Índice de Esbozos de una moral sin sanción ni obligación de Jean-Marie Guyau | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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I
La hipótesis optimista.
Providencia e inmortalidad.
I.- Los Platón, los Aristóteles, los Zenón, los Spinoza, los Leibnitz, han sostenido el optimismo y tratado de fundar una moral objetiva, de acuerdo con esta concepción del mundo.
Se conocen todas las objeciones a que ha dado lugar ya, ese sistema. En realidad, el optimismo absoluto es más inmoral que moral, porque encierra la negación del progreso. Una vez que ha penetrado en el espíritu, produce, como sentimeinto correspondiente, la satisfacción ante toda realidad: desde el punto de vista moral, justificación de toda cosa; desde el político, respeto a todo poder, resignación pasiva, represión voluntaria de todo sentimiento del derecho y, por consecuencia, del deber. Si todo lo que existe está bien, no es preciso cambiar nada, no es preciso querer retocar la obra de Dios, ese gran artista. De la misma forma, todo lo que sucede está igualmente bien; todo acontecimiento se justifica, porque forma parte de una obra divina acabada en sus detalles. Se llega así, no sólo a la excusa, sino a la divinización de toda injusticia. Nos asombramos, hoy día, de los templos que los antiguos elevaban a los Nerones y a los Domicianos; ellos, no solamente rehusaban comprender el crimen, sino que lo adoraban, ¿hacemos otra cosa nosotros, cuando cerramos los ojos respecto a la realidad del mal en la Tierra, para poder declarar inmediatamente divino a este mundo y bendecir a su autor? El culto de los Césares era, en los romanos, la señal de un estado moral inferior; al volver a ejercer su acción sobre este mismo estado, los envilece nuevamente, los degrada aún más. Otro tanto se podría decir del culto de un dios creador, que debería responder por todo y que, en realidad, es la irresponsabilidad suprema. El optimismo beato, es un estado análogo al del esclavo que se siente feliz, al del enfermo que no siente su mal; por lo menos este último no atribuye a su enfermedad un carácter divino. La caridad misma, para subsistir, tiene necesidad de creer en la realidad y en la indignidad de las miserias que socorre; si la pobreza, el dolor, la ignorancia (bienaventurados los pobres de espíritu), si todos los males de este mundo, no son verdaderamente males, y, en el fondo, injusticias, absurdos de la naturaleza, ¿cómo podría la caridad conservar el carácter racional que es la condición de existencia de toda virtud? Y, ¿quién valorará nuestro mundo que imagináis como una obra de caridad, de bondad absoluta y todopoderosa, cuando la caridad se extinga como una llama sin alimento?
Hasta el pesimismo, como valor moral, puede ser a menudo superior al optimismo desmedido; el pesimismo no siempre entorpece los esfuerzos en pro del progreso; si es censurable por ver todo negro, esto es a veces más útil que verlo todo color rosa o azul. El pesimismo puede ser síntoma de una sobreexcitación enfermiza del sentido moral excesivamente maltratado por los males de este mundo; el optimismo indica, muy a menudo, una apatía, un embotamiento de todo sentido moral. Todo el que no reflexiona y se deja llevar por el hábito, es de tendencia optimista; en conjunto, el pueblo ignorante, sobre todo en la campiña, está casi satisfecho de los tiempos actuales, es rutinario; el mal más grave, a sus ojos, es la variación. Cuanto más inferior es una población, más ciegamente conservadora es (lo que constituye la forma política del optimismo), o sea más optimista desde el punto de vista político. Así, nada más peligroso, que querer elevar todavía al optimismo mediante una consagración religiosa y moral, que convertirlo así en principio director del pensamiento y la conducta: el espíritu humano, puede entonces paralizarse en todos sus resortes; el hombre puede ser desmoralizado por su dios.
Permítaseme contar un sueño. Una noche - ¿acaso algún ángel o algún serafín me había puesto sobre sus alas para llevarme al paraíso del Evangelio, al lado del Creador? - me sentía flotar en los cielos, sobre la Tierra. A medida que me elevaba, oía subir hasta mí, desde la Tierra, un largo y triste rumor, parecido a la canción monótona de los torrentes que se escucha desde lo alto de las montañas, en el silencio de las cumbres. Pero, esta vez distinguía voces humanas; eran sollozos mezclados con acciones de gracias, gemidos entrecortados por bendiciones, súplicas desoladas, los suspiros de pechos agonizantes que subían mezclados con el incienso; y todo se fundía en una sola voz inmensa, en una sinfonía tan desgarradora que mi pecho se llenó de piedad; el cielo me pareció obscurecido y no ví más el sol, ni la alegría del universo. Me volví hacía mi acompañante. ¿No oís?, le dije. El ángel me miró con rostro plácido y sereno: -Son las plegarias de los hombres, dijo, que desde la Tierra suben hasta Dios-. Mientras hablaba, sus alas blancas brillaban al sol, pero, a mí me parecieron completamente negras y llenas de horror. ¡Cómo me desharía en lágrimas si fuera yo ese dios! -grité-, y, en efecto, me eché a llorar como un niño. Solté la mano del ángel y me deje caer nuevamente sobre la Tíerra, pensando que había aún en mí demasiada humanidad, para que pudiese vivir en el cielo.
