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Tercer apartado

Sobre la diferencia entre lo sublime y lo bello en la relación recíproca de ambos sexos

Quien por primera vez aplicó a la mujer el nombre de sexo bello, acaso quiso decir algo galante, pero acertó mejor de lo que él mismo pudo imaginarse. Sin tener en cuenta que su figura es, en general, más fina, sus rasgos más delicados y dulces, su rostro más significativo y cautivante en la expresión del afecto, la broma y la afabilidad, que en el sexo masculino; sin olvidar lo que debe atribuirse al encanto secreto, que inclina nuestra pasión a juicios favorables para ellas, hay en el carácter de este sexo rasgos particulares que lo diferencian claramente del nuestro, y le hace distinguirse principalmente por la nota de lo bello. De otro lado, podríamos aspirar nosotros a la denominación de noble sexo si no se exigiese al carácter noble el apartamiento de títulos honoríficos y el concederlos mejor que el recibirlos. No se entienda por esto que la mujer carece de nobles cualidades o que hayan de faltar por completo las bellezas al sexo masculino; más bien debe esperarse que en cada sexo resulten unidas ambas cosas; pero, de tal suerte, que en una mujer todas las demás ventajas se combinen sólo para hacer resaltar el carácter de lo bello, en ellas el verdadero centro, y, en cambio, entre las cualidades masculinas sobresalga desde luego lo sublime como característica. A esto deben referirse todos los juicios sobre las dos mitades de la especie humana, tanto de los lisonjeros como de los adversos; esto han de tener a la vista toda educación y enseñanza, y todo esfuerzo por fomentar la perfección moral de una y otra, si no se quiere hacer imperceptible la encantadora diferencia que la Naturaleza ha querido establecer entre ambas. No es suficiente pensar que se tienen ante sí hombres; es menester no perder de vista que estos hombres no son de una misma clase.

La mujer tiene un sentimiento innato para todo lo bello, bonito y adornado. Ya en la infancia se complacen en componerse, y los adornos las hacen más agradables. Son limpias y muy delicadas para lo repugnante. Gustan de bromas, y les distrae una conversación ligera, con tal de que sea alegre y risueña. Tienen muy pronto un carácter juicioso, saben adoptar aire fino y son dueñas de sí mismas; y eso a una edad en que nuestra juventud masculina bien educada es todavía indómita, basta y torpe. Muestran un interés muy afectuoso, bondad natural y compasión; prefieren lo bello a lo útil, y gustan de ahorrar de superfluidades en el sustento para sostener el gasto de lo vistoso y de las galas. Son muy sensibles a la menor ofensa, y sumamente finas para advertir la más ligera falta de atención y respeto hacia ellas. En una palabra, representan, dentro de la naturaleza humana, el fundamento del contraste entre las cualidades bellas y las nobles, y el sexo masculino se afina con su trato.

Espero que se me dispensará la enumeración de las cualidades masculinas en su paralelismo con las del sexo opuesto, y que bastará considerar comparativamente unas y otras. El bello sexo tiene tanta inteligencia como el masculino, pero es una inteligencia bella; la nuestra ha de ser una inteligencia profunda, expresión de significado equivalente a lo sublime.

