Índice de De la tranquilidad del ánimo de SénecaPrimera parteBiblioteca Virtual Antorcha

De la tranquilidad del ánimo

Séneca

Segunda parte


A Sereno

VIII

Pasemos a la hacienda, materia la más grande de las desdichas humanas; pues si comparas todas las otras cosas que nos angustian: las muertes, las enfermedades, los miedos, los deseos, tener que sufrir dolores y trabajos, con las que nos acarrea nuestra mala riqueza, la parte de ésta pesará mucho más.

Y así se ha de pensar que es más liviano dolor no tenerla que perderla; con esto entenderemos que la pobreza es ocasión de menores tormentos porque lo es de menores daños. Porque te equivocas si piensas que los ricos sufren más animosamente las pérdidas; en los cuerpos más grandes y en los más pequeños es igual el dolor de las heridas.

Graciosamente dijo Bión que no es menos molesto a un calvo que a un cabelludo que le arranquen algún pelo. Esto mismo has de entender de los pobres y de los ricos: para ellos el tormento es igual, pues a unos y a otros se les pega su dinero y no se les puede quitar sin que lo sientan.

Pero, como ya dijimos, es más llevadero no adquirirlo que perderlo y por esto verás más alegres a los que nunca miró la fortuna que a los que abandonó. Lo vió esto Diógenes, varón de gran ánimo, e hizo de forma que nada se le pudiera quitar.

Tú llamas a esto pobreza, escasez, necesidad; pon a esta seguridad el nombre ignominioso que quieras. Pensaré que éste no es feliz si me encuentras algún otro que no pueda perder nada.

O yo me engaño o es tener todo un reino estar entre avaros, timadores, ladrones y plagiarios siendo el único a quien no se pueda dañar. Si alguien duda de la felicidad de Diógenes, también puede dudar del estado de los dioses inmortales y de que vivan felizmente, porque no tienen ni predios, ni huertos, ni campos hermosos cultivados por colono extranjero, ni grandes rentas en el foro.

¿No te avergüenzas tú que con las riquezas te embobas? Mira ahora al mundo: verás desnudos a los dioses, que lo dan todo y nada tienen. ¿Qué piensas; que es un pobre o que es semejante a los dioses quien se despojó de todos los bienes fortuitos? ¿Dices tú que es más feliz Demetrio, el esclavo de Pompeyo, que no se avergonzó de ser más rico que Pompeyo? Cada día se le daba cuenta, como al general de un ejército, del número de los esclavos, a él para quien poco antes debió ser la riqueza un par de sustitutos y una celda un poco más ancha. En cambio el único siervo de Diógenes huyó y no pensó, cuando se le descubrió, que valiese la pena hacerlo volver.

Decía: Es una vergüenza que Manen pueda vivir sin Diógenes y Diógenes no pueda vivir sin Manen. Parece que me dijo: Haz tu negocio, oh fortuna: nada de Diógenes es tuyo. Me huyó mi siervo, o mejor, yo mismo quedé libre.

Pídenme de comer y de vestir mis criados familiares, hay que satisfacer tantos vientres de voracísimos animales, comprarles vestidos y custodiar sus muy rapaces manos y utilizar los servicios de los que están llorando y renegando. ¡Cuánto más feliz el que a nadie debe nada, sino a sí mismo, a quien tan fácilmente se lo puede negar!

Pero puesto que no tenemos tanta fuerza, han de estrecharse ciertamente los patrimonios para que estemos menos expuestos a las injurias de la fortuna. En la guerra están más seguros los cuerpos que pueden contraerse a la medida de los escudos que los que los desbordan y su grandeza los descubre por todas partes a las heridas. El mejor límite de la riqueza es el que ni cae en la pobreza, ni se aparta mucho de ella.


IX

Nos agradaría esta medida si previamente nos hubiese agradado la parsimonia sin la cual ninguna riqueza es suficiente, ni ninguna bastante abierta, sobre todo teniendo el remedio tan cerca y pudiendo convertirse la misma pobreza en riqueza con sólo llamar a la frugalidad.

Acostumbrémonos a apartar de nosotros el lujo y a apreciar las cosas por su utilidad y no por lo que adornen.

La comida aplaque el hambre; la bebida, la sed; el placer fluya por donde es necesario; aprendamos a apoyarnos en nuestros mismos miembros, ajustemos nuestro comer y vestir no a los nuevos ejemplos, sino como nos enseñan las costumbres de nuestros mayores: aprendamos a aumentar la continencia, a refrenar la lujuria, a mitigar el ansia de gloria, a suavizar la ira, a mirar con buenos ojos la pobreza, a cultivar la frugalidad, aunque avergüence a muchos, empleando remedios cada vez menos costosos para los deseos naturales, teniendo refrenadas las esperanzas y como atado el ánimo que tiende hacia lo futuro, y obrando de manera que nos vengan las riquezas de nosotros mismos y no de la fortuna.