¿Podrá el optimismo absolver al mundo y fundar la moralidad humana con más facilidad, si, en lugar de considerarle como bueno, actualmente, trata de restablecer la noción de un progreso continuo y regulado por una ley divina? No lo creemos. Si se supone con los optimistas un objeto lejano, que sería el mismo para todos los seres, los medios para llegar a él pueden ser tan opuestos, que el moralista será impotente para deducir del conocimiento del fin, una regla práctica de conducta: todos los caminos llevan a Roma; quizás también infinitos caminos llevan al fin universal, y la injusticia, puede servir tanto como la justicia. La lucha es, a veces, para la humanidad misma, un medio para avanzar tan seguro como la unión, y no se entiende por qué, desde un punto de vista universalmente optimista, la buena voluntad humana ha de estar más de acuerdo con los fines ocultos de la naturaleza o de dios que la mala voluntad.
A menudo, hasta toda voluntad consciente es inútil, y el bien parece poder realizarse, al menos en parte, sin la intervención del hombre. Una roca, sobre la cual viene a hendirse la frente de un niño, puede servir más que ese niño para el porvenir del globo, porque concentra en sí después de millares de años una partícula del calor solar y contribuye en su medida, a retardar el enfriamiento terrestre. La moral del dogmatismo optimista nos ordena contribuir al bien de la comunidad, pero hay para ello demasiados caminos posibles.
Todo puede ser útil. El profesor de gimnasia que colocaba en la misma habitación, juntos, su propio retrato y la imagen de Cristo, creía hacer tanto como Jesús por la humanidad. Quizás no se equivocaba teniendo en cuenta la evolución universal y providencial. Los más grandes pueblos han sido los más fuertes y los de apetito más robusto; los romanos asombraron al mundo por su glotonería; los ingleses, los alemanes, los rusos, que desempeñaran más tarde un papel muy importante, son muy voraces; el mismo egoísta puede también contribuir al perfeccionamiento universal: puede producir una generación sana, vigorosa, decidida. El egoísta ha hecho la grandeza de la raza inglesa. Con respecto a muchas cosas Erasmo Darwin era un ingenuo egoísta; el genio de su nieto lo ha justificado. Todo resulta, pues, relativo desde el punto de vista de los resultados para el conjunto. ¿Qué es lo que mejor han comprendido los negros, del cristianismo, a los ojos de los viajeros? ¿La ley religiosa que se les quería inspirar ? No, sino el aseo del domingo. ¿Y los pueblos africanos o asiáticos qué han sacado del mahometanismo? La costumbre de beber agua. En el gran organismo del universo, el microbio de la fiebre tifoidea o del cólera tiene una función que cumplir y que no puede ni debe dejar de cumplir; el hombre tiene también funciones particulares tanto buenas como malas. Tenemos entonces que, a cierta distancia, el bien sale del mal. Es así que las grandes derrotas, los grandes sacrificios de hombres son, a menudo, útiles a los hombres. Se dice que Spinoza, enfermo, reía al ver a su araña favorita devorar las moscas que él le echaba; quizás en ese momento, volviendo a sí mismo, pensase en ese mal interio.r que lo devoraba; quizás sonreía al sentirse, el también, envuelto en una tela de araña invisible que paralizaba su voluntad, roído silenciosamente por una multitud de monstruos infinitamente pequeños. Una vez más, en la inmensidad del mundo, las vías y caminos seguidos por cada ser, en lugar de ser paralelos o concéntricos, se entrecruzan y se cortan de todas las maneras: aquel que por azar, se encuentra en el punto de intersección de esas vías, naturalmente, es destrozado. Hay así en el fondo de la pretendida naturaleza tan buena como posible, una inmoralidad fundamental, que mantiene entre los seres la oposición de las funciones en la categoría del espacio y de la materia. En el optimismo absoluto, el bien universal es un fin que emplea y justifica todos los medios.
