Índice de La esencia del cristianismo de Ludwig FeuerbachCapítulo ICapítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEGUNDO
La esencia de la religión

Lo que hemos sostenido hasta ahora en forma general, aún con respecto a los objetos sensibles, de la relación del hombre con el objeto, vale especialmente para nuestra relación con el objeto religioso.

En relación a los objetos sensibles, la conciencia del objeto se puede distinguir de la conciencia de sí mismo; pero referente al objeto religioso, la conciencia del mismo y la conciencia de sí mismo coinciden. El objeto sensible existe fuera del hombre, el religioso se encuentra en él, le es intrínseco -de ahí que sea un objeto que tampoco puede abandonar al hombre como la conciencia de sí mismo, le es íntimo, y hasta el más íntimo, el más próximo objeto. Dios, dice por ejemplo Agustín, nos está más cerca que los cuerpos sensibles y corporales, y por eso es más fácilmente conocible que ellos (1). El objeto sensible es de por sí algo indiferente, es independiente del ánimo, de la fuerza intelectual; el objeto de la religión, en cambio, es un objeto exquisito: es el ser más absoluto, más sublime y supremo; supone esencialmente un juicio crítico, o sea la diferencia entre lo divino y lo que no es divino, entre lo que es digno de ser adorado y lo que no lo es (2). Vale por lo tanto aquí sin restricción alguna; la tesis que afirma: el objeto del hombre no es otra cosa que su esencia objetivada. Así como el hombre piensa, así como él siente, así es su Dios; este es el valor que tiene el hombre y este es el valor que tiene su Dios. La conciencia de Dios es la conciencia que tíene el hombre de sí mismo, el conocimento de Dios es el conocimiento que tiene el hombre de sí mismo. Conoces al hombre por su Dios, y viceversa, por su Dios conoces al hombre; ambas cosas son idénticas. Lo que para el hombre es Dios, es su espíritu y su alma; y lo que es el espíritu del hombre, su alma, su corazón, es precisamente su Dios, y Dios es el interior revelado, el yo perfeccionado del hombre; la religión es la revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos íntimos, la proclamación pública de sus secretos de amor.

Pero si la religión, la conciencia de Dios, es llamada la conciencia del hombre de sí mismo, entonces esto no debe entenderse como si el hombre religioso se diera cuenta de que su conciencia de Dios es la conciencia de su esencia; pues el defecto de esta conciencia motiva precisamente la esencia particular de la religión. Para suprimir este error sería mejor decir: la religión es la conciencia primaria pero indirecta que tiene el hombre de sí mismo. Por eso, la religión siempre precede a la filosofía, tanto en la historia de la humanidad como en la historia de cada individuo. El hombre busca su esencia primaria fuera de sí, antes de encontrarse en sí mismo. La esencia propia le es, en un principio, un objeto que pertenece a otro ser. La religión es la esencia individual de la humanidad; pero el niño ve su esencia como si fuera de otro hombre -el hombre, cuando niño, se objetiva como si fuera otro hombre-. Por eso la evolución histórica en las religiones, consiste en que lo que en las religiones anteriores se consideraba como objeto, ahora es considerado como algo subjetivo, es decir, lo que antes se creía y se adoraba como Dios, se sabe ahora que es algo humano. La religión anterior es idolatría para la posteridad: el hombre hizo adoración de su propia esencia. El hombre se ha objetivado, pero no se dio cuenta que el objeto era su propia esencia; la religión posterior hace este paso; cada progreso de la religión es, por lo tanto, un conocimiento más profundo de sí mismo. Pero cualquier religión que llama a sus hermanas mayores idólatras, se exceptúa a sí misma -y esto necesariamente, porque de lo contrario ya no sería religión- de la suerte general o sea de la esencia de la religión; pues atribuye a las demás religiones, lo que es la culpa de la misma religión -si es que se puede hablar de culpa-. Pcrque tiene otro objeto, otro contenido, porque se ha elevado más arriba de las influencias de las religiones anteriores, se cree elevada sobre las leyes necesarias y eternas, que fundamentan la esencia de la religión y cree que su objeto, su contenido, sea sobrehumano. En cambio, el pensador advierte la esencia de la religión oculta a ella misma, pues el objeto del pensador es la religión que no puede ser objeto de ella misma y nuestra teoría consiste en demostrar que la contradicción que hay entre lo divino y lo humano es ilusoria, es decir, que no es otra cosa que la contradicción que existe entre la esencia humana y el individuo humano, que, por lo tanto, también el objeto y el contenido de la religión cristiana son absolutamente humanos.

La religión, por lo menos la cristiana, consiste en el comportamiento del hombre para consigo mismo o, mejor dicho: para con su esencia, pero considerando a esa esencia como si fuera de otro. La esencia divina no es otra cosa que la esencia húmana o, mejor dicho: la esencia del hombre sin límites individuales, es decir, sin los límites del hombre real y material, siendo esta esencia objetivada, o sea, contemplada y venerada como si fuera otra esencia real y diferente del hombre. Todas las determinaciones de la esencia divina son por ello determinaciones de la esencia humana (3).

Con respecto a los predicados, vale decir, las propiedades o determinaciones de Dios, se admite esto sin reparo; pero en ninguna forma con respecto al sujeto, es decir: la esencia fundamental de sus predicados. La negación del sujeto se toma por irreligiosidad y por ateísmo; pero no la negación de los predicados. En cambio, lo que no tiene determinaciones, no puede tampoco tener ningún efecto sobre mí; y lo que no tiene ningún efecto, no tiene tampoco ninguna existencia. Anular todas las determinaciones equivale a anular la misma esencia. Una esencia sin determinaciones es una esencia no objetivada, y una esencia no objetivada es nula. Por eso, si el hombre anula todas las determinaciones de Dios, éste sólo es un ser negativo, nulo. Para el hombre verdaderamente religioso, Dios no es un ser sin determinaciones, porque para él es un ser verdadero y real. Por eso la falta de determinación de Dios y la falta de su conocimiento, que es idéntica con aquélla, sólo son el fruto de los tiempos recientes y un producto de la incredulidad moderna.

