Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie GuyauCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo tercero

En qué medida el móvil de la acción puede crear una especie de obligación: poder y deber

Después de haber establecido ese principio que nos parece esencial, la fecundidad moral, nos queda por ver de qué manera y bajo qué forma psicológica se manifiesta: ¿es llevado el ser a prodigarse a los otros por la naturaleza misma de su voluntad o, simplemente, solicitado por el atractivo de un placer especial, placer de la simpatía, de la lisonja, etc.? Veremos, todavía aquí, que el estudio de la dinámica mental ha sido a menudo elemental e incompleto en las escuelas inglesas y positivista.

El kantismo ha tenido ese gran mérito, que no podría ser negado por ninguna teoría naturalista, de considerar el impulso del deber como anterior a todo razonamiento filosófico sobre el bien; en efecto, ninguna razón demostrativa podría llegar a modificar repentinamente la dirección ni la intensidad de este impulso. La teoría del imperativo categórico es, pues, psicológicamente exacta y profunda; únicamente que Kant no tenía derecho a considerar sin prueba ese imperativo como trascendental. Una necesidad práctica interna puede ser una necesidad más o menos mecánica; en la moralidad, como en el instinto, puede existir una especie de poder natural precediendo al saber que nos arrastra a obrar y a producir; ¿acaso no es precisamente propio de las inclinaciones naturales, de los hábitos, de lascostumbres, ordenar al individuo sin dar explicaciones? La costumbre en la conciencia individual, o, en el Estado, como lo decía Pascal, es respetada, por la sola razón de que es recíbida. La autoridad de la ley está a veces completamente concentrada en sí misma, sin relacionarse con ningún principio de moralidad: La ley es ley y nada más. En presencia de todo poder anterior a él, de toda fuerza que no es la de sus ideas razonadas, el entendimiento desempeña siempre un papel secundario que ha mostrado perfectamente el kantismo; se siente ante un misterio. De esto no se deduce, por otra parte, que renuncie a explicarlo, hasta de una manera más o menos superficial; al contrario, no hay nada para lo que la inteligencia humana halle tantas explicaciones como para una cosa para ella inexplicable: ¡Cuántas teorías sobre el bien! ¡Cuántas razones supuestas a partir de esta afirmación no razonada: debo, o, ..como decían los antiguos, es preciso ... (1).

En realidad el razonamiento abstracto es impotente para explicar un instinto, para dar cuenta de una fuerza irracional en su principio mismo; es preciso la observación, la experiencia. Una vez admitido con el kantismo el hecho del deber, tratemos, pues, de analizar ese hecho en sus variaciones esenciales y en sus relaciones con los otros hechos similares de la conciencia. Veremos después, si parece ofrecernos algo de sobrenatural. Kant mismo ha planteado el problema en la célebre prosopopeya: ¡Deber ... ! ¿dónde hallar la raíz de tu noble tallo, que rechaza orgullosamente toda alianza con las inclinaciones ...? Pero Kant no ha respondido verdaderamente a esta interrogación, no ha buscado qué lazo de parentesco podía ligar, a pesar de la apariencia, al deber noble y orgulloso a las otras inclinaciones.

La ley del deber, decía también Confucio en un sentido plenamente kantiano, es un océano sin costa; el mundo no puede contenerla. Por desgracia, a tres horas de la costa, la menor masa de agua parece un océano. Cuando se navega por el río Amazonas, uno cree estar en el mar; para distinguir el río de la mar no hay que tratar de mirar a lo lejos, es preciso inclinarse sobre su agua y probarla. El análisis interior, es también el único medio de apreciar la infinitud real o imaginaria de nuestro horizonte moral.

Lo estudiaremos sucesivamente desde tres puntos de vista: el de la voluntad, el de la inteligencia y el de la sensibilidad.

1) Existencia de un cierto deber impersonal creado por el poder mismo de obrar. Primer equivalente del deber.

Ante todo: ¿cómo mover la voluntad sin recurrir a un deber místico o a tal o cuál placer particular?