Nada nos dice, por lo tanto, que la línea que lleva a ese bien universal pase directamente por la humanidad y exija a todos los individuos esa abnegación en favor de la humanidad que los moralistas consideran habitualmente como el fondo práctico de la obligación moral. Si un tigre, al salvar la vida de uno de sus semejantes, creyese contribuir al advenimiento del bien universal, quizás se equivocaría. De esta forma, todo se confunde y se nivela en las alturas de la metafísica: bien y mal, individuos y especies, especies y medios; no hay ya nada vil, como decía el optimista Spinoza, en la mansión de Júpiter.
Se ha postulado una última hipótesis para salvar, en cierta medida al optimismo, para excusar a la causa creadora o a la substancia eterna sin comprometer el sentido moral y el instinto del progreso.
Se han esforzado para poner en evidencia en el mal (el dolor) y en el mal intelectual (el error, la duda, la ignorancia) una conditio sine qua non del bien moral; de esta forma esperan justificarlos. Se dice que el fin del universo no es exterior a la voluntad humana: el fin del universo es la moralidad; ahora bien, la moralidad presupone selección y lucha, es decir, que presupone la realidad del mal físico e intelectual y la posibilidad del mal moral. De donde se deduce, que todo el mal distribuído tan liberalmente en este mundo, no tiene más que un objeto: colocar al hombre ante una alternativa. De acuerdo a esta doctrina, en la que el platonismo viene a confundirse con el kantismo, el mundo mismo no sería más que una especie de fórmula viva del problema moral. Así, todos los soles, estrellas y sus satélites rodarían eternamente por el espacio, para que aquí abajo, un día, una hora (quizás nunca hasta ahora, según Kant) se produzcan un pequeño movimiento de desinterés, para que sea dado un vaso de agua a cualquier sedíento con intención verdaderamente buena.
Esto es bello, pero ¿cómo deducir un deber categórico de una hipótesis tan incierta y tan contraria, según parece a los hechos? Si el mundo no vale más que como una simple materia para la caridad, su existencia parece difícil de justificar y los caminos de dios son harto tortuosos.
La hipótesis que examinamos presupone la existencia del libre arbitrio, de una facultad de elección (al menos nouménica): sin libertad absoluta no hay responsabilidad absoluta, mérito, ni demérito. Aceptemos todas esas nociones sin analizarlas: se puede demostrar todavía a sus partidarios que ese mundo, hecho, según ellos, atendiendo a la moralidad, está lejos de ser el mejor posible en ese sentido. En efecto, si el mérito está en razón directa con el dolor, yo puedo, muy bien, imaginar un mundo donde el sufrimiento fuese aún mucho más intenso que en éste; en el que la oposición entre el bien y el mal fuese mucho más violenta, donde el deber al hallar más obstáculos, fuese más meritorio. Supongamos aún que el Creador acumule tantos obstáculos delante de su criatura, que llega a ser muy difícil para ésta no ceder, no ser arrastrada hacia el mal, el mérito de la criatura, si por un supremo esfuerzo triunfa, será infinitamente mayor. Si lo que hay más bello en el mundo para dios es la resignación de Job o la abnegación de Régulo, ¿por qué son tan raras las ocasiones propicias para que estas altas virtudes se realicen y por qué el progreso las hace más raras aún cada día? En nuestro siglo, un General que obrase como Decio, no favorecería, en absoluto, la victoria de sus soldados; por el contrario, su heroísmo sería una falta de táctica. El nivel de la virtud desciende todos los días. Nosotros no experimentamos ya esas poderosas tentaciones que hacían estremecer los cuerpos musculosos de San Jerónimo y de San Antonio. El progreso va con frecuencia al encuentro del desarrollo de la verdadera moralidad, de aquella que no nace completamente hecha, sino que se hace por sí misma. Yo, quizás, tengo en mí una fuerza de voluntad que, hace quince siglos, me hubiese transformado en mártir; actualmente soy, de buen o mal grado, un hombre ordinario que no tiene verdugos.
¡En qué forma nuestro siglo, finalmente, carece de verdaderos méritos! ¡Qué decadencia para un partidario de la libertad y la moralidad absolutas! Si el mundo no tiene otro objeto que el de plantearnos el problema moral, es preciso convenir que la barbarie lo planteaba con mucho mayor fuerza que la civilización. Hoy día somos demasiado felices para ser profundamente morales. En general, podemos satisfacer tan fácilmente nuestros deseos al hacer el bien, que casi no vale la pena hacer el mal, al menos el mal completo y descarnado. Cuando Cristo fue tentado, se hallaba en un desierto sobre la montaña; se hallaba casi desnudo, agotado por el ayuno, en nuestros días, en que la mayoría está bien vestida y no ayuna más, ya no se ve rondar al diablo; pero también, si no hay más tentados, tampoco hay más Cristo.