La belleza de los actos se manifiesta en su ligereza y en la aparente facilidad de su ejecución; en cambio, los afanes y las dificultades superadas suscitan asombro y corresponden a lo sublime. La meditación profunda y el examen prolongado son nobles, pero pesados, y no sientan bien a una persona en la cual los espontáneos hechizos deben sólo mostrar una naturaleza bella. El estudio trabajoso y la reflexión penosa, aunque una mujer fuese lejos en ello, borran los méritos peculiares de su sexo, y si bien la rareza de estas condiciones en su sexo las convierte en objeto de fría admiración, debilitan al mismo tiempo los encantos que les otorgan su fuerte imperio sobre el sexo opuesto. A una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chastelet, parece que no les hace falta más que una buena barba; con ella, su rostro daría más acabadamente la expresión de profundidad que pretenden. La inteligencia bella elige por objetos suyos los más análogos a los sentimientos delicados, y abandona las especulaciones abstractas o los conocimientos útiles, pero áridos a la inteligencia aplicada, fundamental y profunda. La mujer, por tanto, no debe aprender ninguna geometría; del principio de razón suficiente o de las monadas sólo sabrá lo indispensable para entender el chiste en las poesías humorísticas con que se ha satirizado a los superficiales sutilizadores de nuestro sexo. Pueden dejar a Descartes que continúe haciendo girar su torbellino, sin preocuparse por ello, aunque el amable Fontenelle quisiera abrir para ella un salón entre los planetas; y el atractivo de sus encantos no pierde nada de su energía si no saben una palabra de lo que Algarotti, para provecho suyo y siguiendo a Newton, se ha esforzado en escribir acerca de las fuerzas de atracción de las materias groseras. En historia, no se llenarán la cabeza con batallas, ni en geometría, con fortalezas; tan mal sienta en ellas el olor de la pólvora como en los hombres el del almizcle.

Parece una maliciosa astucia de los hombres el haber querido desviar al sexo bello hacia este gusto equivocado. Conscientes de su debilidad ante los encantos naturales del mismo, y de que basta una mirada burlona para sumirlos en mayor confusión que la más difícil cuestión científica, no bien cae la mujer en este gusto, se sienten en franca superioridad y en situación de acudir benévolos en auxilio de la vanidad femenina. El contenido de la gran ciencia de la mujer es más bien lo humano, y entre lo humano, el hombre. Su filosofía no consiste en razonamientos, sino en la sensibilidad. Esta circunstancia debe tenerse en cuenta al proporcionárseles ocasiones de cultivar su hermosa naturaleza. Se procurará ampliar todo su sentimiento moral, y no su memoria, valiéndose, no de reglas generales, sino del juicio personal sobre los actos que ven en torno suyo. Los ejemplos sacados de otros tiempos para ver el influjo que el bello sexo ha ejercido en los asuntos, las diversas relaciones en que durante otras épocas o en países extraños se ha encontrado con respecto al masculino, el carácter de ambos según estas particularidades pueden explicarlo, y el variable gusto en las diversiones, constituyen toda su historia y su geografía. Es bello que se haga agradable a una mujer la vista de un mapa donde se representa toda la tierra o la porción más importante de ella. Esto se obtiene presentándola sólo con el propósito de describir los diversos caracteres de los pueblos que la habitan, sus diferencias en el gusto y en el sentimiento moral, principalmente con respecto al influjo que tienen éstas en las relaciones de ambos sexos, explicando todo ello ligeramente por el diferente clima, la libertad o la esclavitud. Poco importa que sepan o no las particulares divisiones de estos países, su industria, su poderío o sus soberanos. Del Universo igualmente sólo es menester que conozcan lo necesario para hacerles conmovedor el espectáculo del cielo en una hermosa noche, cuando han comprendido en cierto modo que existen otros mundos, y en ellos también hermosas criaturas. El sentimiento para las pinturas y para la música, no como arte, sino como expresión de la sensibilidad, afina o eleva el gusto de este sexo, y tiene siempre algún enlace con los movimientos morales. Nunca una enseñanza fría y especulativa; siempre sensaciones, y éstas permaneciendo tan cerca como sea posible de sus condiciones de sexo. Semejante instrucción es tan rara porque exige aptitudes, experiencia y un corazón lleno de sentimiento. De toda otra puede la mujer muy bien prescindir, y aun sin ésta se afina comúnmente muy bien por sí misma.

