Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

El mundo moderno contra la persona

I

LA CIVILIZACIÓN BURGUESA E INDIVIDUALISTA

La civilización burguesa e individualista, dueña hace pocos años de todo el mundo occidental, aún se halla en él firmemente instalada. Las mismas sociedades que la han proscrito oficialmente siguen todas impregnadas de ella. Adherida a los cimientos de una cristiandad a la que contribuye a dislocar, mezclada con los vestigios de la época feudal y militar, con las primeras cristalizaciones socialistas, produce, con los unos y las otras, unas amalgamas más o menos homogéneas, el estudio de cuyas variedades sería demasiado extenso hacer. Nos contentaremos con examinar su último estado histórico y destacar sus líneas dominantes, sin perjuicio de las temperanzas más o menos felices que le aportan aquí y allá el azar de las mescolanzas o el ingenio de las personas vivas.

Hemos escogido para designar a esta civilización un término significativo, pero con el que no queremos cometer ninguna injusticia. Cierta forma de caricaturizar a cualquier burguesía, igual que determinados tópicos de la pluma y del dibujo, familiares a la prensa de izquierdas, descienden muy a menudo a una mayor vulgaridad que sus modelos. Tampoco desconocemos, en lo que a nosotros respecta, las virtudes y, sobre todo, las virtudes privadas que impregnan aún algunos hogares privilegiados de la sociedad burguesa. Ni mucho menos ignoramos el sentido vivo de la libertad y de la dignidad humana que anima a ciertas apologías a favor del individualismo más profundamente que los errores cuyas fórmulas propagan. Pero, en el perfil límite que dibujaremos de la civilización burguesa, todas las resistencias secundarias son arrastradas poco a poco, y en ello radica su realidad tiránica.

Desde este ángulo, la concepción burguesa es la culminación de un período de civilización que se desarrolla desde el Renacimiento hasta nuestro días. Procede ella, en su origen, de una rebelión del individuo contra una estructura social que se hizo demasiado pesada y contra una estructura espiritual cristalizada. Esta rebelión no era en su totalidad desordenada y anárquica. En ella latían unas exigencias legítimas de la persona. Pero pronto se desvió hacia una concepción tan estrecha del individuo que llevaba en sí desde el comienzo su principio de decadencia. La atención orientada hacia el hombre singular no es, como a veces parece creerse, disolvente en sí misma de las comunidades sociales; pero la experiencia ha mostrado que toda descomposición de estas comunidades se establece sobre un hundimiento del ideal personal propuesto a cada uno de sus miembros. El individualismo es una decadencia del individuo antes de ser un aislamiento del individuo; ha aislado a los hombres en la medida en que les ha envilecido.


DECADENCIA DEL INDIVIDUO: DEL HÉROE AL BURGUÉS

La era individualista ha partido de una fase heroica. Su primer ideal humano, el héroe, es el hombre que combate solitario contra potencias masivas, y en su combate singular hace estallar los límites del hombre. Sus tipos viriles son: el conquistador, el tirano, el Reformador, el Don Juan. Sus virtudes: la aventura, la audacia, la independencia, la fiereza, la destreza también, pero sólo en la medida en que duplica la audacia.

