Índice de Manifiesto al servicio del personalismo de Emmanuel MounierAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV. UNA ECONOMIA PARA LA PERSONA

¿LO ECONÓMICO ANTE TODO?

La exorbitante importancia que hoy posee el problema económico en las preocupaciones de todos es signo de una enfermedad social. El organismo económico ha proliferado bruscamente a finales del siglo XVIII y, como un cáncer, ha cambiado o ha ahogado el resto del organismo humano. Carentes de perspectiva o de filosofía, la mayor parte de los críticos y de los hombres de acción han tomado el accidente por un estado normal. Han proclamado la soberanía de lo económico sobre la historia y regulado su acción sobre este primado, de igual forma que un cancerólogo que decidiese que el hombre piensa con sus tumores. Una visión más justa de las proporciones de la persona y de su orden nos fuerza a romper tal deformación de perspectiva. Lo económico no puede resolverse separadamente de lo político y de lo espiritual a los que está intrínsecamente subordinado, y en el estado normal de las cosas no es más que un conjunto de basamentos a su servicio.

El accidente histórico no es menos real y determinante. Ha afectado tan malignamente a todo el organismo de la persona y de la sociedad, que todas las formas del desorden, incluso espiritual, tienen una componente y a veces hay una dominante económica. Con miras a reabsorber esta monstruosa inflación de lo económico en el orden humano, debemos restituirle úrgentemente a su propio lugar para desembarazar de él a todos los problemas a los que todavía falsea.

Esta interferencia de 10 económico con lo espiritual en las situaciones humanas nos da la medida y los límites que un juicio de orden moral en una materia que aparentemente sólo depende de una técnica rigurosa y y de las determinaciones de la historia.

Existen, efectivamente, leyes económicas, procesos históricos determinantes, tanto más estrictos cuanto más les abdicamos completamente nuestra libertad. Una vez que se han impuesto, a veces es posible dislocarlos, más frecuentemente enderezarlos, pero no se les exorciza negándolos. Nos oponemos aquí a muchos moralistas cuya inspiración, en sus fórmulas generales, puede parecer vecina de la nuestra. Intelectuales desacostumbrados a la rudeza de ciertas realidades, hombres con demasiado tiempo libre que no conocen el poder de las violencias materiales, se han formado, además, en una época en que el individualismo y el idealismo impregnan sin saberlo las concepciones mismas de lo espiritual que les son formalmente opuestas. Se obstinan en pensar y en actuar como si los problemas que tocan al hombre, porque interesan a un ser personal y espiritual, no fuesen parte más que de la moral, y de la moral individual. Olvidan que las iniciativas de los individuos se inscriben en instituciones, sus desfallecimientos en determinismos, y que estos objetos nuevos exigen una ciencia nueva. Sobre las estructuras así constituidas que, buenas o malas, son siempre una amenaza de opresión para las personas, no se puede actuar, pasando un cierto grado de cristalización, según la técnica que arrastra a los hombres, sino sólo mediante las técnicas que fuerzan a las cosas. Se han separado de la persona y se han soldado a las fuerzas impersonales del medio; y un personalista sabe bien que el hombre no está determinado por su medio, pero igualmente sabe que está condicionado por él. El discurso moral que eleva el problema hasta despojarle de sus servidumbres de la realidad conduce habitualmente a dos callejones sin salida. O bien frena las fuerzas de indignación y de renovación ante las formas visibles y escandalosas del desorden, embotando o desviando su sensibilidad de los desórdenes de estructuras que por sí solos han permitido el nacimiento de los escándalos: tales son todas las agrupaciones centristas contra los corruptos; o bien, sensibles al conjunto del desorden, equilibran los conceptos y armonizan los opuestos en una especie de reino moral que a cada uno corresponde alcanzar por sus propios medios. Como este reino pone en marcha a seres de razón más que a realidades históricas constituidas, su seducción sigue siendo ineficaz contra unas parcialidades que no son únicamente ideológicas, sino que están inscritas en las fuerzas y las instituciones vivas, con las cuales es preciso contar y emplear tácticas apropiadas.

Ante un desorden doblemente enraizado de ese modo en una dimisión espiritual y dentro de fuerzas consolidadas, el juicio y la acción deben ser realizados solidariamente sobre dos planos distintos. Pero estos planos están tan fuertemente aislados por este mismo desorden, que sus puntos de comunicación no siempre son evidentes. Una crítica integral, una acción total, están colocadas de esa forma en una situación tensa de la que no debemos renunciar a ninguna de sus exigencias. Constantemente debemos recordar a los técnicos, conservadores o revolucionarios, que ni un solo problema humano es soluble, ni definible siquiera, en técnica pura; de este lado tendremos que mantener contra los tecnócratas de cualquier obediencia la subordinación de lo económico a lo humano y, por este camino, a lo político. Pero constantemente también y desde el mismo punto de vista central, deberemos recordar, a los Que creen salvar el espíritu sin tajar en la carne, y al individuo sin intervenir en los mecanismos colectivos, que la lucidez de los principios no basta para dar competencia en la búsqueda de las soluciones técnicas; y que es una lucidez vana y peligrosa si no se aplica al estudio de la realidad histórica y de los determinismos que la impulsan, si sus tácticas no tienen asideros.

Es importante, por ello, distinguir claramente los problemas técnicos y tratarlos como tales, desembarazándolos de las pseudo-evidencias de un moralismo de cortas miras. Importa precisar en cada ocasión bajo qué aspecto un régimen económico es susceptible de un juicio moral, y bajo qué aspecto lo es de una condenación técnica, incluso cuando los dos juicios se entrecrucen en un mismo terreno, como frecuentemente sucede. Esa crítica técnica no tendrá más que un lugar reducido en las páginas que siguen; aquí se trata únicamente de trazar las líneas principales de cualquier régimen económico personalista, sin prejuzgar las investigaciones que sobre ello se desarrollarán. No hay ni qué decir, tras lo anterior que no la haremos independientemente de la realidad histórica contemporánea.


A. EL CAPITALISMO CONTRA LA PERSONA

ANTICAPITALISMO

La historia designará sin duda al anticapitalismo como el lugar común más afortunado de los años 1930. Importa elucidar este mito y separamos de las falsificaciones. La similitud de soluciones o de críticas no debe ilusionarnos: cuando la inspiración difiere en la raíz, el punto de convergencia no puede ser más que efímero y superficial.

En una primera categoría, rechazaremos las formas reaccionarias, en sentido propio, de anticapitalismo: reacción, contra el capitalismo actual, de intereses vinculados a las formas de economía precapitalista (oposición artesanal); o de prejuicios sociales que sobreviven en las clases destronadas por el capitalismo (mística más o menos feudal de ciertos medios tradicionalistas). Se puede agregar a ello el anticapitalismo bucólico que Duhamel representa en la Academia Francesa. Vinculadas a menudo a fidelidades conmovedoras, y planteando problemas concretos delicados, estas resistencias no tienen ningún interés histórico vivo, no tienen, hablando con propiedad, lugar alguno en las condiciones del mundo moderno.

Otras formas de anticapitalismo, mucho más importantes y actuales, se reducen a pleitos de familia. No son una negación formal de la ética y de las estructuras fundamentales del capitalismo, sino la protesta de una forma declinante o abandonada del capitalismo contra la forma hoy dominante. Así, el anticapitalismo de los pequeños contra los grandes (pequeños comerciantes, pequeños industriales, pequeños rentistas); el anticapitalismo de los capitalistas timoratos (capitalismo del ahorro) contra el capitalismo de aventura (capitalismo de la especulación): el anticapitalismo de los industriales contra el capitalismo financiero. Pueden añadirse a ellos los distintos movimientos de orden moral que, actuando sobre la confusión común del Orden con el orden establecido, arrastran importantes energías espirituales hacia una acción en favor de la limpieza, a saber, de la defensa de las reglas del juego, que en sí mismas no se discuten. Estas diversas fórmulas de oposición al capitalismo más reciente denuncian unos abusos, unas excrecencias, unos factores propios internos al capitalismo, pero no ponen en discusión ni por un instante los principios de fondo que arrastran infaliblemente lo que ellas consideran como el juego normal (u honrado) del capitalismo hacia lo que miran como una aventura (o una corrupción) accidental. Su finalidad es sencillamente la salvación y la elevación del capitalismo. Su espíritu sigue siendo un espíritu capitalista. Sus correctivos, cuando los hay, no son más que arrepentimientos fragmentarios. Y la alteza de miras no está siempre del lado de los rebeldes.

Hay, finalmente, formas de oposición al capitalismo que, por las soluciones económicas propuestas, no dejan ninguna duda sobre su voluntad colectiva de modificar radicalmente la estructura económica y social del capitalismo. Pero si contemplamos su concepción de la vida, las voluntades individuales que las sostienen, o bien volveremos a hallar, como en una amplia fracción de la social-democracia, una ética burguesa, y aun pequeño burguesa, que reduce la revolución a un cambio de personas en el mundo del confort, de la riqueza y de la consideración, cuando no detiene incluso el impulso revolucionario como la decadencia de los socialismos ha demostrado; o bien, más allá de una limpieza mucho más radical de las ideas y de los mecanismos, como en el comunismo de guerra, volvemos a encontrar en una ética sobre la que decimos en otro lugar nuestro sentimiento, la perpetuación de toda una herencia de desorden capitalista: centralización intensiva, prejuicio industrialista, racionalismo cientifista, junto con cierto número de desórdenes inéditos.

Nuestra oposición al capitalismo debe distinguirse radicalmente de estas críticas truncadas o falseadas en la base.

No parte en absoluto de una nostalgia del pasado, sino de un deseo de inventar el porvenir con todas las adquisiciones auténticas del presente.

No denuncia únicamente los abusos, los fallos individuales de un régimen que se reputa justo en su conjunto, o el predominio de una categoría de intereses sobre otra categoría de intereses; más allá del buen o del mal uso individual del capitalismo, nuestra oposición se dirige contra las estructuras fundamentales que, en un sistema moralmente indiferente en su definición teórica, han sido el agente principal de opresión de la persona humana en el curso de un siglo de historia.

