Índice de Amor y matrimonio de Pierre Joseph ProudhonCAPÍTULO SEXTOAPÉNDICEBiblioteca Virtual Antorcha

AMOR Y MATRIMONIO

PIERRE JOSEPH PROUDHON

CAPITULO SÉPTIMO

TEORÍA DEL MATRIMONIO


RESULTADO GENERAL DE LA DISCUSIÓN.
REDUCCIÓN DEL AMOR AL ABSURDO POR SU PROPIO MOVIMIENTO Y SU REALIZACIÓN

Reducción de la mujer a la nada por la demostración de su triple e incurable inferioridad.

He aquí adonde nos ha llevado hasta el presente el análisis. El amor y la mujer, dos elementos indispensables de la vida, se reunirían para su desdicha: el primero sería el veneno, el segundo aparecería como el agente de seducción que nos escancia esa copa fatal. En la mujer nos advierten los Padres de la Iglesia, y en el amor que inspira se halla el principio de toda corrupción y de toda discordia: ella es la cruz, la contradicción y la vergüenza del género humano. ¡Imposible vivir con ella y pasar sin ella! Pasar sin ella es para la dignidad viril el último de los ultrajes, un crimen digno de la muerte.

Reflexionemos, no obstante. Los motivos que nos han hecho llegar a esa conclusión deprimente, ¿no nacerán precisamente de que hemos considerado las cosas de una manera analítica y separatista, cuando es preciso verlas en su síntesis, en el aspecto en que sólo la armonía puede conferirles la racionalidad?

Así, colocándonos en la hipótesis cristiana y platónica de la igualdad de los sexos, y considerando la mujer en la independencia de su individualidad, abstracción hecha de las relaciones del amor, de maternidad, de domesticidad que sostiene con el hombre, la hemos hallado irracional en su existencia y comprometida por la inferioridad de su naturaleza. ¿Qué conclusión sacar? Sin duda que la utopía platónica, espiritualista, mística y erótica de la igualdad social de los sexos, es inadmisible, pero también es cierto que no es desde ese punto de vista que hay que examinar a la mujer. Concebido a la manera de Platón, el andrógino es un monstruo; la culpa es de Platón.

Asimismo, colocándonos en esa otra hipótesis que hace del amor el bien soberano, el más sagrado de los derechos, la más alta manifestación de la divinidad; siguiendo luego esa noción del amor en sus consecuencias, pronto hemos observado sus daños, y lo hemos señalado como una de las más poderosas causas de corrupción social. ¿Qué deducir de ello todavía? ¿Que el amor es malo en sí, que es una tentación del demonio, un efecto de nuestra caída original? No. Eso sería faltar a las reglas de una sana lógica. Deduciremos sólo que el amor, como todas las pasiones, como todas las fuerzas del alma, como la propiedad, el trabajo, etcétera, es por naturaleza antinómico, que, en consecuencia, forma parte de un sistema más grande que él, a cuya ley está sometido puesto que le da el equilibrio.

El amor, por tener su punto de partida en la animalidad, su motor en la imaginación, oscila entre dos extremos inseparables e irreductibles, que son los sentidos y el espíritu, la carne cruda, digámoslo así, y el ideal. Por la contradicción de su esencia, el amor supone algo que le aventaja, una ley más alta, una potencia superior.

El mismo hombre, no obstante toda su potencia, el hombre considerado sólo en su individualidad, parecería irracional, incompleto, incapaz de toda dignidad y elevación; por eso, ¿negaríamos al hombre? Tanto valdría negar el universo. Digamos sólo que el hombre forma parte esencial de una colectividad fuera de la cual ya no tiene razón de ser, cosa que es perfectamente concebible y que toda filosofía se apresurará a admitir. Y así como lo veremos pronto, el hombre está unido a la sociedad por la mujer, ni más ni menos que el niño está unido a su madre por el cordón umbilical; reanudemos, pues, desde este punto de vista del conjunto, nuestro examen de la mujer; consideremos desde esta elevada cima de la colectividad humana los hechos que hemos recogido, y el orden no tardará en aparecer.


NECESIDAD PARA LA JUSTICIA DE CONSTITUIRSE UN ÓRGANO

Por encima de los tres reinos de la Naturaleza, mineral, vegetal y animal, se eleva un cuarto reino, el reino del espíritu libre, reino del ideal y del derecho; en otros términos, el reino de la humanidad.

Para que ese reino subsista, es necesario que la ley que lo constituye, a saber, la Justicia, penetre en las almas de otra suerte que, como una simple noción, una relación, una idea pura, es necesario que exista en el humano, a título de afecto, de sentimiento, de facultad, de función, la más positiva de todas las funciones y la más imperiosa.

Sin esa realización anímica, quedando reducida la Justicia a una percepción del espíritu, no mandaría en la voluntad; sería un modo hipotético de conciliar los intereses, y el egoísmo podría en la ocasión reconocer las ventajas, pero no lo obligaría en modo alguno por sí misma, y hasta parecería ridícula, desde que significase un sacrificio para él.

Es lo que hemos afirmado desde el principio de estos estudios, de acuerdo con los partidarios de lo trascendental, que todos han comprendido perfectamente que la noción de lo justo y de lo injusto no basta por sí misma para inculcar al hombre el respeto a la ley, pero separándonos de ellos cuando pretenden establecer ese respeto sobre la consideración de una autoridad exterior y superior. La justicia tiene su hogar en el alma humana o ella no existe en ninguna parte; es del hombre o no es nada.

Y pensando a la vez contra los trascendentalistas, contra los utilitarios y contra los inmorales, hemos probado tanto por el razonamiento como por la práctica universal y por la historia, que el hombre individual y colectivo obedece a una potencia de jurisdicción que se halla en él; que esa potencia posee una energía y una eficacia suficientes para triunfar, en seguida o a la larga, de todos los efectos del egoísmo y que el progreso de la civilización viene por completo de ahí, y que la influencia atribuída a los cultos consiste únicamente en que la religión, que, como hemos visto, se resuelve siempre en un simbolismo de la conciencia, no es otra cosa, en efecto, que una forma de la conciencia. La religión, en una palabra, es el respeto de la humanidad, idealizada y adorada por ella misma bajo el nombre de Dios: ahí está todo el misterio.

Una duda, no obstante, nos quedaba.

Sí; la Justicia es algo, puesto que, a través de tantos crímenes y caídas, reconocemos sus efectos, puesto que su impulso sostenido hace andar a la civilización; puesto que la afirmamos todos desde el fondo del corazón, que no tenemos ironía contra ella, y que el escepticismo teórico en que estamos acerca de ella, nos parece tan terrible, tan peligroso, que no vacilamos en suplirlo por un pacto con la hipocresía. Pero esa Justicia pretendida real, inmanente, que opera en nosotros al modo de una facultal positiva, ¿cuál es y cómo se agita? Toda función, hemos observado a propósito del libre albedrío, supone un órgano; ¿dónde está el órgano de la Justicia? Se habla de la conciencia; pero la conciencia es una palabra, el nombre de una facultad, cuyo contenido afirmamos que es la Justicia, y ahora se trata de que aparezca en su órgano mismo. ¿Por qué no tomaremos la conciencia con los teólogos de todos los primeros pueblos, con algunos de nuestros filósofos modernos, por la impresión secreta de la Divinidad, que por su gracia actúa en nosotros como si fuese nosotros, pero que, no obstante, no lo es? Los apóstoles lo han enseñado, la Iglesia lo ha dicho después y los nuevos eclesiásticos lo repiten con la Iglesia: Dios es inmanente en nuestras almas, y esa realidad de la Justicia, esa eficacia de la conciencia que invocamos a justo título, sólo prueba una cosa: la presencia de Dios en nuestro corazón y la eficacia de su acción.

Tal es, pues, la objeción: Por lo mismo que Nada se produce de nada, nada no funciana con ayuda de nada. Ese axioma puede ser añadido a los otros y llamarse PRINCIPIO DE INSTRUMENTALIDAD. La vista, el oído, el olor, el gusto, el tacto tienen cada uno su organismo; el amor tiene el suyo; el pensamiento tiene también el suyo, que es el cerebro; y en ese cerebro cada una de las facultades del pensamiento tiene su pequeño aparato, ¿cómo la Justicia, facultad soberana, no tendría su organismo proporcionado a la importancia de su función?

Por mi parte lo declaro: por extraña que las habituales manifestaciones de nuestro espíritu nos hagan parecer esa idea de un organismo correspondiente a la Justicia, como el cerebro corresponde a la inteligencia, me pesaría haber de creer en la realidad de una ley moral y en la obligación que impone, si esa realidad no hubiese de tener otra garantía que esa palabra vaga de conciencia. Es, pues, muy seriamente, según yo, que, después de haber determinado especulativamente, en sus términos principales, la justicia como ley o relación; después de haber reconocido, además, la realidad necesaria como sentimiento, y haber comprobado la nada en los sistemas religiosos, debemos buscar todavía la condición fisiológica o funcional, puesto que sin esto queda para nosotros como un mito, una hipótesis de nuestra sociabilidad, un mando extranjero a nuestra alma, en el fondo, un principio de inmoralidad. ¿No es, por otra parte, bajo la impresión de ese pensamiento que los primeros civilizados de entre los humanos, en quienes la Justicia hablaba tan alto, porque era muy joven, pero a cuyos ojos no se mostraba por ningún signo, que la personificaron en un ente invisible que llamaron Dios? Sin más vacilación, apliquémonos a ese trabajo, y busquemos lo que puede ser en nosotros ese órgano de la Justicia,


EL ÓRGANO DE LA JUSTICIA ES EL ANDRÓGINO O LA PAREJA CONYUGAL

Cuando con ocasión de tratar del libre albedrío, después de haber demostrado que toda función o facultad supone, bajo pena de anulación, un órgano, nos hemos preguntado: ¿Cuál es el órgano de la libertad? Hemos respondido que era todo el individuo, y hemos motivado nuestra respuesta sobre esta consideración; que la libertad, por abarcar en su poder todas las facultades, sólo podía tener por órgano la totalidad del organismo. De donde la definición que hemos dado del individuo humano. Una libertad organizada. Continuemos con este procedimiento.