Para explicar al mundo, establecéis una especie de antinomia entre el bienestar sensible y la virtud. Decís: el mundo es tanto más perfecto cuanto menos feliz, porque la perfección reside en la voluntad triunfante sobre el dolor y el deseo (l).
¡Pues bien! precisamente en nombre de la misma antinomia se puede aún condenar ese mundo. Cada uno de sus progresos puede ser considerado como un paso atrás. Cada cualidad hereditaria que adquirimos con el tiempo suprime algo del carácter absoluto de la voluntad primitiva. Para todo otro ser que no sea dios, el único medio de acercarse al absoluto, es la pobreza, el sufrimiento y el trabajo; todo lo que puede limitar exteriormente la pujanza de un ser, le permite desarrollarla mejor interiormente. Los estoicos se complacían en repetir que Eurysthio no había envidiado a Hércules ni sido su enemigo, sino, por el contrario, su amigo y bienhechor. Decían que cada uno de nosotros tiene también un Eurysthio divino, que lo ejercita incesantemente para la lucha: ellos representaban el mundo entero, el gran Ser viviente como una especie de Alcides entregado al trabajo. Sea; pero, una vez más, nuestro Eurysthio es bien poco ingenioso al multiplicar nuestras pruebas y nuestros trabajos. La suerte nos mima hoy, como los abuelos miman a los nietos en las familias. Vivimos en un medio demasiado fácil y demasiado amplío, y el perpetuo engrandecimiento de nuestra inteligencia embota gradualmente nuestra voluntad. Es preciso ser lógico: no podéis justificar el mundo más que colocando el bien, o la condición del bien, precisamente en eso que todos los seres consideraban hasta ahora como un mal: la consecuencia es que todos los seres al trabajar contra lo que consideran como un mal, trabajan todos contra vuestra teoría, y la evolución del universo va en un sentido diametralmente contrario a vuestro pretendido bien. Por lo tanto condenáis la obra misma que queréis absolver. Cada uno es libre para colocar el bien donde le parezca, pero, como quiera que lo entienda, no puede lograr que ese mundo sea verdaderamente bueno. No es posible tampoco consolarse, pensando que es el peor de los mundos posibles, y que constituye así la prueba suprema para la voluntad. El universo no es de ninguna manera una obra extremada, tanto en lo que se refiere al bien, como al mal, esto sería algo de esencia absolutamente mala, y lo absoluto no es para nada de este mundo. Aquí abajo, nada nos hace experimentar la satisfacción del que ve un fin perseguido y alcanzado. Es imposible poner en evidencia algún plan en el universo, aun aquel de abandonarlo todo a la spontaneidad meritoria de los seres. El mundo no tiene en absoluto su fin en nosotros, de la misma forma que nosotros no tenemos en él un fin fijado de antemano. Nada hay fijado, arreglado y predeterminado; no hay ninguna clase de adaptación primitiva y preconcebida entre las cosas. Esta adaptación supondría, ante todo, un mundo de ideas existente con anterioridad al mundo real, después un demiurgo disponiendo las cosas conforme al plan dado, como hace un arquitecto: el universo se parecería entonces a ciertos palacios de exposición, en los que todas las piezas, construídas aparte, no necesitasen en seguida más que ser ajustadas una a otra. Pero, no, es, más que nada, uno de esos edificios extraños en los que cada uno trabaja por su lado, sin preocuparse por el conjunto; hay tantos fines y planes como obreros. Es un desorden soberbio, pero tal obra carece demasiado de unidad para que se pueda censurarla o alabarla en absoluto. Ver en ella la realización completa de cualquier ideal, es rebajar el ideal y consecuentemente rebajarse a sí mismo; es un error que puede convertirse en una falta. Aquel que tiene un dios debería respetarlo mucho, para hacer de él un creador del mundo.
II.- EI refugio del optimismo es la inmortalidad personal que sería la gran excusa de dios. La creencia en la inmortalidad suprime todo sacrificio supremo, o al menos reduce ese sacrificio a poca cosa. Ante lo infinito de la duración, el sufrimiento no parece más que un punto y hasta la vida actual íntegra disminuye extrañamente de valor.
