Índice de Cartas sobre la educación estética del hombreVigesimosexta cartaBiblioteca Virtual Antorcha

VIGESIMOSÉPTIMA CARTA

sobre la educación estética del hombre

de Friedrich Schiller

1 No temáis que la realidad y la verdad se vean afectadas en el caso de generalizarse el elevado concepto de la apariencia estética que he expuesto en la carta anterior. No se generalizará mientras el hombre siga siendo lo suficientemente inculto como para hacer un mal uso de este concepto; y, de generalizarse, sólo podría provenir de una cultura que a su vez hiciera imposible su mal uso. Aspirar a la apariencia autónoma exige más capacidad de abstracción, más libertad de corazón y más fuerza de voluntad de las que necesita el hombre para subsistir dentro de los límites de la realidad y, para alcanzar esa apariencia, el hombre ha de haber dejado tras de sí la realidad. ¡Qué mal aconsejado andaría, si pretendiera tomar el camino del ideal, para no tener que recorrer el de la realidad! Así pues, no habremos de temer que la realidad se vea perjudicada por la apariencia, tal como nosotros la interpretamos aquí; pero sí, mucho más, que la realidad perjudique a la apariencia. Encadenado a la materia, el hombre se sirve durante largo tiempo de la apariencia como de un medio para llevar a cabo sus fines, antes de concederle a ésta una personalidad propia en el arte del ideal. Para esto último es necesaria una revolución total de su sensiblidad, sin la cual ni siquiera se hallaría en el camino hacia el ideal. Por lo tanto, donde encontramos indicios de una apreciación libre y desinteresada de la pura apariencia, podemos deducir también una revolución de este tipo en la naturaleza humana, y el verdadero comienzo de la humanidad. Pero, de hecho, encontramos indicios de ella ya en los primeros y toscos intentos que el hombre hace para embellecer su ser, arriesgándose incluso a empeorar con ello su componente sensible. Tan pronto como comienza a preferir la forma a la materia, y se atreve a dar realidad a la apariencia (que sin embargo debe reconocer como tal), rebasa los límites de su esfera animal y se encuentra ya en medio de una senda sin término.

2 No contento sólo con aquello que satisface a su naturaleza y a sus necesidades, exige cada vez más; al principio empieza por exigir tan sólo algo más que simple materia, un añadido estético, para satisfacer también su impulso formal y para prolongar el placer más allá de esa necesidad. Mientras hace acopio de provisiones para un uso futuro, imaginándose por adelantado el goce que tendrá en ellas, va más allá del momento presente, pero sin salirse del tiempo; goza más, pero no de un modo distinto. En cambio, implicando la forma en su placer, poniendo atención a la forma de los objetos que satisfacen sus apetitos, no sólo prolonga e intensifica su placer, sino que también lo ennoblece.

3 La naturaleza ha dado también a los seres irracionales algo más de lo que necesitan para subsistir, esparciendo así un destello de libertad en la oscura vida animal. Cuando el hambre no apremia al león, y ninguna fiera lo desafía a la lucha, la fuerza desocupada se da a sí misma un objeto; con su potente rugido llena de ecos el desierto, y su fuerza exuberante goza en sí misma de un derroche sin finalidad. El insecto revolotea alegremente bajo los rayos del sol. Tampoco es, ciertamente, el grito acuciante del apetito más elemental el que escuchamos en el canto de los pájaros. En estos movimientos naturales hay, innegablemente, libertad, pero no libertad de las necesidades en general, sino únicamente de una necesidad determinada, externa. El animal trabaja, cuando la carencia es la que impulsa su actividad, y juega, cuando aquello que lo mueve a actuar es una abundancia de fuerza, cuando la vida exuberante se estimula por sí misma a la actividad. Incluso en la naturaleza inanimada podemos encontrar ejemplos de esa abundancia de fuerzas y de un relajamiento de la determinación natural que, en el sentido material aludido, bien podría denominarse juego. Los árboles producen innumerables brotes que se echan a perder sin haberse desarrollado, y para alimentarse extienden muchas más raíces, ramas y hojas de las que necesitan para perpetuarse a sí mismos y a su especie. Todo lo que devuelven de su plenitud derrochadora al reino elemental de la naturaleza, sin haber hecho uso de ello ni haberlo disfrutado, pueden aprovecharlo felizmente todos los seres vivos. Así, la naturaleza nos ofrece ya en su reino material un preludio de lo ilimitado y, en parte, suprime aquí las cadenas de las que acabará liberándose por completo en el reino de la forma. Partiendo de la coacción de las necesidades o de la seriedad física, la naturaleza pasa al juego estético gracias a la coacción de la abundancia, al juego físico, y, antes de haber superado las cadenas de toda finalidad en la elevada libertad de la belleza, se alimenta ya de esa autonomía, al menos desde lejos, en el movimiento libre, que es una finalidad y un medio para sí mismo.