Por encima de las estructuras, finalmente, se dirige contra los valores sobre los que reposa el mecanismo capitalista, y se separa de cualquier forma del anticapitalismo que la volviese a llevar a él por una desviación, o que, carente del reconocimiento de los únicos valores libérados del hombre, engendrase nuevos modos de opresión.

Hay que distinguir tres elementos en el capitalismo: una técnica industrial, un orden jurídico una ética.


CAPITALISMO Y TÉCNICA

El capitalismo se ha hecho posible mediante un progreso técnico que no está más que incidentalmente vinculado a su mecanismo jurídico y a su ética. Este progreso ha sustituido la explotación directa de las riquezas naturales propias del trabajo del hombre mediante una acumulación de bienes intermedios, máquinas y créditos, que permiten, con una economía de fuerzas creciente por una eficacia productiva cada vez mayor. La constitución de este capital técnico, el desarrollo de la producción especializada y mecánica que de él resulta, son una adquisición de la técnica moderna.

Ciertas ideologías pueriles se relevan desde hace años en la condena de esta técnica. Tienen la deplorable costumbre de hacerlo en nombre del hombre y de su vocación espiritual. Ideologías de pereza y de refugio: aquí damos un lugar menos honorable al arcadismo de Duhamel que a las empresas, más ingenuas que peligrosas, a favor de la generalización del artesanado. Singulares humanistas, que creen al hombre comprometido porque sus instrumentos se complican, y que no dan al homo sapiens, o mejor a la persona, el crédito global de poder asimilar Y dominar las más sutiles invenciones del homo faber.

El personalismo no puede experimentar más que irrisión hacia las ideologías progresistas: el hombre no está automáticamente purificado por el progreso de la civilización material, sino que se sirve de él según su doble naturaleza, y según las condiciones sociales que tolera, para el bien y para el mal. Pero el personalismo tampoco tiene ninguna complacencia con las ideologías antiprogresistas. La técnica es el lugar mismo del progreso indefinido; e indebidamente se ha entendido la noción de progreso ilimitado fuera de su campo. Su dominio es muchísimo más amplio y sus fórmulas mucho más variadas que la explotación de las fuerzas materiales por las ciencias fisicomatemáticas: tiene un lugar hasta en la vida espiritual. En cualquier sitio donde se desarrolla, le incumbe este papel capital de organizar en el esfuerzo humano una economía de fuerzas o de circulación y un aumento de eficacia. A condición de seguir estando al servicio de la persona, ella la libera constantemente, en la base de su actividad, de la complicación, del azar, del despilfarro, del espacio y del tiempo. La técnica procura al hombre, colectivamente, los mismos servicios que individualmente le procura la costumbre. Es, por tanto, para el hombre, si la domina, una poderosa posibilidad de liberación.

Lo que es preciso reprochar a la civilización técnica, por tanto, no es el ser inhumana en sí, sino el hecho de no estar aún humanizada y de servir a un régimen inhumano.

Pero cabe preguntarse: ¿no es ella la abstracción misma y, por tanto, la negación misma de la persona? Más arriba hemos denunciado la peligrosa idolatría que confunde lo concreto» con lo sensible: el esfuerzo mediante el cual el aviador intenta prescindir, para guiar su ruta, de la visión directa del país sobre el que vuela, ¿es una disminución de su humanidad? ¿Es tan distinto del esfuerzo mediante el cual el filósofo intenta precisar las percepciones confusas que recibe de los sentidos? No es su abstracción lo que hay que reprochar a la técnica moderna, es el no haber desarrollado la abstracción más que bajo su forma físicomatemática, que conduce directamente a la supremacía de los valores contables (y por tanto del dinero) y a la de un racionalismo mezquino. Algunos presienten ya (1) un enorme e imprevisible desarrollo de la técnica en el momento en que explore el campo de las relaciones biológicas. Nada impide el impulsarla también desde ahora al estudio de las relaciones propiamente espirituales, sociales y sobre todo, personales, que la humanizaría más directamente aún. Dejando cada vez detrás de sí alguna forma nueva de racionalismo como residuo de su conquista, está llamada a un destino mucho más amplio que la fabricación de los tan famosos cuartos de baño en los cuales muchos de los movimientos llamados avanzados cifran aún el punto final de la marcha hacia adelante de la humanidad. Lejos de limitar arbitrariamente el progreso técnico, nosotros le damos un campo ilimitado al servicio de la persona. A nosotros nos corresponde más bien reprochar al marxismo el enteco racionalismo fisicomatemático al que sus más recientes intérpretes parecen aferrarse. Por nuestra parte, nada tememos de una ocupación por la técnica de todo el campo que le corresponde. La libertad no tiene nada que perder de una técnica de la libertad; la creación, de una técnica de la creación. Lo espiritual no puede menos que desacreditarse al permanecer representado en materias técnicas por la ignorancia, la pasión y la confusión de ideas: a medida que la técnica vuelve por sus fueros, los verdaderos problemas, que trascienden de ella, aparecen en su verdadera luz. Y pese a que no tenga competencia respecto a ellos, la técnica se les presenta como libertadora.

Los pretendidos males de la civilización técnica proceden, en segundo lugar, de la organización económica y social a la que la técnica moderna ha tenido que servir desde sus primeros progresos. Está hoy día demostrado que el trabajo mecánico no es tan uniforme e impersonal como se dice, ya que la máquina lo reabsorbe en cuanto ya no implica iniciativa humana; y que la máquina no es automáticamente productora de paro y destructora de calidad. El romanticismo fácil que proclama la eminente dignidad del objeto único y la fealdad o la mala realización inevitables del objeto en serie ha tenido que doblegarse ante los hechos. Es cierto, por el contrario (y el marxismo en esto ha tenido una visión mucho más precisa), que el capitalismo ha desviado constantemente en provecho propio los resultados más claros del progreso técnico. La fabricación en serie ha sido un pretexto para fabricar más aprisa y a menor costo; la racionalización, para aumentar su margen de beneficio: ha menospreciado la importancia del paro tecnológico, que hubiera podido paliar reduciendo la jornada de trabajo; ha estimado despreciable la psicología del obrero, que veía el producto de su trabajo, a veces de su invención, absorbido por el capital irresponsable; ha juzgado indeseable la colaboración del trabajo, que debería estar asociado tanto más íntimamente a la inteligencia global de la obra de producción cuanto más especializado. La mayor parte de las críticas que de ordinario se formulan a la técnica sería preciso dirigirlas hacia una organización del trabajo viciada por el capitalismo. Este sistema reposa sobre un desprecio, consciente o implícito, del ejecutante. Conocida es la frase de Taylor: No se os pide que penséis, para eso hay aquí otros que están pagados para ello. La técnica ha sido puesta al servicio de un orden mecánico de clase donde la persona obrera ha sido considerada como un simple instrumento de la eficacia y de la producción. La técnica también es esclava: no la hagamos responsable de su servidumbre.

Donde sería verdaderamente necesario hacer la crítica del tecnicismo, el marxismo se halla una vez más desbordado. El pensamiento técnico, y sobre todo sus aplicaciones, han hecho desde hace un siglo unos progresos tan rápidos y unas conquistas tan sorprendentes que el hombre contemporáneo no podía dejar de ceder ante su prestigio hasta el punto de distraerse con ello de todas las demás posibilidades de su naturaleza. Se ha acostumbrado a restringir lo real al objeto sensible; el valor, a la utilidad; la inteligencia, a la fabricación; la acción, a la táctica. Ah sin duda, desde el punto de vista del hombre, está el peligro de cierta hipertrofia del tecnicismo: es la tarea de la visión capitalista del mundo. La volvemos a encontrar en los marxistas, que alegremente asimilan, para disminuir su influencia, lo biológico con lo espiritual (2); es decir, todo lo que en el hombre escapa a la matemática y a la industria. Pero este tecnicismo que ellos idolatran no es más que la expansión juvenil (y en el sentido propio de la palabra primaria), fuera de su campo propio, de un modo, aún nuevo, de pensar y de actuar. No durará más que el tiempo del asombro. No es mediante un método polémico burlándose del espritu técnico, como se limitarán sus desbordamientos, sino dando testimonio de todo lo que queda del hombre ante estos bárbaros sin inquietud engendrados por la más reciente civilización.

La persona no debe, pues, buscar su fundamento económico hacia atrás de la civilización técnica, sino delante de ella. Ensanchar y diversificar la técnica hasta la amplitud del hombre; liberarla de la organización económica y social del capitalismo; velar, por último, para que ella no absorba o no deforme la vida personal, tal es el único camino razonable, al margen de las utopías reaccionarias y de las utopías tecnocráticas. No tenemos ninguna idea, menos aún imagen alguna de las posibilidades del mañana; la técnica está aún en su infancia. De lo que estamos seguros es de que la persona no es un jardín cerrado en el que el civilizado se refugia de la civilización, sino el principio espiritual que debe animar reinventándola a su nivel, a toda civilización.

A los técnicos que tengan nuestra preocupación espiritual les corresponde trazar los caminos de esta técnica nueva. Se pueden prever desde hoy dos direcciones que deberá tomar la ampliación de la estructura de la que hablamos más arriba, la asimilación de las estructuras orgánicas y de las estructuras espirituales; el cambio de agujas del maquinismo y de la organización en sentido contrario al impulso que conduce aún a la centralización, al gigantismo industrial, a la ciudad tentacular.


LA SUBVERSIÓN CAPITALISTA

En el plano de la técnica todavía no hemos visto al capitalismo intervenir más que de sesgo. Será necesario sacar a la luz ahora su fuerza central. En efecto, no le reprochamos únicamente algunos defectos técnicos, algunos desfallecimientos morales, sino una subversión total del orden económico.

Una economía orientada en sus fines hacia la persona humana atribuiría en su fundamento a las necesidades económicas el lugar que les corresponde en el conjunto de las necesidades de la persona, y regularía constantemente su mecanismo, tanto en su funcionamiento como en su orientación, en torno a referencia a la persona y a sus exigencias. La economía capitalista tiende a organizarse completamente fuera de la persona, con un fin cuantitativo, impersonal y exclusivo: la ganancia.