Bajo formas llenas de prudencia, civilizadas: defensa de la iniciativa, del riesgo, de la emulación, los últimos fieles del liberalismo intentan actuar aún con el prestigio de sus orígenes. No pueden hacerlo más que disimulando, con ello, el desamparo o la degradación en que la ciudad burguesa ha dejado estos valores. Durante un tiempo, efectivamente, los jefes de empresa, o incluso ciertos aventureros de las finanzas, han continuado mediante operaciones que nosotros no defenderemos una tradición de altos vuelos. Mientras lucharon con cosas y con hombres, es decir, con una materia resistente y viva, templaron de ese modo una virtud innegable, hecha de astucia y a menudo de ascetismo. Al extender a los cinco continentes el campo de sus conquistas, el capitalismo industrial les dio unas posibilidades provisionales de aventura; pero, cuando inventó la fecundidad automática del dinero, el capitalismo financiero les abrió al mismo tiempo un mundo de facilidades donde toda tensión vital iba a desaparecer. Las cosas con su ritmo, las resistencias, el paso del tiempo, se disuelven bajo el poder infinitamente multiplicado que confiere, no ya un trabajo a la medida de las fuerzas naturales, sino un juego especulativo, el de la ganancia obtenida sin prestar ningún servicio, tipo al que tiende a asimilarse toda ganancia capitalista. A las pasiones de la aventura se sustituyen entonces progresivamente, los blandos goces del confort; a la conquista, el bien mecánico, impersonal, distribuidor automático de un placer sin exceso ni peligro, regular, perpetuo: el que distribuyen la máquina y la renta. Una vez que se ha internado por los caminos de esa facilidad inhumana, una civilización no crea ya para suscitar nuevas creaciones, sino que sus mismas creaciones fabrican una inercia cada vez más tranquila. Dos atletas, con ayuda de la publicidad, arrastran a veinte mil individuos a sentarse en un estadio creyéndose amantes del deporte. Un Branly, un Marconi, hacen posible que veinte millones de personas estén clavados en sus sillones; un ejército de accionistas, de rentistas, de funcionarios viven parásitos de una industria que, por otra parte, cada día necesita menos manos de obra y, salvo un número pequeño, menos cualificada.

De esa manera, la sustitución de la ganancia industrial por el beneficio de especulación, y de los valores de creación por los valores de la comodidad, han usurpado poco a poco el ideal individualista, y abierto el camino en las clases dirigentes primero, y después, por descensos sucesivos, hasta en las clases populares, a este espíritu que llamamos burgués a causa de sus orígenes y que se nos presenta como el más exacto antípoda de toda espiritualidad.

¿Cuáles son sus valores? Por un gesto de orgullo viril, ha conservado el gusto por el poder, pero por un poder fácil, ante el cual el dinero disipa el obstáculo, ahorra una conquista de frente; un poder, además, garantizado contra todo riesgo, una seguridad. Tal es la victoria mediocre soñada por el rico de la Edad Moderna; la especulación y la mecánica la han puesto al alcance del primer recién llegado. No es ya el dominio del señor feudal, unido a sus bienes y a sus vasallos, ni es incluso, en el peor de los casos, la opresión de un hombre sobre otros hombres. El dinero separa. Separa al hombre del combate con las fuerzas al nivelar las resistencias; le separa de los hombres al comercializar toda relación, al falsear las palabras y las conductas, al aislar en sí mismo, lejos de los vivos reproches de la miseria, en sus barrios, en sus escuelas, en sus vestidos, en sus vagones, en sus hoteles, en sus relaciones, en sus misas, al que no sabe ya soportar más que el espectáculo cien veces reflejado de su propia seguridad. Henos aquí lejos del héroe. El rico de la vieja época, incluso está en vías de desaparecer. No hay ya sobre el altar de esa triste iglesia más que un dios sonriente y horriblemente simpático: el Burgués. El hombre que ha perdido el sentido del Ser, que no se mueve más que entre cosas, cosas utilizables, despojadas de su misterio. El hombre que ha perdido el amor; cristiano sin inquietud, incrédulo sin pasión, hace tambalear el universo de las virtudes, en su loca carrera hacia el infinito, alrededor de un pequeño sistema de tranquilidad psicológica y social: dicha, salud, sentido común, equilibrio, placer de vivir, confort. El confort es, en el mundo burgués, lo que el heroísmo era en el Renacimiento y la santidad en la Cristiandad medieval: el valor último, móvil de la acción.

El confort pone a su disposición a la consideración y a la reivindicación. La consideración es la suprema aspiración social del espíritu burgués; cuando ya no encuentra gozo en su confort, encuentra al menos una vanidad en la reputación que posee con él. La reivindicación es su actividad fundamental. Del Derecho. que es una organización de la justicia, él ha hecho la fortaleza de sus injusticias, de ahí su radical juridicismo. Aunque ama muy poco las cosas que acapara, es sumamente susceptible en cuanto a la conciencia de su derecho presunto, que para un hombre de orden supone la más alta forma de conciencia de sí mismo. No existiendo más que en el Haber, el burgués se define, ante todo, como propietario. Está poseído por sus bienes: la propiedad ha sustituido a la posesión (1).