4 Así como los órganos corporales, la imaginación tiene también en el hombre su movimiento libre y su juego material, mediante el cual, sin referirse para nada a la forma, disfruta de su propia fuerza y de su carencia de ataduras. Y puesto que la forma no interviene para nada en estos juegos de la fantasía, cuyo encanto reside sólo en una espontánea sucesión de imágenes, estos juegos, aun cuando sólo pueden incumbir al hombre, son únicamente una parte de su vida animal, y sólo ponen de manifiesto su liberación de toda coacción sensible y externa, sin que pueda deducirse de ellos ninguna fuerza autónoma formativa en el hombre (1). De este juego de la libre sucesión de ideas, que es aún de naturaleza completamente material y que se explica por simples leyes naturales, la imaginación, intentando crear una forma libre, da finalmente el salto al juego estético. Hay que denominarlo salto, porque se pone en movimiento una fuerza del todo nueva; porque, por primera vez, el espíritu legislador se inmiscuye en la actividad de los ciegos instintos, somete la arbitrariedad de la imaginación a su unidad, invariable y eterna, pone su autonomía en lo cambiante y su infinitud en lo sensible. Pero mientras esa tosca naturaleza elemental sea aún demasiado poderosa y no conozca ninguna otra ley que apresurarse, infatigable, de variación en variación, opondrá su inconstante arbitrariedad a aquella necesidad, su desasosiego a aquella constancia, su indigencia a aquella autonomía, su descontento a aquella sublime sencillez. En sus primeras manifestaciones, el impulso estético de juego no será apenas reconocible, porque el impulso sensible se interpone constantemente con su caprichoso humor y su salvaje apetito. Así vemos como el hombre de gusto rudimentario se aferra en un principio a lo nuevo y sorprendente, a lo abigarrado, aventurero y extraño, a lo vehemente y salvaje, y de nada huye tanto como de la sencillez y de la serenidad. Crea formas grotescas, le gustan los cambios súbitos e inesperados, las formas exuberantes, los contrastes fuertes, las luces chillonas, el canto patético. En ese estadio, lo bello significa para él lo que le excita, lo que le da materia, pero lo que le excita moviéndole a dar muestras de una resistencia propia, lo que le da materia para una posible creación, porque de otra manera no lo consideraría bello. En la forma de sus juicios ha tenido lugar una curiosa transformación: no busca esos objetos para recibirlos pasivamente, sino porque lo mueven a actuar; no le gustan porque satisfagan una mera necesidad, sino porque dan cumplimiento a una ley que aunque todavía débilmente, habla en su pecho.