LA GANANCIA CAPITALISTA: LA GANGA Y LA FECUNDIDAD DEL DINERO

La ganancia capitalista no se regula sobre la re tribución normal del servicio prestado o del trabajo aportado: en ese caso seguiría siendo un motor legítimo de la economía. Tiende por naturaleza a aproximarse a la ganga o ganancia sin trabajo. Tal ganancia no conoce ni medida ni límite humano: cuando se fija a sí misma una regla, se refiere a los valores burgueses: confort, consideración social, representación, y continúa indiferente tanto al bien propio de la economía como al de las personas que ésta pone en movimiento.

El primado de la ganancia ha nacido el día en que del dinero, simple signo de cambio, el capitalismo ha hecho una riqueza que puede encerrar fecundidad en el tiempo del cambio, una mercancía susceptible de compra y de venta. Esta fecundidad monstruosa del dinero, que constituye lo que el viejo idibma llama usura o ganga (3), es la fuente de lo que llamamos propiamente ganancia capitalista (4). Adquirida ésta (en la medida en que es capitalista) con el mínimo de trabajo aportado, de servicio real o de transformación de materia, no puede ser obtenida más que de la acción propia del dinero o del fruto del trabajo de otro. La ganancia capitalista vive de un doble parasitismo, el uno contra la naturaleza, sobre el dinero; el otro contra el hombre sobre el trabajo. Ha multiplicado y utilizado sus formas; aquí no evocaremos más que las principales:

La acción del dinero, aislado de su función económica, ha nacido con la usura en la moneda: usura en la acuñación, el día en que los Príncipes han comenzado a rebajar la ley de metal precioso; formas modernas de inflación en la emisión y en la circulación. Se ha ampliado bajo todas las formas del préstamo con intereses fijo y perpetuo, que permite a un prestamista, sin realizar el menor trabajo, doblar al cabo de cierto número de años el capital prestado. A ello es preciso añadir la renta, que consagra la legalidad del interés, grava el capital social con una carga enorme e improductiva y procede a una desviación legal y regular de la riqueza pública desde que los Estados han asentado su sistema financiero sobre la sucesión de empréstitos irreembolsables y de conversiones ruinosas. La finanza moderna ha desarrollado finalmente todas las formas de usura en la banca: inflación de crédito, lanzamiento de empresas inexistentes; y de usura en la bolsa: especulación sobre la moneda y sobre las mercancías, rigurosamente ajenas en su mayor parte a la realidad económica.

Sobre el trabajo social, el capitalismo ejerce varias formas de usura:

- la detracción que realiza el capital sobre el salariado por insuficiencia de los salarios, detracción que se multiplica por diez en períodos de prosperidad (prosperidad y racionalización actuando en provecho exclusivo del capital) y que es salvaguardada en período de crisis por la deflación de los salarios;

- en el seno del capital, la detracción de ganancia y de poder del gran capital sobre el pequeño capital que ahorra en las sociedades de capitales. Huelga, por sabido, denunciar la pseudo-democracia de las sociedades anónimas, la situación todopoderosa que puede adquirir en ellas una minoría de accionistas, mediante las acciones de fundador, mediante el voto plural, mediante la indiferencia cómplice de la masa de pequeños accionistas que consienten a las bancas el monopolio de sus poderes, que estas bancas disponen en beneficio de sus propios intereses financieros; y asimismo los variados medios de que disponen los consejos de administración para desnatar la ganancia mediante los tantos por cientos, las participaciones industriales, el trucaje de los balances;

- añadamos, finalmente, la usura en el comercio en cualquier fase en que la multiplicidad de los intermediarios grava el precio entre el productor y el consumidor.


EL CAPITAL, CONTRA EL TRABAJO Y LA RESPONSABILIDAD

La ganancia, así descargada de cualquier servidumbre y liberada de toda mesura, se ha convertido en una simple variante matemática. No sigue ya el ritmo del trabajo humano, sino que se acumula y se hunde a una escala fantástica, fuera de las coordenadas económicas reales. Es completamente ajena a las funciones económicas de la persona: trabajo y responsabilidad social.

Esta separación entre el capital y el trabajo y la responsabilidad, progresivamente consagrada por el capitalismo, es la segunda tara característica del régimen. Es ingenuo o hipócrita definir al capitalismo como un orden entre el capital y el trabajo. Aunque incluso los colocase en un pie de igualdad, esa ecuación entre el dinero y el trabajo de los hombres bastaría para caracterizar el materialismo que le inspira. Pero, de hecho, en el conjunto del sistema, es el capital quien tiene sobre el trabajo primacía de remuneración y primacía de poder.

Conocido es el principio de la remuneración capitalista: el capital participa en los riesgos y, por tanto, en los beneficios. El trabajo está a salvo de los riesgos mediante una retribución fija: el salario. ¿Qué sucede en realidad? Acabamos de nombrar las detracciones con diversos nombres que van a los tenedores de fondos, accionistas y, sobre todo, administradores, en las sociedades anónimas de capitales. A ellas se atiende, en primer lugar, en cualquier circunstancia, bajo formas directas o indirectas, sin que la atribución, por lo demás, esté subordinada al pago previo de un salario humano. Más aún; mientras el contrato de crédito descansa en la participación en los riesgos normales de la empresa, el accionista se ve, cada vez en mayor medida, retribuido con un interés fijo estatutario: en cualquier eventualidad el dinero es el primer servido. ¿Cómo atreverse, por último, a hablar todavía de riesgo, cuando las empresas capitalistas en dificultades mediante el recurso al Estado, se han habituado a una regla que se ha formulado felizmente como individualización de las ganancias, colectivización de las pérdidas? El salario, por su parte, privado de todo lo que el capital ha detraído del beneficio social (las estadísticas lo demuestran), es lento en progresar cuando los negocios van bien, y siempre se ve afectado en caso de crisis, frecuentemente en primer lugar. Sobre todo, el salario no asegura a su titular ese ingreso perpetuo y cierto que se quiere expresar, ya que mientras el interés es obligatorio e intangible, él siempre está amenazado por el paro en su misma existencia.

El dinero, en tal sistema, es la llave de los puestos de dirección y de autoridad. La prepotencia del patrono individual sobre el obrero aislado de los comienzos del capitalismo parece incluso humana en el enorme potencial de opresión y con el monopolio de iniciativa que es acumulado por las concentraciones financieras, mucho más rápidamente que la concentración industrial en manos de una oligarquía. Este poder minoritario ocupa los puntos vitales y las encrucijadas y hace siervos suyos a los gobiernos y a la opinión. El proletariado no es para él más que una materia prima que hay que comprar al mejor precio, la fuente de un despilfarro que hay que reducir al mínimo. Está dentro de sus reglas expropiarle, no solamente el producto legítimo de su trabajo, sino el dominio mismo de su actividad. Jamás se le ha ocurrido pensar que pueda haber en todo este proceso una persona obrera, una dignidad obrera, un derecho obrero; las masas, el mercado del trabajo, le ocultan al obrero. Le niega en la fábrica el derecho a pensar y a colaborar y no acepta más que por la fuerza el reconocerle una voluntad común en el sindicato. Al negarle el acceso a los puestos en los que se educa la autoridad, y a las condiciones de vida que permiten a la persona formarse, el propio capitalismo ha condenado al proletariado a aglutinarse en una masa de choque y de resistencia pasiva, a endurecerse con una voluntad de clase. Constituido en tiranra, engendra por sus propios métodos al tiranicida que vendrá un día a reivindicar frente a él la herencia del orden.


EL CAPITAL CONTRA EL CONSUMIDOR

Si los apologistas del capitalismo no han tenido en cuenta las necesidades humanas del trabajador, al menos han pretendido poner su sistema al servicio del consumidor. Ford, principalmente, ha intentado subordinar la mística de la ganancia a una mística del servicio. Su teoría es conocida: la producción impulsada en cantidad y en calidad, conducida por la racionalización, a las condiciones más económicas, crea la necesidad; los salarios elevados crean el poder de compra. Y la rueda gira. ¿Servicio del consumidor? ¿Qué consumidor? ¿El hombre real, tomado en la generalidad de sus exigencias? En absoluto: es el cliente, fuente de ventas y por tanto de ganancia. No es, pese a las apariencias, el consumo humano lo que le interesa al capitalista productor, sino la operación comercial de la venta. El consumidor queda también reducido a una coordenada de la curva-ganancia, a una posibilidad indefinida de actos de compra. El servicio de Ford es el servicio que hace el ganadero al ganado con el que se enriquece. Aunque el circuito fordista conociese una circulación sin fallos, no sería en él la producción la que giraría en torno al hombre, sino el hombre alrededor de la producción y ésta en torno a la ganancia. La experiencia ha dado el último golpe al optimismo del sistema. Las operaciones del capitalismo financiero arruinan al ahorro de día en día. El circuito producción-consumo se atasca por sus propios mecanismos; el poder de compra se queda retrasado respecto a la producción; la ganancia a su vez disminuye, se roen las reservas o se mantienen únicamente mediante la especulación; la circulación se ve frenada en todos sitios bajo el efecto de los desarreglos monetarios y de las nacionalizaciones económicas. Entonces, el capitalista habla de superproducción: que pueda pronunciar esta palabra cuando se queman sus mercancías ante treinta millones de parados, es una prueba bastante de que él otorga al sistema toda la atención que correspondería al hombre.


EL CAPITALISMO CONTRA LA LIBERTAD

Nos queda por denunciar la mixtificación que encubre la mística central del capitalismo: la de la libertad en la competencia y de la selección de los mejores mediante la iniciativa individual. La mixtificación es tanto más grave cuanto que se trata de una mística de fórmula personalista dotada de una gran fuerza de seducción. No es, como pretende el liberalismo económico para su defensa, una intrusión exterior de medidas antiliberales lo que ha desviado la competencia de los comienzos a un régimen de concentración y de monopolios privados. Es la pendiente misma del sistema. El capital, siguiendo las leyes de su estructura, que es matemática y no orgánica, anónima y no cualificada, tiende infaliblemente a la acumulación de masa, como consecuencia de la concentración de poderío. El mecanismo financiero racionalizado, al apoderarse del dominio de una economía primitivamente organizada, tenía que acelerar su despersonalización. El capitalismo ha actuado así contra la libertad de los capitalistas mismos; cualquier actividad libre queda progresivamente reservada a los dueños todopoderosos de ciertos centros neurálgicos. Han orientado el maquinismo hacia la centralización, a la que, de esta forma, han consolidado técnicamente. Si un golpe de varita mágica suprimiese hoy ententes industriales, trusts, subvenciones, cupos, etc., conservando las bases del sistema, la misma pendiente conduciría pronto a iguales resultados.