La virtud de una mujer es una virtud bella. La del sexo masculino debe ser una virtud noble. Evitarán el mal no por injusto, sino por feo, y actos virtuosos son para ellas los moralmente bellos. Nada de deber, nada de necesidad, nada de obligación. A la mujer es insoportable toda orden y toda constricción malhumorada. Hacen algo sólo porque les agrada, y el arte consiste en hacer que les agrade aquello que es bueno. Me parece difícil que el bello sexo sea capaz de principios, y espero no ofender con esto; también son extremadamente raros en el masculino. Por eso la Providencia ha otorgado a su pecho sentimientos bondadosos y benévolos, un fino sentimiento para la honestidad y un alma complaciente. No se exijan, además, sacrificios y generoso dominio de sí mismo. Un hombre no puede nunca decir a su mujer que ha puesto en peligro una parte de su fortuna por un amigo. ¿Para qué encadenar su alegre locuacidad recargando su espíritu con un secreto cuya guarda a él solo incumbe? Aun muchas de sus debilidades son, por decirlo así, bellos defectos. La ofensa y el infortunio conmueven hasta la tristeza su alma tierna. El hombre no debe nunca de llorar más que lágrimas magnánimas. Las que derraman por dolores o por situaciones desdichadas lo hacen despreciable. La vanidad que se suele reprochar al bello sexo, si es que en él resulta un defecto, es un bello defecto. Prescindiendo de que los hombres, tan aficionados a galantear a las damas, se encontrarían en mala situación si ellas no estuviesen inclinadas a admitir sus lisonjas, esta condición no hace más que avivar sus encantos. Es un estímulo para mostrarse amable y graciosa, para abandonarse al juego de una jovialidad ingeniosa, y también para brillar en los variables recursos de las galas y realzar la hermosura. En ello no hay nada ofensivo para los demás, sino más bien, cuando la inspira el buen gusto, algo tan encantador, que sería inconveniente condenarlo. A una mujer que en tal punto es demasiado ligera y retozona, se le llama tonta, expresión que, sin embargo, no tiene significación tan clara como en el hombre con la sílaba final cambiada; bien entendida, puede encerrar a veces también una lisonja cariñosa. Si la vanidad es defecto que en una mujer bien merece disculpa, el engreimiento en ellas no es sólo censurable, como en toda persona en general, sino que desfigura completamente el carácter del sexo. Este defecto es muy feo y necio y se opone directamente al atractivo de los encantos modestos. La persona dominada por él no tarda en ponerse en una situación delicada. Debe esperar que se la juzgue sin indulgencia, duramente; quien aspira a una alta consideración, invita a la censura. El descubrimiento del menor defecto proporciona a todos una alegría, y la palabra tonta pierde aquí su significación atenuada. Ha de distinguirse siempre la vanidad del engreimiento. La primera solicita el aplauso y honra en cierto modo a aquellos por las cuales se toma este trabajo; el segundo se cree en completa posesión de él, y, no esforzándose en conseguirlo, no logra obtenerlo. Si una cierta dosis de vanidad no desfigura en nada a una mujer ante los ojos del sexo masculino, contribuye, sin embargo, cuanto más visible es, a dividir entre sí al sexo bello. Se juzgan entre sí muy duramente no bien una de ellas parece obscurecer los encantos de las demás y, realmente, las que tienen grandes pretensiones de seducción son raras veces amigas entre sí en verdadero sentido.

Nada es más contrario a lo bello que lo repugnante, así como nada cae más por debajo de lo sublime que lo ridículo. Por eso ninguna injuria puede ser más sensible a un hombre que ser llamado tonto, ni a una mujer que oírse calificar de repugnante. El inglés considera que no se puede dirigir al hombre reproche más mortificante que el de embustero, y a una mujer ninguno más amargo que ser tenida por deshonesta. Dejemos a esto su valor en cuanto se considera el rigorismo de la moral. Aquí no se trata de lo que en sí mismo merece mayor censura, sino de lo que en realidad hiere más vivamente. Y en tal sentido pregunto yo a cada lector si cuando él se pone mentalmente en tal caso no se suma a mi opinión. La señorita Ninon Lenclos no tenía pretensión alguna al honor de la honestidad, y, sin embargo, hubiese sido cruelmente ofendida si uno de sus amantes hubiese ido tan lejos en sus reproches; y conocido es el trágico destino de Monaldeschi por una expresión ofensiva de tal género a una princesa que no pretendió ciertamente figurar como una Lucrecia. Es insoportable que no se pueda hacer mal aunque se quiera, porque la abstención del mismo es siempre una virtud muy dudosa.