Como la razón sólo es y puede ser definida como finita, donde el hombre ve lo absoluto y lo verdadero en el placer sensual o en el sentimiento religioso, en la contemplación estética o en el espíritu moral, así la imposibílidad de conocer a Dios o de determinarlo, sólo puede declararse y fijarse como dogma, donde este objeto ya no tiene más intereses para la inteligencia, donde la realidad sólo gira alrededor del hombre, y tiene para él la importancia del objeto esencial, absoluto y divino; pero donde, sin embargo, existe todavía, en oposición a esa corriente puramente mundana, un resto de la antigua religiosidad. El hombre se disculpa, ante el resto de su conciencia religiosa, con la imposibílidad de conocer a Dios en su tibieza para con él y en su apego a este mundo; él niega prácticamente a Dios, es decir, por el hecho -pues es el mundo el que absorbe todos sus pensamientos y sentimientos-, pero no niega a Dios teóricamente, no discute su existencia, la admite. Pero esta existencia no le afecta. no le incomoda; es una existencia negativa, es una existencia sin existencia, una existencia que se compadece a sí misma -es una existencia cuyos efectos no se pueden distinguir de la no existencia-. La negación de predicados determinados y positivos de la esencia divina, no es otra cosa que la negación de la religión, sólo que se quiere retener la apariencia de una religión, a fin de que no sea conocida como negación. No es otra cosa que un ateísmo sutil y astuto. La pretendida vergüenza religiosa de hacer de Dios, mediante predicados, un ser finito, sólo es el deseo irreligioso de no querer saber más nada de Dios, de desalojarlo de su espíritu. Quien teme ser un ser finito, teme existir. Cualquier existencia real, es decir, cualquier existencia que en realidad sea existencia, es una existencia cualitativamente determinada. Quien cree seriamente, realmente y verdaderamente en la existencia de Dios, no se escandaliza de las propiedades de Dios, aunque algunas sean bastante humanas. Quien no quiere ofender por su existencia, quien no quiere ser áspero, que renuncie a la existencia. Un Dios que se siente ofendido por la determinación, no tiene el coraje ni la fuerza de existir. La cualidad es el fuego, el oxígeno, la sal de la existencia, la existencia en sí, es decir, una existencia sin cualidad, es desabrida y sin sabor. Ahora bien; Dios no hay más que en la religión. Sólo donde el hombre pierde el gusto de la religión, donde, por lo tanto, la religión misma es desabrida, sólo allí también la existencia de Dios se convierte en una existencia sin sabor.

Pero hay todavía otra manera más suave de la negación de los predicados divinos. Se admite, por ejemplo, que los predicados de la esencia divina son finitos y especialmente, que son determinaciones humanas; pero se rechaza su negación, hasta se les imparte protección, alegándose que es necesario para el hombre formarse ciertas ideas de Dios. Con respecto a Dios, se asegura que estas determinaciones no tienen importancia; pero para mí, si es que Dios debe existir, no puede presentarse sino bajo la forma de un ser humano o por lo menos parecido al hombre. Pero esta diferencia entre lo que es Dios en sí y lo que es para mí, destruye la paz de la religión y es, además, una distinción sin fundamento y sin realidad. Yo no puedo saber de ninguna manera si Dios es otra cosa en sí o para sí como es para mí; así como es para mí; así, él es todo para mí. Pues para mí precisamente en esas determinaciones, bajo las cuales existe para mí, reside su carácter absoluto; su esencia misma; él es para mí así como siempre y sólo debe ser para mí. El hombre religioso con respecto a lo que es Dios para él -de otra relación no sábe nada- se siente enteramente satisfecho: pues Dios es para él lo que puede ser para el hombre. Mediante aquella distinción, el hombre hace caso omiso de sí mismo, de su esencia, de su medida absoluta; pero esta omisión es solamente una ilusión. Pues sólo puedo hacer una diferencia entre el objeto tal cual es en sí y el objeto tal cual es para mí, donde un objeto en realidad puede aparecer bajo otra forma que aquella bajo la cual aparece; pero no, donde aparece en tal forma como me debe aparecer en conformidad con la medida absoluta. Por cierto, mi representación puede ser subjetiva, es decir, tal que la especie no esté ligada a ella.

En cambio, si mi imaginación corresponde a la medida de la especie, la diferencia entre el ser absoluto y el ser relativo ya no existe; pues, esta imaginación es absoluta. La medida de la especie es la medida absoluta, es la ley y el criterio del hombre. Pues la religión tiene la convicción de que sus ideas de Dios son las Verdaderas y que, por lo tanto, cada hombre las debe adoptar; cree que sus conceptos son las ideas que la naturaleza humana debe formarse necesariamente y hasta que son las ideas objetivas emanadas de Dios mismo. Para cada religión, los dioses de las demás religiones sólo son ideas vagas de Dios, mientras que la idea que ella misma tiene de Dios, es Dios mismo, que Dios es así como ella lo representa, que es el legítimo y verdadero Dios, tal como es en sí. La religión sólo se basta con un Dios entero que no tenga miramientos de ninguna clase; ella no quiere solamente una apariencia de Dios, quiere a Dios mismo, a Dios en persona. La religión renuncia a sí misma, al renunciar a la esencia de Dios; ya no es ella la verdad cuando renuncia a la posesión del Dios verdadero. El escepticismo es el enemigo mortal de la religión. Pero la diferencia entre el objeto y la idea, entre Dios en sí y Dios para mí, es una diferencia escéptica y por lo tanto, irreligiosa.

Lo que es para el hombre el significado del ser absoluto, lo que para él es el ser máximo, el ser supremo; aquello en comparación con lo cual no puede figurarse nada más sublime, es precisamente para él la esencia divina. ¿Cómo podría, por lo tanto, preguntar el hombre lo que es en sí aquel objeto? Si Dios fuera objeto para el pájaro, le sería solamente objeto en forma de un ser dotado de alas: el pájaro no conoce nada más sublime, nada más soberbio, que el hecho de estar provisto de alas. ¡Cuán ridículo sería si este pájaro juzgara a mi Dios! Me parece ser un pájaro, pero lo que es en sí, lo ignoro. El ser supremo es, pues, para el pájaro precisamente la esencia del pájaro. Si le quitas a éste la idea de la esencia del pájaro, le quitas la idea de la esencia suprema. Por consiguiente ¿cómo podría él preguntar si Dios en sí está dotado de alas? Preguntar si Dios es en sí tal como es para mí, significa preguntar si Dios es Dios, significa levantarse por encima de su Dios, rebelarse contra él.