Si la libertad abraza en su ejercicio la totalidad del individuo, la Justicia, a su vez, exige más que esa totalidad. Ella aventaja la medida del individuo. Ella queda coja en el solitario y tiende a atrofiarse, es el pacto de la libertad lo que supone por lo menos dos términos; su sola noción, sinónimo de igualdad o de equilibrio, implica un dualismo.

El órgano jurídico se compondrá, pues, de dos personas; he aquí un primer punto.

¿Cuáles serán una en relación con otra, esas dos personas?

Si las hacemos parecidas e iguales en todo, o bien variando las aptitudes, equivalentes, pero en todos los casos respectivamente completas e independientes una de otra, esas dos personas serán entre ellas como el hombre es al hombre, o la mujer a la mujer, como tres es a tres, como dos es a dos, como A es a A. Serán dos esencias más o menos homogéneas o análogas, como el buey o el camello, o la cabra o la oveja, el gallo o el faisán, etcétera, pero reunidas no formarán un todo, y no podrán ser consideradas en su conjunto como formando un organismo. Una sociedad débil, más o menos precaria, podrá salir, pero no tendremos la dualidad buscada. El organismo jurídico, indispensable al funcionamiento de la conciencia, no existiendo ni en el individuo ni en la pareja, el sentimiento de la justicia no se puede producir, como el entendimiento no puede funcionar en ausencia del cerebro, o el amor en ausencia del aparato generador. Si la conciencia se halla embotada, el hombre seguirá salvaje, o sólo formará sociedades imperfectas, jaurías como los perros, o comunidades al modo de las abejas y de las hormigas.

La experiencia confirma esa previsión. Entre individuos de igual valor y de pretensiones semejantes, hay, naturalmente, antagonismos, lucha, agiotaje, discordia, guerra, poco respeto, poca afección, poca estima. La misma amistad, es rara o poco segura; su desenvolvimiento depende de otras causas. Allí donde las mujeres no tienen ninguna influencia, dice madame Necker, los hombres viven solitarios; no se aman. En esas condiciones la Justicia se arrastra, no puede desarrollarse, y convertirse para el hombre en una religión, en una gloria. Reunid, por el contrario¡ un hombre maduro y un adolescente, un niño y un anciano; habrá entre ellos por el contraste de la edad y del pensamiento, por esa diversidad, un foco de amistad más poderoso, un respeto más sentido, una simpatía más viva, y por lo tanto, un sentimiento más pronunciado de justicia. Es por eso que se explican las amistades platónicas, tan religiosamente cultivadas entre los antiguos, y cuya traza hemos seguido hasta los orígenes del cristianismo. Para la Justicia hace falta una dualidad formada por dos individuos de cualidades diferentes, de caracteres opuestos, tales, en fin, como los da la naturaleza en el padre y el hijo, y mejor todavía en la pareja conyugal, bajo la doble figura del hombre y de la mujer.

La naturaleza, en una palabra, ha dado por órgano a la Justicia, la dualidad sexual, y así como hemos podido definir el individuo humano, una libertad organizada, así podemos definir la pareja conyugal, una Justicia organizada. Producir la Justicia, tal es el fin supremo de la división andrógina: la generación y lo que se deriva de ello sólo figura aquí como accesorio.

No es esto todo. Como las otras potencias, la Justicia, según el grado de excitación que haya recibido, es susceptible de más o menos, y puede desarrollarse por la cultura o atrofiarse por la barbarie. En determinado individuo adquirirá tanta mayor intensidad que su pareja le ofrezca menoS repugnancia, fealdad, incompatibilidad de carácter, pretensiones rivales, contradicción y más simpatía, interés e ideal. La Justicia, en efecto, considerada sólo en su ejercicio y abstracción hecha de las condiciones físicas de su desarrollo, es la facultad que tenemos de sentir nuestra dignidad en otro, y, recíprocamente, la dignidad de otro en nosotros. Así esa dignidad se siente tanto mejor que el objeto que le representa es en sí mismo más agradable, más simpático. El amor propio, eco del amor, aparece aquí como el rudimento y el embrión de la Justicia. Tanto más amaré, tanto más temeré no agradar, y más, por consiguiente, me respetaré; así, cuanto más vivo sea ese respeto de sí mismo, más simpático lo sentiré en otro, y más justo seré por consiguiente. No basta, pues, para la formación del órgano jurídico, que los cónyuges sean de temperamento opuesto, de facultades y cualidades diferentes, es preciso, aún, que exista entre ellos una apetencia recíproca que los haga deseables uno al otro; que en razón de esa apetencia, sean y se encuentren bellos, divinos; hace falta, en una palabra, para la producción de la Justicia una premoción, una gracia, como dicen los teólogos; hace falta el AMOR.

Ahí la mujer, cuyo destino nos ha parecido hace poco tan comprometido, toma ventaja; como María, la nueva Eva, pasa del papel doloroso al papel glorioso y por su sola aparición entre los hombres se hace liberadora y justiciera.

¿Cómo, entre el hombre y la mujer, el amor se transforma en Justicia? Es lo que vamos a tratar de explicar.


LA BELLEZA DE LA MUJER

La mujer es bella. He lamentado, lo confieso, no tener para pintarla el estilo de un Lamartine: pesar indiscreto. Muchos otros celebrarán a aquella que el universo adora, que la infancia no puede mirar sin éxtasis, la vejez sin suspirar. Después de lo que he dicho de sus defectos, lo único que me es permitido al hablar de sus méritos, es la simplicidad, y especialmente la calma.

Cuando la Iglesia nos representa a la Virgen en su radiante inmortalidad, rodeada de ángeles y pisando la serpiente hace el retrato de la mujer como la coloca la naturaleza en la institución del matrimonio.

Es bella, digo, bella en todas sus potencias: así la belleza, debiendo ser en ella a la vez la expresión de la Justicia y el atractivo que nos arrastra, será mejor que el hombre: el ser débil y desnudo que no hemos hallado propio ni al trabajo del cuerpo ni a las especulaciones del genio, ni a las funciones severas del gobierno y de la judicatura, va a ser por su belleza el motor de toda Justicia, de toda ciencia, de toda industria, de toda virtud.

¿De dónde viene, por de pronto, la belleza de la mujer?

Observemos esto: de la misma delicadeza de su constitución.

Puede decirse que en el hombre la belleza es pasajera; nada tiene para él de esencial, no interviene en su destino; la atraviesa pronto para llegar cuanto antes a la fuerza. El hombre, a los diez y seis años, no es hombre todavía; la muchacha, al contrario, es ya mujer, y los años no le traen nada, como no sea la experiencia.

La belleza es el verdadero destino del sexo; es su condición natural, su estado. En principio no hay mujer fea; todas gozan, más o menos, de esa belleza indecible que el pueblo llama belleza del diablo, y depende de nosotros que las menos favorecidas lo compensen con algún encanto. ¿Quién no observa, por otra parte, que en una sociedad civilizada, la belleza de cada una aprovecha a todas, como si todas no fueran sólo, desde puntos de vista diferentes, representantes de lo que hay de más divino entre los hombres, la belleza?

Son nuestras miserias sociales, nuestras iniquidades, y nuestros vicios, que afean, que matan a la mujer.

La naturaleza empuja, pues, rápidamente el sexo hacia la belleza; alcanzado ese fin, aquélla lo detiene. Mientras el hombre sigue adelante, la naturaleza parece decir a la mujer: Tú no irás más lejos, pues no serías más bella.

La vida de la mujer, según el deseo de la naturaleza, es una juventud perpetua; el florecimiento, punto pasado en el hombre que corre a grandes pasos hacia la virilidad, dura en la mujer tanto como la fecundidad y, con frecuencia, va más allá. Los ejemplos de Diana de Poitiers, de María Estuardo, de Ninón de Lenclos, de madame Maintenon, y tantas otras, en quienes la edad parece impotente contra la belleza, nos alecciona acerca de la misión de la mujer, y es una advertencia de nuestro deber.

Las mujeres quieren ser siempre jóvenes, siempre bellas, tienen el presentimiento de su destino.

La fea, en las condiciones de la vida civilizada, no existe más que la sucia: es un ser fuera de la naturaleza que atrae la compasión o un castigo.

La mujer transparente, luminosa, es el solo ser en que el hombre se admira; ella le sirve de espejo, como a ella le sirven el agua que brota de la roca, el rocío el cristal, el diamante, la perla; como la luz, la nieve, las flores, el sol, la luna y las estrellas.

Se la compara a todo lo que es joven, bello, gracioso, brillante, fino, delicado, dulce, tímido y puro: a la gacela, a la paloma, al lis, a la rosa, a la palmera, a la niña, a la leche, a la nieve, al alabastro. Todo parece más bello si ella se halla presente; sin ella se desvanece toda belleza; la naturaleza es triste, las piedras preciosas no tienen brillo; todas nuestras artes, hijas del amor y de la belleza, son insípidas; la mitad de nuestro trabajo queda sin valor.