5 Pronto deja de contentarse ya con que las cosas le gusten; él mismo quiere gustar, al principio sólo mediante las cosas que son suyas, posteriormente, por lo que es él mismo. Todas las cosas que posee y produce no pueden tener ya ningún rasgo que evidencie su utilidad, ni la forma medrosa de su finalidad; junto a una determinada utilidad para la que existen, deben reflejarse también el entendimiento ingenioso que las pensó, la mano amorosa que les dio forma, el espíritu vivaz y libre que las eligió y representó. El antiguo germano empieza a buscar entonces pieles más lustrosas, cornamentas más vistosas, cuernas más elegantes para beber, y el caledonio elige para sus fiestas las conchas más puras y relucientes. Ni siquiera las armas pueden seguir siendo meros objetos destinados a amedrentar al enemigo, sino que han de ser también objetos atractivos, y el artístico tahalí (2) ha de llamar tanto la atención como el filo mortal de la espada. No contento con proveer a las cosas necesarias de un rasgo estético superfluo, el libre impulso de juego se sustrae finalmente del todo a las cadenas de la necesidad natural, y la belleza se convierte por sí misma en el objeto de su afán. Se adorna. El libre placer se convierte en una más de sus necesidades, y lo innecesario pasa a ser pronto la mejor de sus alegrías.

6 Tal como ha ido acercándosele al hombre desde el exterior, introduciéndose en su vivienda, en sus utensilios domésticos, en su vestimenta, la forma acaba por apoderarse de él, transformando al principio sólo el exterior del hombre, y por último también su interior. El espontáneo salto de alegría se hace danza, los gestos inexpresivos se convierten en un lenguaje gestual pleno de gracia y armonía, los confusos sonidos de las sensaciones se despliegan, y comienzan a obedecer a un ritmo y a modularse en forma de canto. Si el ejército troyano se abalanza hacia el campo de batalla con estridente griterío, como si fuera una bandada de grullas, el griego, en cambio, se aproxima a él serenamente y con noble paso. En los troyanos podemos ver el predominio de las fuerzas ciegas, en los griegos el triunfo de la forma y la sencilla majestad de la ley.

7 Una necesidad más hermosa entrelaza ahora los sexos, y el corazón ayuda a mantener unido aquello que el apetito animal anuda sólo de manera caprichosa e inconsistente. Libre de sus sórdidas cadenas, la serena mirada aprehende la Forma, el alma mira en el alma, y allí donde sólo había un egoísta comercio de placer, se da ahora un magnánimo intercambio de afecto. El apetito se amplia y se eleva hacia el amor, tal como la humanidad va naciendo en su objeto, y se desprecia el fácil triunfo sobre los sentidos para luchar por una victoria mucho más noble sobre la voluntad. La necesidad natural de agradar somete al poderoso ante el delicado tribunal del gusto; puede arrebatar el placer, pero el amor ha de ser una ofrenda, un elevado premio al que sólo puede aspirar en virtud de la forma, y no por mediación de la materia. Ha de cesar de violentar al sentimiento, y, en cuanto apariencia sensible, ha de dejar de oponerse al entendimiento. Ha de otorgar libertad, porque quiere agradar a la libertad. Así como la belleza resuelve el conflicto de las naturalezas en su ejemplo más sencillo y puro, esto es, en el eterno enfrentamiento de los sexos, también resuelve ese conflicto -o al menos tiende a ello- en el seno de la compleja organización social, siguiendo el ejemplo de la unión libre que establece allí entre la fuerza del hombre y la ternura de la mujer, al reconciliar en el mundo moral toda delicadeza y toda violencia. Ahora, la debilidad se vuelve sagrada, y la fuerza que no se ha podido contener se considera deshonrosa; las injusticias de la naturaleza se corrigen con la magnanimidad de las costumbres caballerescas. Aquél a quien ningún poder es capaz de atemorizar, se ve desarmado por el agradable sonrojo del pudor, y las lágrimas ahogan una venganza que ninguna sangre podía saciar. Incluso el odio atiende la cálida voz del honor, la espada del vencedor perdona al enemigo desarmado, y un fuego acogedor recibe al extranjero que llega a aquella costa temible donde antes no le aguardaba otra cosa que la muerte.

