Índice de Las fuerzas morales de José IngenierosCapítulo VIIICapítulo XBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 9

Verdad, ciencia, ideal

I. De la verdad.

65. El amor a la verdad culmina entre las fuerzas morales. Virtud humana, no necesita convertirse en la adoración de un mito racional. Quede para el dogmático la presunción de poseer verdades imperfectibles, para el escéptico el renunciamiento a toda posible verdad, para el místico la confianza en inmutables verdades reveladas. Más respetable que cualquier opinión metafísica es el valor moral implícito en la investigación de la verdad, por todos los caminos que pueden acercarnos a ella, tal como podemos concebirla en nuestro punto del espacio y momento del tiempo. Hay menos mérito en la ilusión de poseer verdades absolutas que en el esfuerzo puesto en buscarlas relativas, sin asentir a fórmulas consagradas por la rutina de los demás, sin acatar nada que excluya el control de la experiencia y de la crítica.

Toda verdad expresa una preferible correlación funcional; el mudar incesante de lo real determina la variación de lo conocible y de lo conociente, cuyas relaciones sólo pueden concebirse como un equilibrio inestable. No es lícito concebir preexistencia de verdades absolutas, universales o eternas, implícitas en lo real concreto o en la razón abstracta; en una experiencia como la humana, formada en función de un universo variante, devienen sin cesar verdades relativas a esa variancia misma.

El ignorante vive tranquilo en un mundo supersticioso, poblándolo de absurdos temores y de vanas esperanzas; es crédulo como el salvaje o el niño. Si alguna vez duda, prefiere seguir mintiendo lo que ya no cree; si descubre que es cómplice de mentiras colectivas, calla sumiso y acomoda a ellas su entendimiento.

El estudioso, si duda de las supersticiones vulgares, no omite sacrificios para emanciparse del error. Rectifica sus creencias con amor y con firmeza; no teme ilusorios fantasmas; se mueve con naturalidad en su ambiente, equivocándose cada vez menos en la apreciación de las cosas y de los hombres.

Todo error sincero merece respetuosa consideración. Es, en cambio, despreciable la hipocresía del que oculta sus ideas por venales motivos; y es criminal la mentira del que la enseña a sabiendas por torpes conveniencias.

Se puede amar la verdad poseyendo creencias inexactas. Pero el hombre que adhiere a las mentiras corrientes sin creer en ellas, es inmoral; no lo es menos el que sospecha que sus creencias son falsas, pero se niega a investigarlo, prefiriendo medrar del error a sufrir por la verdad. Desgraciados los que no conciben a Sócrates, que muere enseñando, ni a Galileo, que repite en el tormento su eppur si muove, como una apelaclon a a justlcla de la posteridad.

66. Las supersticiones perpetúan el odio y la injusticia. Son residuos fósiles de creencias ya extinguidas; del remoto pasado, inmenso sepulcro, se levantan sus fantasmas para cruzar el paso a los que investigan la verdad. Son males que en el porvenir tendrán remedio, si no es irreparable la mentira que esclaviza a los hombres ni la ignorancia que los domestica. Todos los tartufos lo sospechan y nada les parece excesivo para perseguir la verdad, cuando asoma en el verbo de un apóstol o en la conciencia de un pueblo.

Equivocarse es humano. Podemos perdonar al que se equivoca si tiene el valor de confesarlo cuando se le demuestra su error. En cambio; quien carece de lealtad para reconocer sus errores es tanto más despreciable cuanto mayor en su empecinamiento. El que miente es un falsario, capaz de torcer la verdad, de embrollarla, de corromperla, de perseguirla. Los hombres que viven inmoralmente aborrecen la verdad y caen siempre en la cobardía de mentir.

Contados son los que desatan las ligaduras de lo convencional; contados los que tienen fe en la eficacia de la verdad y en una nueva educación que permita, en el porvenir, encaminarse hacia ideales más altos. El hombre no necesita para marchar las muletas de ningún dogmatismo; los que tienen temperamento místico pueden conciliar sus sentimientos con su razón recordando el aforismo clásico: no hay religión más elevada que la verdad. Sin las fuerzas morales que nacen del amor a ellas, los hombres no se emancipan de las supersticiones que son su yugo. El pasado oprime a los débiles y los ata a dogmas que otros forjaron; los muertos nos mandan en razón inversa de nuestra capacidad de vivir.