En dos palabras, lo que el hombre ha recibido de la naturaleza en poder, la mujer lo ha obtenido en belleza. Pero, tengamos cuidado, la potencia y la belleza son dos cualidades inconmensurables entre ellas: establecer entre ellas una comparación, hacerlas materia de un cambio, pagar con productos de la fuerza la posesión de la belleza, es envilecer esta última, es arrojar a la mujer a la servidumbre y al hombre a la iniquidad. Lo bello y lo útil se tocan por íntimas relaciones, sin duda, pero son dos categorías aparte que no podrían dar lugar en la sociedad a una similitud de derechos, y en lo que concierne al hombre y a la mujer a una igualdad de prerrogativas. Hagamos constar sólo que, si por lo que se refiere al vigor, el hombre es a la mujer como tres es a dos, la mujer, por lo que toca a la belleza, es también al hombre como tres es a dos; que esa ventaja no le ha sido dada sin duda para dejarla en la abyección, y que en espera de la ley que ha de reglamentar las relaciones entre los esposos, la belleza de la mujer es el primero de sus derechos, como el primero de sus pensamientos.

Que la joven sea tan modesta como bella, me parece bien; la modestia realzará su belleza, pero no es conveniente que ella se ignore. Así yo censuro los pedagogos que, a ejemplo de madame Necker de Saussure, censuran y reprimen en las muchachas el placer que les causa su belleza; me parecería tan mal como que se reprochase al ciudadano el orgullo que le inspira la libertad, o que se creyese un crimen en el soldado el orgullo que le da su valor. ¿La belleza de la mujer no pertenece también, además, a todos los que están unidos a ella por la sangre, la amistad o la vecindad? La mujer bella alegra la familia, la vejez y la infancia e incluso releva de la desgracia a sus compañeras, que la naturaleza inclemente ha favorecido menos. ¿Cómo responderá dignamente a su objeto si no se conoce?

Si del cuerpo pasamos al espíritu y a la conciencia, la mujer, por la belleza, va a revelarse con nuevas ventajas.

De la debilidad relativa de su inteligencia, resulta en ella una gracia juvenil análoga a la de los niños, cuyas lindas palabras, y cuyas ideas llenas de gracia, no podemos dejar de adorar. Una zalamera; de treinta años nos parece mal de seguro; la pedante choca todavía más, porque es infiel a su naturaleza, y porque, al afectar una gravedad prestada, miente. Que la mujer sea tan razonable como lo comporte su naturaleza, tan seria como lo exija la dignidad matronal, será siempre bastante mujer, pero que no aspire a la originalidad y al genio, porque parecerá impertinente y tonta: en aquella justa medida será muy amable, y, para el hombre, un precioso auxiliar y consejero.

La cualidad del espíritu femenino, tiene por efecto: 1° Servir al genio del hombre de contraprueba, reflejando sus pensamientos bajo un ángulo que los hace aparecer más bellos si son justos, más absurdos si son falsos. 2° En consecuencia, obligarnos a simplificar nuestro saber a condensarlo en proposiciones simples, fáciles de entender como hechos sencillos y cuya comprensión intuitiva; aforística, imaginada, mientras se la familiariza con parte de la filosofía y con las especulaciones del hombre hacen la memoria del hombre más limpia, la digestión de las ideas más ligera. Como el rostro de la mujer es el espejo de donde el hombre obtiene el respeto de su propio cuerpo, así la inteligencia de la mujer es también el espejo en que contempla su genio. No hay un hombre entre los más sabios, los más inventivos, los más profundos, que no sienta que sus comunicaciones con las mujeres le dan una suerte de frescor: es por ahí, además, que se logra la difusión de los conocimientos, y que el arte arrebata a las multitudes. Los vulgarizadores son, en general, espíritus feminizados; pero al hombre no le gusta servir a la gloria del hombre, y la naturaleza previsora ha encargado a la mujer de ese papel.

Así la impresión producida por la belleza de la mujer, se aumenta con la que produce su espiritualidad; porque su espíritu tiene menos audacia, menos potencia analítica, deductiva: y sintética, es más intuitivo, más concreto, más bello, parece al hombre, y lo es en efecto, más circunspecto, más prudente, más reservado, más bueno, más igual. Es la Minerva, protectora de Aquiles y de Ulises, que calma el ardor de uno, y avergüenza al otro por sus picardías y paradojas; es la Virgen que la letanía cristiana llama Sede de sabiduría, Sedes sapientiae.

Y observad todavía que esa ventaja de la mujer no puede tomarse como compensación del genio del hombre, ni servir de base a una mutualidad de servicios, ni convertirse en materia y causa de un derecho positivo, ni, en una palabra, crear a la mujer un derecho a la igualdad. Quien puede lo más, puede lo menos, diría el hombre; y la fuerza no consentiría una participación a la debilidad como no la consentiría la inteligencia y el trabajo. La prudencia de la mujer, como su belleza no es cosa commutativa o venal; que con motivo de su rostro, y de las gracias de su espíritu, pida su emancipación y pierde al instante su prestigio; en cuanto pretenda la remuneración viril, se le exigirá la producción viril; y como ella no puede darla, quedará por debajo de ella misma; de diosa o hada que debe ser, la veremos de nuevo esclava.


IGUAL OBSERVACIÓN PARA LA MORAL

Como la mujer debe su cuerpo al hombre, Os ex osibus meis, et caro ex carne mea; como ha recibido de él sus ideas, así ha recibido también del hombre su conciencia y el principio de todas sus virtudes. Aquí todavía la dignidad viril, al feminizarse, adquiere una flor de belleza, que es propia de la mujer, y le asegura la excelencia.


CONSTANCIA DEL ALMA

Recuerdo haber visto en la portada de no sé que libro de erudición, una viñeta representando a Hércules con esas palabras: Labore et constantia. Sí, él tiene la fuerza; pero esa constancia de que, además, se alaba se la debe sobre todo a la mujer. Constancia, paciencia, esperanza sostenida son virtudes de los débiles; son su fuerza. El hombre en la adversidad, primero se irrita, y pronto se rebela; no pudiendo vencer, se hace matar; la mujer llora, y en sus lágrimas templa su valor. Por ella se sostiene y aprende el verdadero heroísmo. En alguna ocasión ella sabrá dar]e ejemplo; entonces será más sublime que él, la amazona superará al héroe, pues ella es la fuerza en la debilidad.


FACILIDAD EN LAS RELACIONES SOCIALES

La mujer es incapaz de proclamar el derecho, de sostenerlo, de vengarlo; pero ella hará algo mejor, lo trocará en amable, y de esa espada de doble filo, sacará un ramo de laurel. La Justicia se parece a la aritmética; ciertas operaciones divisionales no pueden dar un resultado exacto. También en la Justicia, sea distributiva, sea conmutativa, sea penal o satisfactoria, es casi imposible que la aplicación del derecho no dé lugar a censuras; siempre hay por algún lado alguna desigualdad y, por consiguiente, un perjuicio. De donde ese gran principio de filosofía práctica: no hay Justicia sin tolerancia. Precisamente es en la práctica de la tolerancia que la mujer se muestra excelente. Por la sensibilidad de su corazón, por la delicadeza de sus impresiones, por la ternura de su alma, por su amor, en fin, ella suaviza las aristas constantes de la Justicia, destruye sus asperezas, y de una divinidad de terror, hace una divinidad de misericordia. La Justicia, madre de la paz, sólo sería para la humanidad una causa de desunión, sin esa temperancia que recibe sobre todo de la mujer.


PUREZA DE LA VIDA

Hemos dicho lo que es la mujer en su estado natural; y las narraciones de los viajeros, las inmundicias de la civilización, las aventuras de nuestras emancipadas nos enseñan demasiado hasta qué grado de impudicia puede descender. Es en el hombre que se halla el principio del pudor. ¿Pero realmente es que esa virtud le ha sido dada como en depósito para él? ¿Es que puede serle útil? ¿Es que siquiera le interesa? El hombre es de tal naturaleza que se sonroja sólo de sonrojarse, y que su mayor vergÜenza es en el seno mismo del crimen, afrentarse.

En amor el hombre púdico resulta pronto ridículo; a la misma mujer le repugna el hombre muy tímido. Un verdadero rostro viril no sólo no se sonroja sino que no llora; puedo reconocer un error, sentirlo y repararlo, pero me resisto a la afrenta, y cualquiera que la motiva despierta en mí una sed inextinguible de venganza. Sólo la mujer sabe ser púdica, porque es débil; y por ese pudor que es su más preciosa prerrogativa, triunfa de los rencores del hombre, y alegra su corazón. La mujer es soberana sobre todo por el pudor. ¡Hablad pues, de llevar esa virtud a su activo! ... He dicho que, en principio, no había mujer fea; añado que tampoco hay mujer impura. La impura se halla fuera de su sexo, es una hembra de mono, de perro o de puerco, metamorfoseada en mujer. Pero tratad de tomar el pudor de la mujer como base de un derecho real; de hacer de esa castidad que tanto la eleva, de ese espíritu de tolerancia, de paciencia y de resignación que ha recibido como compensación una suerte de especialidad económica, y de función social, y en vez de honrar a la mujer, la envileceréis, pensáis libertarla, y la arrojáis al oprobio.