Nunca puede tanta variedad e iniquidad de sucesos ser repelida sin que se levanten grandes tormentas a estos que han lanzado a la mar tantos navíos. Hay que estrechar las cosas para que las flechas caigan en vano y por esto a veces los destierros y las calamidades son un remedio y con ligeras incomodidades se curan otras más pesadas.

Cuando el ánimo se cuida poco de los preceptos y no puede curarse más suavemente, ¿no será quizá para su bien que se le prescriba la pobreza, la infamia y la ruina, oponiendo un mal a otro mal?

Acostumbrémonos, pues, a cenar sin convidados y a servirnos de pocos esclavos y a emplear los vestidos en aquello para que se inventaron y a vivir en casas menos amplias.

No sólo en las carreras y en las luchas del circo, sino también en estos combates de la vida hemos de replegarnos hacia el interior.

Los mismos gastos para los estudios, que son los mejor empleados, son tanto más racionales cuanto más moderados.

¿A qué innumerables libros y bibliotecas, cuyo dueño apenas si en toda la vida lee los índices? Su multitud no instruye sino que abruma al que quiere aprender y aprovecha mucho más entregarse a pocos autores que andar curioseando por muchos. Cuarenta mil libros ardieron en Alejandría: que este hermosísimo testimonio de la magnificencia de los reyes lo alabe otro, como Tito Livio, que dice que fue una obra egregia de la elegancia y diligencia de los reyes. Pero no fue ni buen gusto ni diligencia, sino una estudiosa demasía, o mejor dicho, no fue estudiosa porque no los reunieron para los estudios, sino para sola vista, como para muchos que ignoran hasta las primeras letras, los libros no son instrumentos de estudios sino ornatos de los comedores. Reúnanse, pues, los libros que sean suficientes y ninguno por ostentación.

Dices: Es más honesto gastar en esto que no en vasos de Corinto y en tablas pintadas. Siempre es vicioso lo que es demasiado. ¿Qué razón tienes para perdonar al hombre que se hace armarios de limonero y de marfil y busca libros de autores desconocidos o malos y entre tantos miles de volúmenes bosteza complaciéndose solamente en sus apariencias y en sus títulos? Verás, pues, en las casas de los más desidiosos todos cuantos libros se han escrito de oratoria y de historia, teniendo los estantes llenos hasta los techos; porque ya aun en los baños y en las termas también la biblioteca es un ornamento necesario de la casa. Lo perdonaría por completo, si el error fuera por un excesivo afán de saber. Pero ahora estas tan buscadas obras de los ingenios consagrados, copiadas con sus retratos, se compran para adorno y gala de las paredes.


X

Pero has caído en un género difícil de vida y sin saberlo tú la fortuna, o pública o privada, te tendió un lazo que no puedes ni desatar ni romper. Considera que los presos al principio soportan mal los pesos y cadenas que impiden sus pasos, pero cuando se proponen no indignarse contra ellos, sino soportarlos, la necesidad les enseña a llevarlos con fortaleza y la costumbre con facilidad.

En cualquier género de vida encuentras placeres, compensaciones y deleites, si quieres pensar que los males son leves mejor que hacerlos insoportables.

Por ningún título se nos hizo tan acreedora la naturaleza como por haber encontrado, sabiendo las desgracias para las que nacíamos, un alivio a las calamidades en la costumbre, convirtiendo pronto en familiares las más pesadas.

Nadie resistiría si las cosas adversas tuvieran la misma fuerza al hacerse asiduas que en el primer choque.

Todos estamos atados a la fortuna. Unos con cadena dorada y floja. otros con estrecha y fea, pero ¿qué más da?

En la misma cárcel estamos todos y también son presos los mismos que aprisionaron, a no ser que pienses que es más liviana la cadena en la mano izquierda.