Por eso, donde una sola vez se apodera del hombre la conciencia de lo que los predicados religiosos sólo son antropomorfismos, es decir, representaciones humanas, allí la duda y la incredulidad se han apoderado de la fe. Y sólo es debido a la inconsecuencia de la cobardía del corazón y de la debilidad de la inteligencia, que el hombre, desde esta conciencia, no procede hasta la negación formal de los predicados y desde ésta a la negación de la esencia, que es la base de aquéllos. Si dudas de la verdad objetiva de los predicados, debes dudar también de la verdad objetiva del sujeto de estos predicados. Si tus predicados son antropomorfismos, el sujeto de los mismos es un antropomorfismo. Si amor, bondad y personalidad son determinaciones humanas, entonces, también, la esencia de las mismas que tú les supones así como la existencia de Dios y la creencia de que un Dios existe, son un antropomorfismo, una suposición absolutamente humana. De dónde sabes que la creencia en Dios no sea una barrera de la imaginación humana. Seres más sublimes -y tú crees en la existencia de ellos- son posiblemente tan armoniosos, que sin duda no existe ninguna tensión entre ellos y un ser superior. Conocer a Dios sin serlo, conocer a la felicidad sin disfrutarla, es una discrepancia, una desgracia (4). Los seres superiores no saben nada de esta desgracia; no tienen ninguna idea fuera de lo que ellos son.

Tú crees en el amor como en una propiedad divina, porque tú mismo amas; crees que Dios es un ser sabio y bondadoso porque no conoces algo superior en ti mismo que la bondad, la inteligencia; y crees que Dios existe, o sea que Dios es un sujeto o un ser -lo que existe es un ser, ya sea que lo determinen y nombren como substancia o persona o de otra manera- porque tú mismo existes y porque eres un ser. No conoces ningún bien humano superior al de amar, o al de ser bueno y sabio y del mismo modo no conoces ninguna felicidad superior a la de existir o de ser un ser. Pues la conciencia de todo el bien, de toda la felicidad, está ligada a la conciencia de ser y de existir. Dios es un ser existente por la misma razón por la cual él para ti es un ser sabio, beato y bondadoso. La diferencia entre las propiedades divinas, la esencia divina, sólo consiste en que, a ti, la esencia y la existencia no te parecen ser un antropomorfismo; porque tu existencia incluye la necesidad de que Dios sea un ser existente; las propiedades, en cambio, aparecen como antropomorfismos, porque la necesidad de ellas, o sea la necesidad de que Dios sea sabio, bueno y justo, etcétera, no incluye directamente una necesidad idéntica con la existencia del hombre, sino que es originada por la conciencia y la acción del pensamiento. Yo soy un sujeto, un ser, existo independientemente de que sea sabio o no sabio, bueno o malo. Existir es para el hombre lo primordial. es la esencia fundamental de su imaginación en su representación, es ta condición previa de los atributos. Por eso renuncia a los atributos; en cambio, la existencia de Dios le es una verdad concluyente, intangible, absolutamente segura y objetiva. Sin embargo, aquella diferencia es sólo aparente. La necesidad del sujeto sólo procede de la necesidad del atributo. Eres un ser sólo por ser un ser humano; la certeza y la realidad de tu existencia sólo procede de la certeza y de la realidad de tus cualidades humanas. Lo que es el sujeto procede solamente del atributo; el atributo es la verdad del sujeto, el sujeto es sólo el atributo personificado y existente. El sujeto y el predicado se distinguen solamente como la existencia y la esencia. La negación de los predicados es por lo tanto la negación del sujeto. ¿Qué es lo que queda de la esencia humana, si le quitas las propiedades humanas? Hasta en el lenguaje común se nombran las propiedades divinas: la providencia, la sabiduría y la omnipotencia, en lugar del ser divino.

Luego, la certeza de la existencia de Dios, de la cual hemos dicho que para el hombre es tan segura y hasta más segura que la propia existencia, sólo depende de la certeza de la cualidad de Dios; no es una certeza inmediata. Para el cristiano, sólo la existencia del Dios cristiano es segura; para el pagano sólo es segura la existencia del Dios pagano. El pagano no dudaba de la existencia de Júpiter, porque la esencia de éste no le dio motivo para rechazarla, porque no podía imaginarse un Dios dotado con otras cualidades, porque esa cualidad le era certeza y verdad divina. Sólo la verdad del predicado es la garantía de la existencia.

Lo que el hombre cree como verdad, se representa directamente como realidad; porque en un principo sólo es verdad por lo que es verdad real en oposición a lo que solamente uno se imagina o sueña. El concepto del ser, de la existencia, es el concepto primario y originario de la verdad. Con otras palabras, en un principio el hombre hizo depender la verdad de la existencia y recién más tarde la existencia, de la verdad. Ahora bien; Dios es el ser humano contemplado como verdad máxima, pero Dios, o lo que es lo mismo la religión, es tan diferente como es diferente la manera en que el hombre, hasta su vida, su propia vida, la concibe considerándola esencia suprema. Por eso, esa manera en que el hombre concibe a Dios, le es la verdad y por lo mismo la existencia suprema o más bien la existencia misma; pues sólo la existencia suprema le es la existencia propiamente dicha que merece este nombre. Por eso Dios es un ser existente y real por la misma razón por la cual es este ser determinado; pues la cualidad o determinación de Dios no es otra cosa que la cualidad esencial del hombre mismo; pero solamente el hombre determinado es lo que es; él tiene su existencia y su realidad en su determinación. Al griego no se le pueden quitar sus cualidades griegas sin quitarle su existencia. Por cierto, para una religión determinada, la certeza de la existencia de Dios es por lo tanto inmediata; pues, así como es tan necesario, tan incondicional como que el griego sea griego, tan necesario era que sus dioses fuesen seres griegos y tan necesariamente eran seres realmente existentes. La religión es idéntica con la idea de la esencia del mundo y del hombre que éste se forja a raíz de su esencia.