EL CAPITALISMO CONTRA LA PROPIEDAD PERSONAL

Si llamamos propiedad al modo general de comportamiento económico de un mundo de personas, vemos en resumen que el mecanismo capitalista:

desposee al trabajador asalariado de la ganancia legítima, de la propiedad legal y del dominio personal de su trabajo;

desposee al empresario libre de su iniciativa en beneficio de los trusts centralizados;

desposee al director técnico del dominio de su empresa bajo la amenaza permanente de las decisiones de la especulación y de las ententes financieras;

desposee al consumidor de su poder de compra, apoderándose regularmente del ahorro mediante especulaciones catastróficas.

Todo ello en beneficio del dinero anónimo e irresponsable.

Tales son la doctrina oficial y las realidades de los defensores de la propiedad privada y de sus valores humanos. De hecho, sólo mantienen su apariencia de la misma forma que mantienen la ilusión de la soberanía popular: para mejor disfrazar el monopolio oculto de la propiedad, de la libertad, del poder económico y del poder político.


B. PRINCIPIOS DE UNA ECONOMIA AL SERVICIO DE LA PERSONA (5)

La economía capitalista es una economía completamente subvertida, donde la persona está sometida al consumo y éste a la producción, que, a su vez, está al servicio de la ganancia especulativa. Una economía personalista regula, por el contrario, la ganancia a tenor del servicio prestado en la producción, la producción sobre el consumo y el consumo con arreglo a una ética de las necesidades humanas, replanteada en la perspectiva total de la persona. Mediante intermediarios, la persona es la piedra clave del mecanismo, y ella debe hacer sentir este primado en toda la organización económica.

La economía contempla desde dos lados la actividad de la persona, como productora y como consumidora. Algunas corrientes personalistas han intentado reducirla a uno u otro de estos dos papeles. El consumidor lo es todo -dice Charles Gide-, y su continuación, el cooperativismo. Para él está hecha la sociedad. Error, porque el hombre está hecho más para crear que para consumir. Pero es un error simétrico el reservar el derecho de ciudadanía económica al productor, tal como pretende la tradición sindicalista: en este caso, estamos abocados a aventurarnos en el productivismo y el industrialismo. No podemos tampoco entre estos dos polos aceptar el fetichismo de la circulación: la circulación es un instrumento, y no un valor en sí; al menos es oportuno recordar a una economía esclerotizada por la tesaurización la vieja fórmula medieval: el dinero está hecho para ser gastado.

Buscaremos, por tanto, las exigencias modernas de una economía al servicio de la persona integral, sucesivamente en el consumo y en la producción.


EL CONSUMO Y LA PERSONA

El liberalismo pretende estar fundado en la satisfacción de necesidades. De hecho, deja generalmente su estimación al azar, y se rige mucho menos sobre las necesidades reales que sobre la expresión monetaria, que las falsea, sin preguntarse en absoluto cuál es el volumen ocupado por las necesidades económicas en la generalidad de las necesidades humanas. Una economía personalista, por el contrario:

1° Parte de una ética de las necesidades. Siendo la persona un ser encarnado, la mayoría de sus necesidades tienen una incidencia económica. Su estructura nos conduce a hacer dos partes en ellas, o más bien a distinguir dos polarizaciones que pueden a veces entrecruzarse en una misma necesidad.

Las necesidades más elementales son las necesidades del consumo o de gozo. Comprenden, a su vez, dos zonas.

La zona de la necesidad vital estricta, es decir del mínimo indispensable para mantener la vida física del individuo es poco comprimible y poco extensible. Marca el umbral por debajo del cual ningún hombre debería caer. Es un derecho primario de la persona: cuando el mecanismo económico y social se ha desarrollado de forma que la compromete, tiene el deber de procurarle una seguridad que los medios individuales no pueden ya garantizarle. Le es tanto más fácil asegurar sin violencia este servicio, en cuanto que la casi fijeza de estas necesidades las somete al cálculo estadístico. El primer derecho de la persona económica es, por tanto, un derecho al mínimo vital. Exige la institución de un servicio público destinado a satisfacerle. Este servicio, el más fácil de calcular y, por tanto, el más fácil de centralizar, será el organismo más riguroso de la economía nueva, dada además la urgencia de las necesidades a que se refiere. Sin embargo, se le deberá garantizar una total libertad e independencia política, sobre todo respecto al poder político, que tendría en él un medio temible de coerción. Será el medio de abolir uno de los dos aspectos esenciales de la condición proletaria: la relegación a un estado permanente y hereditario de inseguridad vital.

La segunda zona de los bienes de consumo es la que puede llamarse en sentido amplio de lo superfluo, en cuanto estas necesidades no se requieren esencialmente para la conservación de la vida física. No constituyen una zona de naturaleza definible de una vez para siempre. Su orientación es más fácil de determinar que su volumen. Estas necesidades pueden desarrollarse en dos direcciones:

O bien según los caprichos variables e insaciables de la individualidad: en este caso, crean esas mitologías de la abundancia donde la economía futura toma el aspecto de Jardín de las Delicias y la revolución, de alboroto. No, vale la pena insistir sobre la puerilidad lamentable de estas utopías. Pero no iremos a caer tampoco, como reacción, en las utopías regresivas y un poco pobres del malthusianismo económico. De igual forma que ni al arte ni a la política se les puede imponer una moral desde el exterior, tampoco puede imponerse una regla moral a la economía. Desde el plano de la ética individual, pensamos que una cierta pobreza es el estatuto económico ideal de la persona: por pobreza no entendemos un ascetismo indiscreto, o cierta avaricia vergonzosa, sino una desconfianza en el lastre de las ataduras un gusto por la simplicidad, un estado de disponibilidad y de ligereza que no excluye ni la magnificencia, ni la generosidad, ni incluso un importante movimiento de riqueza, si es un movimiento atrincherado contra la avaricia. La extensión de tal ética pertenece a la acción individual y únicamente a ella. La invención, desde la invención técnica hasta la moda, tiene sus propias fatalidades de adaptación. Sería ridículo fijarle unos límites en nombre de una concepción rígida del estatuto de vida. La economía humana es una economía inventiva; por tanto, una economía progresiva. Una vez reabsorbido el sector especulativo y garantizado el sector vital, la economía humana no puede comprometer sus propios poderes de creación mediante una voluntad deliberada; a cada persona le corresponde regular su estilo de vida a medida que se le proponen seducciones más variadas, y quizá de inventar, en la abundancia y por la abundancia, nuevas formas de desprendimiento. Sería curioso que lo espiritual fuese indigente hasta el punto de no saber asegurar su predominio más que limitando de antemano la fecundidad de la materia. Mediante un esfuerzo de invención propia, y no por una contingencia de la aventura, es como disipará las amenazas de la abundancia. La saciedad hará todo lo demás.

Al lado de las necesidades del consumo, las necesidades de creación son propiamente, y sin mezcla alguna, personales. No deben conocer otros límites, económicamente hablando, que las capacidades individuales y las posibilidades de la riqueza pública. En un régimen de abundancia ilimitada, la fórmula a cada uno según sus necesidades debería englobarlas. Una economía humana, en cualquier supuesto, en lugar de satisfacer lo que es necesario a la condición según los códigos convencionales de la clase social, debería, en primer lugar, sostener esa condición primaria del hombre que es su condición de persona creadora. Se ha dicho que la necesidad de Cristóbal Colón era América: su pasión creadora por la América desconocida le creaba una forma de derecho personal sobre los medios de satisfacerla. Si para la economía es una necesidad medir la ganancia por el trabajo prestado, al menos mientras vivamos en un régimen de escasez de bienes, una economía personalista, en cambio debe tener en cuenta en sus perspectivas de reparto a la necesidad creadora, que es un elemento radical de la persona y principalmente de la vocación que algunos tienen de realizar una parte de la aventura humana en el plano económico.

2° La economía personalista regulará su producción mediante una estimación de las necesidades reales de las personas consumidoras. No dependerá, por tanto, de su expresión en la demanda comercial, falseada por la escasez de los signos monetarios o por la limitación del poder de compra, sino de las necesidades vitales estadísticamente calculadas y de las necesidades personales expresadas directamente por los consumidores.

3° El consumo es una actividad personal; debe continuar libre, si no siempre en su volumen, que depende de la riqueza general, al menos en su atribución. Por ello, en una economía personalista, el consumo no es objeto de un plan autoritariamente impuesto por los organismos centrales. Sigue siendo libre, por el contrario, de elegir entre los bienes y las categorías de bienes, de influir incluso en los precios (salvo, quizá, en los precios de los productos vitales) y de imponer sus deseos. Los organismos coordinadores de la economía centralizarán las estadísticas locales y combatirán el monopolio publicitario sin perjuicio de la iniciativa comercial no especulativa: una publicidad automáticamente igual para todos los productos se convertirá en servicio público, y no se hará uso de la manipulación monetaria de los precios más que como recurso último del equilibrio económico entre la oferta y la demanda: un seguro de solidaridad entre las empresas de la misma producción puede neutralizar en sus perjudiciales consecuencias los bruscos movimientos del capricho público.

Esta libertad en el consumo, es decir, en la afectación de la ganancia, es la primera forma del derecho de propiedad personal: hoy no está aún más que teóricamente proclamado y gran número de personas no le ejercitan de modo efectivo. No hay más que dos límites: uno interior, perteneciente a la conciencia personal: es la ley ya natural (y para algunos más propiamente cristiana) que hace uso de los bienes virtualmente comunes y ordena a cada uno el asegurar libremente esta comunidad persiguiendo con ahínco la avaricia congénita en la propiedad; el otro, exterior, perteneciente a la organización colectiva, que regula el consumo a tenor de la coyuntura económica lo mejor posible para el bien de todos.