Así puede decirse que entre el hombre y la mujer existe una cierta equivalencia procedente de la comparación de sus naturalezas respectivas, desde el doble púnto de vista de la fuerza y de la belleza; si por el trabajo, el genio y la Justicia el hombre es a la mujer como veintisiete es a ocho, la mujer a su vez, por las gracias de su cuerpo, por la amenidad del carácter y la ternura de su corazón es al hombre como veintisiete es a ocho. Pero, por más que hayan dicho los economistas no es posible con eso ningún contrato de venta, de cambio, ni de préstamo: las cualidades del hombre y de la mujer, son valores inconmutables; apreciar los unos según los otros, es reducirlos igualmente a nada. Y como toda cuestión de preponderancia en el gobierno de la vida humana depende del orden económico, del orden filosófico o jurídico, es evidente que la supremacía de la belleza, hasta moral e intelectual no puede crear una compensación a la mujer, cuya condición queda fatalmente subordinada. El hombre y la mujer pueden ser equivalentes ante lo absoluto; pero no son iguales, no lo pueden ser, ni en la familia, ni en la sociedad.


DESTINO DE LA MUJER

El problema parece, pues, insoluble: ¿Quién redimirá a la mujer, si ella no puede redimirse por el ideal? Y si la mujer no es redimida, si debe seguir siendo sierva, ¿qué es del hombre y de la sociedad? Si se declara imposible el pacto conyugal, la Justicia se queda sin órgano; cae de nuevo en el estado de simple noción; toda moralidad, toda libertad expiran: la creación es absurda. Mujer, tú no puedes ser mi asociada, ni mi esposa, y no te quiero por cortesana. Hay que maldecir a la naturaleza y que el mundo acabe: yo te aplasto ...

Un esfuerzo todavía, y tal vez se me aparecerá la verdad. ¿Ese problema tan arduo no se resolverá precisamente por lo que hemos dicho, y cuyo lenguaje humano, forzosamente analítico, nos disfraza el sentido? Condensemos nuestras ideas y procuremos deducir su fórmula.

La poesía primitiva tuvo por carácter particular personificar las facultades humanas; ese fue el origen de la mitología.

Minerva es la sabiduría y Venus la belleza.
Ya no es el vapor que engendra el trueno:
Es Júpiter armado, para asustar a la tierra.

Lo que la poesía sueña, la naturaleza lo realiza: ¿ qué es la mujer?

La mujer es la conciencia del hombre personificada. Es la encarnación de su juventud, de su inteligencia y de su Justicia, de lo que hay en él de más puro, de más íntimo, de más sublime, y cuya imagen viviente, parlante y muriente le es ofrecida, para reconfortarlo, aconsejarlo y amarlo sin fin ni medida. Ella nació de ese triple destello que, partiendo del rostro, del cerebro y del corazón del hombre y haciéndose cuerpo, espíritu y conciencia, produce como ideal de la humanidad, la última y la más perfecta de las criaturas. ¿Y por qué, una vez más, esa creación poética en la cual la naturaleza parece haber procedido más que como economista como artista? ¿Para qué era necesario que el hombre tuviese sin cesar ante sus ojos, muy cerca de su corazón, ese ídolo de sí mismo, y como su alma en persona?

Lo he dicho hace poco al hacer el análisis de las cualidades de la mujer; pero bueno será que lo repita.

La mujer ha sido concedida al hombre para que le sirva de auxiliar, como dice el Génesis. No que la mujer haya de ayudar al hombre a ganar su pan; es lo contrario que ocurrirá. La capacidad productora de la mujer no es el tercio de la del hombre (ocho a veintisiete); si los ingresos de la comunidad, producto del trabajo de los dos esposos se representan por treinta y cinco, el gasto de la mujer será al menos de diez y siete cinco, y, en cuanto haya hijos, veinte, veinticinco, treinta. Cuanto más se civiliza la sociedad más aumenta el gasto relativo de la mujer: en el fondo el hombre, contento de reparar y sostener su máquina, sólo trabaja para su mujer y para sus hijos.

La mujer es un auxiliar para el hombre, porque mostrándole la idealidad de su ser, se hace para él un principio animador, una gracia de fuerza, de prudencia, de justicia, de paciencia, de valor, de santidad, de esperanza, de consuelo, sin lo cual sería incapaz de sostener el peso de la vida, de guardar su dignidad, de llevar su destino de aguantarse a sí mismo.

La primera mujer, madre del amor, fue llamada Eva, Zoé, Vida, según el Génesis, porque la mujer es la vida de la humanidad, más viva que el hombre en todas sus manifestaciones. La segunda mujer la llamaban Eucaris, llena de gracias, gratia plena, hija de Ana (la graciosa), esa es la auxiliar, la esposa ... Las descripciones amorosas no sientan bien en mi pluma, permítaseme atenerme al simbolismo cristiano que es, después de todo, lo que conozco mejor sobre esa delicada cuestión.

La mujer es el auxiliar del hombre, primero en el trabajo por sus cuidados, su dulzura, su caridad vigilante. Es ella que seca su frente inundada de sudor, que descansa en sus rodillas su fatigada cabeza, que calma la fiebre de su sangre y coloca el bálsamo en sus heridas. Ella es su hermana de la caridad. ¡Oh!, que ella le mire solamente, que ella sazone con su ternura el pan que le trae: él será fuerte como dos, trabajará por cuatro, él no tolerará que se hiera entre las zarzas, que se ensucie entre el fango, que se fatigue, que sude. ¡Vergüenza y desdichas para él si hiciese trabajar a su mujer! Más sabia que los filósofos la naturaleza no ha formado una pareja trabajadora de dos seres iguales; ella ha previsto que un par de compañeros no harían nada de provecho. A poco que su mujer le sostenga, el trabajador vale por dos: es un hecho del que se pueden convencer que, de todas las combinaciones de taller, la que da la mayor suma de trabajo proporcionalmente a los gastos, es el matrimonio.

Siendo una auxiliar espiritual, por su reserva, su simplicidad y su prudencia, por la vivacidad y el encanto de sus intuiciones, la mujer no puede dedicarse a pensar: ¿nos imaginaremos una sabia buscando en el cielo los planetas perdidos, calculando la edad de las montañas, discutiendo puntos de derecho y de procedimientos? La naturaleza, que no crea empleos dobles, ha dado otro papel a la mujer: es por ella, por la gracia de su divina palabra, que el hombre da vida y realidad a sus ideas llevándolas sin cesar de lo abstracto a lo concreto; es en el corazón de la mujer que deposita el secreto de sus planes y de sus descubrimientos, hasta el día en que podrá producirlos con toda su potencia y brillantez. Ella es el tesoro de su sabiduría, el sello de su genio.

Auxiliar, por lo que toca a la Justicia, es ángel de paciencia, de resignación, de tolerancia, la guardadora de su fe, el espejo de su conciencia, la fuente de sus entusiasmos. El hombre no soporta crítica ni censura que proceda del hombre; la misma amistad es impotente para vencer su obstinación. Menos todavía sufrirá perjuicios e injurias: sólo la mujer sabe hacerle rectificar, y le inclina al arrepentimiento y al perdón.

Contra el mismo amor y sus abusos, es para el hombre el único remedio.

De cualquier parte que se la mire ella es la fortaleza de su conciencia, el esplendor de su alma, el principio de su felicidad, la flor de su ser. ¡Qué potencia en sus miradas! ¡Qué deliciosa es apoyada en el brazo de su prometido! ¡Y cómo se emociona él junto a ella! ... Vencido, culpable, es todavía en el seno de la mujer donde halla el consuelo y el perdón; sólo ella puede tener en cuenta sus intenciones ocultas, descubrir en sus pasiones motivos de excusa, lo cual no aprecia la Justicia de los hombres.


FORMACIÓN DEL PACTO CONYUGAL: PRIMER GRADO DE JURISDICCIÓN

El hombre y la mujer se han conocido, se aman.

El ideal los exalta y los embriaga; sus corazones laten al unísono; la Justicia acaba de nacer en su común conciencia. Toda la creación que, del musgo al mamífero, ha preparado por medio de la diferencia de los sexos, el inefable misterio, aplaude el matrimonio.

Démonos cuenta de ese pacto, el primero de los que el hombre había de hacer, sin el cual los otros serían rescindidos como de pleno derecho y que jamás tendría su igual.

¿Cuál es aquí la relación de las partes? En otros términos: ¿Qué es objeto del contrato? No son los servicios: del hombre a la mujer el cambio de servicio se concibe sin duda, y puede existir; de ahí el contrato de domesticidad. Pero la esposa no es la sirvienta; esto no puede discutirse. El mismo concubinato y la maternidad, junto a los servicios domésticos, no bastarían a hacer pasar la mujer, del rango de doméstica al de matrona: todo eso se puede liquidar con dinero, mientras que los honores de la esposa no pueden valorarse ni en mercancías ni en moneda. No es, en fin, el placer que es objeto del matrimonio: lo hemos probado sobradamente por el análisis del amor y de sus obras.

El matrimonio es la unión de dos elementos heterogéneos, la potencia y la gracia; el primero representado por el hombre, productor, inventor, sabio, guerrero, administrador, o magistrado; el segundo, representado por la mujer, de la que lo único que se puede decir, es que es, por naturaleza y destino, la idealidad realizada y viviente de todo lo que el hombre posee en él en un grado superior, la facultad en los tres órdenes de trabajo, de saber y de derecho. He aquí por qué la mujer quiere el hombre fuerte, valiente, ingenioso, y le es indiferente si sólo es gentil y bonito; porque él, por su parte, la quiere bella, graciosa, discreta y casta.

¿Qué chispa va a nacer de esa pareja?

Es un principio fundamental en teología: principio que hemos hecho nuestro, por la manera que nos hemos dado cuenta del origen del progreso, o por decir mejor, del origen del pecado, que el hombre nada puede ser sin el auxilio de la gracia, en lenguaje filosófico, sin ideal; que sin esa excitación poderosa no llega a ser ni laborioso, ni inteligente, ni digno; y acaba en la vagancia, la imbecilidad y la abyección. La gracia o el ideal son el alimento de que se nutre la energía del hombre, lo que desarrolla su genio y fortifica su conciencia. Por esa gracia divina conoce la vergüenza y el remordimiento, se hace industrioso, filósofo, poeta; es un héroe o un juez justo, sale de la animalidad y se eleva a lo sublime.