Pero el hombre no está por encima de su intuición esencial, sino que ella está por encima de él, ella lo anima, lo determina, lo domina. La necesidad de una prueba, de una comparación de la esencia o cualidad con la existencia, la posibilidad de una duda, no existe por lo tanto. Sólo puedo dudar de lo que supera mi esencia. ¿Cómo podría, por lo tanto, dudar de Dios, que es mi propia esencia? Dudar de mi Dios significa dudar de mí mismo. Sólo cuando se piensa que Dios sea algo abstracto, que sus predicados sean el producto de una abstracción filosófica, la destrucción, o sea la separación entre el sujeto y el predicado, entre la existencia y la esencia -se origina la apariencia de que la existencia o el sujeto sea algo diferente del predicado, algo inmediato, algo de que no se puede dudar, en oposición al predicado del cual se puede dudar. Pero sólo es una apariencia. Un Dios que tiene predicados abstractos, tiene también una existencia abstracta. La existencia y la esencia son tan diferentes como es la cualidad.

La identidad del sujeto y el predicado se ve más clara aún por el proceso de evolución de la religión, que es idéntico con el proceso de evolución de la cultura humana. Mientras que al hombre debe atribuírsele el predicado de un hombre simplemente natural, también su Dios es simplemente un Dios natural. Donde el hombre se encierra en casas, encierra también a su Dios en templos. El templo es sólo una representación del valor que el hombre da a edificios hermosos. Los templos en honor de la religión, son en verdad templos de honor a la arquitectura. Con la elevación del hombre del estado de la brutalidad y del salvajismo a la cultura, con la distinción entre lo que es decoro para el hombre y lo que no lo es, se forma al mismo tiempo la diferencia entre lo que es decoroso para Dios y lo que no lo es. Dios es el concepto de la majestad más alta, el sentimiento religioso, el sentimiento más sublime de la decencia. Los artistas más divinos y más ilustrados de Grecia realizaban en las estatuas de los dioses los conceptos de la dignidad, de la magnanimidad, de la tranquilidad no perturbada y de la serenidad. Pero ¿por qué razón estas propiedades les eran atributos y predicados de Dios? ¿Por qué ellos les parecían dioses para ellos mismos? ¿Y por qué razón excluían todos los efectos bajos y repugnantes porque se habían dado cuenta de que eran algo indecoroso, indigno, inhumano, y en consecuencia algo no divino? Los dioses de Homero comían y bebían -quiere decir, comer y beber es un placer divino. La fuerza corporal es otra propiedad de los dioses de Homero: Zeus es el dios más fuerte. ¿Por qué? Porque la fuerza corporal ya de por sí se consideraba como algo magnífico, algo divino. La verdad de la guerra era para los antiguos germanos la verdad suprema: por eso también su dios supremo era el dios de la guerra: Odin; la guerra, la ley de las leyes o sea la ley más antigua. La primera esencia verdadera y divina no es la propiedad de una deidad o de un Dios, sino la divinidad o la deidad de la propiedad. Por lo tanto, lo que para la teología y la filosofía era hasta ahora Dios, el ser absoluto, el ser esencial, esto no es Dios; pero aquello que para estas ciencias no era Dios, justamente aquello es Dios -es decir la propiedad, la cualidad, la determinación, la realidad en general. Un verdadero ateísta, o sea un ateísta en el sentido ordinario, es por lo tanto solamente aquel para el cual los predicados de la esencia divina, como por ejemplo el amor, la sabiduría y la justicia, son una nada; pero no aquel para quien solamente el sujeto de estos predicados sea una nada. Y en ninguna forma la negación del sujeto significa necesariamente también la negación de los predicados en sí. Los predicados tienen un significado propio y autónomo: ellos imponen al hombre su reconocimiento por medio de su contenido; ellos demuestran ser verdaderos inmediatamente por sí mismos: ellos se confirman, se atestiguan a sí mismos, por eso la bondad, la justicia y la sabiduría, no son quimeras, porque la existencia de Dios sea una quimera; ni son verdades, porque dicha existencia sea una verdad. El concepto de Dios depende del concepto de la justicia, de la bondad, de la sabiduría: un Dios que no es bondadoso, ni justiciero, ni sabio no es Dios, pero no viceversa. Una cualidad no es divina porque Dios la piense, sino que si Dios la tiene, ya es de por sí divina, porque Dios, sin ella, sería un ser deficiente.

La justicia, la sabiduría, y en general cualquier determinación que constituye la divinidad de Dios, es determinada y conocida por sí misma; pero Dios lo es por la determinación, o sea la cualidad; sólo en el caso de que yo considere que Dios y la justicia son una misma cosa, que Dios sea la realidad inmediata de la idea de la justicia o de cualquier otra cualidad, determino yo a Dios por sí mismo. Pero si Dios como sujeto es lo determinado mientras que la cualidad y él predicado son lo determinante, el rango del primer ser, el rango de la divinidad, pertenece, en realidad, no al sujeto sino al predicado.

Recién cuando varias propiedades, y esto contradictorias entre sí, son reunidas para formar un ser, y cuando este ser se concibe como un ser personal, de modo que la personalidad es especialmente recalcada, recién entonces olvídase el origen de la religión, y se olvida que lo que en la representación de la reflexión es un predicado separable o diferente del sujeto, en principio era el sujeto verdadero. De este modo, los romanos y los griegos divinizaban tas cosas accidentales como si fueran substancias y virtudes, estados de ánimo y afectos como seres independientes. El hombre, especialmente cuando es religioso, es en sí la medida de todas las cosas y de todo lo que es real. Todo cuanto hace impresión sobre el hombre, y todo lo que produce un efecto especial sobre su ánimo -aunque tan sólo sea un ruido o un sonido extraño e inexplicacable- lo independiza él como si fuera un ser especial y hasta divino. La religión comprende todos los objetos del mundo; todo lo que existe era objeto de la veneración religiosa; en la esencia y la conciencia de la religión no hay otra cosa sino lo que en general se encuentra en la esencia y la conciencia que tiene el hombre de si mismo y del mundo. La religión no tiene ningún contenido propio especial. Hasta los efectos del miedo y del terror tienen en Roma sus templos. También los cristianos convirtieron los fenómenos del sentimiento en seres, sus sensaciones en cualidades de las cosas, los efectos que los dominaban en poderes que según ellos regían el mundo, en una palabra ellos transformaban las cualidades de su propio ser, ya sea conocidas, ya sea desconocidas, en seres independientes. El diablo, los cucos, las brujas, los espectros y los ángeles, eran vardaderos secretos mientras que el sentimiento religioso no fuera quebrado, dominando a la humanidad en forma absoluta.