LA PRODUCCIÓN Y LA PERSONA

Puede decirse en breves rasgos de la vieja concepción liberal de la producción que es una concepción idealista, que sacrifica la realidad a una afirmación ideal no sostenida por los hechos; y de la concepción colectivista pura, que es una concepción racionalista, que sacrifica la realidad a un mecanismo lógico que se desarrolla en un sistema cerrado, al margen de la condición humana. Ellas tienen su punto de contacto en el hecho de que ambas desprecian el tomar como clave el único ideal y la única razón aceptables para el hombre: la persona. Una concepción personalista de la producción se caractetizará por la prepotencia que dé a los factores personales sobre los factores impersonales. Resultan de ello varias inversiones de jerarquías que producirán sus consecuencias en todo el aparato económico.


1. Primacía del trabajo sobre el capital.

Esta primacía descansa en dos postulados:

El capital (entendamos el capital del dinero) no es un bien productivo susceptible de fecundidad automática, sino solamente una materia de cambio y un instrumento cómodo, pero estéril, de la producción. La economía personalista suprime la fecundidad del dinero bajo todas sus formas. Rechaza el interés fijo y perpetuo de los préstamos y de la renta. Elimina toda forma de especulación y reduce las bolsas de valores o de mercancías a un papel regulador. Reglamenta colectivamente el crédito, privando de su disposición a los bancos y a las sociedades de crédito parasitarias.

El capital-dinero, como tal, no tiene ningún derecho directo sobre el producto del trabajo en el que colabora. Aquí es necesario hacer una distinción entre el capital de complemento, cuyo detentador es extraño a la empresa, y el capital personal, que participa en la vida de la empresa mediante el trabajo de su poseedor y a su propio riesgo. En la remuneración de este último no se trata de un capital que recibe un dividendo, sino de un título de copropiedad que participa en los beneficios de igual forma que participa en los riesgos: la ganancia sigue siendo personal, como el compromiso. Muy distinto es el capital exterior e irresponsable, producto de un ahorro anterior, y procedente del tenedor de fondos ajeno a la empresa. Este, cuando no pueda ser evitado, no tendrá ningún derecho sobre la gestión o sobre las ganancias de la empresa; darle un interés fijo transformando su título de acción en título de obligación es contrario a nuestro primer principio. No le queda otro derecho que a una débil indemnización por la inmovilidad.

No se trata, como puede verse, de suprimir el capital, sino de restablecer una relación de valor esencial: el capital no es más que material económico. Y un material ni gobierna ni prolifera. El trabajo es el único agente propiamente personal y fecundo de la actividad económica; el dinero no puede ser ganado más que en vinculación personal con un trabajo; la responsabilidad no puede ser asumida más que por un trabajador.

¿Nos lanzamos con ello en la ideología obrerista? No (6). El trabajo no es el valor primero del hombre, ya que no es toda su actividad ni su actividad esencial: la vida de la inteligencia y la vida del amor le superan en dignidad espiritual. Aunque se pueda y se deba eliminar muy notablemente en él el elemento de fatiga mediante el progreso técnico y la liberación de los trabajadores, la fatiga continúa siendo esencial en él, porque siempre es más o menos forzado, penoso y monótono; no puede, pues, constituir un gozo sin mezcla ni constituir la beatitud suprema del hombre. El trabajo posee, sin embargo, su dignidad y su alegría. No le vienen ni del rendimiento, ni del sudor, ni de la riqueza que produce; sino, ante todo, de que es en sí un ejercicio natural de la actividad y no una esclavitud vejatoria (7); todo trabajo, incluso el más ingrato, es además un notable instrumento de disciplina; arranca el individuo a sí mismo y desarrolla la camaradería en la obra y la comunión en el servicio prestado, que preparan a unas comunidades más profundas; en la medida en que es creador, se enriquece con un gozo más alto, que puede expansionarse en canto, o en teatro; recibe, finalmente, una última luz de las vidas que mantiene y del reposo por la obra realizada, que refluye del ocio al instrumento del ocio.

Pero para que el trabajo desarrolle de ese modo sus riquezas humanas sin reivindicar por resentimiento la totalidad del hombre y de la sociedad, es indispensable que se le presten unas condiciones humanas, que no sufracomo hoy el aplastamiento y la humillación por el poder materialista del dinero y de las castas creadas por el dinero; que no sea tratado por el capital como una mercancía sometida a la bolsa de la oferta y la demanda, eliminado de los puestos de autoridad y frustrado en los frutos de su actividad.

El obrerismo establece una primacía del trabajo (o del productor) sobre el hombre total y sobre todas sus actividades sociales. El personalismo afirma el primado del trabajo sobre el capital, en su dominio propio, que es el dominio económico. Este primado se condensa en tres leyes:

1° El trabajo es una obligación universal. Quien no trabaje, y pueda hacerlo, que no coma. Salvo vocaciones especiales a determinar, sólo quedan excluidos de esta ley los físicamente incapaces en todas las categorías.

2° El trabajo no es una mercancía, sino una actividad personal.

3° El derecho al trabajo es un derecho inalienable de la persona. La propiedad más elemental debe ser la propiedad del oficio. La sociedad tiene obligación de asegurarla a todo el mundo y en cualquier coyuntura.

4° En todas las facetas de la vida económica: ganancia, responsabilidad, autoridad, el trabajo tiene una prioridad inalienable sobre el capital.


2. Primacía de la responsabilidad personal sobre el mecanismo anónimo.

Este segundo postulado no es más que un corolario del carácter personal del trabajo humano. Reivindica, no contra la ganancia usuraria del capital o público, sino contra el acaparamiento de los puestos de autoridad y de iniciativa por parte de un capital anónimo, irresponsable y omnipotente. A este régimen subversivo oponemos los principios siguientes:

1° El anonimato debe desaparecer del conjunto de la economía. El capital de complemento, extraño a la empresa verá sus títulos al portador transformados en títulos nominativos o de endoso. La lista de los tenedores de fondos y los presupuestos de cualquier empresa se harán públicos. Las sociedades anónimas, llamadas por antífrasis sociedades de capitales, serán suprimidas.

2° El capital, aunque esté nominalmente bloqueado en la empresa, no tiene sobre la gestión de ésta más que un poder de control sin voto deliberante, a través de sus representantes designados. No tiene derecho a parcela alguna de la autoridad o de la gestión. Autoridad y gestión pertenecen exclusivamente al trabajo responsable y organizado. Esta exigencia tira por tierra los dos pilares del desorden capitalista: el gobierno de los bancos y el de los consejos de administración, el salariado capitalista.

Sobre el primer punto, es inútil insistir. En un régimen personalista, el crédito anónimo, difuso entre unos accionistas incompetentes e irresponsables y unos bancos especuladores, es reemplazado por el crédito personal de los trabajadores y por el crédito corporativo, que no tienen sobre la empresa más que el derecho antes asignado al capital.

Al condenar el salariado capitalista, no proclamamos como inmoral el principio de la remuneración fija y garantizada contra cualquier riesgo de un trabajo prestado, pero

a) denunciamos la mentira de un régimen de hecho que no responde a la definición teórica del salario capitalista: muy a menudo inferior al mínimo personal que pueden reivindicar sobre la ganancia social los principales artífices de esta ganancia, a veces es incluso inferior al mínimo vital; y no está garantizando al trabajador como un seguro contra todo riesgo, ya que desaparece con el paro;

b) pero ante todo denunciamos un régimen en que el salario del trabajo es una concesión del capital al trabajo. El capital no sólo está desprovisto de todo derecho a sustraer con anterioridad al trabajo su parte de ganancia. sino que carece de autoridad alguna para definir y distribuir la remuneración del trabajo. Es inevitable que los trabajadores tengan conciencia de ello, que sean humillados por esta limosna que cae de un poder arbitrario y puramente material y no se tomen ningún interés en unas empresas dirigidas por manos extrañas a las que las hacen marchar, en las que cualquier esfuerzo suplementario irá a engrosar la ganancia y el poder de los dueños ilegítimos del trabajo.

El salariado capitalista es el primer y principal responsable de la lucha de clases. Consagra un dominio del dinero sobre el trabajo, dominio que es la fuente primaria del resentimiento obrero y de la solidaridad de clase de los trabajadores. El personalismo no puede ser partidario de la lucha de clases. Pero la lucha de clases es un hecho que la moral puede reprobar, pero que no eliminará más que atacando sus causas. Si la clase representa la sustitución de una comunidad social viva por una masa despersonalizada y mantenida en tensión por un resentimiento, es la clase capitalista, en el sentido estricto de la palabra, la que primeramente se ha constituido en solidaridad opresiva y ha constituido frente a ella al proletariado revolucionario. Los agitadores, los políticos, quizá hayan fomentado o aprovechado esta situación, pero no la han creado. Es, pues, una ilusión, extendida desgraciadamente entre las personas mejor intencionadas, creer que la colaboración entre las clases es posible en este estado contra naturaleza. Lo que es posible, y deesable, es la colaboración de intereses, incluso divergentes, en una sociedad económica constituida humanamente. Pero es preciso, ante todo, una sociedad, y no hay sociedad posible entre personas, individuales o colectivas, y una fuerza anónima de opresión como el capital, aunque esté representado por hombres, a quienes desborda. Un único interés continúa siendo común a capitalistas y trabajadores: que la empresa se mantenga. Esto puede unirles en tiempo de crisis, pero de una forma provisional e inorgánica.

Reclamar para el trabajo todos los puestos de autoridad y de iniciativa y proclamar al mismo tiempo la obligación que todos tienen al trabajo es la única manera de hacer que colaboren no ya las clases, sino los intereses vivos y creados, personales y colectivos, de los hombres y de las comunidades orgánicas.

Una palabra viene entonces a la mente: la democracia económica. Pero es preciso entenderse sobre ella. ¿Se trata de transportar a la economía todas las taras de la democracia parlamentaria: irresponsabilidad, falso igualitarismo, reino de la opinión incompetente y de las bellas palabras? ¡Cien veces no! Si se trata de restaurar la economía al modo de una democracia orgánica tal como definiremos más abajo la democracia política, hacemos nuestro el término. ¿Qué incluimos en él?