Tal es, pues, la serie de ideas que ha decidido la creación de la mujer y ha fijado su misión.

Sin una facultad positiva y predominante de justicia, no hay sociedad; sin un sentimiento profundo de la dignidad personal, no hay Justicia; sin ideal no hay dignidad, sin la mujer, y el amor que ella inspira, no hay ideal; por decirlo mejor, el ideal resulta impotente, la gracia es ineficaz y aborta. Hemos visto lo que sería la mujer sin ese tesoro de sentimientos y de ideas que la potencia viril derrama en su corazón, y cuya sola pena es la de idealizarlo; el hombre a su vez, sin la gracia femenina, no habría salido de la brutalidad de la edad prehistórica: violaría su hembra, ahogaría sus pequeñuelos, se dedicaría a cazar a sus semejantes para devorarlos.

De ahí se sigue que la unión del hombre y la mujer no constituye un pacto sinalagmático, en el sentido y las condiciones del contrato de mutualidad, pues un tal pacto supone a los contratantes o cambistas respectivamente completos en su ser, parecidos en su condición, ilúminados, además, por la Justicia, en nombre de la cual se asociarían o tratan de la permuta de sus servicios y productos. El hombre y la mujer forman en lo moral como en lo físico, un todo orgánico, cuyas partes son complementarias una de otra; es una persona compuesta de dos personas, un alma dotada de dos inteligencias' y dos voluntades. Y ese organismo tiene como finalidad crear la Justicia, dando el impulso a la conciencia, y hacer posible el perfeccionamiento de la humanidad por ella misma, es decir, la civilización, todas sus maravillas. ¿Cómo se cumple esa justificación? Por la excitación del ideal, lo que los teólogos llaman gracia, y los poetas amor. He aquí toda la teoría. La edad de los amores es la épOca de la explosión del sentimiento jurídico. Sin duda la belleza de la mujer se esfuma con la edad; el mismo hombre, poco a poco, obedece a otras influencias ; pero una vez templado en la Justicia ya no retrocede más; y es un hecho que la corrupción de las sociedades no empieza por las generaciones que han amado, empieza por las que no han amado todavía, o por aquellas en quienes la voluptuosidad ha tomado el lugar del amor. Quitad a la juventud el pudor y el amor, dadle, en cambio, la lujuria, y ella perderá pronto hasta el sentido moral; será una raza destinada a la servidumbre y a la infamia.

No obstante, unidos por la gracia, la poesía y el amor, el hombre y la mujer no dejan por ello de estar sometidos a las condiciones económicas de la existencia; hay que trabajar, economizar, orientarse a través de las dificultades de la vida. ¿Cómo van a regirse las condiciones de su alianza, puesto que, en definitiva, no hay sólo entre ellos un pacto de amor, sino además una constitución de derecho?

El hombre y la mujer se casan bajo la promesa y la ley de una asistencia recíproca absoluta. El esposo se debe por completo a la esposa, la esposa se debe por completo a su esposo, y tal es la naturaleza de esa reciprocidad que no tiene por objeto una finalidad positiva, material como lo exige la ley de toda sociedad civil o comercial: en el matrimonio las ventajas materiales sólo son un accesorio, diré casi un accidente, cuyo reparto está lejos de poder ser apreciado como una compensación de lo que se da. Como premio de sus trabajos, de sus luchas, de los daños que el honor de la comunidad y la gloria de su mujer le inspira, el hombre recogerá: ¿qué? Una sonrisa. La mujer, a su vez, como premio de sus cuidados, de su ternura, de su virtud, alcanzará: ¿qué? Un beso. En las dos partes sacrificio completo de la persona, abnegación entera del yo, el riesgo de la vida y del ser por una recompensa ideal: he aquí el sacramento de Justicia, he aquí el matrimonio.

¿El hombre y la mujer han sido hechos iguales para esa unión? En resultado, desde el punto de vista de la dignidad y de la felicidad, en el secreto de la cámara nupcial y en su fuero interno, sí, son iguales; el matrimonio fundado en una adhesión recíproca absoluta, implica comunidad de fortuna y de honor. Ante la sociedad, y en la práctica exterior, en todo lo que concierne a los trabajos y a la dirección de la vida, la administración y la defensa de la República, esa igualdad no existe, no puede existir. Mejor dicho, la mujer ya no cuenta, es absorbida por su marido. ¿Y por qué? De un lado, la mujer no puede sostener, por la potencia de facultades, la comparación con el hombre, ni en el orden económico e industrial, ni en el orden filosófico y literario, ni en el orden jurídico; y esos tres órdenes de manifestaciones corresponden a las categorías de lo útil, de lo verdadero y de lo justo, abarcan los tres cuartos de la vida social. Bajo ese aspecto, la sociedad, al rehusar a la mujer la igualdad, no le causa ningún daño: ella la trata según sus aptitudes y prerrogativas. En el orden político y económico, la mujer no tiene verdaderamente nada que hacer: su papel sólo empieza más allá. -Ella recupera la ventaja- diréis-, por la gracia y la belleza y las influencias que de ella resultan. -Sí, pero una vez más, no es a la sociedad militar, industrial, gubernamental, filosófica, jurídica a quien toca hacer la compensación. El Estado o la sociedad, como se quiera, no conoce, no puede conocer cosas relativas al ideal, al amor. Es el esposo, representante de la sociedad con respecto a la mujer, quien ha de reembolsar a su esposa: lo que hará, pero fuera de ese trato y en otra moneda, es el sacrificio de sí mismo, o en otros términos, por el amor conyugal. Salid de ese sistema y cambiáis el orden de la naturaleza, hacéis al hombre miserable, sin hacer a la mujer más digna ni más feliz. La igualdad de derechos civiles y políticos, al suponer una asimilación de las prerrogativas de gracia de que la naturaleza ha dotado a la mujer con las facultades utilitarias del hombre, resultaría que la mujer, en lugar de elevarse por ese mercantilismo, sería desnaturalizada, envilecida. Por la idealidad de su ser, la mujer se halla, por decirlo así, fuera de precio. Llega más alto que el hombre, pero con la condición de ser llevada por él. Para que ella conserve esa gracia inestimable, que no es una facultad productora, un valor cambiable, sino una cualidad trascendental, es preciso que acepte la ley de la potencia marital: la igualdad en el fuero externo la hace al hombre odiosa y fea, y sería la disolución del matrimonio, la muerte del amor, la pérdida del género humano.

Tal es el matrimonio teórico, matrimonio que se realiza punto por punto en la colectividad social, por el conjunto de relaciones que sostienen entre los dos sexos, y compensación hecha de las anomalías de detalle y de los reproches individuales, aunque no se dejará de decir que ese matrimonio perfecto es aún, para la inmensa mayoría de individuos de uno y de otro sexo, una utopía. Esto nos conduce a nueva fase de la cuestión.


LA FAMILIA: SEGUNDO GRADO DE JURISDICCIÓN

Sí, se dice, el himeneo, al igual que el amor, es un puro ideal; si su teoría, por su misma sublimidad, es inaplicable, o por lo menos inaplicado en la práctica cotidiana, no sería más simple, más seguro, más moral incluso permitir al vulgo la libertad de las uniones naturales. ¡Qué raro es que el amor, tal cual lo sueñan el joven y la muchacha, preseda el matrimonio! ¡Y cuántos vicios, decepciones deshonra a esa unión reputada santa! Del lado masculino, ¡qué brutalidad, qué egoísta pereza, qué cobarde tiranía, cuánta crápula! En la mujer, ¡cuánta ligereza, cuánta locura, y a veces cuánta insolencia! ¡Cuánta inepcia y verbosidad! ¡Qué blandura y qué abuso en su vana coquetería! ¿Qué esperar para el progreso de la Justicia y de las costumbres, de parejas tan lamentables?

La objeción es antigua; es la misma que antaño sugerió la idea de reservar a la aristocracia el privilegio del sacramento¡ mientras que la, vil multitud estaría relegada con los esclavos a la prostitución y al concubinato.

Los que no atreviéndose a denigrar la institución alegan sus riesgos, y acusan de indignidad matrimonial a la mayoría de esposos, olvidan que el matrimonio, necesario por otra parte a la sociedad, indispensable a los hijos, está hecho sobre todo para esas almas defectuosas que se quisiera descartar. Es así que se hizo la primera civilización, la cual comenzó por la abolición de la promiscuidad y del amor pasajero; y ese débil ideal que presentan en las naturalezas salvajes el amor y la mujer se vió súbitamente consolidado y acrecido por el matrimonio.

Si algo puede, en efecto, reanimar el amor saciado, elevar a la mujer que se ha entregado, recrear esa idealidad, siempre pronta a perecer en la posesión, es la idea, inherente al sacramento, y que se apodera de la conciencia de los esposos; que entre ellos hay algo más que el amor, algo que se halla por encima del amor como el amor se halla por encima del celo de los animales. Ese algo nos es conocido: es el culto que el hombre y la mujer se dan uno al otro, culto que, en el primero, se dirige a la gracia, al pudor y a la belleza, y, en la segunda, a la potencia.

En dos palabras, la misma persona, hombre o mujer, parecerá siempre mejor y más bella a la que le ama, en el matrimonio que fuera del matrimonio, Tendré lástima a quien, después de haber leido todo lo que precede, pidiese todavía la razón de ello.