Para quitarse de la mente la idea de la identidad de los predicados divinos y humanos y con ella la identidad del ser divino y humano, uno se imagina que Dios, en su calidad de un ser infinito, tenga una infinita cantidad de diferentes predicados de los cuales aquí sólo conoceremos algunos, los análogos o semejantes, mientras que los demás, según los cuales Dios también es un ser completamente diferente del ser humano o ser análogo al hombre, lo conoceremos recién en el futuro, es decir, en el otro mundo. Pero una cantidad infinita de predicados, que realmente son diferentes, tan diferentes que no se puede conocer inmediatamente el uno con ser dado el otro, sólo se realiza y es posible en una cantidad infinita de seres o de individuos diferentes. Así es también el ser humano, una riqueza infinita de diferentes predicados, pero precisamente por eso una riqueza infinita de diferentes individuos. Cada hombre nuevo es, por decir así, un nuevo predicado, una nuevo talento de la humanidad. Cuantos hombres existan, tantas fuerzas, tantas cualidades tiene la humanidad. La misma fuerza que hay en todos, existe por cierto en cada uno, pero en forma tan determinada y tan característica, que aparece como una fuerza propia y nueva. El secreto de la infinita cantidad de determinaciones divinas, no es, por lo tanto, otra cosa que el secreto del ser humano en su calidad de un ser infinitamente variado, infinitamente determinado y por eso mismo sensible. Sólo en la sensibilidad, sólo en espacio y tiempo un ser infinito, digo realmente infinito y lleno de determinaciones, tiene lugar. Donde hay predicados verdaderamente diferentes los hay en tiempos diferentes. Este hombre es un excelente músico, un insigne escritor, un destacado médico; pero no puede hacer música, escribir y curar al mismo tiempo. Ni la dialéctica de Hégel, o sea el tiempo, es el medio de reunir antítesis y oposiciones en un mismo ser. Pero ligado al concepto de Dios, diferente y separado del ser humano, es la infinita variedad de diferentes predicados, por ser una imaginación sin realidad -una pura fantasía- la representación de la sensibilidad; pero sin las condiciones esenciales, sin la verdad de la sensibilidad, una representación que está en contradicción directa con el Ser Divino por ser ésta una esencia espiritual, abstracta y única; pues los predicados de Dios son precisamente de tal calidad que yo, al tener uno de ellos, tengo todos los demás, dado que no hay ninguna diferencia verdadera entre ellos. Por eso, si en los predicados actuales no tengo los futuros, entonces, en el Dios futuro tampoco tengo al actual, sino que son dos seres diferentes (5). Pero esta diferencia contradice justamente a la singularidad, a la unidad, a la simplicidad de Dios. ¿Por qué este predicado es un predicado de Dios? Porque es de naturaleza divina, es decir, porque no expresa ningún límite, ninguna diferencia. ¿Por qué lo son otros predicados? Porque, por más que son diferentes en sí mismos, todos coinciden en que expresan también perfección sin límite. Por eso puedo imaginarme innumerables predicados de Dios, porque ellos todos coinciden con el abstracto concepto de Dios, debiendo tener común aquello que cada uno de los predicados convierte en un atributo o predicado divino. Así lo es en el caso de Espinosa. El habla de innumerables atributos de la substancia divina; pero fuera de la inteligencia y de la extensión, no nombra a ninguno. ¿Por qué? Porque es completamente indiferente conocerlos y hasta son indiferentes en sí mismos y superfluos porque con todos estos innumerables predicados diría siempre lo mismo, lo que digo con aquellos dos, o sea: la inteligencia y la extensión. ¿Por qué es la inteligencia un atributo de la substancia? Porque según Espinosa se concibe en sí misma, porque es algo indivisible, perfecto e infinito. ¿Y por qué lo es la extensión y la materia? Porque ella, en relación a sí misma, expresa lo mismo. Luego la substancia puede tener una cantidad indeterminada de predicados, porque no es la determinación o sea la diferencia lo que convierte los predicados en atributos de la substancia, sino que es la no diferencia, la igualdad. O más bien: la substancia sólo por eso tiene innumerables predicados porque ella -¡qué extraño!- de por sí no tiene ningún predicado, es decir, ningún predicado determinado. La indeterminada simplicidad del pensamiento es complementada por la indeterminada multiplicidad de la fantasía. Dado que el predicado no es Multum, es Multa (6). En verdad, los predicados positivos son la inteligencia y la extensión. Con estos dos predicados se ha dicho infinitamente más que con los innumerables predicados anónimos: porque se ha dicho algo determinado; con ellos yo sé ahora algo de Dios. Pero la substancia es a la vez demasiado indiferente y demasiado apática como para que ella pudiera entusiasmarse por algo y definirse. Para no ser algo, no prefiero nada.

Ahora bien, si es un hecho que lo que es el sujeto o la esencia, se encuentra exclusivamente en las determinaciones del mismo, es decir, que el predicado es el verdadero sujeto, entonces se ha demostrado, asimismo, que si los predicados divinos son determinaciones del ser humano, también el sujeto de los mismos debe ser un ser humano. Empero, los predicados divinos son por un lado generales y por el otro lado personales. Los generales son los predicados metafísicos; pero éstos sólo sirven para que la religión tenga el primer punto de contacto o sea el fundamento; no constituyen las determinaciones características de la religión. Sólo son los predicados personales los que fundamentan la esencia de la religión y en ella la esencia divina es el objeto de la religión: tales predicados son por ejemplo que Dios es una persona, que es el legislador de la moral, el padre de los hombres, el Santo, el Justo, el bondadoso, el misericordioso. Pero de estas y de otras determinaciones se ve al mismo tiempo, por lo menos se verá que ellas, especialmente cuando son determinaciones personales, tienen un carácter puramente humano, y que en consecuencia el hombre en la religión expresa en la relación de Dios la relación a su propio ser: porque para le religión estos predicados no son ideas o imágenes que el hombre se forja de Dios diferente de lo que Dios es en sí mismo: son verdades, objetos, realidades. La religión no sabe nada de antropomorfismos: los tiene pero no quiere reconocerlos como tales. La esencia de la religión consiste precisamente en que aquellas determinaciones expresan la esencia de Dios. Sólo la inteligencia que reflexiona sobre la religión y que para defenderla la niega declara aquellas determinaciones por representaciones. Pero para la religión Dios es un verdadero padre, verdadero amor y misericordia; porque es para ella un ser real viviente y personal, por cuya razón sus determinaciones verdaderas son también determinaciones vivientes y personales. Y precisamente las determinaciones correspondientes son las que ofenden más a la inteligencia y las que ella, al reflexionar sobre la religión, niega. La religión es subjetivamente afecto, por eso también ella necesita objetivamente afecto del ser divino. Hasta la ira no es para ella un afecto indigno de Dios, con tal que esa ira no tenga por base algo malo.