Lo que hay de verdadero y profundo en la noción mal elucidada del deber moral creemos que puede subsistir aún después de la depuración que le ha hecho sufrir la teoría precedentemente bosquejada. El deber se relacionará con la conciencia de una potencia interior. Sentir interiormente lo que es capaz de hacer, es, por lo mismo, tomar la primera conciencia de lo que se tiene el deber de hacer.

El deber, desde el punto de vista de los hechos y haciendo abstracción de las nociones metafísicas, no es otra cosa que una superabundancia de vida que pugna por usarse, por darse; hasta ahora se lo ha interpretado demasiado como el sentimiento de una necesidad o de una obligación; al mismo tiempo, es el de una potencia. Toda fuerza que se acumula ejerce una presión sobre los obstáculos colocados delante suyo, todo poder produce una especie de obligación proporcional; poder obrar, es deber obrar. En los seres inferiores en los que la vida intelectual está entorpecida y ahogada, hay pocos deberes pero es que existe poco poder. El hombre civilizado tiene innumerables deberes: es porque tiene una actividad muy rica para gastar de mil maneras. Desde este punto de vista, nada de místico hay en la obligación moral; ella se relaciona con esta gran ley de la naturaleza: la vida no puede mantenerse más que con la condición de expandirse; es imposible alcanzar con seguridad un fin, cuando no se tiene el poder para sobrepasarlo, y, si se sostiene que el yo es para sí mismo el propio fin, esto no es aún una razón para que sea imposible bastarse a sí mismo. La planta no puede abstenerse de florecer; algunas veces florecer, es para ella morir; no importa, la savia siempre asciende. La naturaleza no mira atrás para ver lo que abandona, sigue su camino siempre adelante, siempre más arriba.

2) Existencia de un cierto deber impersonal creado por la concepción misma de la acción. Segundo equivalente del deber.

De la misma forma que la potencia de la actividad crea una especie de obligación natural o de impulso imperativo, la inteligencia tiene por sí misma un poder motor. Cuando uno se eleva bastante alto, se pueden hallar motivos de acción que no obran solamente como móviles, sino que son, en sí mismos, y por sí mismos, motores de la actividad y de la vida, sin intervención directa de la sensibilidad.

Podemos aplicar aquí una importante teoría: la que ha propuesto un filósofo contemporáneo acerca de las ideas~fuerza (2). La inteligencia y la actividad no aparecen más en nuestros días como separadas por un abismo. Comprender es ya comenzar, en sí mismo, la realización de eso que se comprende, concebir alguna cosa mejor que lo que existe, es un primer trabajo para realizar esa cosa. La acción no es más que la prolongación de la idea. El pensamiento es casi una palabra; somos llevados con tanta fuerza a expresar lo que pensamos; que el niño y el anciano menos capaces de resistir a esta fuerza, piensan en voz alta: el cerebro hace, naturalmente, mover los labios. Es de la misma manera que hará obrar, que hará mover los brazos y el cuerpo entero, que dirigirá la vida. No existen dos cosas separadas: concepción del fin y esfuerzo para alcanzarlo. La concepción misma, repitámoslo, es un primer esfuerzo; se piensa, se siente y la acción sigue. Por consecuencia, no hay ninguna necesidad, de invocar un placer exterior como intermediario, ninguna necesidad de término medio, ni de puente para pasar de una cosa a la otra. Acción y pensamiento son, en el fondo, idénticos.

Lo que se llama obligación o fuerza moral es, en la esfera de la inteligencia, el sentimiento de esta radical identidad: la obligación es una expansión interior, una necesidad de perfeccionar nuestras ideas haciéndolas pasar a la acción. Aquel que no obra como piensa, piensa incompletamente. Siente también que le falta alguna cosa, que no está entero, que no es él mismo. La inmoralidad es una mutilación interior. Cada uno de los movimientos de nuestro espíritu agita el cuerpo. No obrar de acuerdo a lo que se cree mejor, es parecerse a alguien que no pudiese reír estando alegre, ni llorar estando triste, que no pudiera, en fin, expresar nada hacia el exterior, traducir nada de lo que siente. Sería el supremo suplicio.