Entre este espíritu burgués, satisfecho de su seguridad, y el espíritu pequeño burgués, inquieto por alcananzarla, no existe diferencia alguna de 'naturaleza, sino únicamente de grado y de medios. Los valores del pequeño burgués son los del rico, encanijados por la indigencia y la envidia. Roído hasta en su vida privada por la preocupación de progresar, igual que el burgués está roído por la preocupación de la consideración, no tiene más que un pensamiento: llegar. Y para llegar, un medio que él erigirá en supremo valor: la economía; no la economía del pobre, débil garantía contra un mundo en que toda desdicha es para él, sino la economía avara, llena de precauciones, de una seguridad que avanza paso a paso; la economía a costa de la alegría, la fantasía, la bondad: la lamentable avaricia de su vida aburrida y vacía.


UN ESPÍRITU DESENCARNADO

Habiendo separado de esta forma al hombre del viejo individualismo heroico, igual que éste le había separado de la santidad, el individualismo burgués no ha dejado de pretender la herencia espiritual de todo el pasado. Pero él no defendía a su espíritu más que apartándole tanto de cualquier realidad espiritual como de la carne viva del hombre y de los compromisos de la acción.

El humanismo burgués está esencialmente basado en el divorcio entre el espíritu y la materia, entre el pensamiento y la acción. Desde los jóvenes revolucionarios de extrema derecha a los mismos marxistas, los defensores y adversarios de lo espiritual se han unido todos en nuestro tiempo en una crítica unánime, aunque indistintamente fundada, de este idealismo exangüe y ansioso de provecho que se halla en la base de las concepciones burguesas (2).

Puede establecerse su origen, o al menos su cristalización, en ese punto en que el dualismo cartesiano ha introducido decisivamente su fisura en el edificio cristiano. Lo espiritual, en un mundo centrado en la Encarnación como el nuestro lo está sobre la velocidad o la máquina, estaba presente en todo el universo, en la naturaleza y en el hombre. El mundo sensible florecía con esplendor en los atrios de las catedrales, se enrollaba en los capiteles, lanzaba sus arabescos a las tapicerías y sus colores a las vidrieras, se mezclaba en la oración; los oficios, las ideas y la oración se enviaban mutuamente sus símbolos de un lado a otro de la nave, y los hombres estaban próximos a su experiencia. No construyamos una Edad Media convencional: esta época fue también la de la servidumbre, el feudalismo, la guerra y, donde se acuñaba moneda, de los primeros síntomas del capitalismo. Pero el principio de un orden entre el espíritu y la carne dominaba el bárbaro tumulto de igual forma que un campanario señala la presencia de un pueblo, e incluso las casas que no le pertenecen se unen con las propias para prestarle un contorno. La idea servía a la oración, vinculada a la herramienta, la corporación y el pan cotidiano. La materia era ya carne viva, y hubiese sido imposible pensarla al margen de su familiaridad con el hombre.

Desde entonces hemos conocido la definición, en idea primero, en acero y cemento más tarde, de una Materia inerte, dócil, inhumana. Una industria ágil le ha dado una virtuosidad que simula la inmaterialidad de la vida espiritual. A medida que su explotación en pro de las comodidades del hombre sobrepasaba y más tarde hacía retroceder a la preocupación por esta vida espiritual, escindía de nuevo el mundo surgido de sus obras. Iba dejando poco a poco al margen de la humanidad a una clase de hombres atados al trabajo de sus manos, desposeídos de esa grandeza obrera que existe en el dominio de la obra realizada o en la participación de las manos en un amplio proyecto del hombre; más duramente dañados en su dignidad que en su subsistencia; expulsados de la cultura, de la vida libre, de la humilde alegría del trabajo y, para muchos, expulsados y alienado s de sí mismos.

Lo espiritual cercenado de sus amarras no es ya más que una pluma al viento vagando sobre este punto brutal, para vigilarlo y, a veces, distraerlo. Espíritu inflado de vacío, ligero y egoísta; razón orgullosa y perentoria, ciega al misterio de las existencias reales; juego exquisito y complicado de la inteligencia: de esta forma se ha creado una raza de hombres sorda al sufrimiento de los hombres, insensible a la dureza de los destinos, ciega ante las desgracias que no son desgracias íntimas.