Es esencialmente necesario observar -y este fenómeno es sumamente notable porque caracteriza la esencia más íntima de la religión- que cuanto más humana es la esencia de Dios, tanto más grande es aparentemente la diferencia entre él y el hombre, quiere decir tanto más es negada por la reflexión sobre la religión o sea por la teología la identidad, o sea la unidad del ser humano y divino y tanto más es rebajado lo humano tal como es objeto de la conciencia del hombre (7). La causa de ello es: porque lo que es positivo en la imaginación o determinación de la esencia divina, es exclusivamente humano: por eso la imaginación del hombre tal como es objeto de la conciencia, sólo puede ser negativa y adversa. Para enriquecer a Dios el hombre debe empobrecerse: para que Dios sea todo, el hombre ha de ser una nada. Pero por eso tampoco necesita ser algo para sí mismo porque todo lo que él se adjudica no va perdido para Dios, sino que queda conservado en él. El hombre tiene su esencia en Dios ¿cómo podría tenerla en sí y para sí mismo? ¿Por qué sería necesario poner o tener dos veces la misma cosa? Lo que el hombre se quita, lo que él no tiene en sí, lo disfruta en un modo incomparablemente más alto y más amplio en Dios.

Los monjes hicieron el voto de castidad al Ser divino, ellos suprimieron el amor sexual en sí; pero en lugar de ello tenían en el cielo, en Dios, en la Virgen María, la imagen de la mujer -una ímagen del amor-. Podían ellos prescindir tanto más de la mujer verdadera cuanto más una mujer ideal e imaginada era para ellos el objeto del amor verdadero. Cuanto más importancia daban a la destrucción de la sexualidad, tanto mayor significado tenía para ellos la Virgen celestial: ella ocupa para ellos el lugar de Cristo y hasta el lugar de Dios. Cuanto más se niega lo sensual, tanto más sensual es Dios, al cual se sacrifica la sensualidad. Porque a lo que se sacrifica a la divinidad se le atribuye un valor especial; Dios tiene un agrado especial en ello. Lo que en el sentido del hombre es lo más sublime, lo es naturalmente también en el sentido de su Dios. Lo que gusta en general al hombre gusta también a Dios. Los hebreos no sacrificaban a Jehová animales impuros y despreciables, sino animales que para ellos tenian el más alto valor; los que ellos mismos comían eran también la comida de Dios (8). Por eso donde de la negación de la sensualidad se construye un ser especial, un sacrificio agradable para Dios, allí se da el valor más alto precisamente a la sensualidad y la sensualidad renunciada es, sin quererlo, restablecida, por el hecho de que Dios se coloca en lugar del ser sensual al cual se ha renunciado. La monja se desposa con Dios; ella tiene un novio celestial y el monje tiene una novia celestial. Pero la Virgen celestial es un fenómeno de una verdad general que se refiere a la esencia de la religión. El hombre afirma en Dios lo que en sí mismo niega (9). La religión prescinde del hombre y del mundo pero sólo puede prescindir de las verdaderas o supuestas deficiencias y restricciones, o sea, de lo que son los defectos del mundo; pero no de la esencia, o sea de la parte positiva del mundo, ni tampoco de la humanidad. Por eso la religión debe nuevamente ocuparse en la abstracción y negación de lo que prescinde o por lo menos cree prescindir. De este modo la religión en forma inconsciente pone todo en la idea de Dios; lo que ella conscientemente niega -siempre que aquello que niega sea algo esencial, algo verdadero, algo que no puede negarse-. De este modo el hombre niega en la religión su inteligencia: él por sí mismo no sabe nada de Dios, sus ideas son solamente mundanas y terrestres; sólo puede crear lo que Dios le revela. Pero en cambio, los pensamientos de Dios son ideas humanas, ideas terrestres; él idea planes, al igual que un hombre se amolda a las circunstancias y a las fuerzas intelectuales del hombre, al igual que un maestro se adapta a la inteligencia de sus alumnos; él calcula exactamente el efecto de sus dones y revelaciones; él observa al hombre en todo lo que hace, sabe todo, también lo más vil, lo más detestable y lo más humano. En una palabra, el hombre, frente a Dios, niega su saber y su pensamiento, para colocar éste su saber y su pensamiento en Dios. El hombre renuncia a su persona y, en cambio, le es Dios el Ser omnipotente, ilimitado, un Ser personal. El niega el honor humano; el yo humano, pero en cambio le es Dios un ser egoísta que sólo piensa en sí mismo, que sólo busca su propio honor, su propio provecho, su propio bienestar. Dios es la satisfacción propia del egoísmo que mira de soslayo a todas las demás cosas; Dios es la satisfacción suprema del egoísmo (10), la religión niega además lo bueno como una cualidad del ser humano; pues para ella el hombre es malo, corrompido, incapaz de hacer algo bueno; pero, en cambio, Dios es exclusivamente bueno, Dios es el ser bueno. Se exige que lo bueno, en su calidad de Dios, sea el objeto del hombre: pero, ¿acaso se expresa con ello que lo bueno sea una determinación esencial del hombre? Si yo soy absolutamente malo, es decir, malo por naturaleza y por esencia, si yo no soy santo, ¿cómo puede ser lo bueno y, lo santo un objeto para mí ya sea que este objeto sea intrínseco o extrínseco con respecto a mí? Si mi corazón es malo, si mi inteligencia es corrompida, ¿cómo puedo yo sentir como santo lo que es santo y percibir como bueno lo que es bueno? ¿Cómo puedo yo percibir en un cuadro algo hermoso si mi alma es una maldad estética? Aunque yo mismo no sea ningún pintor, aunque no tenga el talento de producir algo hermoso de mí mismo, sin embargo tengo sentimientos estéticos y una inteligencia estética, pues percibo lo que es bello fuera de mí. O lo bueno no es de ningún modo creado para el hombre, o si lo es, entonces se revela en ello al hombre la santidad y bondad de la esencia humana. Lo que es absolutamente contrario a mi naturaleza, lo que no está unido conmigo por ningún lazo común, no es tampoco apto para mis ideas y para mis sensaciones. Lo santo solamente es un objeto para mí en cuanto está en oposición a mi personalidad, pero en unidad con mi esencia. Lo santo es el reproche de mi pecaminosidad; en él me veo yo como pecador; pero precisamente en ello yo me reprocho, reconozco lo que no soy y cómo debo ser y por eso mismo puedo ser conforme a mi determinación. En efecto, el deber sin poder es una quimera ridícula, que no afecta a nuestra alma. Pero al reconocer lo bueno como determinación mía y como mi ley, lo reconozco consciente o inconscientemente como mi propio ser. Otro ser que por su naturaleza sea distinto del mío, no me interesa. Sólo puedo percibir el pecado si lo siento como una contradicción de mí mismo, de mi personalidad, de mi esencia. Como contradicción de un ser divino que no sea yo mismo, el sentimiento del pecado es inexplicable y sin sentido.