Se ha distinguido demasiado, pues, la voluntad de la inteligencia, de tal suerte que se ha experimentado de inmediato la necesidad de mover la voluntad exclusivamente mediante móviles sensibles. Pero los móviles exteriores no pueden actuar durante todo el tiempo que sería necesario para el mecanismo interno del pensamiento y de la vida. Se puede decir que la voluntad es un grado superior de la inteligencia y la acción un grado superior de la voluntad.

Por consecuencia, la moralidad no es otra cosa que la unidad del ser. La inmoralidad, por el contrario, es un desdoblamiento, una oposición de las diversas facultades que se limitan recíprocamente. La hipocresía consiste en detener la expresión natural del pensamiento y substituirla por una expresión contraria; en ese sentido se podría decir que la inmoralidad es esencialmente hipocresía, y consecuentemente un detenimiento en el desarrollo del ser (3).

3) Existencia de un cierto deber impersonal creado por la fusión creciente de las sensibilidades y por el carácter más sociable de los placeres elevados. Una nueva especie de obligación se deriva de la naturaleza misma de la sensibilidad, que tiende a transformarse por efecto de la evolución.

Los placeres superiores, que toman cada día mayor parte en la vida humana -placeres estéticos, placer de razonar, de aprender y de comprender, de investigar, etc.- requieren mucho menos de las condiciones exteriores, y son mucho más accesibles a todos que los placeres netamente egoístas. La felicidad de un pensador o de un artista, es una felicidad barata. Con un pedazo de pan, un libro o un paisaje, se puede gustar un placer infinitamente superior al que experimenta un imbécil en un coche blasonado tirado por cuatro caballos.

Los placeres superiores son pues, a la vez más íntimos, más profundos y más gratuitos (sin serIo siempre enteramente). Tienden a dividir los seres mucho menos que los placeres inferiores.

Asi, por una evolución natural, el origen de una gran parte de nuestros placeres, parece volver a pasar del exterior al interior. El sujeto sensible puede hallar en su propia actividad, y a veces independientemente de las cosas, una variada fuente de goces. ¿Podrá deducirse de aquí, que se encerrará en sí mismo y se bastará como se bastaba el sabio estoico? Lejos de ello: los placeres intelectuales se distinguen por ser a la vez los más interiores del ser y los más comunicativos, los más individuales y los más sociales. Reunid a pensadores o estetas (siempre que no existan rivalidades personales entre ellos) se estimaran con mucha mayor rapidez y siempre más profundamente que otros hombres; reconocerán de inmediato que viven en el mismo mundo, el del pensamiento, se sentirán de una misma patria. Ese lazo, que se establecerá entre ellos ligará también su conducta y les impondrá en sus relaciones recíprocas una especie de obligación particular, es un lazo emocional, una comunidad producida por la armonía completa o parcial de sensibilidades y pensamientos.

Los placeres humanos, a medida que avanzamos, parecen tomar un carácter cada vez más social y sociable. La idea llega a ser una de las fuentes esenciales del placer. Ahora bien, la idea es una especie de contingente común a todas las cabezas humanas, es una conciencia universal donde están más o menos reconciliadas las conciencias individuales. Al aumentar la parte de la idea en la vida de cada uno, resulta que la parte de lo universal aumenta y tiende a predominar sobre lo individual. Las conciencias se hacen, pues, más penetrables. El que hoy llega al mundo está destinado a una vida intelectual mucho más intensa que hace cien mil años, y, sin .embargo, a pesar de esta intensidad de su vida individual, su inteligencia se encontrará, por decirlo así, mucho más socializada; poseerá mucho menos propio, precisamente porque es mucho más rica. Lo mismo en lo que se refiere a su sensibilidad.