A unos atan los honores; a otros, las riquezas; a unos agobia la notoriedad, a otros, la bajeza; unos doblegan la cabeza a la tiranía ajena; otros a la propia; a unos los detiene en un lugar el destierro, a otros el sacerdocio. Toda la vida es servidumbre. Hay que acostumbrarse, por lo tanto, a la condición propia y, sin quejarse de ella lo más mínimo, aprovechar la comodidad que se tenga alrededor; nada hay tan acerbo en que no encuentre consuelo un ánimo ecuánime. Muchas veces áreas pequeñas quedaron abiertas para muchos usos por el arte del arquitecto y aunque el lugar sea angosto, lo hace habitable una buena disposición. Usa de tu razón en las dificultades: pueden suavizarse las cosas duras y ampliarse las estrechas y abrumar menos las pesadas, si se saben llevar.

Además no han de enviarse muy lejos los deseos, sino que les hemos de permitir que sólo salgan a lo cercano, porque ser encerrados del todo no lo consienten.

Dejando lo que no puede hacerse o tan sólo muy difícilmente, sigamos las cosas próximas que alimentan la esperanza, pero sabiendo muy bien que todas son igualmente livianas y aunque tengan por fuera diversas caras, por dentro son igualmente vanas. Ni hemos de envidiar a los que estén más arriba; pues lo que parece altura es despeñadero.

Aun aquellos a quienes una suerte inicua puso en una encrucijada, estarán más seguros quitándoles soberbia a las cosas de suyo altivas y llevando su fortuna a lo llano tanto cuanto puedan.

Hay muchos que necesitan seguir encaramados en la cumbre, de la que no pueden descender sino cayendo, pero atestiguan que ésta es su mayor carga por el hecho de que están obligados a ser gravosos a otros, y más bien están clavados que elevados.

Con justicia, mansedumbre, humanidad y mano generosa y benigna han de prepararse para los cambios de fortuna muchas ayudas con las que su esperanza esté más segura. Pero nada puede defendernos tan bien de estas fluctuaciones del ánimo que el fijar siempre un límite a los crecimientos, ni dejar que acaben al arbitrio de la fortuna, pues los ejemplos de los otros nos exhortan a nosotros mismos a pararnos mucho más acá. Así aunque algunos deseos acucien el ánimo, limitándolos, no se extenderán ni a lo inmenso, ni a lo incierto.


XI

Estas mis palabras son pertinentes para los imperfectos, los mediocres y los malsanos y no para el sabio. Éste no ha de andar ni con timidez, ni paso a paso, porque tiene tanta confianza en sí mismo que no duda en salir al encuentro de la fortuna, ni nunca le cede el lugar. Ni tiene por qué temerla, porque no sólo los esclavos, las posesiones y la dignidad, sino también su cuerpo y sus ojos y sus manos y todo cuanto hace más grata la vida al hombre y hasta a él mismo lo cuenta entre las cosas precarias, y vive como de prestado, y cuando se lo piden todo lo devuelve sin tristeza. Y no lo desestima por saber que no es suyo, sino que lo hace todo con tanta diligencia y circunspección como el hombre religioso y santo suele guardar lo que se confía a su fe. Y cuando se le mande devolverlo, no se quejará de la fortuna, sino que dirá: Te estoy agradecido por el tiempo que lo poseí y tuve. Cultivé ciertamente tus bienes con gran esfuerzo, pero puesto que así lo mandas, te los doy y devuelvo agradecido y de buen grado. Si aún quieres que tenga algo tuyo, lo guardaré, pero si te agrada lo contrario, la plata labrada, la acuñada, mi casa y mi familia te la devuelvo y restituyo.

Si llamare la naturaleza, que primero se confió a nosotros, le diremos: Recibe un ánimo mejor que el que me diste. Ni ando con sutilezas, ni busco evasivas: aquí tienes preparado por quien sabe y quiere, lo que diste al que no tenía conciencia: tómalo.

¿Qué molestia es volver allá de donde viniste? Mal vive quien no sabe morir bien.

A esto es, pues, a lo primero que hay que rebajar de precio, y hay que contar al aliento entre las cosas viles. Odiamos a los gladiadores, como dice Cicerón, que a toda costa desean conservar la vida, y los aplaudimos si hacen bien claro que la desprecian. Entérate, que lo mismo nos sucede a nosotros, porque con frecuencia la causa de morir es el miedo a la muerte.

La fortuna que está jugando dice: ¿Para qué te he de conservar, animal malo y cobarde? Serás más herido y traspasado si no sabes presentar el cuello. Pero tú vivirás más tiempo y morirás más expeditamente si recibes el cuchillo sin apartar la cabeza, ni oponer las manos, sino animosamente.

El que teme la muerte nunca hará nada por un hombre vivo. Pero quien sabe que esto quedó establecido en el instante mismo de ser concebido, vive con arreglo a lo estipulado y a la vez procurará con la misma fortaleza de ánimo que nada de lo que le suceda sea imprevisto.