El que en nombre de errores tradicionales se opone a la libre investigación de la verdad, conspira contra la dignificación de su pueblo. Ningún sistema del pasado merece que se le sacrifique una hipótesis del porvenir. Nada debe acatarse antes de comparar hechos con hechos, ideas con ideas, doctrinas con doctrinas. Creer en el primer catecismo que se nos enseña o se nos Impone, es renunciar a nuestra personalidad; adherir intencionalmente al que conviene a nuestros intereses materiales, como hacen muchos ricos incrédulos que fomentan la religión para domesticar a los pobres, equivale a renegar de toda moral.

Los dogmatismos son coacciones que los beneficiarios de la mentira hacen gravitar sobre nuestra conciencia. Las castas y las sectas imponen el sacrificio de algunas verdades o una limitación del libre examen. Por eso los grandes renovadores suelen sobreponerse a todos los dogmas, puesta su pupila en ideales que no caben en los casilleros de su tiempo; los aman y los sirven sin sujetarlos a conveniencias transitorias. Heraldos de un ideal son los que no enmudecen ante la hostilidad de los rutinarios: apóstoles son los que no acomodan su conciencia a viles necesidades de aprovechamiento personal. Su obra y su ejemplo sobreviven en los siglos, acrecentando el patrimonio moral de la estirpe humana.

67. Todo progreso moral es el triunfo de una verdad sobre una superstición. El Renacimiento de las artes y las ciencias fue una revolución tan grande que aún persiste el eco de ese conflicto entre lo medieval no extinguido y lo moderno en formación. Y la fuerza magnífica puesta en juego por sus actores, fue la verdad; el deseo de la verdad lógica, en la ciencia; el deseo de la belleza, que es la verdad en el arte; el deseo de la virtud, que es la verdad en la moral; el deseo de la justicia, que es la verdad en el derecho.

Amar la verdad es contribuir a la elevación del mundo moral; por eso ningún sentimiento es más odiado por los que medran de mentir. En todos los tiempos y lugares, el que expresa su verdad en voz alta, como la cree, lealmente, causa inquietud entre los que viven a la sombra de intereses creados. Pero aunque a toda hora le acechen la intriga y la venganza, el que ama su verdad no la calla; el hombre digno prefiere morir una sola vez, llevando incólume su tesoro.

El cobarde muere moralmente cien veces, si otras tantas reniega por miedo; es vil quien prostituye sus creencias en la hora del peligro, mintiendo para ganarse el perdón de sus propios enemigos. La cobardía moral es de suyo tan infame que ninguna pena podría aumentar su vergüenza; y la mayor de todas las cobardías consiste en callar la verdad para recoger las ventajas que ofrece la complicidad con la mentira.

Las verdades pueden ser peligrosas para quienes las predican. Pero el que las ama, lejos de arredrarse por el peligro, debe provocarlo, enseñándolas a los que aún pueden aprenderlas. En el corazón de los jóvenes la verdad es generadora, como el calor del sol que en los jardines se convierte en flores.

La verdad es la más temida de las fuerzas revolucionarias; los pequeños motines se fraguan con armas de soldados, las grandes revoluciones se hacen con doctrinas de pensadores. Todos los que han pretendido eternizar una injusticia, en cualquier tiempo y lugar, han temido menos a los conspiradores políticos que a los heraldos de la verdad, porque ésta, pensada, hablada, escrita, contagiada, produce en los pueblos cambios más profundos que la violencia. Ella -siempre perseguida, siempre invencible- es el más eficaz instrumento de redención moral que se ha conocido en la historia de la humanidad.