La idea del deber absoluto y la de la inmortalidad están íntimamente ligadas: el deber presente en la conciencia constituye, para los espiritualistas, el signo distintivo del individuo en el flujo de las generaciones animales, su sello de soberanía, su título de un lugar aparte en el reino de los fines. Si por el contrario el deber absoluto se reduce a una ilusión, la inmortalidad pierde su principal razón de existencia, el hombre se convierte en un ser como los otros, ya no tiene su cabeza coronada por la aureola mística, como Cristo en la montaña que se transfiguraba al elevarse y aparecía junto a los profetas divinos cerniéndose en el cielo. De esta forma, la inmortalidad ha sido siempre el principal problema de la moral y de la religión. En otro tiempo, se lo había planteado mal confundiéndolo con el de la existencia de dios. En el fondo, la humanidad se ocupa bastante poco de dios; ningún mártir se hubiera sacrificado por ese mártir de los cielos. Lo que se veía en él, era la fuerza capaz de hacernos inmortales. El hombre ha querido siempre escalar el cielo, y no puede hacerlo completamente solo: ha inventado a dios para que dios le tienda la mano; después se ha unido amorosamente a ese salvador. Pero cuando se diga mañana a los cuatrocientos millones de cristianos: no hay dios; sólo hay un paraíso, un hombre-cristo, una virgen madre y santos, se consolarán bien rápidamente.
En efecto, la inmortalidad nos basta. Para mí, no pido recompensa; no mendigo; no quiero nada más que la vida; estar reunido con aquellos que he amado; la eternidad del amor, de la amistad, del desinterés. Recuerdo mi gran desesperación el día en que, por primera vez, penetró en mi espíritu la idea de que la muerte podría ser una extinción, una separación de los corazones, un enfriamiento eterno; que el cementerio con sus tumbas de piedra y sus cuatro muros podrá ser la verdad; que de un día para otro los seres que constituían mi vida moral me serían arrebatados, o que yo sería arrebatado a ellos y que jamás volveríamos a reunirnos. Hay ciertas crueldades en las que no se cree porque resultan excesivas; uno se dice: es imposible, porque interiormente piensa: ¿cómo podría yo hacer esto? La naturaleza se personifica a vuestros ojos: su luz parece una gracia que se os ha enviado; hay en todas sus criaturas una superabundancia tal de juventud y esperanzas, que os dejáis vosotros, también, aturdir por esta marcha de la vida universal.
Así, la forma antigua del problema religioso y moral, la existencia de dios, se convierte en esta nueva forma: la inmortalidad. Esta cuestión, a su vez, se reduce a saber si ahora yo existo; o si mi personalidad es una ilusión, y si, en lugar de decir yo, es preciso que diga nosotros, el mundo.
En el caso en que, en la naturaleza, un solo ser, por insignificante que fuese en apariencia, pudiese decir yo, sería, sin duda, eterno. Dos grandes hipótesis se presentan aquí. Ante todo, fusión real, uno en otro, de todos los yo aparentes, penetrabilidad real de todas las conciencias en la naturaleza, reducción de todas las pretendidas unidades substanciales a multiplicidades fenomenales, perspectivas fugaces, donde la vista se pierde, abiertas tanto en nosotros, como fuera de nosotros. En vez de ésta, otra hipótesis: la naturaleza teniendo un fin: el individuo. Como un árbol inmenso, cuya savia va finalmente a concentrarse en algunos nudos, quizás también en algún punto, la savia de la naturaleza se reconcentra para extenderse más tarde. Los individuos formarían entonces agrupaciones duraderas. ¿No hay también islotes en el océano? Además, algunos de esos individuos, se atraerían mutuamente, se unirían lo suficiente como para no separarse jamás. ¡Si pudiese bastar amarse mucho para unirse! Esta unión sería entonces la eternidad: el amor nos convertiría en eternos.