Porque previendo que ha de suceder todo cuanto puede venir, suavizará el ímpetu de todos los males, que no traen nada nuevo a los que están preparados y esperándolos y no se hacen pesados más que a los que se creen seguros y esperan solamente la felicidad.

Existen la enfermedad, el cautiverio, la ruina, el fuego; ninguna de estas cosas es repentina: ya sabía yo en qué revoltoso hospedaje me encerró la naturaleza. Tantas veces se ha llorado en mi vecindad; tantas veces ante mi puerta haces y cirios precedieron entierros prematuros; con tanta frecuencia sonó el estrépito de un edificio que se derrumba: a muchos de aquellos que el foro, la curia; la conversación unieron conmigo, se los llevó la noche, y las manos que estaban unidas por la amistad, la sepultura las separó.

¿Y me he de admirar que alguna vez se me acerquen los peligros que siempre anduvieron dando vueltas en torno de mí? La mayoría de los hombres no piensan en la tempestad cuando van a embarcarse. Nunca me avergonzará una cita buena de un mal autor. Publilio, más vehemente que los ingenios trágicos y cómicos, siempre que dejó las necedades mímicas y las palabras destinadas al vulgo, entre otras muchas cosas más fuertes que el coturno y no solamente el sipario, dice esto:

A cada cual puede suceder lo que puede suceder a alguno.

El que se penetrase de esto hasta la medula y considerase que todos los males ajenos, cuya abundancia todos los días es tan copiosa, tienen tan libre el camino a los demás como a sí mismo, estará armado mucho antes de que le ataquen; es tardío que el ánimo se prepare a sufrir los peligros después que hayan llegado. No pensé que esto había de suceder o ¿Hubieras tú creído que esto jamás había de pasar? ¿Pero por qué no? ¿Qué riquezas hay que no lleven a sus espaldas la necesidad, el hambre y la mendicidad? ¿Qué dignidad haya cuyas insignias, bastón augural y calzado patricio no acompañen las suciedades, el descrédito, mil manchas, y, por último, el desprecio? ¿Qué reino no tiene preparada la ruina, la degradación, el tirano y el verdugo?

Ni lo uno está separado de lo otro por grandes intervalos, sino que en el espacio de una hora se pasa del trono a estar postrado ante rodillas ajenas. Ten, pues, por sabido que todo estado es mudable y que lo que ha caído sobre otro a ti también te puede sobrevenir. Eres rico, pero ¿acaso más que Pompeyo? Al cual, cuando Gayo, su antiguo pariente y huésped nuevo, le abrió la casa del César para que cerrara la suya, le faltó el pan y el agua. Y el que poseía tantos ríos que nacían y morían en sus dominios, tuvo que mendigar agua llovediza. Pereció de hambre y sed en el palacio de su pariente, mientras su heredero le costeaba a él, que padeció hambre, funerales. públicos.

Has gozado de los mayores honores, pero ¿acaso más grandes, tan inesperados, tan universales como los de Seyano? Pues el mismo día que le acompañó el Senado, lo despedazó el pueblo y de aquel a quien los Dioses y los hombres habían concedido cuanto puede reunirse, no quedó nada que pudiera recoger el verdugo.

Eres rey: no te enviaré a Creso, que encendió y vió extinguirse sin perder la vida su propia hoguera y sobrevivió no tan sólo a su reino, sino también a su muerte; ni a Yugurta, a quien en el transcurso de un mismo año el pueblo romano temió y contempló cautivo; a Ptolomeo, rey de África, y a Mitrídates, de Armenia, los hemos visto entre los guardas de Gayo: el uno fue enviado al destierro y el otro deseaba que lo enviasen con mayor seguridad.

Si en tan gran vaivén de cosas que suben y bajan de continuo, no tienes por futuro cuanto puede suceder, das fuerzas contra ti a las adversidades, a las que sólo quebranta quien las prevé.


XII

Lo que a esto se sigue es que no trabajemos en cosas inútiles o por motivos inútiles, esto es, que no deseemos lo que no podemos conseguir, o si lo hemos alcanzado que no comprendamos tarde y con vergüenza la vanidad de nuestros deseos.

Esto es, que no sea el trabajo vano y sin efecto, o el efecto indigno del trabajo, porque la vergüenza viene casi siempre o de que no hay éxito o de que el éxito avergüence.

Hay que acabar con los paseos de esa gran mayoría de hombres que vagabundean por casas, teatros y foros; se ofrecen a los negocios ajenos remedando a los que siempre están haciendo algo.