La diferencia entre el augustianismo y el pelagianismo, consiste sólo en que aquél expresa en manera de religión lo que éste dice a manera del racionalismo. Ambas determinaciones enseñan lo mismo, ambas adjudican al hombre lo bueno -pero el pelagianismo en forma directa racional y moral, el augustianismo en cambio indirectamente, en modo místico, es decir, religioso (11). Porque lo que éste atribuye al Dios del hombre, se adjudica en realidad al hombre mismo; lo que el hombre dice de Dios, lo dice en realidad de sí mismo. El augustianismo sólo sería una verdad y una verdad opuesta al pelagianismo, si el hombre tuviese por Dios al diablo, y si, con la conciencia de que es el diablo, lo venerase como su ser supremo. Pero mientras que el hombre venere un Ser bueno como Dios, contempla él en Dios su propio ser bueno.

Así como pasa con la doctrina de la degeneración del ser humano, así pasa también con la doctrina idéntica con aquélla, de que el hombre no puede hacer nada bueno, es decir, que no puede hacer en realidad nada de sí mismo y con sus propios esfuerzos. La negación de las fuerzas y actividad humana, sólo sería verdad si el hombre negara también en Dios la actividad moral diciendo, como el nihilista oriental o panteísta: el Ser Divino es un ser que carece absolutamente de la voluntad de la actividad, es indiferente y no sabe nada de la diferencia entre el bien y el mal. Pero quien determina a Dios como un Ser activo y esto como un ser moralmente crítico y activo, como un ser que ama el bien y lo obra y premia, que castiga, rechaza y condena el mal; quien determina a Dios en tal forma, sólo aparentemente niega la actividad humana; en realidad la convierte en actividad suprema y realísima. Quien hace actuar a Dios en forma humana, declara la actividad humana como una actividad divina, pues dice: un Dios que no fuera activo, ni moral ni humanamente, no es Dios y, en consecuencia, hace depender el concepto de la deidad del concepto de la actividad humana, pues una actividad más alta no la conoce.

El hombre -este es el secreto de la religión- objetiva (12) su ser y, en consecuencia, se convierte en el objeto de este ser objetivado, transformado en un sujeto y, respectivamente, en una persona; él se imagina que es un objeto pero objeto de otro objeto, de otro ser. El hombre es un objeto de Dios. Que el hombre sea bueno o malo, no es indiferente para Dios, no; él tiene un interés vivo y fuerte en que sea bueno; él quiere que sea bueno a fin de que sea beato -pues sin bondad no hay ninguna beatitud-. El hombre religioso rechaza por lo tanto la nulidad de la actividad humana haciendo de sus intenciones y acciones un objeto de Dios y convirtiendo al hombre en una finalidad de Dios -pues lo que es objeto en el espíritu, es objeto en la acción- y haciendo de la actividad divina un medio de la salvación humana, Dios es activo a fin de que el hombre sea bueno y feliz. De este modo el hombre, aparentemente humillado al extremo, es en realidad elevado al extremo. Y así el hombre en y por medio de Dios, sólo se tiene a sí mismo como última finalidad. Por cierto el hombre tiene por objeto a Dios; pero Dios no tiene otro objeto que la salvación moral y eterna del hombre, luego el hombre en realidad sólo se tiene por objeto a sí mismo. La actividad divina no difiere de la actividad humana.

En efecto, ¿cómo podría la actividad humana actuar como objeto mío y hasta en mí mismo, si ella fuese una actividad completamente diferente a mí mismo? ¿Cómo podría tener una finalidad humana, la fínalidad de enmendar y beatificar el hombre, si ella no fuera humana? ¿Acaso no determina el objeto de la acción? Cuando el hombre tiene por finalidad su propia enmienda, entonces toma resoluciones y propósitos divinos; pero cuando Dios tiene por finalidad la beatitud del hombre, entonces tiene finalidades humanas y ejecuta acciones humanas que corresponden a aquellas finalidades. De este modo el objeto del hombre en Dios es su propia actividad. Pero precisamente porque considera la propia actividad sólo como una actividad objetivada diferente de él mismo y como algo bueno, recibe necesariamente también el impulso no de sí mismo sino de aquel objeto. El ve su propia esencia fuera de sí y esta esencia la considera como algo bueno; se comprende por lo tanto que el impulso hacia lo bueno sólo le viene de aquella parte donde ha colocado lo bueno.