8 En medio del temible reino de las fuerzas naturales, y en medio también del sagrado reino de las leyes, el impulso estético de formación va construyendo, inadvertidamente, un tercer reino feliz, el reino del juego y de la apariencia, en el cual libera al hombre de las cadenas de toda circunstancia y lo exime de toda coacción, tanto física como moral.

9 En el Estado dinámico de derecho el hombre se enfrenta a los otros hombres, como una fuerza contra otra fuerza, limitando su actividad; en el Estado ético del deber el hombre se opone a los demás esgrimiendo la majestad de la ley y encadenando su voluntad. En cambio, en el ámbito en el que la belleza imprime su carácter a las relaciones humanas, en el Estado estético, el hombre sólo podrá aparecer ante los demás hombres como Forma, como objeto del libre juego. Porque la ley fundamental de este reino es dar libertad por medio de la libertad.

10 El Estado dinámico sólo puede hacer posible la sociedad, domando la naturaleza por medios naturales; el Estado ético sólo puede hacerla (moralmente) necesaria, sometiendo la voluntad individual a la voluntad general; sólo el Estado estético puede hacerla real, porque es el único que cumple la voluntad del conjunto mediante la naturaleza del individuo. Si bien la necesidad natural hace que los hombres se reúnan en sociedades, y si bien la razón implanta en cada tino de ellos principios sociales, sin embargo, es única y exclusivamente la belleza quien puede dar al hombre un carácter social. El gusto, por sí sólo, da armonía a la sociedad, porque otorga armonía al individuo. Todas las restantes formas de representación dividen al hombre, porque se basan exclusivamente en su componente sensible o en su componente espiritual; sólo la representación bella completa el ser del hombre, porque en ella han de coincidir necesariamente sus otras dos naturalezas. Todas las restantes formas de comunicación dividen a la sociedad, porque se refieren exclusivamente a la esfera privada del sentir o a la esfera privada de la actividad de cada una de sus miembros, esto es, porque se refieren a lo que hace diferente a un hombre de otro; sólo la bella comunicación unifica la sociedad, porque se refiere a lo que hay en común en todos y cada uno de los hombres. Los goces de los sentidos los disfrutamos únicamente como individuos, sin que la especie que habita también en nosotros tome parte en ellos; de este modo, nos encontramos con que no podemos generalizar nuestros placeres sensibles porque no nos es posible generalizar nuestra individualidad. Los placeres que proporciona el conocimiento los disfrutamos únicamente en tanto especie, habiendo apartado escrupulosamente de nuestro juicio todo rastro de individualidad; así pues, no podemos generalizar nuestros placeres racionales porque no podemos apartar del juicio de los demás, ni tan siquiera del nuestro, ese rastro de individualidad. Sólo la belleza la disfrutamos a la vez como individuos y como especie, es decir, como representantes de la especie. El bienestar sensible únicamente puede hacer feliz a uno, pues está fundado en la apropiación de una sola cosa, lo cual comporta siempre la exclusión de todas las demás; pero tampoco puede hacer a ese individuo más que parcialmente feliz, porque no interviene su personalidad. El bien absoluto puede hacer feliz únicamente bajo unas determinadas condiciones, que no podemos suponer para todos y cada uno de los individuos; pues la verdad es el premio a la abnegación, y sólo un corazón puro cree en la voluntad pura. Únicamente la belleza es capaz de hacer feliz a todo el mundo, y todos los seres olvidan sus limitaciones mientras experimentan su mágico poder.