Continuemos refiriéndonos a la definición que más adelante daremos de la democracia. Esta no es el reino del número desorganizado y la negación de la autoridad, sino la exigencia de una personalización indefinida de la humanidad. En el terreno de la producción, la exigencia democrática así concebida quiere que cada trabajador sea colocado en condiciones de ejercer al máximo las prerrogativas de la persona: responsabilidad, iniciativa, dominio, creación y libertad, en el papel que le está asignado por sus capacidades y por la organización colectiva. Esta exigencia no es, pues, Únicamente una protesta negativa contra la sumisión del trabajador al mecanismo capitalista. Es una reivindicación a favor de la emancipación (en sentido propio) de los trabajadores, su paso de la categoría de instrumentos a la categoría de asociados de la empresa; en una palabra, a favor del reconocimiento de su mayoría de edad económica. En su esencia, este giro de la historia no es, como piensan ciertos críticos radicales, la Última ola destructora del tumulto democrático, sino en un plano en realidad secundario, aunque ya no lo sea, una etapa de la personalización progresiva de la humanidad, es decir, de la espiritualización del hombre.

La emancipación de un adulto exige que haya alcanzado esa madurez en la que adquiere, ante todo, el sentimiento de su mayoría de edad; después, la capacidad de comportarse como persona autónoma. El sentimiento precede siempre un poco a la capacidad, y entonces surge el conflicto de la adolescencia.

Este sentimiento está hoy indiscutiblemente establecido, y de forma definitiva, en la clase obrera (8). Está gravado por un resentimiento y una presunción que no son más que superestructuras psicológicas de la exasperación. Pero en su honda raíz, esta toma de conciencia, por parte de los trabajadores más oprimidos, de la dignidad de la persona humana en su función de trabajadores, donde reside aÚn lo esencial de su vida, representa una conquista espiritual indudable y es la premisa espiritual central del problema económico. Condena irremediablemente toda forma de paternalismo, es decir, cualquier tentativa de las clases actualmente dirigentes para aportar desde fuera y desde lo alto a la clase obrera alguna mejora de su suerte; aunque esta tentativa fuese, como sucede, desinteresada, hecha con la preocupación sincera de servir a unos valores espirituales y realmente aprovechable para el obrero (9). El obrero tiene hoy una conciencia demasiado viva de la ilegitimidad del poder capitalista, ha acumulado demasiado rencor y humillación para que no se sienta en estado de dependencia envilecedora respecto a cualquier intento de acercarse a él por parte de la clase capitalista tomada en su totalidad: unos casos individuales no pueden nada contra esas experiencias históricas y esas cristalizaciones colectivas. Farà da se. Igual que todos los oprimidos, ha adquirido en su opresión el deseo un tanto feroz e insuprimible de ser él mismo el instrumento de su emancipación. Como toda reivindicación de una autonomía, sobre todo cuando ha sido durante mucho tiempo violentada, esta pretensión puede perderse en una presunción orgullosa. Aquel que no la haya impulsado en este camino, que tire la primera piedra. Aunque se trate de corregir estos excesos y de prevenir el exclusivismo de este sentimiento, no se tendrá ninguna esperanza de lograr éxito en la empresa si no es dando salida al impulso histórico que la mueve y que lleva con él, mezclado con toda clase de impurezas, el humanismo del mañana.

La capacidad obrera ¿está al nivel de la conciencia obrera? Este es el problema de que se olvidan los políticos, para quienes las fuerzas cuentan más que las realidades. Es un honor para el sindicalismo, por el contrario, el habérselo planteado y haber trabajado para resolverlo. Es necesario responder que la mayoría de los proletarios, a consecuencia precisamente de su no-ser social y económico en el que han sido mantenidos, no están a la altura de su ambición: así se explica el éxito de muchas dictaduras, que se han aferrado a la pasividad de las masas populares, que han permanecido social, política y a menudo hasta espiritualmente despersonalizadas en una civilización que no ha hecho nada para conducirlas al ejercicio de su persona. En el proletariado francés incluso (uno de los más maduros), la labor de educación obrera comenzada por el sindicalismo no es aún más que fraccionario. No basta, pues, con mantener en los trabajadores el sentimiento de una mayoría de edad no ejercida: es necesario que en lugar de dispersarse en la agitación política, la clase obrera trabaje en madurar unas élites obreras constantemente renovadas.

Este trabajo no está acabado. Sin duda seguirá habiendo siempre unos hombres que, por la cortedad de sus dotes, sólo podrán ser, no digamos los instrumentos, sino los órganos de ejecución de la sociedad económica. De la misma forma, no se trata de elevar a la categoría de asociados directos de la producción a la masa global e informe de los trabajadores. Todo trabajador de una empresa tendrá la propiedad de su salario vital, y una participación proporcional en los beneficos, lo que basta para sacarle de la condición proletaria stricto sensu. El acceso al título y a las funciones de asociado a la gestión deberá constituir una promoción obrera decidida por los organismos obreros responsables, con serias garantías de valor personal, de competencia y de vinculación a la empresa (al no ser la competencia en el mando la misma que la competencia en la fabricación, esta última autoriza una forma de promoción mucho más automática) (10).

En cuanto al resto de obreros no asociados a la gestión, sacados de la miseria, pero representando el residuo irreductible de cualquier organización, hay que considerar la idea de que se constituyan en poder de base (11), distinto del poder de gestión, el que tendría como misión:

a) obrar por el mantenimiento de su dignidad y, en la medida de lo posible, por su propia emancipación;

b) organizar toda protesta contra la cristalización del sistema económico y la formación de nuevas castas: se les darán los medios eficaces de publicidad y de recurso para ejercer esta vigilancia a la cual el pobre, ya lo sea por desfavor natural, por independencia o -es preciso prever el caso- por alguna opresión del sistema, es más sensible que cualquier otro;

c) accesoriamente, colaborar en cualquier organización en torno a la empresa, de higiene y asistencia social.

En estas dos zonas de la colectividad obrera se erigirán unos puestos de mando. La democracia personalista, en efecto, se opone a ese autoritarismo que consolida la autoridad en un individuo o en una casta cuya dominación exterior, opresiva e incontrolada, es un aliento para la pasividad de los administrados. En una organización personalista existe responsabilidad en cualquier sitio, creación en cualquier parte, colaboración en todos los lugares: en ella no hay gente que esté pagada para pensar, otros para ejecutar y los más favorecidos para no hacer nada. Pero esta organización no excluye la verdadera autoridad, es decir, el orden a la vez jerárquico y vivo, donde la facultad de mandar nace del mérito personal; y es sobre todo una vocación por despertar personalidades, que aporta a su titular, no un cúmulo de honores, o de riqueza, o de aislamiento, sino un cúmulo de responsabilidades.

El mando económico, distinto de la propiedad capitalista, no pertenece a una casta irresponsable y hereditaria, sino al mérito personal, constantemente extraído de la élite de los trabajadores y escogido por ella. Mediante mecanismos que la experiencia guiará, debe:

a) estar protegido. contra cualquier intrusión de un poder externo a la comunidad económica, como el que vemos en Alemania, Italia, la URSS, donde el representante del Partido estatizado tiene el control sobre las autoridades económicas centrales o locales (Téngase en cuenta que esta obra fue escrita en 1936);

b) estar garantizado contra la demagogia interna: únicamente los trabajadores que hayan dado muestras de su competencia, de su valor personal y de su vinculación a la empresa deben participar en la elección del jefe;

c) estar inmunizado contra la formación de una casta de mando, mediante un sistema riguroso de responsabilidad sancionada, una ventilación constante desde los puestos inferiores a los puestos superiores de dirección, y unas relaciones reales y concretas entre los trabajadores y estos jefes investidos de su confianza.

Sería una locura pensar y hacer pensar que un organismo puede funcionar sin fallos y sin crisis, incluso sin una tensión interna permanente. La dirección entre dirigidos y directores crea inevitablemente, por íntima que sea la comunidad, una tensión entre dos maneras de ver las cosas, e incluso dos grupos de intereses. Esta tensión es fecunda: es entonces, si el organismo no está subvertido, cuando es preciso hablar de una voluntad de colaboración. Como esta tensión subsistirá siempre, el sindicalismo debe también subsistir, bajo cualquier régimen, como representante libre e independiente de los trabajadores asociados (12).

La democracia orgánica así consolidada estaría constantemente amenazada si la acumulación capitalista pudiera reconstituirse. La experiencia o la técnica dirán si la supresión de los mecanismos de fecundidad del dinero basta para hacer imposible una acumulación peligrosa de capital. Si es así, debe dejarse plena libertad al ahorro individual, que no tiene ya materia para realizar operaciones fraudulentas y peligrosas para la economía. Si no, deberán tomarse medidas para limitar al máximo la concentración de fortunas.


3. Primacía del servicio social sobre la ganancia.

A los principios que rigen el estatuto de la persona en la economía personalista, añadiremos otros dos que afirman su carácter comunitario.

Se ha hablado a veces de reemplazar la noción de ganancia, como se dice, por la noción de servicio como principio animador de la economía. Bajo esta forma absoluta, ello sería un grave error psicológico de naturaleza idealista. No se hace una economía con espíritus puros, sino con móviles medios. Y es cierto que un acrecentamiento de la ganancia, tanto para los individuos como para las colectividades de producción, es un móvil poderoso para excitados a acrecentar su producción en calidad o en cantidad. Los soviets lo han comprendido muy bien cuando se han visto obligados a abandonar la igualdad de salarios. Será preciso, pues, que continúe actuando la atracción de la ganancia mientras no se realice el reino de la abundancia que debe suprimir todo signo monetario; es decir, durante algunos lustros todavía.

Pero si no es preciso que la ganancia desaparezca, es la primacía de la ganancia en el mecanismo económico y en los móviles económicos la que debe ser rechazada a su lugar secundario, con preferencia para los demás intereses humanos y principalmente de este sentido de servicio social que una economía liberada puede dar a cualquier trabajador.


4. Primacía de los organismos sobre los mecanismos.

La centralización, como hemos visto, es un arma de dos filos. Con las técnicas actuales ha sido el medio de una gran producción barata, teóricamente favorable a la generalización de un nivel de vida normal. El capitalismo, además, ha neutralizado parcialmente este resultado, y la técnica, reconociendo los errores del gigantismo, no ha dicho aún su última palabra. Pero estos méritos están ampliamente desbordados por el peligro intrínseco a la centralización inorganizada, que conduce directamente a la opresión estatal.

