igualmente Yo: sólo cuando cumplo mi misión y me conformo con mi destino, soy un verdadero hombre; lo soy, lo he sido siempre y no dejaré de serIo. Mi primer vagido fue la señal de vida de un verdadero hombre: los combates de mi vida son las manifestaciones de una fuerza verdaderamente humana, y mi último suspiro será el último esfuerzo del Hombre.

El verdadero hombre no está en el porvenir, no es el objetivo de un afán, sino que está aquí, en el presente, existe en realidad; cualquiera que Yo sea, alegre o apenado, niño o anciano, en la confianza o en la duda, en el sueño o la vigilia, soy Yo. Yo soy el verdadero hombre.

Pero si soy el Hombre, si he encontrado realmente en Mí aquel de quien la humanidad religiosa hacía un objetivo lejano, todo lo que es verdaderamente humano es, por eso mismo, mi propiedad. Todo lo que se atribuía a la idea de humanidad me pertenece.

Todo me pertenece y recobraré todo lo que quiera sustraerse a Mí; pero ante todo me recobro a Mí mismo, si una servidumbre cualquiera me ha hecho escapar de mí mismo. Mas eso tampoco es mi vocación, es mi conducta natural.

En resumen, existe una gran diferencia entre considerarme como punto de partida o como punto de llegada. Si soy mi fin, no me poseo, soy todavía extraño a mí, soy mi esencia, mi verdadera naturaleza íntima y esta esencia verdadera tomará como un fantasma mil nombres y mil formas diversas para burlarse de mí. Si Yo no soy aún yo, otro (Dios, el verdadero Hombre, el verdadero devoto, el hombre racional, el hombre libre, etc.), es el Yo, mi Yo. Todavía bien lejos de Mí, hago de Mí dos partes, de las que una, la que no es alcanzada y tengo que realizar, es la verdadera. La otra, la no verdadera, es decir, la no espiritual, debe ser sacrificada; lo que hay de verdadero en Mí, es decir, el Espíritu, debe ser todo el hombre. Eso se traduce asl: El Espíritu es lo esencial en el hombre o el hombre no es Hombre más que por el Espíritu. Uno se precipita ávidamente para coger al Espíritu como si al mismo tiempo fuera a cogerse él mismo, y en esta persecución desatinada del Yo se pierde de vista el Yo que uno es.

Al precipitarse en pos de sí, el inalcanzable, se desdeña la regla de los sabios que aconsejan tomar a los hombres como ellos son; se prefiere tomarlos como deberían ser y en consecuencia galopa uno sin tregua sobre la pista de su Yo tal como debería ser y se esfuerza en volver a todos los hombres igualmente justos, estimables, morales o razonables.

Sí, si los hombres fueran como deberían y como podrían ser, si todos los hombres fueran razonables, si se amasen los unos a los otros como hermanos, ¡la vida sería un paraíso! Pero los hombres no son como deben ser y como pueden ser. ¿Qué deben ser? ¡Lo que pueden ser y nada más! ¿Y qué pueden ser? Nada más de lo que pueden, es decir, de lo que tienen el poder o la fuerza de ser. Pero eso, lo son realmente, puesto que lo que no son, no son capaces de serlo; porque ser capaz de hacer o de ser, quiere decir hacer o ser realmente. Uno no es capaz de ser lo que no es; uno no es capaz de Hacer lo que no hace. Ese hombre a quien la catarata ciega, ¿podría ver? Ciertamente, bastaría que fuese operado con buen éxito. Mas, por el momento no puede ver porque no ve. Posibilidad y realidad son inseparables. No se puede hacer lo que no se hace, como no se hace lo que no se puede hacer. La singularidad de esta proposición desaparece si se quiere reflexionar bien que las palabras es posible que. ..etc., no signifiquen en el fondo casi nunca otra cosa que Yo puedo imaginar ... etcétera. Por ejemplo: Es posible que todos los hombres vivan racionalmente, quiere decir: Yo puedo imaginar que... etc. Mi pensamiento no puede hacer, y por consiguiente no hace que los hombres vivan razonablemente: ésa es una cosa que no depende de Mí, sino de ellos; la razón de todos los hombres no es, pues, para Mí más que pensable, no me es más que inteligible; pero como tal, es de hecho una realidad; si esa realidad toma el nombre de posibilidad, sólo es con relación a lo que Yo no puedo hacer, es decir, a la razón de las gentes. De suponer que eso dependiese de Ti, todos los hombres podrían ser racionales, porque Tú no ves en ello ningún inconveniente, y aun por lejos que se extienda tu pensamiento, no descubres quizá nada que a ello se oponga; resulta que ningún obstáculo se opone a la cosa en tu pensamiento, no descubres quizá nada que a ello se oponga; ella es pensable.

Pero los hombres no son todos racIonales; es, pues, sin duda, que no pueden serIo.

