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Llegamos así, por una observación sin prejuicios del reino animal, a la conclusión de que para que exista sociedad debe darse este principio: trata a los demás como te gustaría que ellos te trataren a ti en las mismas circunstancias.

Y cuando estudiamos detenidamente la evolución del mundo animal, descubrimos que el principio antes citado, traducido en la palabra Solidaridad, ha jugado un papel infinitamente mayor en el desarrollo del reino animal que todas las adaptaciones derivadas de una lucha entre individuos por adquirir ventajas personales.

Es evidente que tiene que alcanzarse un grado de solidaridad mucho mayor aún en las sociedades humanas. Incluso las sociedades de monos más elevadas en la escala animal ofrecen un ejemplo conmovedor de solidadidad práctica, y el hombre ha dado un paso más en la misma dirección. Esto. y sólo esto, le ha permitido preservar su débil especie en medio de los obstáculos que la naturaleza interpuso en su camino, y desarrollar su inteligencia.

Un examen cuidadoso de las sociedades primitivas que siguen aún al nivel de la Edad de Piedra muestra hasta qué punto los miembros de la misma comunidad practican la solidaridad mutua.

Este es el motivo de que nunca cese la solidaridad práctica; ni siquiera durante los peores períodos de la historia. Incluso cuando circunstancias temporales de dominación, servidumbre y explotación hacen que el principio se repudie. aún vive enraizado en lo más profundo de los pensamientos de la mayoría, dispuesto a alzarse de nuevo contra las instituciones injustas en forma de revolución. De no ser así la sociedad perecería.

En la inmensa mayoría de los hombres y de los animales. persiste este sentimiento, y debe mantenerse, como un hábito adquirido, un principio presente siempre en el pensamiento aunque en la acción se ignore a cada paso.

Es la evolución entera del reino animal que habla en nosotros. Y esa evolución se ha prolongado durante mucho, muchísimo tiempo. Cientos de millones de años.

Aunque quisiésemos libramos de ella no podríamos. Sería más fácil para un hombre acostumbrarse a caminar a cuatro patas que librarse del sentimiento moral. Es anterior a la evolución del animal a la postura erecta del hombre.

El sentido moral es en nosotros una facultad natural como el sentido del olfato o el del tacto.

En cuanto a la ley y la religión, que también han predicado este principio, lo han utilizado simplemente para enmascarar sus propios objetivos, sus decretos en beneficio del conquistador, del explotador, del sacerdote. Sin este principio de solidaridad, cuya justicia es tan universalmente reconocida, ¿cómo podrían ley y religión haberse apoderado del pensamiento de los hombres?

Ambas se cubrieron con él como ropaje; como la autoridad, que justifica su posición declarándose protectora del débil contra el fuerte.

Echando por la borda la ley, la religión y la autoridad, podrá el género humano recuperar la posesión del principio moral que ellas le han arrebatado. Recuperar lo que puede depurarlo y purgarlo de las adulteraciones con que el sacerdote, el juez y el gobernante lo envenenaron y continúan envenenándolo.

Además, este principio de tratar a los demás como uno desea que le traten, ¿qué es sino el mismo principio de igualdad, el principio fundamental del anarquismo? ¿Y cómo puede uno creerse anarquista si no lo practica?

Nosotros no queremos que nos gobiernen. Y, ¿no decimos por lo mismo que tampoco deseamos gobernar a nadie? No deseamos que nos engañen, deseamos que nos digan siempre sólo la verdad. Y, ¿no declaramos por lo mismo que nosotros no deseamos engañar a nadie, que prometemos decir siempre la verdad, sólo la verdad, toda la verdad? No queremos que nos roben los frutos de nuestro trabajo. Y, ¿no declaramos precisamente por eso que respetamos los frutos del trabajo ajeno?

¿Con qué derecho podemos exigir que nos traten de un modo, mientras nosotros tratamos a los demás de modo totalmente distinto? Nuestro sentido de la igualdad se rebela ante tal idea.

La igualdad en las relaciones mutuas, con la solidaridad que brota de ella, es el arma más poderosa del mundo animal en la lucha por la existencia. E igualdad es equidad.