II. De la ciencia.

68. Las ciencias son sistemas de verdades cada vez menos imperfectos. La experiencia de mil siglos ha recorrido múltiples caminos en la exploración de lo desconocido y cada nueva generación podrá llegar más lejos por ellos o aventurarse por otros aún insospechados; las metas se alejan incesantemente y toda verificación plantea problemas que no podían preverse antes de ella. En cada etapa del saber humano, el amor a la verdad aconseja no considerar inmutables las hipótesis legítimas de las ciencias, pero obliga a reputar ilegítimas las que no concuerdan con sus leyes demostrables.

Siendo variantes los elementos de nuestra experiencia, y sus relaciones, toda ley enuncia una constancia provisional en los hechos y es una expresión perfectible de relatividades funcionales. Es absurda la noción de principios absolutos e invariantes; y no merece llamarse hombre de ciencia quien padezca esas supersticiones trascendentales de los antiguos teólogos y metafísicos. Los que desean o temen que las ciencias fijen dogmas nuevos en reemplazo de los viejos, demuestran no haber estudiado ciencia alguna y no estar capacitados para hacerlo.

Los métodos no son cánones eternos, sino hipótesis económicas de investigación, inducidas de la experiencia misma; conducen a resultados rectificables que constituyen conocimientos relativos, presumiéndose ilimitada su perfección. No existen ciencias terminadas; es tan ilógico creer que ellas han resuelto los infinitos enigmas de la naturaleza, como suponer que puede entenderse alguno sin estudiar previamente las ciencias que con él se relacionan.

Cada ciencia es un sistema expresable por ecuaciones funcionales cuyos elementos variantes son hipótesis que sirven de andamiaje al conocimiento de una parte de lo real; el valor de cada hipótesis no es relativo a ningún principio invariante, sino al de otras hipótesis, siendo cada una función de las demás. Alguna futura teoría funcional del conocimiento concebirá las mismas hipótesis metafísicas como complejas ecuaciones funcionales, cuya variancia inexperiencial esté condicionada por las variancias experienciales, correlacionables todas en un sistema infinitamente perfectible.

69. El saber humano se desenvuelve en función de la experiencia. Todo lo que ha vivido, especies y generaciones, ha adquirido por adaptación y transmitido por herencia las aptitudes que constituyen el patrimonio instintivo que sirve de base a la experiencia humana. En ésta se combinan las impresiones de lo real, desde el desequilibrio inmediato del receptor sensitivo hasta las más abstractas reflexiones de la función de pensar.

Elementos simples se coordinan en los orígenes de nuestro saber. La caricia maternal, el canto de la cigarra, el titilar de la estrella, la dulzura de la miel, el perfume de la flor, concurren a nuestra representación inicial del mundo, que se integra en el devenir de más complejos conocimientos. El paso de las primitivas supersticiones a las doctrinas menos imperfectas consiste en la incesante sustitución de una hipótesis por otras, cada vez mejor correlacionadas entre sí.

Las ciencias son resultados de una milenaria colaboración social, en que se han combinado infinitas experiencias individuales. Cada sociedad, en un dado momento, posee cierta experiencia actual que es función de su ciencia posible; las hipótesis más arriesgadas son interpretaciones generales fundadas en los conocimientos de su medio y de su tiempo, por mucho que el genio se anticipe a la experiencia futura.

Patrimonio común de la sociedad, las ciencias no deben constituir un privilegio de castas herméticas ni es lícito que algunos hombres monopolicen sus resultados en perjuicio de los demás. El único límite de su difusión debe ser la capacidad para comprenderlas; el destino único de sus aplicaciones, aumentar la común felicidad de los hombres y permitirles una vida más digna.

Temiendo las consecuencias sociales de la extensión cultural, algunos privilegiados predicaron otrora la ciencia por la ciencia, pretendiendo reducirla a un placer solitario; los tiempos nuevos han reclamado la ciencia para la vida, palanca de bienestar y de progreso. Cuando la sabiduría deje de ser un deporte de epicúreos podrá convertirse en fuerza moral de enaltecimiento humano.

70. El espíritu científico excluye todo principio de autoridad. Un sistema funcional compuesto de elementos variantes no puede conciliarse con dogmas cuya invariancia se presume inaccesible a todo examen y crítica. El desenvolvimiento del saber tiende a extinguir las verdades infalibles sustentadas en el principio de autoridad y reputadas inmutables.