Para alejarse todo lo posible de lo repugnante conviene la limpieza, que sienta bien en toda persona. En el sexo bello pertenece a las virtudes de primera fila, y difícilmente puede ser exagerada, mientras en el hombre rebasa a veces la medida y resulta pueril.

El pudor es un secreto de la Naturaleza para poner barrera a una inclinación muy rebelde, y que contando con la voz de la Naturaleza parece conciliarse siempre con cualidades buenas morales aun cuando incurra en excesos. El pudor es, por tanto, como suplemento de los principios, sumamente necesario. Nunca tan fácilmente como en este caso se convierte la inclinación en sofista para imaginarse principios favorables. Sirve además para correr una cortina ante los más convenientes y necesarios fines de la naturaleza, a fin de que una demasiado común familiaridad con ellos no ocasione repugnancia, o por lo menos indiferencia, con respecto a los propósitos de un instinto al cual van unidas las inclinaciones más delicadas y finas de la Naturaleza humana. Esta cualidad es principalmente propia del bello sexo, y le sienta muy bien. Debe considerarse como una grosera y despreciable inconveniencia sumir en confusión y desagrado la delicada honestidad del mismo con esas plebeyas bromas que se suelen llamar frases equívocas. Pero en último término la inclinación es el fundamento de todos los demás encantos, y una mujer es siempre, en cuanto mujer, el agradable objeto de una conversación educada.

Esto podría explicar que aun hombres finos se tomen a veces la libertad de dejar transparentar delicadas alusiones con pequeñas bromas picantes, por las cuales se les llama libres o traviesos. Cuando, sin que ofendan miradas atrevidas ni se vea intención de herir el respeto, una dama recibe estas bromas con gesto agrio o de disgusto, se creen los hombres autorizados a calificarIa de gazmoña. Me refiero a esto porque se considera comúnmente como un rasgo algo atrevido de la conversación, y de hecho se ha gastado siempre mucho ingenio en ello. En cuanto al estricto juicio moral que la cosa merezca, no corresponde a este sitio; en el sentimiento de lo bello sólo tengo que observar y explicar los fenómenos.

Las nobles cualidades de este sexo, en que, como he notado ya, nunca se ha de echar de menos lo bello, en nada se manifiestan más clara y seguramente que en la modestia, una especie de noble sencillez e ingenuidad recubriendo notables condiciones. De ella brota una tranquila afectuosidad hacia los demás, unida al mismo tiempo a una cierta noble confianza en sí mismo y una razonable estimación propia que siempre se encuentra en un carácter elevado. Esta mezcla, realzada al mismo tiempo por los encantos y por el respeto que infunde, pone en seguridad todas las otras brillantes cualidades contra la malicia de la censura o de la burla. Las personas de este carácter tienen también corazón para la amistad, que en la mujer nunca podrá estimarse lo suficiente, por ser tan rara y porque al mismo tiempo resulta tan deliciosa.

Como nuestro propósito es analizar sentimientos, no puede ser desagradable reducir en lo posible a conceptos las diferentes impresiones que la figura y el rostro del sexo bello producen en el masculino. Toda esta seducción está, en el fondo, extendida sobre el instinto sexual. La Naturaleza persigue su gran propósito, y todas las finuras añadidas, por mucho que de él parezcan desviarse, son sólo ornamentos, y al cabo toman su encanto justamente de ese mismo manantial. Un gusto rudo y sano, atenido siempre de cerca a este instinto, se preocupará poco en una mujer de los encantos del talle, del rostro, de los ojos, etcétera; como propiamente sólo tiene en cuenta el sexo, considera casi siempre vana palabrería las delicadezas de los demás.