En definitiva, hemos dicho en otra parte al comentar a Epicuro: ¿cuál sería un placer puramente personal y egoísta? ¿Existe un placer de esta clase, y qué parte tienen en la vida? A esta cuestión, siempre actual, responderemos como ya hemos respondido: Cuando se desciende en la escala de los seres, se ve que la esfera donde cada uno de ellos se mueve, es estrecha y casi cerrada, cuando, por el contrario, se sube hacia los seres superiores, se ve a su esfera de acción abrirse, extenderse, confundirse con la esfera de acción de los otros seres. El yo se distingue cada vez menos de los otros yo, o, mejor aun, tiene cada vez mayor necesidad de ellos para constituirse y para subsistir. Ahora bien, esta especie de escala, que recorre el pensamiento, ha sido en parte recorrida por la especie humana en su evolución. Su punto de partida fue ciertamente el egoísmo, pero el egoísmo, en virtud de la fecundidad misma de toda vida ha sido !levado a extenderse, a crear afuera suyo centros nuevos para su propia acción. Al mismo tiempo, han nacido poco a poco, sentimientos correlativos a esta tendencia centrífuga y han ido como recubriendo los sentimientos egoístas que les servían de principio. Marchamos hacia una época en que el egoísmo primitivo será progresivamente apartado y rechazado de nosotros, cada vez más desconocido. En esta época ideal, el ser no podrá más, por decirlo así, gozar solitariamente; su placer será como un concierto en el que el placer de los otros entrará a título de elemento necesario ¿y no es ya así, en la generalidad de los casos, ahora? Cuando, en la vida común, se compara la parte dejada al egoísmo puro y aquella que toma el altruísmo, se verá hasta qué punto la primera es relativamente pequeña; hasta los placeres más egoístas por ser completamente físicos, como el placer de beber o de comer, no adquieren todo su encanto hasta que no los compartimos con los demás. Esta parte predominante de los sentimíentos sociables debe encontrarse en todos nuestros placeres y en todas nuestras penas. Por otra parte, el egoísmo puro no sería solamente, como lo hemos demostrado, una especie de mutilación de sí mismo, sino un imposible. Ni mís dolores, ni mis placeres son absolutamente míos. Las hojas espinosas de la pita, antes de desarrollarse y extenderse en bandas enormes, permanecen largo tiempo colocadas una sobre otra, formando como un solo corazón, entonces las espinas de cada hoja se imprimen sobre su vecina. Más tarde, todas esas hojas han crecido mucho y se han apartado, esa marca queda y crece al mismo tiempo que ellas; es un sello de dolor marcado para toda la vida. Lo mismo ocurre en nuestro corazón, donde vienen a imprimirse desde el seno maternal todas las alegrías y todos los dolores del género humano sobre cada uno de nosotros, haga lo que hiciera, ese sello debe persistir. De la misma forma que el yo, en resumen, es para la psicología contemporánea una ilusión, que no hay una personalidad irreductible, que estamos compuestos por una infinidad de seres y de pequeñas conciencias o estados de conciencia, asi, podría decirse que el placer egoísta es una ilusión: mi propio placer no existe sin el placer de los otros, siento que toda la sociedad debe colaborar más o menos para él, desde mi familia, la pequeña sociedad que me rodea, hasta la gran sociedad en la que vivo (4).

En resumen, una ciencia verdaderamente positiva de la moral puede, en cierta medida, hablar de obligación, y ésto, por una parte, sin hacer intervenir ninguna idea mística y por otra, sin invocar con Bain la coacción exterior y social o el temor interior. No, es suficiente considerar las direcciones normales de la vida psíquica. Se hallará siempre una especie de presión interna ejercida por la actividad misma en esas direcciones; el agente moral, por una propensión a la vez natural y racional, se sentirá impedido en ese sentido y reconocerá que le es preciso realizar una especie de revolución interior para escapar a esta presión; es esa sublevación que se llama la falta o el crimen. Al acometerlo, el individuo se daña a sí mismo: disminuye y extingue voluntariamente algo de su vida física o mental.

