Índice de La relación del arte con la naturaleza de Friedrich SchellingLa relación del arte con la naturalezaBiblioteca Virtual Antorcha

Notas

(1) Palabras de J. G. Hamann en Kleebbat hellenisticher Briefe, II, pág. 189, ateneuadas por conveniencia del presente discurso, ya que en el original dice: Vuestra filosofía embustera y criminal ha quitado de en medio a la naturaleza; ¿por qué pretendéis que debamos imitarla?; ¿acaso para renovar el placer de cometer el mismo crimen con sus discípulos? ¡Ojalá que F. H. Jacobi, a quien el autor agradece el primer contacto estricto con las obras de aquél espíritu de fuerza inagotada, apresure la tan esperada edición de las obras de Hamann!

(2) Winckelmann es único en su tiempo, no sólo por la objetividad de su estilo, sino también por su manera de considerar las cosas. Hay una clase de espíritus que quiere reflexionar sobre los objetivos y otra que quiere penetrar en ellos mismos según sus caracteres esenciales. La Historia del Arte de Winkelmann da el primer ejemplo de éste último. Sólo más tarde se muestra el mismo espíritu en las ciencias restantes, no sin una gran resistencia por parte del otro método, usual hasta entonces; método, en efecto, mucho más cómodo. La época propiamente dicha de Winckelmann no conocía maestros más que en este género. Se hubiese querido exceptuar a Hamann, criado antes, más ¿pertenece a si época, por la que fue incomprendido y despreciado? Si Lessing, el único hombre de aquel tiempo que merece ser citado al lado de Wickelmann, es grande, lo es porque estando situado totalmente en la subjetividad que a la sazón imperaba, y desplegando su talento superior, precisamente en esta manera de ver las cosas, se inclinaba y se sentía vivamente atraído, aunque sin saberlo, a la otra manera de sentir y de pensar, como lo prueba no solamente su apreciación sobre Spinoza, sino tantas otras manifestaciones de este sentimiento y sobre todo la Educación del género humano. El autor no puede por menos de considerar como un prejuicio la opinión según la cual Lessing estaría perfectamente de acuerdo con Wickelmann y tendría la misma manera de pensar y de juzgar en lo que concierne al fin más elevado del arte. Léanse las siguientes palabras de Lessing: El destino verdadero de cada una de las bellas artes no es más que aquel que puede alcanzarse sin el concurso de otra. En la pintura este fin es la belleza corporal. Para reunir las bellezas corporales de más de una especie se creó la pintura de historia. Más la expresión, la representación de la historia no era el último fin de la pintura, la historia no era para ella mas que el medio de alcanzar su último fin de variadas bellezas. Los nuevos pintores representan el medio como si fuera el fin, pintan historias por pintar historias, sin darse cuenta que así hacen de su arte un auxiliar de tal o cual arte distinto, o tal o cual ciencia, o por lo menos, que se ponen a su servicio de una manera tan absoluta que su arte pierde enteramente con ello el valor de un arte imaginario. La expresión de la belleza corporal es el destino de la pintura. La más alta belleza corporal, es, pues, su más alto destino ... (de los Pensamientos y opiniones de Lessing, recopilados por Friedrich Schiegel, 1a. parte, pág. 292). Que un espíritu analítico como Lessing haya podido admitir la idea de una belleza puramente corporal es comprensible. En rigor se concibe incluso como ha podido persuadirse de que la pintura de historia no tendría más objeto que traducir la historia en imágenes, si se descartase de su finalidad la representación de la belleza corporal múltiple.

Pero, si se insiste en hacer concordar estas opiniones de Lessing con la doctrina de Winckelmann, tal como se contiene en particular en la Historia del Arte (los Monumenti inediti, han sido escritos por los italianos y no tienen el mismo valor auténtico que la Historia del Arte), si, en particular, es preciso admitir como opinión de Winckelmann que la representación de las acciones y las pasiones, en una palabra, que el género más elevado en la pintura solamente se ha inventado para mostrar en ella la belleza corporal bajo formas variadas, el autor confiesa no comprender en absoluto a Winckelmann y no haberlo comprendido jamás. Siempre será interesante comparar el Lauconte, como lo más espiritual que se ha pensado sobre el arte, en el sentido de que antes se ha hablado, con las obras de Winckelmann y se comprenderá el estado externo e interno de los dos escritores. La diferencia total de las dos maneras de tratar los asuntos será palpable.

(3) Véase, p. ej. Dusdorfische Briefsummiung 2a. parte, página 235.

(4) Goethe.