Cuando algo que se imaginaba posible no es o no sucede, puede uno estar seguro de que ha chocado con un obstáculo y es imposible. Nuestra época tiene su arte, su ciencia, etc.; su arte puede ser execrable, pero en ese caso ¿podemos decir que merecíamos tener uno mejor, habríamos podido tener uno mejor si lo hubiéramos querido? Tenemos justamente tanto arte como podemos tener; nuestro arte actual es actualmente el único posible y por eso es nuestro arte real.

Reducid aún el sentido de la palabra posible hasta que no signifique finalmente más que futuro y será todavía el equivalente de real. Cuando se dice, por ejemplo, es posible que el sol salga mañana, eso no significa más que, con relación a hoy, mañana es el porvenir real; porque no hay apenas necesidad de expresar que un porvenir no está realmente por venir, más que si no ha aparecido todavía.

¿A qué, decís, esa disección microscópica de una palabra? ¡Ah!, si no fuese detrás de ella donde se mantiene emboscado el error que ha tenido desde hace siglos más consecuencias, si esa pequeña palabra posible no fuese, en el cerebro de los hombres, el rincón en donde se dan cita todos los fantasmas que lo hechizan, no nos hubiéramos ocupado de ella.

El pensamiento, ya lo hemos mostrado antes, reina sobre el mundo poseído. Volvamos a la posibilidad que es uno de los lugartenientes. Posible, decíamos, no es nada más que pensable, inteligible, e innumerables víctimas han sido sacrificadas a ese terrible inteligible. Es pensable que los hombres puedan ser razonables; es pensable que puedan reconocer a Cristo; pensable que puedan ser inspirados por el bien y ser morales; pensable que puedan refugiarse en el seno de la Iglesia, que puedan no hacer nada, no pensar nada, no decir nada que ponga al Estado en peligro; pensable es incluso que puedan ser súbditos obedientes. Pero ved hasta dónde va a llevarnos esto. Siendo todo eso pensable, es posible y siendo posible a los hombres, deben serIo o deben hacerlo, es su vocación. Y, en fin, no se debe ver nada en los hombres más que en su vocación, debe mirárseles como llamamos a alguna cosa y tenerles, no por lo que son sino por lo que deben ser.

Otra consecuencia: no es el individuo el que es el Hombre; el Hombre es un pensamiento, un ideal. El individuo no es al Hombre lo que la infancia es a la edad madura, sino lo que un punto hecho con yeso es al punto matemático, lo que una criatura finita es al Creador infinito, o en términos más modernos, lo que el ejemplar es a la especie. De aquí el culto de la Humanidad eterna, inmortal, a cuya gloria (ad majorem humanitatis gloriam) debe sacrificarlo todo el individuo, convencido de que sería para él un honor eterno haber hecho alguna cosa por el Espíritu de la humanidad.

Resulta de aquí que quienes piensan gobiernan el mundo, mientras dure la época de los sacerdotes y de los pedagogos; lo que piensan es posible, y lo que es posible debe ser realizado. Ellos piensan en un ideal humano que no tiene realidad provisionalmente más que en su pensamiento, pero piensan después en la posibilidad de realizar este ideal, y es indisputable que esa realización es real ... mente pensable: es una Idea.

Puede ser que un Krummacher piense que Yo y Tú somos aún capaces de hacernos buenos cristianos; pero si se le ocurriese trabajarnos en ese sentido, le haríamos pronto sentir que nuestra cristianización, aunque pensable, es, sin embargo, imposible, y si se obstinase en asesinarnos con sus pensamientos y su buena doctrina de que nada tenemos que hacer, no tardaría en convencerse de que nada tenemos que ser que no nos agrade ser.

Y el razonamiento que resumíamos hace poco prosigue, dejando tras sí a devotos y gazmoños. ¡Si todos los hombres fuesen razonables, si todos practicasen la justicia, si todos tomaran por guía la caridad, etc.! Razón, justicia, caridad, les son presentadas como la vocación del hombre, como el objeto a que deben tender sus esfuerzos. ¿Y qué significa ser razonable? ¿Es razonarse uno mismo, comprenderse? No; la Razón es un gran libro repleto de artículos de leyes, todos atestados contra el egoísmo.

La historia no ha sido hasta el presente más que la historia del hombre espiritual. Después de la edad de los sentidos ha comenzado la historia propiamente dicha, es decir, la edad de la inteligencia, de lo espiritual, de lo suprasensible, de lo ideal, del no sentido. El hombre se pone entonces a querer ser algo. ¿Ser qué? Bueno, bello, verdadero, o más exactamente moral, piadoso, noble, etc. Quiere hacer de sí mismo un verdadero hombre: el Hombre es su objetivo, su imperativo, su deber, su destino, su vocación, su ideal: el Hombre es para él un futuro, un más allá. Y si llega a ser lo que sueña, no puede serIo más que gracias a algo, que se llamará veracidad, bondad, moralidad, etc. Desde entonces mira de través a cualquiera que no rinda homenaje al mismo algo, no siga la misma moral y no tenga la misma ley: persigue a los disidentes, los heréticos, las sectas, etc. (...)


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