La obligación moral, que tiene su principio en el funcionamiento mismo de la vida, resulta, por esta misma causa, tenerlo con anterioridad a la conciencia reflexiva, en las profundidades obscuras e inconscientes del ser, o, si se prefiere, en la esfera de la conciencia espontánea y sintética. El sentimiento de obligación natural, puede reducirse en gran parte a esta fórmula: -Yo compruebo en mí por la conciencia reflexiva, modificaciones que no proceden de ella, sino del fondo inconsciente o subconsciente de mí mismo. A través de la esfera luminosa de la conciencia pasan así rayos provenientes del hogar de calor abscuro que constituye la vida interior.




Notas

(1) Palabra griega que nos es imposible incluir sin una previa reconfiguración de nuestro teclado, misma que, como ya hemos señalado en otra nota, no estamos en posibilidades de realizar. Chantal López y Omar Cortés.

(2) Ver Alfredo Fouillée, La libertad y el determinismo.

(3) Esta teoría ha sido completada con importantes páginas de Educación y Herencia. Entre las ideas-fuerzas más poderosas, halIamos ante todo la del tipo humano normal, idea estética y moral que no es más difícil de adquirir que la del árbol y del animal, por ejemplo, y que una vez adquirida, tiende a realizarse en nosotros. Además, como vívímos en sociedad, concebimos más o menos distintamente un tipo social normal. Del funcionamiento mismo de toda sociedad, como de todo organismo, se desprende, en efecto, la idea vaga de lo que es normal, sano, conforme con la dirección general de los movimientos sociales.

A través de las innumerables oscilaciones de la evolución, nuestro temperamento tiende, sin embargo, a adaptarse cada vez más al medio en que vivímos, a las ideas de sociabilidad y de moralidad. El ladrón de Maudsley. que encontraba tan bueno robar. aunque poseyese millones, es una especie de monstruo social y él mismo debe tener una vaga conciencia de eJlo comparándose a la casi totalidad de los demás hombres; para ser plenamente feliz, necesitaría halIar una sociedad de monstruos semejantes a él, que le devolviesen su imagen. Aunque el remordimiento tenga un origen totalmente empirico, el mecanismo mismo de la naturaleza que lo produce es racional: tiende a favorecer a los seres normales, es decir a los seres sociables y en definitiva morales.

El ser antisocial se aparta tanto del tipo de hombre moral, como el jorobado del tipo de hombre físico; de ahi la vergüenza inevitable que sobreviene cuando experimentamos algún sentimiento antisocial; de ahí también el deseo de borrar esa monstruosidad. Se ve la importancia de la idea de normalidad en la de moralidad. Hay algo de chocante. tanto para el pensamiento como para la sensibilidad, en ser una monstruosidad, en no sentirse en armonía con todos los otros seres, en no poder verse a sí mismo en ellos o halIarlos en uno. No siendo ya la idea de responsabilidad absoluta compatible con el estado actual de la ciencia, el remordimiento se relaciona con una pena, la pena de ser inferior a su propio ideal, de ser anormal y, más o menos, monstruoso. No se puede sentir una imperfección interna sin experimentar vergüenza; esta vergüenza es independiente del sentimiento de la libertad, y, sin embargo, es ya el germen del remordimiento. Yo respondo ante mi pensamiento. en cierta medida. de todo lo que hay de malo en mí, aun cuando no soy yo quien lo ha puesto, porque mi pensamiento me juzga; la monstruosidad produce también el sentimiento de la soledad absoluta y definitiva. que es lo más doloroso para un ser esencialmente social, porque la soledad es una esterilidad moral, una impotencia sin remedio.