Ninguna creencia de esa índole debe ser impuesta a los jóvenes, obstruyendo la adquisición de ulteriores conocimientos y la formación de nuevos ideales. Enseñar una ciencia no es transmitir un catálogo de fórmulas definitivas, sino desenvolver la aptitud para perfeccionarlas. Los investigadores ennoblecerán su propia ética cuando se desprendan de los dogmas convencionales que perturbaron la lógica de sus predecesores.

Las ciencias dejarían de perfeccionarse si la critica no revisara incesantemente cada hipótesis en función de las demás. La duda metódica es la condición primera del espíritu científico y la actitud más propicia al incremento de la sabiduría. El amor a la verdad obliga a no creer lo que no pueda probarse, a no aceptar lo indemostrable. Sin la firme resolución de cumplir los deberes de la crítica, examinando el valor lógico de las creencias, el hombre hace mal uso de la función de pensar, convirtiéndose en vasallo de las pasiones propias o de los sofismas ajenos. El error ignora la crítica; la mentira la teme; la verdad nace de ella.

Merecen las ciencias el culto que les profesan los hombres libres. Son instrumentos de educación moral, elevan la mente, abuenan el corazón, enseñan a dominar los instintos antisociales. El amor a ellas, tornándose pasión, impulsa a renovar incesantemente las fuerzas morales del individuo y de la sociedad. Liberan al hombre de cadenas misteriosas, que son las más humillantes; por la mejor comprensión de sí mismo y del medio en que vive, aumentan su sentimiento de responsabilidad moral frente a las contingencias de la vida. Eliminan los vanos temores que nacen de la superstición, devuelven a la humanidad su rango legítimo en la naturaleza y desarrollan un bello sentimiento de serenidad ante la instable armonía del Universo.

III. Del ideal.

71. Los ideales éticos son hipótesis de perfección. Cada sociedad humana vive en continuo devenir para perfeccionar su adaptación a un medio que incesantemente varía; las etapas venideras de ese proceso funcional son concebidas por la imaginación de los hombres en forma de ideales. Un hombre, un grupo o un pueblo son idealistas cuando conciben esos perfeccionamientos y ponen su energía al servicio de su realización.

Siendo expresiones de hipotéticos estados de equilibrio entre el pasado conocible y el porvenir imaginable, los ideales se postulan como anticipadas representaciones de procesos que se gestan continuamente en la inestable realidad social. Cuando no expresan una forma del posible devenir, son fantasmas vanos, futiles quimeras.

El valor de los ideales, como hipótesis de perfectibilidad, es muy diverso; pero es la ulterior experiencia, y sólo ella, quien decide sobre su legitimidad en cada tiempo y lugar. Un ideal, como fuerza viva, es la antítesis de un dogma muerto; difieren tanto como un ruiseñor que canta en la rama y su cadáver embalsamado en la vitrina de un museo.

Por eso conviene repetir que en el curso de la vida social se seleccionan naturalmente; sobreviven los más adaptados, es decir, los coincidentes con el perfeccionamiento efectivo. Mientras la experiencia no da su fallo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil, por su fuerza de contraste; si es falso muere solo, no daña. Todo ideal puede contener una parte de error o serIo totalmente: es una visión remota y por lo tanto expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perfección.

Formulando sus hipótesis en función de la experiencia social, toda ética idealista aspira a expresar un anhelo de perfeccionamiento efectivo; nada se le parece menos que los idealismos absolutos o trascendentales de los viejos metafísicos, cuyas hipótesis eran construcciones dialécticas desprovistas de correlación funcional con el devenir de la moralidad.

72. Toda moral idealista contiene una previsión del porvenir. Es su carácter esencial llevar implícitos los conceptos de perfección continua y de incesante devenir. Sólo merecen el nombre de idealistas los hombres que anhelan algún futuro mejor contra un actual imperfecto.