Si preguntas a alguno de éstos al salir de casa: ¿Adónde vas? ¿En qué piensas?, te responderá: A fe mía, que no lo sé; pero veré a algunos, haré algo.

Vagan sin propósito buscando los negocios no que se propusieron hacer, sino en los que casualmente cayeron. Su carrera es sin consejo y vana, como la de las hormigas que trepan por los árboles y después de subir a la rama más alta bajan a la tierra vacías; una vida semejante a la de ellas llevan muchos, de los que no sin razón se diría que es la suya inquieta pereza.

Te compadecerás de muchos que corren como si fueran a apagar un incendio, hasta tal punto empujan a los que se encuentran y se precipitan sobre los demás, cuando en realidad corren a saludar a alguno que no han de volver a ver, o a seguir el entierro de un difunto desconocido; o a un juicio del que se pasa la vida litigando, o a las bodas del que siempre se está casando, siguiendo la litera y aun llevándola en muchos lugares. Después, cuando vuelven a su casa con un cansancio inútil, juran que ellos no saben a que salieron ni dónde estuvieron, para andar errando por los mismos pasos al día siguiente.

Que todo el trabajo se refiera a algo y mire a algo. No es la industria quien mueve a los inquietos, sino que, como a los locos, los agitan las falsas imágenes de las cosas. Pues ni siquiera éstos, los locos, se mueven sin alguna esperanza; les cosquillea la apariencia de alguna cosa cuya vanidad no comprende su demencia. Del mismo modo, a cada uno de esos que salen a aumentar la turba, lo traen y lo llevan por la ciudad motivos vanos y leves; aunque no tienen nada en que trabajar, en cuanto que sale el sol, se echan a la calle y después de haber sufrido mil encontrones para llegar a saludar a muchos y de que muchos no los han recibido, a ningunos hallan más dificultosos en casa que a sí mismos. De este mal se origina el feísimo vicio de andar siempre escuchando e investigando los secretos de la República y enterándose de muchas cosas que ni con seguridad se cuentan, ni con seguridad se oyen.


XIII

Pienso que Demócrito seguía esta doctrina cuando comentó: Quien quiera vivir tranquilo, no haga muchas cosas ni en privado, ni en público, refiriéndose, claro es, a las innecesarias. Pues si son necesarias, privada y públicamente no sólo hay que hacer muchas, sino innumerables; pero cuando ningún deber solemne nos reclama, hemos de inhibirnos. Pues el que hace muchas cosas, da con frecuencia a la fortuna poder sobre sí mismo, cuando lo más seguro es experimentarla raramente, pensar siempre en ella y no prometerse nada de su fidelidad.

Me embarcaré, si no sucede nada, o Seré pretor, si nada me lo impide, o Me responderá el negocio, si no se interpone nada.

Por esto decimos que nada le sucede al sabio contra su opinión; lo exceptuamos no de la suerte de los hombres, sino de sus errores; ni le sucede todo como quiso, sino como pensó, y lo primero que pensó fue que algo podía oponerse a sus propósitos. Por fuerza ha de ser más leve el dolor que viene al ánimo por no realizarse un deseo suyo, si nunca contó con que se realizara.


XIV

Debemos también hacernos fáciles o flexibles y sin entregarnos demasiado a los asuntos que nos hemos propuesto, pasar a aquellos a que la casualidad nos lleve, sin tener miedo a cambiar o la determinación o la condición, mientras no caigamos en la ligereza, el vicio más enemigo de la quietud.

Por fuerza la contumacia es angustiosa y miserable, pues con frecuencia la fortuna le quita algo, pero la ligereza, que nunca se contiene a sí misma, es mucho más grave. Estorba a la tranquilidad tanto no poder mudar nada como no poder sufrir nada.

Ciertamente el ánimo ha de ser retraído a sí mismo de todas las cosas externas.

Confíe en sí, gócese en sí mismo, estime lo suyo, apártese cuanto pueda de lo ajeno, dedíquese a sí mismo, no sienta los daños e interprete con dignidad aun las cosas adversas.

Cuando se le anunció a nuestro Zenón el naufragio en que perdió todo lo suyo, dijo: La fortuna me manda filosofar más expeditamente.

Cuando el tirano amenazaba a Teodoro con matarlo y dejarlo insepulto, le dijo: Tienes con qué complacerte porque mi sangre está bajo tu poder, pero en lo que se refiere a la sepultura, eres un necio si piensas que me preocupa pudrirme encima o debajo de la tierra.