El matrimonio es hasta tal punto la ley de la humanidad, en todos los grados de la civilización y en todas las condiciones sociales, que, apenas unidos en la Justicia, los esposos, por bárbaros que sean, se encuentran capaces de dar la iniciación jurídica a otros seres, y de elevarse aún por esa iniciación: es lo que ha previsto la naturaleza, y la experiencia prueba cada día que no se ha equivocado.

La humanidad está sometida a la ley de la renovación. A esa obra de reproducción concurren los dos sexos, facilitando el hombre el germen, la mujer dando al embrión la primera crecida. ¿Por qué esa división? ¿Por qué la mujer ha sido encargada con preferencia al hombre de las funciones de la maternidad?

La fisiología indica una primera causa: el cuidado de la tierna infancia conviene mejor al más tierno, al más sensible y al más compasivo de los cónyuges. La economía doméstica da un nuevo motivo: debiendo el hombre producir para toda la familia, importaba dejar sus movimientos en libertad. Pero la teoría del matrimonio nos da la razón suprema, a saber: la educación de los hijos.

El nuevo individuo no puede quedar en una inmovilidad anímica hasta la época en que recibirá por el amor la revelación de la Justicia: el orden de la familia, la dignidad de la infancia, exigen que esa joven conciencia salga de la inercia por una iniciación preparatoria. Esa primera iniciación del derecho y del deber, es la madre, quien la da bajo la sonrisa paternal.

Lo que la mujer, el sexo gracioso recibe por el matrimonio del sexo fuerte, y que ella idealiza hasta cierto punto, lo enseña a su hijo; ella se hace a su vez, por el amor maternal, educadora del nuevo hombre; el padre, por su autoridad, aparece como garante y guardián.

Suprimid el matrimonio; la madre sigue con su ternura, pero sin autoridad, sin derecho. De ella a su hijo no hay más Justicia; hay bastardía; un primer paso hacia atrás, la vuelta a la inmoralidad.

Tal es, pues, según el orden de la naturaleza, el desarrollo orgánico de la Justicia. El aparato jurídico existe, funciona, pero su acción no pasa los límites de los esposos, que son el ideal. Por la generación la idea del derecho adquiere un primer crecimiento, primero en el corazón del padre. La paternidad es el momento decisivo de la vida moral. Es entonces que el hombre se asegura de su dignidad, concibe la Justicia como su verdadero bien, como su gloria, el monumento de su existencia, la más preciosa herencia que puede dejar a sus hijos. Su nombre, un nombre sin tacha, que hará pasar como un título de nobleza a la posteridad; tal es, en adelante, el pensamiento que llena el alma del padre de familia.

Hay en el amor un momento de entusiasmo que no conocen ni el sensualista voluptuoso, ni el amante platónico; es cuando, después de los primeros días de felicidad, el hombre, en el seno de los goces conyugales se siente embarazado por la idea de la paternidad. Releed en Milton la plegaria de Adán, llamando la bendición del cielo sobre su primer hijo: los sentidos, el ideal, el amor, todo ha desaparecido, sólo ha quedado la Caridad y la Conciencia, diosas de las uniones santas y de las concepciones inmaculadas. Todas las naciones han consagrado esa fiesta sublime de la paternidad por una institución, que una Justicia más rigurosa ha debido más tarde ahogar, la primogenitura.

Ha llegado el niño, Parvulus natus est nobis; es un presente de los dioses. Se le nutre con leche y miel hasta que aprenda a discernir el bien del mal; es la religión de la Justicia que prosigue su desarrollo. ¿Cómo el hombre no sentiría la nobleza del cumplimiento de ese deber sagrado? ¿Cómo la mujer no se haría espléndida? Del esposo a la esposa, la Justicia ha establecido ya, sin perjuicio para el amor, una cierta subordinación; del padre y de la madre a los hijos, esa subordinación aumenta todavía, y forma la jerarquía familiar, pero para debilitarse más tarde y resolverse, después de la muerte de los padres, en la igualdad fraternal. Esto quiere decir que, durante la primera edad, la Justicia es una fe y una religión, no una filosofía o una contabilidad: así el respeto del hombre por el hombre, libertado ahora de las excitaciones del amor y del ideal, alcanza a su apogeo en el corazón de los hijos, bajo el nombre para siempre consagrado de piedad filial. Padre de familia, tú debes ser un día el primero y el mejor amigo de tu hijo; no te apresures no obstante demasiado, si no quieres correr el riesgo de su ingratitud. La más sólida garantía que tú puedes darte de la amistad de ese hijo cuando será ya hombre, es la prolongación de su respeto.

Así el matrimonio, por la misteriosa relación de la fuerza y de la belleza, forma una primera jurisdicción; la familia; por la comunidad de conciencia que rige sus miembros, por la similitud de espíritu y de carácter, por la identidad de la sangre, por la unidad de acción y de interés, forma una segunda: es un embrión de República, donde la igualdad comienza a apuntar bajo la autoridad jerárquica, pero vitalicia, de la madre y del padre. En ese pequeño Estado los derechos y deberes para cada uno, se deducirán de la teoría del pacto conyugal: no es necesario reproducir las fórmulas.

La última palabra de esa constitución, mitad fisiológica mitad moral, es la herencia: ¿no es una vergÜenza para nuestro siglo XIX que sea preciso todavía defenderla?

La humanidad que se renueva constantemente en sus individuos, es inmutable en su colectividad, de la cual cada familia es una imagen. ¿Qué importa ya que el gerente responsable cambie, si el verdadero propietario y usufructuario, si la familia es perpetua?

Muy lejos de restringir la sucesionabilidad, yo quisiera extenderla todavía a favor de los amigos, de los asociados, de los compañeros, de los colegas y de los mismos criados. Es bueno que el hombre sepa; que su pensamiento y su recuerdo no morirán; además, que no es la herencia lo que hace las fortunas desiguales, sólo las transmite. Haced el balance de los productos y de los servicios y no podréis alegar nada contra la herencia.


LA CIUDAD: TERCER GRADO DE LA JURISDICCIÓN

La idea de considerar la Justicia no ya sólo como una noción del entendimiento o una hipótesis de nuestra economía, sino como una facultad positiva del alma, y, por consiguiente, de buscar a esa facultad un órgano en la constitución del ser humano, esa idea, digo, es tan extraordinaria, que le será difícil introducirse; aun deseando ver adquirir más certeza a los principios morales y apoderarse de los espíritus con más fuerza, hubiéramos querido conservarles ese claro obscuro que parece acrecer el respeto por el misterio.

Un poco de reflexión, no obstante, hará comprender que en todo lo que hemos dicho acerca de la Justicia no hay nada que no esté fundado sobre la misma naturaleza de las cosas; en cuanto al misticismo, sería preciso ser bien pobre de juicio para no reconocer que no faltará nunca a nuestro saber.

Por más que el hombre extienda el círculo de sus ideas, sus luces no serán siempre más que una chispa proyectada en la noche inmensa que lo envuelve.

El matrimonio, explicado al fin, no es siempre un misterio. Acojamos, pues, con satisfacción y reconocimiento la verdad que se nos ofrece.

Todo poder, toda ley de la naturaleza tiene por órgano el cuerpo o el fenómeno en que se manifiesta.

Así, para no perder el tiempo con ejemplos, hay una fuerza que anima todos los seres y les da su primera realización: esta fuerza es la atracción. La atracción tiene por órganos todas las existencias en que ella se manifiesta, sea, por ejemplo, nuestro sistema planetario. Pero la atracción está sometida a una ley que no es menos universal: esa ley es el equilibrio. ¿Dónde se manifiesta a su vez el equilibrio? ¿Por medio de qué aparato? Y respondo todavía. Por medio de la balanza. Cuantas veces dos o más seres hallan entre ellos es una relación de atracción tal que están en equilibrio; la ley ha hallado su órgano: la Tierra y la Luna; Júpiter y sus satélites, el Sol y su cortejo son balanzas semejantes a las que utilizan los comerciantes para pesar sus mercancías.

En el ser viviente la ley hace más que realizarse, está concebida por él; la siente, la comprende. Para esa concepción de la ley ha necesitado el ser viviente un órgano particular, el encéfalo.

Pero no es esto todavía; la ley es más que una idea, una noción percibida por el cerebro; se convierte, al ser aplicada a las relaciones de la vida moral, en una suerte de pasión por el ser, en una ardidez, en un amor. Por esa nueva transformación de la ley, yo digo que ha sido necesario un nuevo órgano, y ese órgano yo creo verlo en la pareja conyugal.

Así se desarrolla según la filosofía del matrimonio, el génesis universal:

Una sola fuerza en la naturaleza: la atracción.

Una sola ley: el equilibrio.

Una sola idea: la noción del equilibrio, en otros términos, el conocimiento de las relaciones o de la razón de las cosas, a la cual se dirige toda filosofía.

Un solo sentimiento: el amor engendrado por la idealización de las relaciones y su división cualitativa (separación de los sexos).

Una sola religión: el respeto a la verdad y a la integridad de las relaciones personales y reales, LA JUSTICIA.

En todo y siempre, el mismo principio: lo que el equilibrio es a la atracción y a la materia, la ecuación al espíritu, el amor al alma, el ideal a la libertad, la Justicia lo es a la sociedad humana. Y como toda ley se identifica, con cada existencia que está llamada a regir, hemos visto a la Justicia, después de haberse realizado al llamamiento del amor, en la pareja conyugal, realizarse con más amplitud en el grupo familiar.

Un paso más y nuestra teoría del matrimonio o del organismo jurídico es completa.

En el punto a que hemos llegado va a ocurrir un fenómeno curioso: es la degradación del ideal, que haciendo a los sexos indiferentes el uno al otro amenaza abolir la Justicia.