Por desgracia hay muchas objeciones contra la inmortalidad. La primera, y de las más graves, puede sacarse de la doctrina de la evolución. El carácter de toda integración, de toda individuación es el ser provisoria, de servir sólo para preparar una integración más amplia. una individuaCión más rica. Un individuo no es para la naturaleza más que una pausa que no puede ser definitiva, porque en el caso contrario se vería detenida en su marcha. Los antiguos que, con Platón, se imaginaban a la naturaleza como dominada por tipos inmutables a los que adecuaría constantemente sus creaciones, podían suponer que sus obras más acabadas, las que más se acercaban al tipo eterno, participaban de la eternidad: si la naturaleza obrase de acuerdo a tipos, a especies, a ideas, podríamos aguardar, adecuándonos a esas ideas, llegar a ser también inmortales. Pero, en nuestros días, predomina una concepción muy diferente. A principios de este siglo (Siglo XIX), se podía todavía creer que la inmovilidad de las especies animales suponía un plan preconcebido, una idea impuesta para siempre a la naturaleza viviente; después de Darwin, vemos en las especies mismas de los tipos pasajeros que la naturaleza transforma con los siglos, moldes que petrifica al azar y que no tarda en destruir uno después de otro. Si la especie es provisoria, ¿qué es, pues, el individuo? Entre el individuo y la especie hay una solidaridad que no ha sido siempre comprendida. Sin cesar se repite que el individuo y la especie tienen intereses contrarios, que la naturaleza sacrifica uno al otro. ¿No sería también una verdad, y más exacta, decir que los sacrifica a ambos y que, lo que condena al individuo es, precisamente, la condenación de su especie? Si la especie fuese inmutable podríamos esperar ser salvados mediante nuestra adecuación a ella. Pero no, todo es arrastrado por el mismo torbellino, especies e individuos; todo pasa, desapárece en lo infinito. El individuo es un compuesto formado por determinado número de pensamientos, de recuerdos, de voluntades correspondientes entre sí, de fuerzas en equilibrio. Este equilibrio sólo puede subsistir en cierto medio intelectual y físico que le sea favorable; ahora bien, ese medio no puede serle proporcionado más que durante cierto tiempo. El hombre, para su constitución, no puede haber adivinado la eternidad. No hay progreso indefinido en todo sentido para un individuo, ni para una especie: el individuo y la especie son sólo términos medios entre el pasado y el futuro; el triunfo completo del futuro requiere su desaparición.
Pasemos a una segunda objeción que puede ser hecha a la inmortalidad. Si el pensamiento o la voluntad fuesen inmortales, sería por poseer una fuerza superior a la naturaleza, capaz de dominarla, de domarla: la vida, en esta hipótesis, sería una especie de lucha del espíritu contra la naturaleza, la muerte sería la victoria. Pero, entonces, ¿por qué esas almas victoriosas se retiran aparte, lejos del eterno combate que continúa librándose sin ellas? ¿Por qué nos abandonan? y ¿por qué su fuerza no ha podido ser disminuída por la muerte, por qué no colocan esa fuerza al servicio de sus hermanos los hombres? Esta creencia de los antiguos, que veían por todas partes, en torno suyo, moverse y obrar al alma de los antepasados, que sentían revivir a los muertos a sus costados, poblaban el mundo de espíritus y dotaban a esos espíritus de una fuerza sobrehumana, era profunda sin saberlo. Si el pensamiento va más allá de la muerte debe convertirse en una providencia para otro. Parece que la humanidad tendría derecho a contar con sus muertos como cuenta con sus héroes, con sus genios, con todos los que marchan a la cabeza de los demás. Si hay inmortales, deben tendernos la mano, sostenernos, protegernos; ¿por qué se ocultan a nosotros? ¡Qué fuerza representaría para la humanidad sentir con ella, como los ejércitos de Romero, a un pueblo de dioses dispuesto a combatir a su lado! Y esos dioses serían sus hijos, sus propios hijos, santificados por la tumba; su número iría engrandeciéndose constantemente, porque la tierra fecunda no deja de producir vida, y la vida se transformaría en ínmortalidad. La naturaleza misma crearía así a los seres destinados a convertirse en su providencia. Esta concepción es la más primitiva y, al mismo tiempo, la más atractiva que haya jamás tentado al espíritu humano: según nosotros es inseparable de la concepción de la inmortalidad. Si la muerte no mata, libera: no puede precipitar a las almas en la indiferencia o en la impotencia; debería, pues, de acuerdo a la antigua creencia, tener espíritus extendidos por todas partes, activos, poderosos, providenciales. Las mitologías de los antiguos o de los salvajes, las supersticiones de nuestros campesinos, deberían ser verdaderas. Sin embargo, ¿quién osaría afirmarlo hoy, o tenerlo simplemente por probable? La ciencia no ha comprobado jamás, ni una sola vez, la existencia de una intención buena o mala detrás de un fenómeno de la naturaleza; tiende a la negación de los espíritus, de las almas, y, por consecuencia, de la vida inmortal. Parece que creer en la ciencia es creer en la muerte.