A Cano Julio, un hombre verdaderamente grande, a cuya admiración no ha de obstar el que haya nacido en nuestro siglo, después de haber discutido mucho con Calígula, al irse le dijo aquel Falaris: Para que no te lisonjees con una vana esperanza, he mandado que te lleven al suplicio. Te doy las gracias -respondió~, óptimo príncipe. Qué sentía, no lo sé, pues se me ocurren muchas interpretaciones. ¿Quiso injuriarle manifestándole cuánta era su crueldad que la misma muerte era un beneficio? ¿Le echó en cara su continua demencia (porque le daban las gracias los mismos cuyos hijos había matado o cuyos bienes había robado) o recibía gustosamente la muerte como si fuera la libertad?

Dirá alguno: Pero después de esto pudo Calígula ordenar que viviera. No lo temió Cano, que era bien conocida la fidelidad de Calígula a tales órdenes. ¿Crees acaso que pasó sin ningún cuidado los diez días que mediaron hasta el suplicio? No parece verosímil lo que aquel varón dijo, lo que hizo, la tranquilidad que tuvo. Estaba jugando al ajedrez, cuando el centurión que traía la caterva de los condenados, mandó que también le sacasen a él. Cuando lo llamaron"contó los dados y dijo a su compañero: Cuidado que no'vayas a mentir después de mi muerte diciendo que has ganado; entonces, haciendo una seña al centurión, le dijo: Tú serás testigo de que le llevo un tanto. ¿Piensas tú que Cano estaba jugando en el tablero? Estaba haciendo mofa del tirano. A los amigos que estaban tristes por perder a tal hombre les dijo: ¿Por qué os entristecéis? Vosotros investigáis si las almas son inmortales, yo lo sabré ahora. No dejó de escudriñar la verdad en su mismo fin y de su misma muerte se hizo un problema. Le seguía su filósofo y no lejos del túmulo en que se hacía el sacrificio diario a nuestro Dios, el César, le dijo: ¿En qué piensas, Cano? ¿Qué tienes en la mente? Me he propuesto -respondió Cano- observar si en aquel velocísimo momento de la muerte ha de sentir el ánimo salir; y prometió que si averiguaba algo había de volver a los amigos e indicarles cuál era la condición de las almas.

He ahí la tranquilidad en medio de la tempestad, he ahí un ánimo digno de la eternidad, que hace de su misma fatalidad medio de buscar la verdad, que en el momento de dar el último paso interroga al alma que va a salir y aprende no ya hasta la muerte, sino de la muerte misma.

Nadie ha filosofado más tiempo. Tan gran varón no se olvidará rápidamente y de él se hablará con estimación. Te conservaremos en la memoria de todos, oh clarísima cabeza, porción grande, tú solo, en las matanzas de Calígula.


XV

Pero de nada aprovecha desechar las causas de la tristeza privada, porque a veces nos posee el aborrecimiento del género humano. Cuando piensas en lo rara que es la sencillez, cuán desconocida la inocencia, cómo apenas si existe la fe, a no ser que tenga cuenta, y le sale a uno al encuentro la turba de los criminales que son felices, y los provechos y daños, igualmente aborrecibles, de la sensualidad, y una ambición que hasta tal punto no se contiene en sus términos que se jacta hasta de la abyección, entra el ánimo en la noche y de este derrumbamiento de las virtudes, en las que ni se puede esperar ni aprovecha tener, nacen como tinieblas.

Debemos, pues, doblegarnos a que nos parezcan todos los vicios del vulgo no como odiosos, sino como ridículos y más bien hemos de imitar a Demócrito que a Heráclito. Porque éste, siempre que salía en público, lloraba; aquél reía; todo cuanto hacemos, al uno le parecían desgracias; al otro, necedades.

Han de aligerarse, pues, todas las cosas y soportarlas con ánimo fácil; es más humano mofarse de la vida que llorarla. Además merece mejor del género humano quien se ríe de él que quien lo llora, porque aquél le deja alguna buena esperanza, pero éste llora neciamente lo que no espera que pueda corregirse.

Y quien contempla todo el universo muestra mayor ánimo si no contiene las risas que si llora, a no ser que le conmueva una suavísima emoción y piense que no hay nada grande, nada severo, nada desgraciado en tanto aparato. Que cada cual examine cada una de las cosas por las que estamos tristes o alegres y encontrará que es verdad lo que Dión dijo: que todos los negocios de los hombres son muy semejantes en sus principios, ni su vida es más santa o severa que la idea de que nacidos de la nada han de volver a la nada.

