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SÉPTIMA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 ¿Podíamos acaso esperar esta acción por parte del Estado? No, de ninguna manera, porque el Estado que conocemos ha sido la causa del mal, y el Estado ideal, tal como lo concibe la razón, antes que dar origen a una humanidad mejor, tendría que fundarse en ella. Y he aquí que el curso de las investigaciones me devuelve ahora al punto del que me había alejado momentáneamente. La época actual, bien lejos de presentarnos esa forma de humanidad que hemos establecido como condición necesaria para el perfeccionamiento moral del Estado, nos muestra justamente lo contrario. Así pues, de ser correctos los principios que he expuesto, y de confirmar la experiencia, mi pintura de la época presente, habrá que considerar entonces prematuro todo intento semejante de reforma del Estado, y quimérica toda esperanza que se funde en esa reforma, hasta que no se suprima la escisión en el interior del hombre, y hasta que la naturaleza humana no se desarrolle lo suficiente como para ser ella misma la artífice y garantizar la realidad de la creación política de la razón.

2 La naturaleza nos traza, en el ámbito de su creación física, el camino que hemos de seguir en el ámbito moral. Hasta que no se ha aplacado la lucha de las fuerzas elementales en los organismos inferiores, la naturaleza no emprende la noble formación del hombre físico. Del mismo modo, antes de aventurarnos a favorecer la multiplicidad natural del género humano, ha de haberse calmado en el seno del hombre moral la lucha de las fuerzas elementales, la pugna de los impulsos ciegos, y haber concluido definitivamente el despreciable antagonismo que reinaba en él. Por otra parte, para que la multiplicidad humana pueda someterse a la unidad del ideal, la independencia de su carácter debe estar asegurada, y el sometimiento a formas ajenas y despóticas debe haber dejado paso a una aceptable libertad. Mientras el hombre natural siga haciendo un uso tan anárquico de su albedrío, apenas puede mostrársele su libertad; mientras el hombre de cultura siga haciendo tan poco uso de su libertad, no puede arrebatársele su albedrío. La concesión de principios liberales significa una traición a la totalidad, si estos principios encuentran una fuerza aún en fermentación y refuerzan una naturaleza ya de por sí demasiado poderosa; la ley de la armonía se convierte en tiranía contra el individuo, si se une a una debilidad ya generalizada y a una limitación física, extinguiendo entonces el último rescoldo resplandeciente de espontaneidad y originalidad.

3 El carácter de la época ha de sobreponerse primero a su degradación, sustraerse por una parte a la violencia ciega de la naturaleza, y volver por otra a su sencillez, verdad y plenitud; una tarea para más de un siglo. Entretanto, reconozco con agrado que algún intento aislado puede tener éxito, pero en conjunto nada mejorará con ello, y las contradicciones de la conducta humana serán siempre un argumento en contra de la unidad de las máximas morales. En otras partes del mundo se honrará la humanidad del negro, y en Europa se difamará la del pensador. Quedarán los antiguos principios, pero llevarán la impronta del siglo, y la filosofía prestará su nombre a una opresión que en otros tiempos autorizaba la Iglesia. Asustado por la libertad, que en sus primeros momentos se revela siempre como enemiga, el hombre se arrojará en un caso en brazos de una cómoda servidumbre, y en el otro, desesperado por una tutela tan meticulosa, se precipitará al feroz libertinaje del estado natural. La usurpación alegará, en su defensa, la debilidad de la naturaleza humana, y la insurrección, su dignidad, hasta que finalmente la gran soberana de todos los asuntos humanos, la fuerza ciega, intervenga y resuelva ese supuesto conflicto de principios, como si se tratara de una vulgar pelea a puñetazos.

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