Hay una tercera objeción. Es ilusoria esta inducción familiar a la vida: existo, luego existiré. Esto es tan ilusorio como natural. Aun hoy, se encuentran pueblos africanos que no parecen imaginarse que al hombre le sea absolutamente necesario morir; en esos pueblos, la inducción fundada en la vida prevalece aún sobre la de la muerte. Nosotros, pueblos civilizados, no estamos ya en esa situación: sabemos que nuestra vida actual tiene un término; sin embargo, esperamos siempre que reaparecerá bajo otra forma. A la vida le repugna representarse y afirmar la muerte. La juventud está plena de esperanza, a la existencia desbordante y vigorosa le apena creer en la nada. Quien siente en sí un tesoro de energía y actividad, es llevado a considerar ese tesoro como inagotable. Muchos hombres son como los niños: no han conocido todavía el límite de sus fuerzas. Al ver pasar un cabaIlo al galope en medio de un torbeIlino de polvo, un niño me decía: Si yo quisiera, correría con la misma rapidez -y lo creía. Un niño difícilmente comprende; que lo que se desea con todo el corazón no sea posible; maraviIlado por lo que hace, deduce de eIlo que puede hacerlo todo. Nada más raro que el sentimiento justo de lo posible. Sin embargo, todo hombre, cuando tropieza en la vida con ciertos acontecimientos, se siente de pronto tan dominado, subyugado, que hasta pierde el sentido de la lucha. ¿Se puede luchar contra la Tierra que nos conduce alrededor del sol? Es así como el que está próximo a la muerte se siente aniquilado, convertido en juguete por un poder inconmensurable en relación al suyo. Su voluntad, lo que tiene de más fuerte, no resiste, se afloja como un arco roto, se disuelve gradualmente, escapa a sí misma. Para comprender hasta que punto es débil la vida frente a la muerte, es preciso haber atravesado, no por esas enfermedades crónicas, de larga duración que no atacan directamente a la inteligencia, que avanzan con progreso lento y mesurado, y que hasta, como si obedeciesen a una especie de ritmo, parecen a veces retroceder, permitiendo que se vuelva a trabar conocimiento con la vida en un conato de curación, y después vuelven nuevamente, caen sobre el enfermo y lo sujetan. El paciente experimenta, entonces, sucesivamente las impresiones del que nace a la vida y del que se va hacia la muerte. Tiene durante un tiempo, los ardores de la juventud, después el agotamiento, la postración del anciano. Y mientras es joven se siente pleno de fe en sí mismo, en la fuerza de su voluntad; se cree capaz de dominar el futuro, dispuesto a vencer en la lucha contra las cosas; su corazón desborda de esperanza y se extiende sobre todo; todo le sonríe, desde los rayos de sol y las hojas de los árboles hasta el rostro de los hombres; no ve en la naturaleza, esa indiferente, más que una amiga, una aliada, una voluntad misteriosa concorde con la suya; no cree ya en la muerte, porque la muerte completa sería una especie de extinción de la voluntad; ahora bien, una voluntad verdaderamente fuerte no cree poder extinguirse. Así, le parece que a fuerza de querer, podrá conquistar la eternidad. Después, sin que se aperciba claramente de ello, esta plenitud de vida y juventud que constituía su esperanza, se gasta poco a poco, lo abandona, como el agua de un vaso cuyo nivel baja inevitablemente, sin que se sepa por dónde se marcha ... Al mismo tiempo, su fe en el porvenir se debilita y se turba: se pregunta si la fe y la esperanza no serán la conciencia fugaz de una actividad momentáneamente poderosa, pero pronto subyugada por fuerzas superiores. En vano la voluntad se extiende entonces y hace esfuerzos por levantarse, bien pronto vuelve a caer a plomo, doblegándose bajo el organismo quebrantado, como un caballo abatido bajo el arnés. Después el espíritu se obscurece; uno siente hacerse en sí una especie de crepúsculo, que se extiende sobre todos los pensamientos; se siente llegar la noche. Se asiste a ese trabajo lento y triste de la disolución que sigue necesáriamente a la evolución; el ser se relaja gradualmente y desaparece; la unidad de la vida se dispersa, la voluntad se agota vanamente tratando de reunir, de mantener bajo una misma ley, ese conjunto de seres que se divide, y cuya unión constituía el yo: todo se deshace, se reduce a polvo. Entonces, finalmente, la muerte resulta menos improbable, menos inconcebible para el pensamiento, la vista se acostumbra, como se acostumbra a la obscuridad creciente cuando el sol se oculta bajo el horizonte. La muerte aparece como lo que realmente es: una extinción de la vitalidad, un agotamiento de la energía interior. Y la muerte, así concebida, deja menos esperanza; es posible reponerse de un aturdimiento accidental, pero ¿cómo reponerse de un agotamiento total? Basta que la agonía sea suficientemente larga para que se comprenda que la muerte será eterna. No se enciende una antorcha consumida completamente. Eso es lo que hay de más triste en las enfermedades lentas que permiten tener conciencia hasta el fin: antes de llevarse la vida se llevan la esperanza; uno se siente minado hasta sus profundidades como un árbol que viese arrancar sus propias raices, como una montaña que asistiese a su propio derrumbamiento. Se adquiere, así, una especie de experiencia de la muerte; se acerca uno a ella lo suficiente como para obtener, mediante ese paso por el límite tan familiar a los matemáticos, un conocimiento aproximado. Si el secreto de la muerte es aniquilación o, por lo menos, dispersión, disolución, resulta, sin duda, doloroso conocerlo, pero esto también vale más.