Las creencias retrospectivas no son ideales sino supersticiones, signo de vejez mental en los individuos y en los pueblos. El conformismo y el tradicionalismo son negativos para el porvenir, pues implican adhesión a fórmulas que acaso sirvieron en algún momento del pasado y aún conservan cierta fuerza de inercia. Los más peligrosos enemigos de los ideales nuevos son, en cada época, los que siguen llamando idealismo a sus ideales viejos, como si especies fóciles ya extinguidas pudieran fijar cánones a la variación posible de las que continúan viviendo.

Es indudable que en el pasado existieron valores individuales dignos de admiración en todos los órdenes del saber, de la belleza, de la virtud; fuera insensatez despreciar la memoria de Pitágoras y Copérnico, de Ovidio y Leonardo, de Epicteto y Spinoza. Sus doctrinas y sus obras provocan todavía respeto o deleite, y es probable que durante muchos siglos despierten análogas emociones. Pero no es licito inferir de ello que es venerable todo lo pasado por el hecho de serIo; y lo es menos justificar sus muchas lacras por sus pocas excelencias.

Los grandes hombres constituyen un ejemplo porque, siendo idealistas, innovaron en su época y se anticiparon a las siguientes. Ignoraríamos sus nombres si, creyendo imperfectible el pasado, no hubieran intentado superarlo. El rango en la gloria no es cronológico y los genios son admirados independientemente de su antigüedad; Dante culmina sobre Virgilio, Shakespeare sobre Eurípides, Wágner sobre Mozart, tan seguramente como Homero sobre Tasso, Euclides sobre Newton y Miguel Angel sobre Rodin.

Muy distinta es la escala de valores del tradicionalismo, simple doctrina de regresión al pasado que, en cada tiempo y lugar, pretende poner trabas a todo lo que significa renovación o perfeccionamiento. Cuando afirma que lo antiguo es mejor que lo presente, su oculta intención es sugerir que lo presente es mejor que lo futuro. En la vida social se resuelve en una acción de resistencia a la justicia y al progreso. Las llamadas instituciones tradicionales representan intereses creados que, por el solo hecho de existir, se oponen actualmente a toda aspiración renovadora.

73. El perfeccionamiento es incesante renovación de ideales. Si en cada momento del tiempo se modifica la realidad social no es concebible que los ideales de ayer tengan función hoy, ni que los de hoy la conserven mañana. Mientras coexistan en el espacio sociedades heterogéneas, cada ideal sólo será legítimo donde sean efectivas las condiciones que lo engendran.

No existe un abstracto ideal con caracteres absolutos, mero concepto trascendente y eterno. Los ideales son múltiples y concretos, funcionales y perfectibles, variantes como las condiciones mismas de la vida humana. Es inevitable que los individuos y las sociedades formulen bajo aspectos distintos sus hipótesis de perfección, relativamente a sus experiencias particulares. Por eso hay tantos idealismos como ideales, y tantos ideales como idealistas, y tantos idealistas como hombres aptos para concebir perfecciones. La aspiración moral de lo mejor no es privilegio exclusivo de ningún dogmatismo metafísico.

La conciencia social formula en cada época ideales propios, que interpretan las nuevas posibilidades de su experiencia sin cesar renovada. Lo que ayer fue ideal puede ser hoy interés creado, enemigo de ideales más legítimos; y el ideal de hoy podrá convertirse mañana en rutina obstruyente de nuevos ideales.

Si nada es y todo deviene, como enseñaba Heráclito, el tiempo, integrando la experiencia, modifica el valor funcional de los ideales. Por omitir ese elemento de juicio resultan tradicionalistas en la vejez muchos hombres que fueron innovadores en la juventud; siguen pensando como si la realidad social no hubiese variado y no comprenden que el devenir ha exigido la renovación de los ideales. En todo tiempo han merecido el nombre de maestros los que supieron encender en los jóvenes el amor a la verdad y el deseo de investigarla por los caminos de la ciencia; pero fueron Maestros entre los maestros los que trataron de ennoblecer ese amor y ese deseo sugiriendo ideales adecuados a su medio y a su tiempo, para que la imaginación superase siempre a la realidad, remontándose hacia las cumbres inalcanzables de la perfección infinita.

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