La iniciación familiar es una semi-iniciación, que sostienen muy bien durante algún tiempo la autoridad paternal, la confianza de los hijos, la religión doméstica; pero que, de hermano a hermana, no tiene la misma actividad, y, reducida poco a poco a una simple costumbre, a un recuerdo, a una simpatía se halla en peligro de perderse.

Es necesario que el amor vaya de nuevo a reconfortar la conciencia de los jóvenes, pero ese amor no puede ya existir entre ellos, pues se ha agotado en la unión que les ha dado el ser. Entre el hermano y la hermana, como entre el padre y la hija, el hijo y la madre, la consanguinidad y la familia han creado una imposibilidad de amor que todas las legislaciones han consagrado, y cuya razón es fácil de comprender.

Del lado de los padres hay, primero, el amor paternal y maternal, positivamente distinto del amor conyugal, y que lejos de debilitarse, aumentando con los años, excluye radicalmente la sucesión de dos clases de amor en un mismo individuo. Del lado de los hijos, la repugnancia no es menor: la educación que han recibido ha levantado entre ellos y sus autores una barrera infranqueable de castidad. Pues castidad es respeto y justicia; tanto más, por consiguiente y por razón de su mutuo afecto, los esposos, habrán desarrollado entre ellos y alrededor de ellos, pudor, bienestar, honestidad, piedad filial, más que eso mismo habrán dado a sus hijos, con respecto a ellos, la idea de otro amor insoportable. La familia es la sede de la castidad, y así como la ternura paternal va creciendo en los padres con la edad y aleja cada vez más todo pensamiento obsceno, todo deseo amoroso, en los hijos la deferencia, tomando un tinte cada vez más pronunciado de veneración, ahoga desde su raíz la inclinación sexual.

Entre hermanos y hermanas la incompatibilidad es menos fuerte; no obstante existe, y las cosas pasan de un modo parecido.

Las causas de esa incompatibilidad son: la costumbre y la familiaridad doméstica, poco favorables al ideal, sin el cual no hay amor; el uso común de las cosas, que las hace triviales y aumenta la dificultad de la idealización amorosa; la amistad fraternal, nacida pronto, bajo la influencia del pudor doméstico y del respeto familiar, que empuja a los jóvenes a la igualdad, no al amor; el parecido de caracteres, de espíritu, de estilo, de temperamento, que deja fríos los corazones y las personas sin atractivo; la repugnancia de la sangre que reclama con fuerza un cruce.

El amor, para producirse, necesita sorpresas, contrastes de una cierta rareza que excluye la vida de familia; y el pudor de que se acompaña es también de otro orden. Entre personas que se conocen demasiado, el amor se hace trivial y grosero; aún entre esposos la familiaridad tiene sus límites. Cuanto más castas sean las costumbres en la familia, la afección más sincera, y prolongado el trato entre las personas, más horrible parecerá el amor entre el hermano y la hermana; y se puede sentar el aforismo de que las razas incestuosas son razas de iniquidad.

La Iglesia ha extendido el impedimento, por consanguinidad, hasta los tíos y sobrinos, sobrinas y tías, primos y primas; creo que puede aceptarse el límite impuesto por el Código, mientras no se olvide, no obstante, que la naturaleza ha sancionado la ley que prohibe parecidas uniones, castigando con frecuencia con daños incurables a los que la violan. Todos sabemos que la extinción de las familias nobles y principescas ha tenido por causa primera el orgullo de raza que hacía difíciles los cruces; y sé por el sabio profesor del Instituto de sordo-mudos de París, M. Remy Valade, que la principal causa de sordera en los niños es debida a la consanguinidad de sus autores.

El cruce de las familias y de las razas, tal es, pues, según las previsiones de la naturaleza y el génesis de la Justicia, el primer origen de la ciudad, la verdadera base del contrato social. Por la ciudad, el organismo jurídico adquiere su último desarrollo, lo que indica el tercer lema de la divisa republicana, Fraternidad.

La pareja conyugal, la familia, la ciudad forman así tres grados de jurisdicción: sirviendo el primero de principio y sostén a los otros dos, de los cuales el tercero, por su razón general libertada de todo individualismo, y por su fuerza de colectividad superior a la totalidad de las acciones individuales, da al matrimonio y a la familia la garantía del respeto del trabajo y de subsistencia que exigen.

Considerado en su materialidad, el sistema social descansa por completo en la diversidad de los sexos; por ahí, la Ética sigue a la Historia Natural; el reino social continúa los tres reinos anteriores, mineral, vegetal y animal; y el matrimonio, institución a la vez fisiológica, estética y jurídica, se revela como el sacramento del Universo.


DISCIPLINA DEL AMOR

Ahora podemos orillar la dificultad que domina toda esa materia: se trata de la disciplina del amor.

El amor en esa organización de la justicia, se presenta como fuerza motriz: es el excitante, el promotor, el coeficiente. Sin él la conciencia se aplasta, la mujer se torna impura, el hombre vuelve a su vagancia y a la ferocidad. Pero, ¿cómo se ejercerá el amor, tan difícil de contentar, y que, además, está prohibido buscar por sí mismo, teniendo en cuenta que perseguido por sí mismo, el amor ya no es el productor de la Justicia, sino su abolición? Ya hemos visto de qué manera, azote de las sociedades, las corrompe en su vitalidad y en su conciencia; ¿por qué modificación se trocará en incorruptible fermento? ¿Cuál será la práctica legítima del amor? Es necesario, hemos dicho, que el amor obedezca; es el objeto, es la promesa del matrimonio: ¿cómo someter a una regla aquello cuya esencia consiste en no reconocer regla alguna, y que el sentir universal declara indomable? ...

Se ha visto en otro estudio cómo se opera la purificación de las ideas y de lo absoluto: es por medio de eliminación, procedimiento análogo que llegaremos a la disciplina del amor, y a la higiene del matrimonio.

El amor, cuya virtualidad se halla en la generación, tiene su causa plástica y motriz en el ideal. Por el ideal se eleva por encima del instinto orgánico, y se ampara del alma, que tan pronto arrebata sobre las olas del deseo, al tercer cielo, como se precipita por la fatiga de la posesión en una frenética impudicia. He aquí en seis líneas la fisiología del amor.

Esperar retenerlo y fijarlo en ese apogeo adonde lo lleva el ideal, es una ilusión que desmiente toda experiencia, y que explica la naturaleza de las cosas. Toda realización del ideal es necesariamente incompleta, y, por lo tanto, falsa; y eso porque lo real sólo puede reproducir un rayo fugitivo de lo ideal; porque lo absoluto y lo real son contradictorios, y que si esto nos da la noción de aquéllo, todo esfuerzo que hagamos por alcanzar lo ideal o lo absoluto, en un objeto que lo realice por entero, sólo conduce al agotamiento del espíritu, con frecuencia a una decepción dolorosa.

Gozar del amor en el infinito de su aspiración, poseer el ideal, es, pues, como la penetración de lo absoluto por el pensamiento, cosa imposible. Por otra parte, combatir el amor, lo mismo que negarse a la concepción de lo absoluto, no es menos que imposible, puesto que no podemos impedirnos de hallar bello lo que es bello, y amarlo; diré incluso que es cosa inmoral: en este punto la religión se halla de acuerdo con la razón, la teología escéptica con la filosofía epicúrea. El cristianismo no ha hecho más que desplazar el amor acercándolo a Dios: se ha guardado bien de querer destruirlo.

Pero, si nosotros no podemos ni adueñamos del amor, ni substraernos a su influencia, hay una cosa que depende de nuestro libre albedrío y en lo cual no pensaron la religión ni la poesía erótica: es nivelar el amor por el amor, de suerte que usemos de su virtud sin dejar de ser dueños de nuestro corazón.

Sé todo lo que hay de paradójico en lo que voy a decir; pero es preciso que lo diga, porque tal es la verdad filosófica, y la razón de las cosas, porque no hay otro preservativo contra los estallidos y las aberraciones del amor, y que tal es, en definitiva, la práctica de lq inmensa mayoría de los hombres; el secreto para escapar a las tribulaciones del amor y conservar la felicidad consiste, para cada uno de nosotros, en amar de espíritu y de corazón a todas las personas del sexo opuesto, y sólo poseer conyugalmente a una sola.

¡Es imposible!, exclaman algunos todavía ... Yo respondo que es fácil, excepto tal vez para los novicios cuya imaginación es seducida por primera vez, y para los egoístas que toman por amor la ferocidad de su pasión.

En lo moral y en lo físico, el amor debuta por una crisis cuyo fin es bien distinto de lo que dicen el corazón y los sentidos, y que es estúpido presentar a la juventud como la última palabra de la felicidad. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión para inculcarle con fuerza, apoyándose en la Justicia y en el sentido común, que el fin del amor, en el ser razonable, no es otro que la posesión, realizándose ese fin sin esperar la posesión, que el amor no depende necesariamente de la posesión; que, al contrario, es prudente guardarse de sus primeras emociones, atendido que toda inclinación contiene más o menos ilusión, toda preferencia del corazón más o menos injusticia, todo amoroso regalo más o menos vergüenza; atendido, sobre todo, que lo bello, moral en tanto que depende de nuestra voluntad, y debiendo ser para nosotros el más precioso bien, si en un matrimonio todas las conveniencias son respetadas, si el deber y la virtud figuran como elemento principal, incluso cuando la inclinación amorosa sea casi nula, la unión se realiza en las mejores condiciones posibles?