Aunque poco delicado, no ha de menospreciarse tampoco este gusto. Por él la mayor parte de los hombres observa el gran orden de la Naturaleza de una manera muy sencilla y segura; por él se realizan los más de los matrimonios, y aun de la parte más aplicada del género humano. Como el hombre, no se llena la cabeza con un rostro hechicero, unos ojos lánguidos, un noble porte, etcétera, y hasta carece de sentido para esto; tanta más atención concederá a las virtudes domésticas, a la economía, etc., y a la dote.

Por lo que se refiere al gusto algo más fino, que necesita establecer una distinción entre los encantos exteriores de la mujer, unas veces prefiere lo que hay de moral en la figura y en la expresión del rostro, otras lo no moral. Con relación a los atractivos de esta última especie, es calificada una mujer de bonita. Un talle proporcionado, rasgos regulares, una linda coloración de los ojos y del rostro, bellezas todas que agradan también en un ramo de flores y obtienen fría aprobación. El rostro mismo, aunque sea bonito, no expresa nada y no habla al corazón.

En cuanto a la expresión moral de las facciones, de los ojos y de la fisonomía, puede tender a lo sublime o a lo bello.

Una mujer en la cual los atractivos que a su sexo convienen hacer predominar la expresión de lo sublime, es calificada de bella en sentido propio; aquella cuya fisonomía moral, tal como se manifiesta en el aire o en los rasgos del rostro, anuncia las cualidades de lo bello, es agradable, y cuando esto ocurre en grado sumo, encantadora.

La primera, bajo un aire de calma y una noble compostura, deja aparecer el brillo de una bella inteligencia con miradas modestas, y al pintarse en su rostro un tierno sentimiento y un alma bondadosa, se adueña tanto de la inclinación como del respeto profundo de un corazón masculino. La segunda, muestra alegría e ingenio en los ojos risueños, cierta fina malicia, alocamiento bromista y desdenes traviesos. Mientras la primera conmueve, ésta seduce, y el amor de que es capaz y que a los demás infunde, resulta ligero, pero bello; en cambio el de la primera es tierno y constante, y con él va unido el respeto. No puedo entregarme a un análisis de este género demasiado detallado, pues en tales casos siempre parece el autor pintar sus personales preferencias. Con todo, he de añadir que el gusto de muchas damas por un color sano, pero pálido, se deja comprender por esto. Tal color acompaña comúnmente a un carácter de sentimientos más íntimos y sensibilidad más tierna, que corresponde a la calidad de lo sublime; el color sonrosado y vivo, en cambio, da más bien la impresión de un espíritu jovial y animado, y la vanidad prefiere conmover y cautivar a encantar y seducir. Cabe también que una mujer sea muy bonita sin que su rostro exprese ningún sentimiento moral, sin una particular expresión, indicio de un alma sensible; pero ni conmueve ni encanta como no sea a hombres de aquel gusto rudo antes mencionado, gusto que a veces se afina algo, y entonces, a su manera, también elige. Lástima que tales hermosas criaturas caigan fácilmente en el defecto del engreimiento por saber demasiado la bella figura que les muestra el espejo, y por falta de sensibilidad delicada; entonces todos se muestran fríos con ellas, excepto el adulador, que persigue sus propósitos y procura ir tejiendo sus intrigas.