Por ello, el movimiento propio de una economía personalista es un movimiento descentralizador. Aunque se demostrase incluso que ciertos servicios públicos deben ser de todas formas estatizados, esto no sería más que una concesión, estrictamente limitada, que podría hacerse a una necesidad: es todo lo contrario de una economía colectivista (en el sentido clásico) en donde la estatización es el movimiento propio y cuyos planes de economía mixta para un período de transición no son más que las paradas transitorias en un movimiento de fondo. Una economía personalista es una economía descentralizada hasta el nivel de la persona. La persona es su principio y su modelo. Es decir, que una descentralización que no fuese más que la fragmentación de la economía en bloques secundarios no puede ser considerada como una verdadera descentralización. La descentralización personalista es, más que un mecanismo, un espíritu que sube de las personas, base de la economía. Tiende no a imponer, sino a hacer surgir de cualquier sitio personas colectivas, que posean iniciativa, autonomía relativa y responsabilidad. No hay que engañarse con las imágenes. Decir que la economía (como la sociedad entera) está animada desde abajo, y que la creación debe subir desde la base, quiere decir, en una perspectiva personalista, que la animación le viene del hogar mismo de la realidad espiritual: de la persona.

De esta orientación general resultan dos consecuencias:

La unidad económica primaria no es el individuo productor, como en un régimen individualista, ni la nación o la corporación naCional, como en un régimen estatizado, sino la célula económica o empresa. La economía no es un gran cuerpo cuyo órgano es la empresa. Es, o debe tender a ser, una federación de empresas (13).

El plan económico no debe ser la militarización de la economía en un sistema dictado desde el centro. Debe apoyarse en un censo de las evaluaciones y las propuestas locales, estudiadas en cada lugar, transmitidas tras estudio y aprobación local, para diversificarse de nuevo, sobre la realidad viva, en su aplicación.

Debe tenerse cuidado de no desviar estas indicaciones hacia una concepción artesanal a mayor escala del organismo económico, o hacia imágenes burdamente organicistas. Bástenos remitir aquí a lo que decíamos más arriba del campo ilimitado ofrecido a la técnica, y a la técnica organizada: toda centralización que libera en lugar de oprimir y sirve en lugar de ser una carga, sigue siendo válida.


UNA ECONOMÍA PLURALISTA. SÍNTESIS DEL LIBERALISMO Y EL COLECTIVISMO

No nos proponemos aquí más que trazar unas orientaciones válidas para cualquier economía personalista. No ofreceremos, por tanto, un Plan ténico, ya que éste no es su lugar. Mostraremos únicamente cómo una economía personalista resuelve el conflicto pendiente entre liberalismo y colectivismo. El liberalismo (teórico) debe su fuerza espiritual a una defensa de los valores personales de libertad y de iniciativa y a una justa crítica de las maldades del estatismo; pero entrega sus realidades personales a la opresión capitalista que priva de ellas a la mayoría de los hombres. El colectivismo tiene razón cuando proclama la necesidad de colectivizar ampliamente la economía para salvarla de la dictadura de los intereses particulares, pero entrega la libertad, atada de pies y manos, a la dictadura estatista de un partido o de un cuerpo de funcionarios. El personalismo conserva la colectivización y salvaguarda la libertad apoyándola en una economía autónoma y flexible en lugar de adosarla al estatismo.

Una economía de inspiración centralista es una economía de tendencia unitaria. No admite una pluralidad de sectores, como hemos dicho, más que como necesidad de transición. Una economía de inspiración personalista es una economía pluralista, que realiza entre la colectivización y las exigencias de la persona tantas fórmulas como sugieren las condiciones diferentes de la producción. Este pluralismo no debe ser concebido como un eclecticismo. En período de transición, la economía personalista puede también admitir la yuxtaposición o amalgama de estructuras nuevas y de supervivencias provisionales. Pero su pluralismo descansa en una distinción de funciones, no en una concesión.

Los primeros trabajos bosquejados bajo esta inspiración (14) distinguen dos sectores:

Un sector planificado, esencialmente destinado a la producción del mínimo vital, relativamente indiferenciado e invariable, reconocido por la sociedad personalista como derecho absoluto de la persona. Se le ha calificado de servicio público de las necesidades vitales. Es esta urgencia social la que hace de él un servicio público, autoriza en él la coerción y una colectivización avanzada, que se justifica porque se trata de construir las bases mismas de toda propiedad privada. Sobre su naturaleza aparecen divergencias entre los personalistas. Unos (15) desconfían hasta el final del Estado, distinguen planificación de nacionalización y confían la ejecución del plan a empresas cooperativas libres bajo la dirección de un Consejo económico central independiente del Estado. Otros (16) piensan poder confiar al Estado o a sociedades, en las que el Estado entra como parte, un número mínimo de industrias-clave.

Un sector libre donde actúan, sin amenazar en do alguno el mínimo vital de cualquiera, la libre creación y la libre emulación. Este sector no queda, desde luego, abandonado a la anarquía, sino organizado según una fórmula de cooperación o de corporativismo postcapitalista. Su libertad organizada es el principal elemento de resistencia de la colectividad del trabajo contra la opresión política. No es una concesión, sino un ideal sostenido como tal y preservado únicamente contra los peligros que puede desarrollar: la desaparición de los mecanismos capitalistas los elimina, mientras que el corporativismo reformista quere ignorarlos.


UNA SOCIEDAD PLURALISTA

Hemos contemplado hasta aquí el problema económico y social bajo su aspecto industrial. Ahora bien, el pluralismo personalista es hostil a la primacía del industrialismo, que implica la opresión por una clase, por un modo de vida, de todas las demás clases y de todos los demás modos de vida. El proletariado industrial, impulsado por su miseria, ha trabajado más que otras clases en tomar conciencia del desorden económico y social, y está más maduro que otros para las transformaciones necesarias: en este sentido se puede hablar de su misión histórica sin someter la historia al particularismo de una clase. Es preciso, sin embargo, plantear por sí mismos, a partir de sus datos propios, los problemas de los demás grupos sociales y darles también la posibilidad de ser los instrumentos de su propia liberación.

El campesino sufre cada vez más la expoliación capitalista: prestamistas, establecimientos de crédito, grandes trusts, se han llevado sus economías; después ha restringido su consumo, hoy se endeuda. En igual medida ha sufrido intervenciones contradictorias del Estado, y el proteccionismo, aunque le procura una tranquilidad provisional, conduce a la anarquía económica y de allí a la guerra. Finalmente, el campesino se halla obstaculizado, en Francia sobre todo, por un individualismo tenaz que, con la parcelación y la anarquía de la propiedad de la tierra, somete la producción agrícola a un despilfarro considerable. Esta anarquía no puede durar: nos precipita hacia una revolución que sobrepasará quizá en violencia a la revolución obrera. Sería desastroso, además, intentar en Francia una industrialización masiva de la agricultura. El campesino deberá, por su parte, contribuir al sector planificado, lo que no ocurrirá sin una explotación colectiva de una parte rigurosamente limitada de la tierra. Fuera de este sector, para sustituir a los trusts y a los intermediarios capitalistas, los campesinos se agruparán en asociaciones cooperativas de base comunal, respetando la vinculación personal del hombre a la tierra, aunque eliminando poco a poco el individualismo reaccionario que la lastra.

Las profesiones llamadas liberales defienden con sus tradiciones unos valores reales, pero también unos simples monopolios y prestigios de clase. Estando reconocido y asegurado el carácter liberal de todo trabajo, ninguna razón subsiste para preservar mediante oropeles impresionantes y pasados de moda unos privilegios de la burguesía. No hay que decir que las últimas huellas de venalidades de los cargos deben desaparecer (17). Allí también un sector planificado debe descargar al trabajo creador de cualquier parte de automatismo: al médico de las operaciones que pertenecen al practicante (18), al abogado de las que pertenecen al escribiente, y asegurar el mínimo vital de cuidados, de justicia, etc., monstruosamente dependientes hoy de desigualdades de fortuna. Pero, al mismo tiempo, esta organización necesaria debe salvaguardar la libre elección del cliente, y, fuera del servicio social que él debe al sector planificado, la libre actividad del profesional en unos oficios que, más que otros, requieren facultades creadoras.

El funcionario incluso (19) debe ser personalizado en su función. No se puede desestatizar el mando en el aparato mismo del Estado. Al menos en él pueden desmaterializarse los hombres y su actividad. Un único medio: restituirles el riesgo y la responsabilidad. La supresión del ascenso por antigüedad dislocará este bloque de tranquilidad y de inercia que pesa sobre la vida de una nación. La responsabilidad del funcionario ante sus iguales o con control de sus iguales eliminará el temor: de desagradar o el deseo de complacer a sus jefes, que son una de las causas esenciales de parálisis y de cobardía en los subordinados y aseguran la opresión del poder central. El desarrollo del gobierno local descongestionará por último a la administración irresponsable.


LOS MEDIOS. LA TRANSICIÓN

Para pasar de la economía antigua a la economía nueva, hay dos caminos cerrados a una acción personalista radical: el reformismo, que no llega a las causas del desorden, y la revolución anarquista, que le prolonga. Dos caminos se abren ante él:

Uno, de inspiración federalista, consiste en organizar desde ahora, bajo una forma embrionaria, las instituciones de la sociedad personalista. y en extenderlas progresivamente hasta la ruptura del antiguo orden (20).

Pero el orden capitalista resistirá, sin duda, hasta el último aliento. Pertenece por tanto al Estado, custodio del bien común, no el sustituirse a la economía decadente, ya que él no es una persona colectiva, y, en consecuencia, no tiene ningún dominio sobre los bienes con anterioridad a su usurpación por el capitalismo; sino el intervenir con su derecho de jurisdicción a favor del bien común del que es tutor, en nombre de las personas dañadas, y en nombre de su misma autoridad, incidida por los intereses económicos. Su derecho de intervención debe ejercerse, ante todo, para imponer una nueva legislación económica, apoyándose sobre las fuerzas vivas de la nación Que la habrán alimentado e iniciado. En cuanto a los derechos adquiridos de los individuos, el Estado posee, contra aquellos que no hayan sido adquiridos más que por la fuerza de la opresión, un derecho de expropiación con indemnización del que deberá hacer, en provecho de la economía nueva, un uso humano pero riguroso. Por lo demás, reconocerá los servicios prestados por los empresarios competentes Que acepten servir lealmente al orden económico. Todas las demás resistencias deben ser rotas por las fuerzas de la ley, al servicio de la persona contra la opresión, doble y una, de la riqueza y de la miseria.