En la realidad viva, estos espíritus bellos sienten el temor de una especie de poder del mal que hace tambalear sus juegos de bolos ideológicos. Tachan de burda esta realidad porque les hace interrumpir continuamente ese juego. Aman las ideas como un refugio, un olimpo sin riesgo. El pensamiento, en la medida en que conserva en ellos algo de voluntad ofensiva, les sirve como medio de ejercer un poder absoluto, sin peligro y sin responsabilidad, justificando o trastornando el mundo ante su tintero.

No es únicamente una limitación voluntaria de la vida del espíritu en una casta minoritaria y privilegiada la que se consolida de esta forma. No es sólo su sosería en el preciosismo, lo pintoresco, la dispersión enciclopédica. Es un derrumbamiento masivo de la cultura; es la esterilización de la vida espiritual misma. Vemos cómo proliferan sus sucedáneos; a veces cierta habilidad racional o verbal, basada en una mera suficiencia universitaria; a veces, un vago estado de sueño, sub producto del pensamiento, de la imaginación y del sentimentalismo, que se cree con derechos sobre la experiencia; otras, estancada sobre millones de almas, el agua insípida de las opiniones que sale de la prensa a raudales, extenso pantano público sobre el cual borbotean las charlatanerías fétidas de los salones y los cafés.

Ante esta decadencia preciosista, ¿quién puede asombrarse de que los hombres que llevan una vida dura de trabajo y de lucha, un combate sin elocuencia contra la inseguridad, el desprecio, el aislamiento, sientan náuseas ante este estilo de vida y, torpes en sus palabras, abracen una bandera materialista? ¿Qué leen en ello con frecuencia, tras las fórmulas aprendidas, si no es su voluntad de presencia en un mundo sano, su sed de autenticidad? Tanto se les ha marginado, que hoy no saben tocar, imaginar lo real, más que un universo de trabajo obrero, cuya dignidad habría de ser reconquistada. El materialismo que profesan no es, con frecuencia, más que el exceso de su asco por este mundo liso, lacado, inhumano, que les proponen la Palabra, lo Impreso y la Moral burguesa. Un reconocimiento ingenuo del esplendor del mundo, un resurgir de la juventud y la simplicidad; una necesidad de reintegrar a todo el universo en una vida desde hace mucho tiempo carente de consistencia; un desdén colérico para el engañoso vacío de las palabras y el preciosismo donde acaban por prostituirse los últimos vestigios del espíritu; una necesidad de compromiso, de solidez, de fecundidad, salida de las entrañas de la vocación humana; un irresistible instinto de presencia. Todo ello se pierde -y volveremos sobre el tema- en una especie de primitivismo doctrinal muy peligroso para la cultura y para el hombre. Pero en estos semiesclavos, a quienes se les ha hecho imposible cualquier otra experiencia espiritual, este exceso no es solamente el signo de su servidumbre; marca ya por su reacción contra la hipocresía del espíritu el comienzo de la resurrección, el primer aire fresco que sopla sobre nuestro viejo mundo.


DISLOCACIÓN DE LA COMUNIDAD

Disociando interiormente al hombre de sus lazos espirituales y de sus alimentos materiales, el individualismo liberal ha dislocado de rechazo las comunidades naturales.

Ha negado, en primer término, la unidad de vocación y de estructura del hombre, ese principio universal de igualdad y de fraternidad que el cristianismo había establecido contra el particularismo de la ciudad antigua. Primera etapa: no existe la verdad, sino solamente la forma abstracta de la razón; los hombres no tienen una unidad de vocación, sino sólo de estructura. Segunda etapa: no existe unidad de la razón; hay solamente profesores que creen en la causalidad, unos negros que no creen en ella y unos escritores encargados de ponernos al corriente de sus emociones íntimas e incomunicables. Algunos se agarran aún a la idea de una verdad nacional y combaten dentro de sus fronteras a un individualismo al que ellos sostienen ferozmente a escala nacional. Otros se retiran a la soledad de su relativismo, juegan con sensaciones raras o con ideas agudas y encuentran en este reflejo cambiante una seducción suficiente para llenar el aburrimiento de una vida bien abrigada. Para la masa que sufre, el mejor medio de aislarla de cualquier universalidad, salvo la de su dolor, ha sido el hacerle inaccesible el ejercicio mismo del pensamiento y heroico el de la vida espiritual.