Los antiguos siguieron este camino, cuando hicieron del amor el alma universal, el cristianismo también a su vez al identificar a Dios y el amor puro. Cristo es la personificáción del sexo masculino, como la Virgen lo es también del sexo femenino; que toda joven, antes de casarse, aprenda a amar a Cristo; que todo joven se haga caballero de honor de la Virgen.

He aquí lo que nuestros novelistas y dramaturgos, si hubiesen estudiado el corazón humano, si se preocupasen algo de la felicidad pública y de la moral, enseñarían a la juventud. En lugar de hacer que en sus absurdas e inmorales pinturas, sea siempre el amor de inclinación que triunfa, harían ver que tal sentimiento, si no está sostenido por una fuerte dosis de virtud, es casi una garantía del infortunio. Para el poeta cómico, como para el sainetero o el autor de canciones, el amor ofrece una fuente inagotable de ridículo: hay toda una revolución literaria en ese cambio de rumbo que preconizo.

Por perfecta que parezca una prometida, no existe marido, salvo que sea un imbécil a quien una posesión de tres meses no abra los ojos ante otras gracias que las de su esposa; digo lo mismo de ésta con respecto a su marido. Y si, no obstante, lo imprevisto del descubrimiento, ese marido y esa mujer, siguen fieles uno a otro, que la juventud lo sepa, depende de su conciencia, de ningún modo de su predilección.

Ya que por la posesión, el idealismo erótico, se destruye con tanta rapidez como se enciende y que, como dice el proverbio, en la noche conyugal todas las mujeres son grises, ¿qué hay que hacer sino tratar el amor como la razón prescribe de tratar todo ideal, es decir, cultivarlo en la universalidad de su objeto, absteniéndose de todo lo que puede ofrecer de individual, por lo menos hasta el día del matrimonio?

El apóstol ha dicho: Que cada uno de vosotros, tenga su mujer. Yo añadiría si tuviese la autoridad de un apóstol: Que cada hombre ame todas las mujeres en su esposa, y que cada mujer ame en su marido a todos los hombres. Es así que conocerán el verdadero amor y que la fidelidad les resultará dulce. Pues el amor universal tiende por esencia a realizarse en la universalidad: si el hombre y la mujer que se casan, parecen salir de la indivisión, es sólo en cuanto a la cohabitación y a los deberes; por lo demás, es decir, por el ideal, quedan en la comunidad. El matrimonio que los une no es una apropiación de sus cuerpos y de sus almas, como lo dice en otro lugar el mismo San Pablo; es la representación del amor infinito, que vive en el fondo de sus corazones. Por eso el hombre que falta a su mujer, falta a todas las mujeres, y la mujer que falta a su marido, es justamente despreciada por todos los hombres.

El Código civil, intérprete de la Revolución, es admirable en esa materia. Dice:

Art. 212.- Los esposos se deben mutua fidelidad, socorro y asistencia.

Art. 213.- El marido debe protección a la mujer y la mujer obediencia al marido.

Art. 214.- La mujer está obligada a vivir con el marido y seguirlo a cualquier punto en que tenga a bien residir. El marido está obligado a acogerla y a darle todo lo que es necesario para las necesidades de la vida, según sus medios.

Art. 203.- Los esposos, por el solo hecho del matrimonio, contraen juntos la obligación de mantener y educar a sus hijos.

Arts. 146 y 165.- No existe matrimonio, donde no haya consentimiento, públicamente expresado.

La palabra amor no es pronunciada, y no debía serlo: es en esto que el legislador me parece admirable. El amor es el secreto de los esposos, nada debe aparecer de él al exterior, estando sujeto y transfigurado por el matrimonio. Una última ojeada sobre ellos, acabará de probárnoslo: se aman y han vencido al amor.

El primer sentimiento que el hombre siente a la vista de la mujer es todo amor, pero no quedará en esto durante mucho tiempo. De la embriaguez de los sentidos, pasa rápidamente a la adoración del alma, y cuando se imagina ser todavía amante, se ha hecho un justo y un santo.

Todo lo que el hombre ve en la mujer como en un espejo en que se mira su conciencia, la mujer tiende a serlo, y pobre de ella, pobres de los dos, si ella engaña la revelación del amor, si ella falta a la esperanza secreta del hombre.


DESDÉN DEL AMOR SENSUAL Y DE LA VOLUPTUOSIDAD

Que el hombre, atormentado por pensamientos lascivos mire a su mujer y se ruborice, y es feliz ruborizándose, porque la cree al abrigo de su tormento. Sin duda es de él que ella ha recibido el pudor, como ella ha recibido en la ceremonia nupcial la sortija y la corona; pero ese pudor se ha encarnado en su persona y sólo ella sabe ser casta y fiel. ¡Y qué pruebas dará! ¿Se halla él ausente, disgustado, o enfermo? Ella arroja lejos de sí el placer, la continencia no le pesa nada, a sus ojos no existe el sacrificio: su caridad suple el debitum del marido. Joven, ella esperará largos años a su prometido, sin impacientarse por el celibato: mujer, ella lo posee presente y ausente; el nombre de su esposo, unido al suyo le basta. Y la conciencia general de las mujeres es testigo de esa inmensa generosidad de su corazón: ellas desprecian más que nosotros a las lascivas, a las casquivanas, a las infieles.


CONCEPTO SUPERIOR DE LA LIBERTAD Y DE LA FUERZA

Vencida la voluptuosidad, el hombre se troca en héroe, ningún esfuerzo le será penoso: tal es la influencia de la mujer sobre él. Ésta ha dado el ejemplo con su castidad: en cambio exige que el hombre sea animoso, emprendedor, distinguido, siempre pronto al deber y al sacrificio. Ella ya no pide adulación, ni elogios, ni caricias, ni presentes, ni festejos; tiene sed de heroísmo: que él sea cada vez más hombre y ya está contenta. Ella lo odiará egoísta, tampoco lo sufre humilde o familiar con ella; ella lo despreciaría si se hiciese su igual. La necesidad de mandar es nula en ella, sólo hay la necesidad de admirar y de amar. Como ella se complace en debérselo todo, fortuna, honor, virtud, ella lo espera todo, porque producir y dar es la prerrogativa de la fuerza. Que él sea orgulloso, laborioso, indulgente para los otros, severo para consigo mismo; ella dejaría de admirarlo si él se mostrase servil, sin dignidad, esclavo de la avaricia o intimidado por alguien. Y el hombre acepta feliz ese imperio: por esa virtud que encadena su amor, él no quiere servir a alma viviente si no es a su dama; sólo es sensible a una pena, su censura; a una recompensa, su aprobación.


PRÁCTICA DEL TRABAJO Y DE LA JUSTICIA

La mujer, sea lo que sea lo que aprenda o emprenda, no es, por el destino de su sexo, industriosa, agricultora, negociante, sabia, como no es juez, hombre de guerra u hombre de Estado. Ella puede ayudarnos algo en nuestros trabajos, coadyuvar a nuestros negocios con algún consejo: en todo tiempo ha tomado para ella la porción de trabajo más fácil. EHa ha sido pastora, y jardinera, hiladora, tejedora y mujer de su casa; ciertas artes parecen hechas para que sobresalga en ellas, la danza, la declamación, la mímica. En cuanto a su justicia ocurre lo que con su filosofía, no conoce otra que la religión. La mujer que ruega es sublime: el hombre de rodillas es casi tan ridículo como el que hace una pirueta.

Nada de todo eso, no obstante, no constituye la misión de la mujer: su verdadera labor es ser la guardadora de nuestras costumbres y nuestros caracteres, encargada de representar incesantemente en su persona nuestra conciencia ideal. ¿Qué relación hay, decidme, entre parecido destino y el placer? ... Más de un hombre ha debido a la presencia de su mujer el no hundirse; más de una mujer, después de haber soñado en su esposo un conjunto de virtudes viriles, se ha consumido, viéndose unida a un desdichado, a un cadáver.

Y la gloria del hombre es reinar sobre esta maravillosa criatura, poder decirse: Es yo mismo idealizado, es más que yo y, no obstante, no sería nada sin mí. Para ella mi sangre, mi vida, todo mi ser; le pertenezca en cuerpo y alma, como el soldado a su general, como el hijo a su padre, como antaño el esclavo a su dueño. Esto, no obstante, o a causa de esto, he de ser el jefe de la comunidad: si le cedo el mando, ella se envilece y perecemos.

He tenido la felicidad de tener una madre casta entre todas, y no obstante la pobreza de su educación de mujer del campo, tenía un extraordinario buen sentido. Al verme crecer, y ya perturbado por los sueños de la juventud, me dijo: No hables jamás de amor a una joven, aunque te propongas casarte con ella.

Tardé mucho tiempo en comprender ese precepto absoluto en su enunciado, y que proscribía hasta la excusa del buen fin. ¿Cómo el amor, esa cosa tan dulce, podía ser censurado por la boca de una mujer? ¿De dónde había sacado esa moral austera? Jamás, lo declaro, le había oído nada tan contundente. ¿Pretendía acaso que dos esposos no hubieran de amarse? ... No, por cierto. Ella había adivinado, por una elevada idea del matrimonio, lo que el análisis filosófico nos ha demostrado: que el amor debe sumergirse en la Justicia; que acariciar esa pasión, es disminuirse a uno mismo y corromperse; que, en sí mismo, el amor no es puro; que una vez hecho su oficio por la revelación del ideal y al impulso dado a la conciencia, debemos descartarlo, como el pastor, después de haber hecho cuajar la leche, retira el cuajo; y que toda conversación amorosa, incluso entre prometidos, o entre esposos es indecorosa, destructora del respeto doméstico, del amor al trabajo y de la práctica del deber social.

Resumo todo lo que he dicho y lo que me queda por decir en el siguiente cuestionario.

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