11 Allí donde impera el gusto y se asienta el reino de la bella apariencia no se tolera ningún tipo de privilegio ni autoritarismo. Este reino se extiende hacia arriba, hasta donde la razón impera con necesidad absoluta y deja de existir toda materia; y se extiende hacia abajo, hasta donde el impulso natural ejerce su dominio con ciega violencia, y la forma aún no ha nacido; incluso en estos límites extremos, en donde se ve privado del poder legislativo, el gusto no se deja arrebatar, sin embargo, el poder ejecutivo. El apetito insociable ha de renunciar a su egoísmo, y lo agradable, que de otro modo sólo seduce a los sentidos, ha de echar las redes de la gracia también sobre los espíritus. La severa voz de la necesidad, el deber, ha de transformar sus palabras de reproche, únicamente justificadas por la resistencia al deber, y honrar a la dócil naturaleza con una confianza más noble. El gusto conduce al conocimiento desde la esfera secreta de la ciencia al cielo abierto del sentido común, y convierte en un bien común de la sociedad lo que era propiedad de una determinada escuela filosófica. En su ámbito, incluso el más grande de los genios ha de dejar de lado su altura intelectual y descender hasta el entendimiento de los niños. La fuerza ha de dejarse conducir por las Gracias, y el indómito león ha de dejarse domar por el Amor. Para ello, el gusto extiende su benigno velo sobre la necesidad física, que, en su desnudez, ofende la dignidad de los espíritus libres, y nos oculta nuestro deshonroso parentesco con la materia, valiéndose de una agradable ilusión de libertad. Da alas incluso a aquel arte rastrero que sólo busca una recompensa, para salir del fango en que vive; y las cadenas de la servidumbre, tocadas por su varita mágica, se desprenden tanto de los seres inanimados, como de los seres vivos. En el Estado estético, todos, incluso los instrumentos de trabajo, son ciudadanos libres, con los mismos derechos que el más noble de ellos, y el entendimiento, que somete violentamente a sus fines a la paciente masa, debe contar aquí con su aquiescencia. Aquí, en este reino de la apariencia estética, se cumple el ideal de igualdad que los exaltados querrían ver realizado también en su esencia; y de ser cierto que el buen tono madura antes y mejor en los círculos más próximos al trono, habremos de reconocer también aquí la benigna providencia, que parece limitar a menudo al hombre en la realidad, pero sólo para llevarlo después a un mundo ideal.

12 Pero, ¿existe ese Estado de la bella apariencia? Y si existe, ¿dónde se encuentra? En cuanto exigencia se encuentra en toda alma armoniosa; en cuanto realidad podríamos encontrarlo acaso, como la pura Iglesia y la pura Répública, en algunos círculos escogidos, que no se comportan imitando estúpidamente costumbres ajenas a ellos, sino siguiendo su propia y bella naturaleza, allí donde el hombre camina con valerosa sencillez y serena inocencia por entre las más grandes dificultades, y no necesita herir la libertad de los otros para afirmar la suya propia, ni renunciar a la dignidad para dar muestra de su gracia.



**NOTAS**

(1).- La mayoría de los juegos que se practican en la vida cotidiana se basan completamente en esta libre sucesión de ideas, o bien reside en ella su mayor encanto. Aunque estos juegos no son por sí mismos el signo de una naturaleza elevada, y aunque son precisamente las almas más endebles las que se entregan con mayor frecuencia a esa libre cascada de imágenes, la independencia de la fantasía con respecto a las impresiones exteriores constituye al menos la condición negativa de su capacidad creadora. La fuerza creadora se eleva al ideal sólo separándose de la realidad, y la imaginación, antes de poder actuar según leyes propias siguiendo su capacidad productiva, ha de haberse liberado ya de toda fuerza ajena en su proceso de reproducción. Sin duda, hay mucho camino todavía entre la simple carencia de leyes y una legislación autónoma e interna, y para ello ha de entrar aquí en juego una fuerza completamente nueva, la facultad para las ideas; pero esa fuerza se desarrollará tanto más fácilmente al no encontrar oposición por parte de los sentidos, y por el hecho de que al menos negativamente, lo indeterminado limita con lo infinito.

(2).- Pieza de cuero pendiente del cinturón, para sostener en ella la bayoneta o el machete. Gran diccionario enciclopédico visual de Editorial Oceano. (NdE)

Índice de Cartas sobre la educación estética del hombreVigesimosexta cartaBiblioteca Virtual Antorcha