Pero ya es bastante tomar plácidamente las costumbres públicas sin caer ni en la risa ni en las lágrimas, porque atormentarse por los males ajenos es una eterna miseria y gozarse de ellos un placer inhumano, como esa inútil humanidad de llorar y arrugar la frente porque alguien entierra a su hijo.

En los propios males conviene conducirse de manera que des al dolor lo que pide la naturaleza y no la costumbre; porque hay muchos que lloran para que los vean y se les secan los ojos en cuanto que no tienen espectadores, pensando que es una vergüenza no llorar cuando todos lo hacen.

Tan profundamente se ha arraigado este mal de estar pendiente de la opinión ajena, que ha venido a simularse hasta una cosa tan sencilla como el dolor.


XVI

Síguese tras esto una parte que no sin razón suele contristar y poner en cuidado.

Cuando los finales de los buenos son malos, cuando se le obliga a Sócrates a morir en la cárcel, a Rutilio a vivir en el destierro, a Pompeyo y a Cicerón a entregar su cabeza a sus clientes, a aquel Catón, viva imagen de la virtud, a echarse sobre la espada haciendo manifiesto que a la vez se acababa con él y con la República, por fuerza ha de atomentar que la fortuna distribuya los premios tan inicuamente.

¿Qué ha de esperar cada uno para sí viendo las cosas tan malas que han padecido los mejores? Pero ¿qué es esto? Fíjate cómo cada uno de ellos lo soportó y si fueron fuertes, desea tú su fortaleza, y si perecieron como mujerzuelas cobardemente, nada se perdió: o fueron dignos de que su virtud te agrade o indignos de que eches de menos su cobardía. Porque ¿qué sería tan vergonzoso como que los hombres más grandes, por haber muerto con fortaleza, hicieran tímidos a los demás?

Alabemos una y otra vez al digno de alabanza y digamos: Cuanto más entero, tanto más feliz. Escapaste ya de los humanos azares, de la envidia, de la enfermedad; saliste ya de la prisión, no le pareciste a los Dioses digno del infortunio, sino indigno de que la fortuna pudiese algo contra ti.

Pero a los que tratan de escaparse y en la misma muerte se revuelven a la vida, hay que obligarles echándoles las manos.

No he de llorar a ninguno que esté alegre, ni a ninguno que llore; el primero enjugó él mismo mis lágrimas, el segundo con las suyas ha hecho que no sea digno de ninguna.

¿He de llorar a Hércules porque fue quemado vivo, o a Régulo, que fue traspasado por tantos clavos, o a Catón, que hirió a sus mismas heridas? Todos éstos encontraron al precio de un ligero tiempo la manera de hacerse eternos y muriendo alcanzaron la inmortalidad.


XVII

También es materia no pequeña de preocupación el tenerla grande de componerte sin que te manifiestes a nadie con sencillez, como es la vida de muchos; fingida y ordenada a la ostentación.

Atormenta, en efecto, la continua observación de uno mismo y el temor de ser sorprendido de otro modo que como de costumbre. Nunca nos libraremos de la preocupación si pensamos que han de hacer aprecio de nosotros cada vez que nos vean, pues ocurren muchos incidentes que contra nuestra voluntad nos desnudan y, aunque resulte bien tanta diligencia, no es agradable ni segura la vida de los que viven siempre con una máscara.

En cambio, ¡qué placer el de una sencillez sincera, sin otro adorno que ella misma, que no oculta nada de sus costumbres! Corre, sin embargo, esta vida peligro de ser despreciada, si toda ella está patente a todos, pues haya quienes enoja lo que ven más de cerca. Pero no hay peligro de que la virtud se envilezca por acercarse a los ojos y mejor es ser despreciado por la sencillez que ser atormentado por una perpetua simulación.

Usemos, sin embargo, de moderación: hay mucha diferencia entre vivir con sencillez y vivir con negligencia.

Hay que recluirse mucho en sí mismo, porque el trato con los que no son semejantes descompone todo lo no bien compuesto, renueva los afectos y ulcera cuanto en el ánimo hay flaco y mal curado.

Hay que mezclar y alternar la soledad y la comunicación. Aquélla nos hará desear a los hombres, ésta, a nosotros; y así la una será el remedio de la otra; la soledad nos curará del aborrecimiento de la multitud, y la multitud, del fastidio de la soledad.