Estas consideraciones pueden permitirnos comprender en cierto modo el efecto que una mujer produce en el gusto de los hombres. Paso por alto, pues no corresponde al dominio del gusto delicado, aquello que en esta impresión se refiere demasiado de cerca al instinto sexual, o que pueda hallarse en concordancia con la particular ilusión voluptuosa de que la sensación en cada cual se reviste. Acaso sea exacto lo supuesto por el señor de Buffon, según el cual, la figura que impresiona por vez primera, cuando este instinto es aún nuevo y comienza a desarrollarse, sigue siendo el modelo con el que más o menos deben concordar en lo futuro todas las figuras femeninas para excitar el deseo imaginativo, por cuyos dictados una inclinación bastante grosera se ve obligada a elegir entre los diferentes individuos del sexo contrario. Por lo que se refiere al otro gusto más delicado, me parece que el género de belleza denominado por nosotros figura bonita, es juzgado de modo bastante análogo por todos los hombres, y que sobre él no son tan diversas las opiniones como generalmente se piensa. Las muchachas circasianas y georgianas han sido siempre consideradas como extraordinariamente bonitas por todos los europeos que han atravesado esos países. Los turcos, los árabes y los persas Se hallan, sin duda, muy de acuerdo con este gusto, pues desean con gran ahínco embellecer sus pueblos con tan fina sangre, y se observa que la raza persa lo ha conseguido positivamente. Los mercaderes del Indostán no dejan tampoco de sacar partido, por un comercio malvado, de tan bellas criaturas, conduciéndolas a sus golosos dominios. Se ve que, a pesar de toda la diversidad en el gusto de estas diversas comarcas, lo que en una de ellas se reconoce como singularmente bonito, lo es también para todas las demás. Mas cuando en el juicio sobre una figura delicada se mezcla lo que es moral en los rasgos, aparecen siempre grandes discrepancias entre los distintos hombres, tanto por la diferente sensibilidad moral de éstos como por el diverso significado que los rasgos del rostro pueden tener para la imaginación de cada uno. Es frecuente encontrar figuras, a primera vista sin particular interés, por no ser bonitas de una manera determinada, que no bien comienzan a agradar en un trato más íntimo, se van apoderando del que las contempla y parecen hermosearse de continuo; en cambio, una apariencia bonita, que de golpe se revela, es mirada después con mayor frialdad. Débese, probablemente, a que los encantos morales, allí donde se revelan, cautivan más, y también porque dejan sentir su efecto, con ocasión de sensaciones morales. Cada descubrimiento de un nuevo encanto hace sospechar otros más, mientras que todos los atractivos patentes, una vez ejercido desde un principio todo su efecto, no pueden en lo sucesivo sino enfriar la curiosidad enamorada y convertida poco a poco en indiferencia.

Una observación parece espontáneamente presentarse entre estas consideraciones. La sensibilidad sencilla y ruda en las inclinaciones sexuales conduce, ciertamente, por caminos muy derechos al gran fin de la Naturaleza, y como las exigencias de ésta quedan satisfechas, parece la más apropiada para hacer feliz, sin complicaciones, al que la posee; pero su carácter indistinto y poco exigente la hace degenerar con facilidad en excesos y en el libertinaje. Un gusto muy refinado, en cambio, quita a las inclinaciones su carácter brutal, y, al limitarla a muy pocos objetos, la hace decente y decorosa; pero yerra comúnmente al gran propósito último de la Naturaleza, y como exige o espera más de lo concedido comúnmente por ésta, suele hacer muy rara vez feliz a la persona de sensibilidad tan delicada. El primer carácter resulta rudo, porque se dirige a todas las personas de un sexo; el segundo, soñador, pues propiamente a ninguna se dirige, ocupado sólo con un objeto que la imaginación amorosa se forja en el pensamiento y adorna con todas las cualidades nobles y bellas que rara vez la Naturaleza junta en una persona, y aún más rara vez ofrece a quien puede apreciarlas, y acaso sería digno de tal posesión. De ello resulta la demora de los vínculos matrimoniales, y, finalmente, la total renuncia a ellos, o, lo que acaso es igualmente lamentable, el triste arrepentimiento después de realizada una elección que no ha llenado las grandes esperanzas concebidas; no es raro que el gallo esópico encuentre una perla, cuando de seguro un vulgar grano de cebada le hubiese convenido mejor.