La evolución jurídica confirma en las costumbres lo que la evolución filosófica prepara en las ideas.

Reviste de soberana dignidad a una especie de individuo abstracto, buen salvaje pacífico y paseante solitario, sin pasado, sin futuro, sin vínculos, sin carne, provisto de una libertad sin norte, ineficaz juguete embarazoso con el que no se debe dañar al vecino y que no se sabe cómo emplear si no es para rodearse de una red de reivindicaciones que le inmovilizan con mayor seguridad aún en su aislamiento. En tal mundo, las sociedades no son más que individuos agigantados, igualmente replegados sobre sí mismos, que encierran al individuo en un nuevo egoísmo y le consolidan en su suficiencia. El siglo XIX se afana en soldar sus miembros dispersos en una concepción mitad ingenua, mitad hipócrita de la sociedad contractual: unos individuos que se suponen libres, se dan libremente una industria, un comercio, unos gobiernos, y se les reputa como capaces de medir por sí mismos las sujeciones con las que voluntariamente se quieren vincular.

Mejor que nadie -y es la parte esencial de su obra-, Marx ha mostrado la ilusión de esta pseudo-libertad en un mundo regido por las necesidades de mercancías y de dinero, en el que la libertad inorgánica del liberalismo ha sido el camino abierto a la lenta infiltración de los poderes ocultos en todo el organismo social. Uno por uno, el poder anónimo del dinero ha ocupado todos los puestos de la vida económica; después se ha deslizado, sin quitarse el velo, hacia los puestos de la vida pública; ha alcanzado, finalmente, la vida privada, la cultura y la religión misma. Al reducir al hombre a una individualidad abstracta, sin vocación, sin responsabilidad, sin resistencia, el individualismo burgués es el aposentador responsable del reino del dinero, es decir, como las palabras lo expresan perfectamente, de la sociedad anónima de las fuerzas impersonales.

Las fuerzas espirituales se han resistido, aquí y allá, a esta tiranía que se elevaba de las fuerzas económicas. En conjunto, es preciso confesarlo, aquéllas se han sometido. Su excusa quizá esté en el hecho de que, desacostumbradas a necesidades y a poderes tan masivos como los engendrados por el mundo del dinero, durante mucho tiempo no han descubierto el mal más que bajo su aspecto moral e individual. Y un día se han encontrado desbordadas. Su resurgir tiene hoy, como primera condición, el confesar su fracaso y sus complacencias.

No pretendemos denunciar aquí únicamente los burdos compromisos, más o menos deliberados, de los que apelan a lo espiritual, con lo que hemos llamado un día (3), mediante una frase que ha logrado éxito: el desorden establecido. Son de todos los tiempos y están visibles. Pensamos más bien en esa corrupción perniciosa de los mismos valores espirituales por el uso demasiado prolongado que ha hecho de ellos el desorden para usurpar su prestigio. Se han constituido así, de manera lenta y difusa, un humanismo burgués, una moral burguesa y aun, por una suprema paradoja, un cristianismo burgués. Imposibles de disociar ahora de su uso farisaico, en la memoria de muchos -y de muchos simples en primer lugar- estos valores espirituales no pueden volverse a tomar sin que el que los alce del suelo no aparezca como solidario de este fariseísmo. Por ello, nuestra última posibilidad contra el mundo burgués es arrancarIe el uso y la interpretación unilateral de estos valores y volver contra él las armas que ha usurpado.




Notas

(1) Cf. E. MOUNIER, De la propriété capitaliste a la propriété humaine. (Euvres de Mounier, Éditions du Seuil, París, 1961, pág. 417).

(2) E. MOUNIER, Refaire la Renaissance, Esprit, octubre de 1932, y Révolution personnaliste et communautaire, 1935 (Euvres de Mounier, Éditions du Seuil, París, 1961, pág. 127). Notre Humanisme, Esprit, N° 37, octubre de 1935. GUTERMANN y LEFEBVRE, La conscience mystifiée, 1935. THIERRY MAULNIER, Les mythes socialistes, 1936. J. MARITAIN, Humanisme intégral

(3) Esprit, N°6, marzo de 1933. Rupture entre l'ordre chrétien et le désordre établi (Euvres de Mounier, Éditions du Seuil, París, 1961, pág. 371).

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