Proclamándonos anarquistas, proclamamos ante todo que rechazamos cualquier forma de tratar a los demás que rechazaríamos si se nos aplicase; que no toleraremos más la desigualdad que ha permitido a algunos de entre nosotros utilizar su fuerza, su astucia o su habilidad de modo tal que nos ofendería que esas cualidades se utilizasen contra nosotros mismos. Igualdad en todas las cosas, que es sinónimo de equidad, he ahí lo que es en esencia el anarquismo. No sólo declaramos la guerra a la trinidad abstracta de la ley, la religión y la autoridad. Al hacernos anarquistas declaramos la guerra a toda esta ola de engaño, astucia, explotación, depravación, vicio (desigualdad en una palabra) que han vertido en todos nuestros corazones. Declaramos la guerra a su forma de actuar, a su modo de pensar. Los gobernados, los engañados, los explotados, la prostituta, despiertan ante todo nuestro sentido de la igualdad. Y, en nombre de la igualdad. estamos decididos a que no haya más hombres y mujeres prostituidos, explotados, engañados y gobernados.

Quizás pueda decirse (y se ha dicho a veces): pero si creéis que debéis tratar siempre a los demás como os gustaría que os trataran a vosotros, ¿qué derecho podéis tener a utilizar la fuerza en ninguna circunstancia? ¿Qué derecho tenéis a enfilar el cañón contra los invasores, bárbaros o civilizados, de vuestro país? ¿Qué derecho tenéis a desposeer al explotador? ¿Qué derecho tenéis a matar no ya a un tirano sino a una simple víbora?

¿Qué derecho? ¿Qué queréis decir con esa palabra singular, tomada de la ley? ¿Queréis saber si tendré conciencia de haber actuado bien al hacer eso? ¿Si aquellos a los que estimo pensarán que he hecho bien? ¿Es eso lo que preguntáis? Si es así, la respuesta es simple.

¡Sí. desde luego! Porque nosotros mismos deberíamos pedir que nos matasen como a animales ponzoñosos si fuésemos a invadir a los birmanos o a los zulús que no nos han hecho mal alguno. Deberíamos decir al hijo o al amigo: ¡Mátame, si llego a tomar parte en la invasión!

¡Sí, desde luego! Porque nosotros mismos deberíamos pedir que nos desposeyesen, si, traicionando nuestros principios, aceptásemos una herencia, que cayese del cielo, para utilizarla explotando al prójimo.

¡Sí, desde luego! Porque cualquier hombre de corazón pide de antemano que le ejecuten si alguna vez se convierte en un animal ponzoñoso; que le hundan un puñal en el corazón, si alguna vez pretendiese ocupar el puesto del tirano destronado.

El noventa y nueve por ciento de los hombres que tienen mujer e hijos intentarían suicidarse por miedo a perjudicar a los que aman, si creyesen que están volviéndose locos. Siempre que un hombre de buen corazón considera que se está convirtiendo en un peligro para aquellos que ama, desea morir antes que llegue a serlo.

Perovskaya y sus camaradas mataron al zar ruso. Y la humanidad toda, pese a la repugnancia por el derramamiento de sangre, pese a la simpatía hacia quien permitió que se liberasen los siervos, reconoció su derecho a obrar como obraban. ¿Por qué? No porque el acto se reconociese de forma general como útil; dos de cada tres aún siguen dudando que lo fuese. Sino porque era evidente que ni por todo el oro del mundo habrían consentido Perovskaya y sus camaradas convertirse ellos mismos en tiranos. Hasta los que no saben nada del drama están seguros de que no fue ninguna bravata juvenil, ninguna conspiración palaciega, ningún intento de obtener poder. Lo que les impulsó fue el odio a la tiranía, aun a despecho de sus propios intereses personales, aun a riesgo de su propia muerte.

Esos hombres y mujeres, se dijo, habían conquistado el derecho a matar; lo mismo que se decía de Louise Michel: tenía derecho a robar. Y se dijo también: ellos tienen derecho a robar, de aquellos terroristas que, cansados de vivir de pan seco, robaron un millón o dos del tesoro de Kishineff.

La especie humana nunca ha rechazado el derecho a utilizar la fuerza de los que han conquistado ese derecho, ejerciésenlo en las barricadas o en las sombras de un cruce de caminos. Pero si un acto tal ha de producir una profunda impresión en el pensamiento de los hombres, el derecho debe ser conquistado. Sin esto, tal acto, útil o no, seguirá siendo sólo un hecho brutal, de ninguna importancia para el progreso de las ideas. Las gentes sólo verán en él un desplazamiento de fuerza, la simple substitución de un explotador por otro.

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