Hemos de observar aquí en general que, por muy seductoras que sean las impresiones de la sensibilidad delicada, conviene ser precavido en el refinamiento de la misma si no queremos atraernos muchos disgustos y abrir una fuente de contratiempos por un exceso en este sentido. Yo aconsejaría a las almas nobles que refinasen el sentimiento todo lo posible en lo que respecta a sus propias cualidades o a sus actos, y, en cambio, conservasen gustos poco exigentes para lo que disfruten o lo que esperen de los de los demás; sólo una cosa encuentro difícil: la posibilidad de este equilibrio. Pero, en caso de haberla, harían a los demás felices y lo serían ellos mismos. No se debe perder nunca de vista que, de cualquier modo, conviene no tener muchas pretensiones en lo que se refiere a las dichas de la vida y a la perfección de los hombres, pues quien sólo espera siempre algo mediano, tiene la ventaja de que el resultado contradice rara vez sus esperanzas, y, en cambio, le sorprenden también insospechadas perfecciones.

A todos estos encantos amenaza finalmente la edad, devastadora de la belleza, y el orden natural de las cosas parece exigir que las cualidades sublimes y nobles reemplacen a las bellas, para que la persona vaya siendo digna de mayor respeto a medida que deja de ser amable. Soy de opinión que la completa perfección del bello sexo en la flor de la edad habría de consistir en la hermosa sencillez, realzada por un refinado sentimiento de todo lo que es noble y seductor. Poco a poco, según van desapareciendo las pretensiones o los encantos, la lectura de los libros y el cultivo de la inteligencia podría substituir insensiblemente con las musas los sitios vacantes de las gracias, y el esposo debería ser el primer maestro. Con todo, aun al acercarse el momento, tan terrible para toda mujer, de hacerse vieja, sigue perteneciendo al bello sexo, y se desfigurará a sí misma si, desesperando en cierto modo de conservar más tiempo este carácter, se entregase al malhumor y a la tristeza.

Una dama entrada en años que, modesta y amistosamente, convive en sociedad con locuacidad alegre y juiciosa, y favorece de un modo digno las diversiones de la juventud, en las cuales ella misma no toma parte, cuidando de todo y asistiendo contenta y satisfecha a la alegría que le rodea, es todavía una persona más fina que un hombre de la misma edad, y acaso aún más amable que una muchacha, aun cuando en otro sentido. Ciertamente, debía de ser demasiado místico el amor platónico que expresaba un antiguo filósofo cuando decía del objeto de su inclinación: Las gracias residen en sus arrugas, y el alma parece asomárseme a los labios cuando beso su boca marchita. Pero debe también renunciarse pronto a semejantes pretensiones. Un hombre viejo que hace el enamorado, es un fatuo, y las veleidades análogas del otro sexo resultan en seguida repugnantes. Nunca consiste en la Naturaleza el que no nos manifestemos con decoro, sino en que se pretende falsearla.