Ni se ha de tener la mente siempre en la misma intención o tensión, sino que ha de ser llevada a los entretenimientos. Sócrates no se avergonzaba de jugar con los niños; y Catón rebajaba con vino su ánimo fatigado de los cuidados públicos; y Escipión danzaba con aquel su cuerpo triunfante y militar, pero no doblándose suavemente, como hoy acostumbran los que aun andando dejan atrás la molicie femenina, sino como aquellos antiguos varones acostumbraban, en los juegos y en las fiestas, a bailar varonilmente, sin desacreditarse por ello aunque fueran vistos por sus mismos enemigos.

Hay que dar reposo a los ánimos; de él se levantan mejores y más valientes.

Así como a los campos fértiles no se les ha de exigir excesivamente -porque pronto los agotaría una fertilidad nunca interrumpida-, así el continuo trabajo quebranta el ímpetu de los ánimos, que recobrarían las fuerzas con un poco de descanso y de distracción; de la continuidad de los trabajos nace cierto embotamiento y flojera de los ánimos.

No tendería a esto con tanta fuerza el deseo de los hombres si el juego y la distracción no tuvieran cierto natural deleite, cuyo uso, si es frecuente, quita a los ánimos todo peso y toda fuerza; pues hasta el mismo sueño, que es tan necesario para el descanso, si lo continúas de día y de noche, sería la muerte.

Hay mucha diferencia entre que aflojes algo y lo sueltes. Los legisladores instituyeron días de fiesta para obligar públicamente a los hombres al regocijo, interponiendo a los trabajos una templanza como necesaria, y, como ya he dicho, los grandes hombres se tomaban todos los meses vacaciones por algunos días, y otros los repartían tOdos entre el ocio y el trabajo.

Así lo recordamos de Asinio Polio, gran orador, al que ningún asunto retuvo más allá de la hora décima; después de esta hora no leía ni siquiera una carta, para no tener nuevas preocupaciones; pero en aquellas dos horas reparaba el cansancio de todo el día. Otros partieron el día por la mitad y dejaron las horas de la tarde para los negocios de menor cuidado. También nuestros mayores prohibían que se hiciera en el Senado ninguna nueva deliberación después de la hora décima. Los soldados se reparten las guardias de la noche y de ella quedan libres los que vuelven de una expedición.

Hay que ser condescendiente con el ánimo y darle algún ocio, que sea como su alimento y vigorización. Ha de hacerse el paseo por espacios abiertos para que el ánimo se fortifique y levante al cielo libre y a pleno aire; algunas veces un paseo en carruaje, el camino y el cambio de la región dan fuerzas, como un convite y una bebida un poco más copiosa. Algunas veces hay que llegar hasta la embriaguez de modo que no nos hunda, sino que nos divierta, porque disuelve los cuidados, conmueve hasta lo más profundo del ánimo y le cura de la tristeza como de otras enfermedades; y Liber fue llamado el inventor del vino no porque desate la lengua, sino porque libra al ánimo de la servidumbre de los cuidados y lo fortalece y hace más vigoroso y audaz para tOdos los intentos.

Pero como en la libertad también en el vino es saludable la moderación. Se dice que Salón y Arcesilao fueron dados al vino; a Catón se le reprochó la embriaguez; pero sea quien fuere quien se lo imputara, más fácilmente hará Catón honesto al crimen que éste deshonesto a Catón. Pero no ha de hacerse con frecuencia, para que el ánimo no contraiga la mala costumbre y tan sólo de vez en cuando se le ha de llevar a la alegría y a la libertad removiendo un poco la triste sobriedad.

Pues si hemos de creer al poeta griego, alguna vez da alegría el enloquecerse, y si a Platón, en vano llama a las puertas de la poesía el que es dueño de sí, y si a Aristóteles, nunca hubo un gran ingenio sin alguna mezcla de locura; porque no puede hablar cosas grandes y superiores a las demás sino la mente excitada.

Cuando desprecia lo vulgar y acostumbrado y se levanta a lo alto por un instinto sagrado, entonces canta por fin algo grande con boca mortal.

Mientras una persona esté en sí, no puede alcanzar algo verdaderamente sublime y arduo; es menester que se aparte de lo acostumbrado, y ha de elevarse tascando el freno, y arrebatando a su jinete lo ha de llevar allí donde por sí solo no se atrevería a subir.

Con esto tienes, oh carísimo Sereno, los medíos que pueden defender la tranquilidad o restituirla o resistir a los vicios que quieren deslizarse en el alma. Pero has de saber que ninguno de ellos es bastante fuerte para conservar cosa tan frágil si un intenso y asiduo cuidado no cerca como con úna valla al ánimo resbaladizo.

Índice de De la tranquilidad del ánimo de SénecaPrimera parteBiblioteca Virtual Antorcha