Hoy día, el remordimiento puede, a veces, atormentar los corazones, en razón misma de su elevación y de los escrúpulos de una conciencia superior; pero esto es una excepción y no la regla. Las excepciones se explican por el hecho de que el progreso moral, como todo progreso, tiende a destruir el equilibrio entre el ser y su medio, y hace, pues, de toda superioridad prematura, una causa de sufrimiento, pero esa destrucción provisoria del equilibrio primitivo conducirá un día a un equilibrio más perfecto. Los seres que sirven así de transición a la naruraleza, sufren para disminuir los sufrimientos totales de su raza, son las víctimas de la especie. Nos aproximamos a ese momento lejano todavía, a ese ideal límite imposible de alcanzar por completo, en el que los sentimientos de sociabilidad convertidos en fondo mismo de todo ser fuesen bastante poderosos, como para proporcionar la cantidad y la cualidad de sus alegrías interiores a su moralidad, es decir, a su sociabilidad misma. La conciencia individual reproduciría tan exactamente a la conciencia social, que toda acción capaz de trastornar a ésta, trastornaría a la otra en la misma medida; toda sombra producida en el exterior vendría a proyectarse sobre nosotros; el individuo sentiría en su corazón a toda la sociedad viviente.

En una palabra: nosotros pensamos la especie, pensamos las condiciones bajo las cuales es posible la vida para ellos, concebimos la existencia de un cierto tipo normal de hombre adaptado a esas condiciones, concebimos aún la vida de la especie entera como adaptada al mundo y, en fin, las condiciones bajo las que esta adaptación se mantiene. Por otra parte, al no ser nuestra inteligencia individual más que la especie humana y aun el mundo hechos conscientes en nosotros, son la especie y el mundo quienes tienden a obrar por nosotros. En el espejo del pensamiento, cada rayo enviado por las cosas se transforma en un movimiento. Es conocido el perfeccionamiento recientemente introducido en el péndulo, merced al cual puede grabar por sí mismo cada una de sus ligeras e imperceptibles oscilaciones; un rayo de luz lo atraviesa a cada oscilación; ese rayo se transforma en una fuerza, empuja un resorte, el movímiento del péndulo, sin haber perdido fuerza por el rozamiento, viene entonces a traducirse ante los ojos, mediante otros movimíentos, fijándose en signos visibles y perdurables. Es el símbolo de lo que ocurre en el ser vivo y pensante, en el que los rayos enviados. por la universalidad de los objetos atraviesan el pensamiento para inscribirse en las acciones, y en el que cada oscilación de la vida individual deja tras suyo un reflejo de la universal; la vida, al grabar en el tiempo y en el espacio su propia historia interior graba también la historia del mundo que se hace al través.

El tipo de hombre normal posible, una vez conocido, se realiza de una forma u otra en nosotros. Desde el punto de vista puramente mecánico, hemos visto que lo posible no es más que una primera adaptación al medio, que permite, mediando un cierto número de modificaciones, adaptarse de nuevo a otros medios poco diferentes. Desde el punto de vista de la conciencia, lo posible es el sentimiento de una analogía en las circunstancias que reclama actos análogos; es así como el hombre inteligente concibe la conducta que puede seguir con respecto a los demás en analogía con su conducta hacia sí mismo; juzga que puede aliviar el hambre ajena como la suya, etc. El altruísmo, en más de un punto, es así concebido mediante el mismo egoísmo. Toda conciencia de una analogía que satisface al pensamiento abre una nueva vía para la actividad, y ésta tiende a precipitarse en ella. No hay, pues, necesidad de buscar una regla fuera de la naturaleza humana que ha llegado a tener conciencia de sí y de su tipo. La conciencia y la ciencia desempeñan necesariamente un papel director y regulador. Comprender es medir. Todo lo que es verdaderamente consciente tiende a convertirse en normal. La obligación moral es la fuerza ínherente a la idea más próxima a lo universal, a la idea de Io normal para nosotros y para todos los seres. Puesto que la idea consciente, en efecto, extrae la mayoria de sus fuerzas de su misma generalidad, la idea-fuerza por excelencia sería la de lo universal si fuese concebida de una manera concreta, como la representación de una sociedad de seres reales y vivientes. Esta idea es lo que llamamos el bien y que, en último término, constituye el más elevado objeto de la moralidad; se nos presenta, pues, como obligatoria. (Educación y Herencia, pág. 54 y siguientes).

(4) Véase nuestra Moral de Epicuro, 2a. edición, pág. 28.


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