(5) Sin embargo, si el espacio permitiera entrar en más detalles, se podría probar que la sucesión establecida aquí es también verdadera cronológicamente. Sin duda, podría recordarse que la obra El Juicio Final fue comenzada después de la muerte de Rafael; pero el estilo de Miguel Angel había nacido en él, y era, por tanto, incluso temporalmente, anterior al de Rafael. Sin conceder más importancia de la necesaria a la reiterada afirmación de que las obras de Miguel Angel produjeron un gran efecto sobre el joven Rafael, sin pretender que Rafael debió a esta circunstancia accidental el haberse elevado, desde un estilo todavía tímido en su nacimiento, al atrevimiento y a la grandiosidad de un arte perfecto, es, no obstante, incontestable que, no solamente el estilo de Miguel Angel fue una de las bases del arte de Rafael, sino que, gracias a él, el arte tomó por primera vez impulso hacia una perfecta libertad. Estas palabras, aplicadas más adelante al Corregio: Por él floreció la verdadera edad de oro del arte, podrían ser menos equívocas, aunque sea difícil confundir su sentido o desconocer la opinión del autor sobre la perfección de la pintura moderna.

(6) Todo este tratado hace de la vitalidad de la naturaleza la base del arte y, por consiguiente, también de toda belleza. No obstante, como los críticos conocen las doctrinas de la filosofía actual mejor que sus propios autores, un hábil representante de esta especie ha querido enseñarnos hace poco en un periódico, por cierto justamente estimado, que, siguiendo la nueva estética y la nueva filosofía (fórmula cómoda en la que estos seudoconocedores amontonan todo lo que les desagrada, con el aparente pretexto de hacer justicia mejor) la belleza sólo existe en el arte, y de ningún modo en la naturaleza. Podríamos preguntarnos dónde ha establecido semejante estética y sostenido tal opinión la nueva filosofía. ¿No nos hace recordar esto más bien la clase de idea que estos jueces suelen unir a la palbra naturaleza, y sobre todo en el arte? La crítica en cuestión está lejos, por otra parte, de desaprobar la idea que él nos atribuye. Trata más bien de justificarla por una demostración rigurosa en el lenguaje y en las formas de la nueva filosofía. Escuchemos la excelente prueba: Lo bello es la manifestación de lo divino en lo terrenal, de lo infinito en lo finito; la naturaleza es, por eso, la manifestación de lo divino; pero esta (esta naturaleza que ha existido desde el comienzo del tiempo y que debe durar hasta el fin de los días, según expresión de este elegante escritor) no se manifiesta al espíritu del hombre, y aquella sólo es bella en su infinitud. De cualquier manera que entendamos esta infinitud, hay aquí una contradicción al decir que la belleza es la manifestación de lo infinito en lo finito, y que, sin embargo, la naturaleza no puede ser bella más que en su infinitud. No obstante, el experto, que no está muy seguro de sí, se plantea a sí mismo esta objeción: Que cada parte de una obra bella es, en sí misma, bella; por ejemplo, la mano o el pie de una bella estatua. Pero (y así es como resuelve su objeción) ¿dónde encontrar la mano o el pie de un coloso tal (de la naturaleza)? El expero filósofo nos revela aquí el valor y la sublimidad de la idea de la infinitud de la naturaleza. Esta infinitud la encuentra en la extensión inmensa. Que una verdadera infinitud, esencial, pueda estar contenida en cada parte de la materia, es una exageración en la que no caerá, por cierto, este hombre sensato, aunque hable el lenguaje de la nueva filosofía; que el hombre sea, por ejemplo, algo más que la mano y el pie de la naturaleza (que sea más bien el ojo; la mano y el pie tendrían todavía que encontrarse), es cosa que no podría pensarse sin extravagancia. Según eso, es natural que la dificultad no le pareciése suficientemente resuelta, y aquí es donde empieza el perfecto rigor filosófico. El buen hombre admite que es cierto que cada ser individual es en la naturaleza una manifestación de lo eterno y lo divino (no obstante, en este ser individual); pero, dice él, lo divino no aparece como divino, sino como terrenal y perecedero. ¡He ahí lo que se llama un arte filosófico! Como en las sombras chinescas, las sombras vienen y van a la voz de mando del aparece y desaparece, así lo divino aparece en lo terrestre, o no aparece en absoluto, según la voluntad del artista. Pero todo esto no es más que el preludio del silogismo siguiente, cuyos miembros merecen particular atención: 1º Lo individual, como tal, no representa más que la imagen de la existencia pasajera, cuyo destino es nacer y perecer. Y ni siquiera es la idea misma de la existencia pasajera lo que él representa, no es más que un ejemplo, siendo él mismo algo perecedero y caduco. Así podría decirse de un bello cuadro que ofrece un ejemplo de la existencia pasajera que nace y perece; pues él nace insensiblemente de la mano del pintor que distribuye los colores sobre el lienzo; después se marchita, se altera por el humo, el polvo, los gusanos y la polilla. 2º Es así que en la naturaleza no aparece otra cosa que lo individual. (Sin embargo todo ser individual era una manifestación de lo divino en lo individual). 3º Luego en la naturaleza nada puede ser bello. En efecto, para la que la belleza fuera posible, sería necesario que lo divino, que debe aparecer, sin embargo, como algo durable y permanente (en el tiempo, se entiende) apareciese efectivamente como tal. Pero en la naturaleza nada hay más que lo individual y por consiguiente, lo pasajero. ¡Perfecto razonamiento! Sólo que peca por varios conceptos. No señalaremos más que dos; ante todo la proposición número 2, a saber: Que en la naturaleza no aparece nada más que lo individual. Pero, primero, allí donde ahora no hay más que lo individual, debía haber antes tres cosas: A, lo divino; B, lo individual en lo que lo divino se manifiesta; C, lo que resulta de su unión; es decir, algo divino y terrestre a la vez. Olvida este modesto perito, que hace poco se veía a sí mismo en el juego de la nueva filosofía, cómo ha sido establecido todo ello. Ahora, de A, de B y de C, él no ve más que B, y le es fácil probar que no es bello, porque, según su propia explicación, sólo debía serlo C. No querrá decir que, por el contrario, C no aparece, auqnue antes lo haya pensado. En efecto, A (lo divino), no aparece en sí mismo, sino solamente por lo individual B, por consiguiente en C. Pero B no existe en general más que en cuanto se manifiesta en él A. Por consiguiente, lo mismo ocurre en C. Así, precisamente C es lo que aparece realmente. El segundo vicio del razonamiento aparece en la proposición subsidiaria que se añade a la conclusión, con una confirmación y solamente en firma de cuestión: lo divino como tal debería, sin embargo, aparecer como algo durable y permanente. Evidentemente, nuestro lógico se ha descarriado; ha confundido la idea de ser en sí, fuera del tiempo eterno, con la del ser que permanece en el tiempo y cuya duración es ilimitada, y exige la última, cuando no debería considerar más que la primera. Pero si lo divino no puede aparecer más que en aquello cuya duración es infinita, ¿cómo se basará en esto para probar su manifestación en el arte, lo bello el arte? Es imposible que un hombre de una ciencia tan profunda se detenga en tan bello camino, y que algúin día no reproche, quizá con razón, a los demás de hacer un mal uso de la nueva filosofía. Esta manera de comprender las cosas mejor, siguiendo una graduación ascendente, se ve que es incapaz de otro resultado que alargar los caminos de la ciencia.