La vida verdaderamente eterna, sería aquella que no tuviera que dividirse para recorrer los espacios del tiempo, que se hallase presente en toda la duración de éste, y que abarcase de una sola vez todas las diferencias que representa para nosotros esa duración. Entonces, nos imaginaríamos, inmóviles, seres constantemente variables; de esta forma se prevé y se representa en las cartas meteorológicas mediante líneas fijas, el remolino de la tempestad que pasa. Pero esta eternidad, que se cree envidiable, constituiría quizás la mayor de las tristezas: porque la oposición entre nosotros y el medio sería mayor, la desgarradora lucha sería perpetua. Veríamos ya, huir todo antes de que se nos uniese. El dios de las religiones que se aparece como eterno a los seres, arrebatados por el tiempo, no podría ser más que la suprema indiferencia o la suprema desesperación, la realización de la monstruosidad moral o de la desdicha.
A pesar de todas las objeciones de los filósofos, el hombre aspirará siempre, si no a la eternidad intemporal, por lo menos a una duración indefinida. La tristeza que trae consigo la idea del tiempo, subsistirá siempre: perderse a sí mismo, escapar a sí mismo, dejar alguna cosa de sí a lo largo del camino como el rebaño deja mechones de lana en los zarzales. La desesperación de sentir perderse todo lo que se posee, decía Pascal. Cuando se vuelve la vista hacia atrás, se siente deshacerse el corazón, como el navegante que, al realizar un viaje sin fin, viese, al pasar, las costas de su patria. Los poetas han experimentado eso cien veces. Pero, no es una desesperación personal: toda la humanidad siente lo mismo. El deseo de inmortalidad no es más que la consecuencia del recuerdo: la vida, al examinarse a sí misma mediante la memoria, se proyecta instintivamente en el porvenir. Necesitamos volver a encontrarnos y encontrar de nuevo'a los que hemos perdido: renovar el tiempo. En los sepulcros de los pueblos antiguos, acumulaban todo lo que para el muerto era querido: sus armas, sus perros, sus mujeres: algunas veces, sus mismos amigos se mataban sobre la tumba, no podían admitir que el afecto fuese roto como un lazo. El hombre se liga a todo lo que toca: se une a los seres vivientes, ama: el tiempo le arranca todo eso, corta en él por lo sano. Y, mientras la vida vuelve a tomar su curso, repara sus heridas, como la savia del árbol recubre las huellas del hacha; el recuerdo, al obrar en sentido inverso, el recuerdo -esa cosa desconocida en la naturaleza entera- guarda las heridas sangrantes y, de tiempo en tiempo, las reaviva.
Pero, ese recuerdo de los esfuerzos pasados y de su inutilidad acaba por darnos vértigo. Entonces, el pesimismo sucede al optimismo. El pesimísmo va unido al sentimiento de la impotencia, y es el tiempo que nos da al fin ese sentimiento. El mundo, pretenden los estoicos, es una gran fiesta. Aunque así lo fuera, responden los pesimistas, una fiesta humana no dura más que un día y el mundo es eterno: ahora bien, es también una cosa triste imaginarse una fiesta eterna, un juego eterno, una danza eterna como la de los mundos. Lo que al principio era una alegría y un motivo de esperanza se convierte al fin en una carga abrumadora: una gran fatiga se apodera de uno: se quisiera ir a un lugar aislado, a la paz; no se puede ya. Es preciso vivir. ¿Quién sabe siquiera, si la muerte será el reposo? Se es arrastrado por la gran máquina, arrebatado por el movimiento universal, como a esos imprudentes que entraban en el círculo misterioso formado por los koriganos; una gran ronda los envolvía, los arrebataba, los fascinaba, y, anhelantes, daban vueltas hasta que la vida les faltaba con el aliento: pero la ronda no se interrumpía por ello; se volvía a formar inmediatamente, y los desgracíados, al expirar, veían todavía sobre ellos, a través de las negruras de la muerte, el torbellino de la ronda eterna.
Se comprende que el exceso de optimismo haya producído la reaccíón. El germen del pesimismo se halla en todo hombre: para conocer y juzgar la vida no es preciso siquiera haber vivido mucho, basta con haber sufrido mucho.
Notas
(1) Ver esas ideas resumidas en Vallíer: De l´lntention morale, G. Baillíere, 1882.
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