Para no perder de vista mi tema, quiero aún establecer algunas observaciones sobre el influjo que los sexos pueden ejercer recíprocamente para embellecer o ennoblecer el sentimiento del otro. La mujer tiene un sentimiento preferente para lo bello, en lo que a ella misma se refiere; pero en el sexo masculino, siente principalmente lo noble. En cambio, el hombre prefiere.lo noble para sí mismo, y lo bello, cuando se encuentra en la mujer. De ello debemos deducir que los fines de la Naturaleza tienden, mediante la inclinación sexual, a ennoblecer siempre más al hombre y a hermosear más a la mujer. A una mujer le importa poco no poseer ciertas elevadas visiones, ser tímida y no verse llamada a importantes negocios; es bella, cautiva y le basta. En cambio, exige todas estas cualidades en el hombre, y la sublimidad de su alma se muestra sólo en que sabe apreciar todas estas nobles cualidades al encontrarlas en él. ¿Cómo, de otro modo, podría ocurrir que hombres de grotesca figura, aunque acaso posean grandes méritos, puedan conseguir tan amables y lindas mujeres? En cambio, es el hombre mucho más exigente para los bellos encantos de la mujer. La figura delicada, la ingenuidad alegre y el afecto encantador le indemnizan suficientemente de la falta de erudición libresca y de otras faltas que con su talento puede suplir. La vanidad y las modas pueden, acaso, dar una falsa dirección a estos instintos naturales y convertir a muchos hombres en señoritos empalagosos, y a muchas mujeres en pedantes o amazonas; pero la Naturaleza procura siempre restablecer sus disposiciones. Júzguese por esto del poderoso influjo que la inclinación sexual podría ejercer, principalmente sobre el sexo masculino, a fin de ennoblecerlo, si, en lugar de nUmerosas y secas enseñanzas, se desarrollase temprano el sentimiento de la mujer, para sentir de un modo conveniente lo que corresponde a la dignidad y las sublimes cualidades del otro sexo, y con ello se la preparase a mirar con desprecio a los fatuos petimetres y a no rendir su corazón a otra cualidad que a los méritos. También es indudable que el poder de sus encantos podría al cabo ganar con ello, pues la seducción de éstos evidentemente sólo se ejerce sobre almas nobles; las demás no son lo suficientemente finas para sentidos. En este sentido contestó el poeta Simónides cuando le aconsejaban que entonase sus bellos cantos ante las tesalianas: Estas mozas son demasiado tontas para que puedan ser engañadas por un hombre como yo. Por lo demás, ya se ha considerado cómo un efecto del trato con el bello sexo la dulcificación de las costumbres masculinas, la conducta más suave y atenta y la compostura más elegante; pero esto es sólo una ventaja accesoria. Lo importante es que el hombre se haga más perfecto como hombre y la mujer como mujer; es decir, que los resortes de la inclinación sexual obren el sentido indicado por la Naturateza, para ennoblecer más a uno y hermosear las cualidades de la otra. Puestos en un caso extremo, el hombre podrá decir, lleno de confianza en su mérito: Aun cuando ustedes, mujeres, no me amen, quiero forzarlas a que me estimen; segura del poder de sus encantos, responderá la mujer: Aun cuando ustedes, hombres, interiormente no me estimen mucho, los obligo, sin embargo, a amarme. Por falta de tales principios se ve a hombres pretender agradar con maneras femeninas, y a mujeres a veces -aunque mucho más raramente- afectar una actitud masculina para inspirar más respeto; pero lo que se hace contra la opinión de la Naturaleza se hace siempre muy mal.

En la vida conyugal, la pareja unida debe constituir como una sola persona moral, regida y animada por la inteligencia del hombre y el gusto de la mujer. Y no es sólo que al primero deba atribuirse más clara visión, fundada en la experiencia, y a la segunda más libertad y justeza en la sensibilidad; mientras más elevado sea, más se esforzará un carácter en proporcionar satisfacciones al objeto amado, y, por otra parte, mientras más bello sea, tanto más procurará responder afectuosamente a estos esfuerzos. En este sentido, resulta pueril la lucha por la preeminencia, y donde tal ocurre, es señal de un gusto grosero o desigualmente aparejado. Cuando se llega a alegar el derecho de quien manda, las cosas están perdidas; esta unión, que sólo debe estar fundada en la simpatía mutua, queda destruida no bien el deber principia a hacerse oír. Las pretensiones de la mujer en este tono duro son extremadamente odiosas, y las del hombre, innobles y despreciables en sumo grado.

El sabio orden de las cosas lleva, empero, consigo que todas estas finuras y delicadezas del sentimiento sólo al principio tienen toda su fuerza; después, el trato y la vida familiar las debilitan paulatinamente, hasta convertirlas en un amor confiado, donde el gran arte consiste en conservar el suficiente resto de ellas para que la indiferencia y el fastidio no quiten todo valor al placer que únicamente recompensa el contraer tal enlace.

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