(7) Puede sostenerse que los monumentos del arte antiguo no hubieran sido comprendidos en la época anterior a la fundación de la pintura moderna, y mucho menos por los primeros y más antiguos pintores. Pues, como señala expresamente el digno Florello (1a. parte, pág. 69) en tiempos de Cimabue y de Giotto, no habían sido descubiertos ninguno de los cuadros, ninguna de las estatuas de la antigöedad; yacían abandonados, bajo tierra. Nadie podía soñar en formarse según los modelos que los antiguos nos han dejado, y el único objeto de estudio para los pintores era la naturaleza. En las obras de Giotto, discípulo de Cimabue, se nota que la consultó meticulosamente. A ejemplo suyo, se continúa este método, que podía llevar a las obras antiguas, hasta que, como observa este mismo escritor (pág. 286), la corte de los Médicis (sobre todo con Cosme) comenzó a buscar los monumentos del arte antiguo. Ante todo, los artistas habían de contentarse con las bellezas que la naturaleza les ofrecía. Sin embargo, este estudio asiduo de la naturaleza tenía la ventaja de prepararles para un modo más científico de tratar el arte, y los artistas filósofos que vinieron después, un Leonardo de Vinci y un Miguel Angel, comenzaron a buscar las leyes invariables que sirven de base a las formas de la naturaleza. Pero la reaparición de las obras del arte antiguo, en la época de estos grandes maestros y de Rafael, no produjo en modo alguno la imitación de ellas, que sólo fue adoptada más tarde. El arte permanece fiel a la vía en donde primeramente había entrado y se perfecciona allí, por sí mismo, exclusivamente, no recibiendo nada que viniera de fuera, pero esforzándose por alcanzar, de una manera original, el fin de los modelos, sin encontrarse con ellos más que en el punto final de su perfección. Fue solamente en el tiempo de Corraci, cuando la imitación de lo antiguo (que quiere decir otra cosa distinta: la formación del talento original, según el espíritu de la antigöedad se tomó en un sentido literal, y pasó en particular, gracias a Poussin, a las teorías de las bellas artes de los franceses, que, de casi todas las cosas elevadas no han comprendido más que la letra. Después, con Mengs, y por falsa comprensión de las ideas de Winckelmann, se introdujo entre nosotros; produjo en el arte alemán de mediados del siglo pasado (1700) una debilidad y una insignificancia tales, un olvido tal de su sentido original, que, si se elevaron algunas protestas aisladas, fueron debidas sólo a un malentendido que condujo de una manía de imitación a otra aún peor. ¿Quién podría negar que, en estos últimos tiempos, se manifiesta en el arte alemán un sentido mucho más libre y original, que está lleno de promesas, si las circunstancias le son favorables? Quizá haya que esperar el genio que en el arte abra el mismo camino, elevado y libre, donde han entrado la poesía y la ciencia, el único donde pueda desarrollarse un arte que podamos llamar nuestro, es decir, conforme al genio y a las facultades de nuestra nación y de nuestro tiempo.

Índice de La relación del arte con la naturaleza de Friedrich SchellingLa relación del arte con la naturalezaBiblioteca Virtual Antorcha