TUMBA DE LAS PSEUDOSOLUCIONES

Es superfluo detenemos más tiempo en la ocupación vana de desmontar unas construcciones económicas ya condenadas de antemano mediante la crítica que hemos hecho de su inspiración de base. Bástenos designar, para que se las reconozca, tres seducciones a las que no podemos oponer más que una negación categótica. Estas son:

El reformismo a secas, bajo sus dos aspectos: el reformismo de los técnicos que disimula las grietas y el reformismo moralizante, parecido al médico que juzgase más espiritual exhortar al enfermo a curarse que usar burdamente de remedios. El reformismo, impotente contra las fatalidades masivas de la economía moderna, las consolida enmascarando su peligro.

El pseudocorporativismo, que no es más que una forma sistemática de reformismo (21). Prevé, sin tocar la situación recíproca del trabajo y del capital, la constitución libre de corporaciones propietarias que aseguren la coordinación de los intereses profesionales en la colaboración de las clases. Ahora bien, en las estructuras actuales del capitalismo, incluso tras un enderezamiento de sus abusos más sangrientos, semejante corporativismo:

a) continúa apoyado en la prepotencia del capital en los puestos de autoridad, y consagra así la subordinación del trabajo al dinero, que es la definición exacta del materialismo económico; la igualdad misma de representación entre trabajo y capital en los consejos corporativos, si no fuese ilusoria, sería escandalosa;

b) creyendo realizar la colaboración de las clases, no hace más que yuxtaponer el antagonismo irreductible del dinero y del trabajo, y descansa así sobre una base quebrada en todo su espesor, sobre una pseudocomunidad;

c) al estar basada en un antagonismo fundamental, implica en cualquier caso la intervención dictatorial del Estado o de un poder corporativo centralizado que sufriría necesariamente la atracción del Estado centralizado. Una cosa es, en efecto, arbitrar los conflictos orgánicos normales en una sociedad de intereses divergentes, y otra cosa es juntar el agua con el fuego. El dominio estatal sería tanto más rápido en cuanto que la mayor parte de los corporativismos se proponen reabsorber el sindicalismo, foco de la resistencia y de la iniciativa de base;

d) finalmente, incluso desde el punto de vista de la producción, en un régimen en el que todas las fuerzas están orientadas para salvar el máximo de ganancia, el corporativismo, si no se desgarra por su dualismo interior, no podrá ser más que la dictadura de salvación pública de la ganancia agonizante, y, mediante una limitación de la producción, de la concurrencia y del progreso técnico, la inauguración de una economía regresiva y autárquica.

Las economías autoritarias. Entendemos por este nombre, que opone a la autoridad viva el autoritarismo de la fuerza, cualquier forma de dirigismo o de estatismo que paraliza el conjunto de la economía, directamente o a través de sus centros vitales, bajo una autoridad centralizada con una autoridad exclusivamente descendente.

El estatismo económico es su forma más peligrosa. Descansa en el traspaso de una usurpación: desplaza, efectivamente, el poder económico del dinero hacia el Estado, quien, mucho menos que el dinero, no posee dominio o autoridad sobre las riquezas. Sobre todo, con la libertad económica de los ciudadanos, coloca en manos del Estado, centralizador por esencia y siempre propenso a abusar de su poder, el más temible medio de coerción sobre las personas que haya nunca poseído. A costa de una auténtica o de una pretendida revolución popular se inserta entonces en el mundo del trabajo una dictadura del Estado que subvierte totalmente su espíritu. En todos los organismos de la economía, el representante del poder centralizador, generalmente (Alemania, Italia, la URSS) del Partido de Estado, tiene en sus manos la autoridad suprema, y usa de ella en exclusivo interés de la política del Estado.

Esta centralización no se hace, como podría crerse, mediante una influencia exterior al viejo estado liberal. Nace de él, antes de que consiga con ella hacer saltar las estructuras. La absorción por el capital de la mayor parte de la ganancia frena el consumo interior y acelera las reinversiones; este desequilibrio impulsa a la conquista de los mercados exteriores: la centralización capitalista así acelerada y frenada de repente segrega un nacionalismo y un imperialismo económico que conducen directamente al estado totalitario y a la guerra.

Igua] que Marx, para hacer comprender la sociedad del siglo XIX, se refirió a Inglaterra, que era entonces el país más desarrollado industrialmente hablando, es hacia los países típicos de nuestra época: Alemania, Italia, URSS, hacia donde sería preciso volver la mirada para aprehender en su esencia la sociedad del siglo xx, tal como el capitalismo centralizador la ha impuesto a sus pretendidos herederos. Se halla en ellos una sociedad híbrida, ni capitalista ni comunista, donde las fuerzas del dinero libre están en vías de desaparición, pero donde, mediante la absorción por el Estado, director de un nacionalismo económico de alcance universal, la oposición opresores-oprimidos, trabajo-capital, están en vías de convertirse en la oposición trabajo-Estado. En lugar de ver al proletario elevarse a la condición de hombre, como Marx esperaba de la revolución proletaria, es toda la sociedad la que comienza a deslizarse hacia una nueva condición proletaria, hecha más de opresiones que de miserias económicas, bajo la mirada de los funcionarios, tecnócratas y militares. Los medios de producción que detentaban los capitalistas pasan a manos del Estado; y la condición de los trabajadores no ha sido mejorada. Marx pudo decir, en el siglo XIX, que el Estado era un instrumento de opresión en manos de la clase dominante: son los funcionarios del estado totalitario quienes se convierten hoy en la clase dominante tanto en la URSS como en los países fascistas. Es la opresión del capitalismo, en lugar del dinero, la que se intenta estabilizar mediante el poder del Estado en el momento en que el dinamismo interior de este régimen le arrastra a la ruina. Esta estructura del Estado, salvador de la economía, naturalmente, no es aparente. Se disimula bajo los mitos: racismo, nacionalismo, industrialización. Regímenes, programas de izquierda y de derecha, convergen hacia este materialismo desencadenado que es el verdadero Leviathan de nuestra época. Si la fórmula ni izquierdas ni derechas tiene otra función que la de unir el tropel temeroso de los inseguros, es la de preparar una fuerza inteligente contra esta amenaza que nos llega a toda velocidad desde los dos extremos del horizonte.



Notas

(1) Véanse los primeros trabajos de Jacques Lafitte, especialmente sus Réflexions sur la science des machines.

(2) Friedmann, La crise du progres: En el hombre, la acción de lo biológico -o, traducido en términos religiosos, de lo eterno- es mucho menos omnipotente de lo que comúnmente se ha venido creyendo hasta ahora. (pág. 226).

(3) Aubaine.

(4) Esprit, número especial: L'Argent, misere du pauvre, misere du riche, octubre de 1933.

(5) Sobre todo lo que sigue, véase: Esprit, passim, especialmente enero de 1933 (Le prolétariat); juho de 1933 (Le travail et l'homme); octubre de 1933 (L'Argent, misere du pauvre, misere du riche); abril de 1934 (La propriété); agosto-septiembre de 1934 (Duplicité du corporatlsme); noviembre de 1934 (L'or fausse monnaie?); agosto-septiembre de 1935 (Projet G. Zerapha); marzo de 1936 (La personne ouvriere); junio de 1936 (Ou va le syndicalisme?). L'Ordre nouveau, passim, especialmente número 7 (La crise agraire); número 10 (La corporation); número 12 (De la banque a l'escroquerie); número 16 (La propriété); número 20 (Service civil); número 21 (Comment sortir du capitalisme); números 22-23 (Planisme et plan); número 25 (Du prolétariat); número 28 (Du mouvement corporatif). Cf. asimismo E. Mounier, De la propiété capitaliste à la propriété humaine (OEuvres de Mounier, Editions du Seuil, París, 1961, pág. 417). Estos diversos estudios no son homogéneos ni pretenden serlo. Con titubeos y no sin algunas desviaciones, son una aproximación progresiva a los principios aquí expuestos.

(6) Cf. Esprit, Le travail et l'homme, julio de 1933.

(7) Para el cristiano no es el trabajo consecuencia del castigo, sino tan sólo el aspecto de esfuerzo que le acompaña.

(8) F. Perroux, La personne ouvriere et le droit du travail, Esprit, marzo de 1936.

(9) F. Perroux, Les paternalismes contre la personne, Esprit, íd.

(10) No hablamos aquí de posibles regímenes de transición, esperando la completa formación de la competencia obrera, incluso en régimen capitalista. Desde ahora mismo se puede prever, por ejemplo (Esprit, septiembre de 1936, pág. 682), la constitución en cada empresa de comités obreros de colaboración a los que pasarían todos los votos de los accionistas no presentes en las Juntas generales. La historia y la experiencia decidirán las transiciones.

(11) G. Zerapha, Esprit, íbid., págs. 684, 694.

(12) Esprit, Où va le syndicalisme?, julio de 1936.

(13) Esprit, Emile Haubresin, La propriété des instruments de production, octubre de 1936; Ordre nouveau, números 22-23, Planisme et Plan.

(14) Véase especialmente los números citados de Esprit y del Ordre nouveau.

(15) Ordre nouveau.

(16) Entre ellos André Philip.

(17) M. Boulier, Faut-il fonctionnariser le notariat?, Esprit.

(18) Dr. Vincent, La médecine dans le monde de l'argent, Esprit, marzo a julio de 1934.

(19) Esprit, Le fonctionnaire et l'homme, enero de 1936.

(20) En Francia, por ejemplo, la Société de Saint-Louis y sus primeras organizaciones agrícolas; en un plano algo diferente se sitúan las tentativas del Ordre nouveau: organizaciones embrionarias de Servicio Civil y de Minimum vital europeos; las células de los Amis d'Esprit.

(21) Esprit, Duplicités du corporatisme, agosto-septiembre de 1934. Ordre nouveau, número 10, La Corporation.

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