Dios es la esencia más íntima del hombre, la más subjetiva y más exclusiva, luego no puede actuar por sí misma, es decir, todo lo bueno viene de Dios. Cuanto más subjetivo y más humano es Dios, tanto más el hombre se despoja de su subjetividad, de su humanidad, porque Dios en sí y por sí es un ser que no se pertenece pero que, sin embargo, a la vez atrae todo hacia sí. Así como la actividad arterial lleva la sangre hacia todos los lados del cuerpo y la actividad de las venas la conduce nuevamente al corazón, así como la vida en general consiste en una contínua sístole y diástole, así también la religión; en la sístole religiosa el hombre se despoja de su propia esencia, se rechaza y condena a sí mismo; en la diástole religiosa nuevamente recibe al ser rechazado en su corazón. Solamente Dios es el Ser que actúa y obra por sí mismo -este es el acto de la fuerza religiosa de repulsión-; Dios es el ser que obra en mí, conmigo, por mí y para mí, es el principio de mi salvación, de mis buenas intenciones y acciones y, por lo tanto, mi propio principio de ser bueno -este es el acto de la fuerza religiosa de atracción-. El desarrollo, arriba indicado, de la religión, consiste, si se le considera más de cerca, en que el hombre quita a Dios cada vez más para apropiárselo a si mismo. Al principio el hombre objetiva todo sin diferencia alguna. Esto se ve especialmente en la fe revelada. Lo que en un tiempo posterior o lo que para un pueblo culto enseña la naturaleza o la razón, esto en un tiempo anterior o para un pueblo menos culto lo ha enseñado Dios. Los hebreos creían que todos los instintos por más naturales que fueran, hasta el instinto de la limpieza, fuese un mandamiento positivo divino. De ese ejemplo vemos en seguida que Dios es tanto más bajo y tanto más humano cuanto más el hombre se quita a sí mismo. La humildad y la abnegación del hombre no pueden ir más lejos que cuando éste deniega de tener la fuerza y la facultad de observar por sí solo y por instinto propio los mandamientos del decoro vulgar (13). En cambio, la religión cristiana hizo una diferencia de los impulsos y afectos del hombre según su cualidad, según su contenido. Sólo convirtió los afectos buenos y las buenas intenciones, los buenos pensamientos en revelaciones y en afectos, es decir, en intenciones, afectos y pensamientos de Dios; pues lo que Dios revela es una determinación de Dios mismo; cuando el corazón se llena la boca habla, y como el efecto, así es la causa, como la revelación, así es el ser que se revela. Dios, que sólo se revela en buenas intenciones, es un Dios cuya propiedad esencial sólo es la bondad moral. La religión cristiana hizo una diferencia entre la limpieza moral intrínseca y la limpieza corporal extrínseca. La religión hebrea identificaba ambas cosas (14); la religión cristiana es, en oposición a la hebrea, la religión de la crítica y libertad. El hebreo no osaba nada a no ser si Dios lo había mandado; él mismo carecía de la voluntad hasta en las cosas más extrínsecas: el poder de la religión se extendía hasta las comidas. La religión cristiana, en cambio, independiza al hombre en todas estas cosas extrínsecas, lo que quiere decir que ella puso en el hombre lo que el hebreo pusiera en Dios. Israel es la representación más perfecta de este positivismo objetivado; para el hebreo el cristiano significa un librepensador. Así cambian las cosas. Lo que ayer todavía era religión, hoy ya no lo es; lo que hoy pasa por ser ateísmo. será mañana religión.


Notas

(1) De Genesi ad litteram, lib. V, c. 16.

(2) Vosotros no tomáis en cuenta (dice Minucius Félix en su Octavian, capítulo 24, a los paganos) que hay que conocer a Dios antes de venerarlo.

(3) Las perfecciones de Dios son las perfecciones de nuestras almas; pero él las tiene en forma ilimitada. Nosotros tenemos algún poder, algún conocimiento, alguna bondad, todo esto es, en Dios, perfecto, Leibniz (Théod. Préface). Todo aquello por lo cual se distingue el alma humana es también propio al ser divino. Todo lo que está excluído de Dios, tampoco pertenece a la determinación esencial del alma. S. Gregorius Nyss (de anima Lips, 1837, pág. 42). Entre todas las ciencias es por lo tanto el conocimiento de sí mismo la más gloriosa y más importante, pues cuando uno se conoce a sí mismo, conocerá también a Dios, Clemens Alex. (Paedas, lib. III, cap. 1).

(4) En el otro mundo por eso se suprime esta contradicción entre Dios y el hombre. En el más allá, el hombre ya no es hombre -a lo sumo en la imaginación- él no tiene ninguna voluntad distinta de la voluntad divina, tampoco luego -pues que es un ser sin voluntad- ninguna esencia propia; es idéntico con Dios; luego desaparece en el más allá la diferencia y la oposición existente entre Dios y el hombre. Pero allí donde solamente es Dios, no hay ya Dios. Donde no hay oposición a la majestad, no hay tampoco majestad.

(5) Para la fe religiosa no hay ninguna diferencia entre el Dios presente y el futuro, sino que aquél es un objeto de la fe, de la imaginación, de la fantasía; éste, en cambio, es un objeto de la contemplación inmediata, es decir, personal y sensual. Acá y allá es él el mismo; pero acá es vago, allá es claro.

(6) No mucho sino poco y bien.

(7) Así como puede pensarse la similitud entre el Creador y lo creado, así debe pensarse la diferencia entre ellos, pero más grande todavía. Later, Conc. can. 2. (Summa omn. Conc. Carranza, Antv. 1559, p. 562). La última diferencia entre el hombre y Dios, entre el ser finito e infinito en general al cual puede llegar la imaginación religiosa especulativa es la diferencia entre el algo y la nada, Ens y non-Ens; porque sólo en la nada se destruye toda comunidad con todos los demás seres.

(8) Cibus Dei, 3 Mose 3, II.

(9) Quien, pues, dice por ejemplo Anselmi, se desprecia, es apreciado por Dios, quien se aborrece complace a Dios. Luego, sé pequeño a tus ojos a fin de que seas grande a los ojos de Díos; porque serás tanto más apreciado por Dios cuanto más despreciado eres por los hombres (Ansetmi Opp., París 1721, página 191).

(10) Dios sólo puede amar a sí mismo, sólo puede pensar en sí mismo sólo puede trabajar para sí mismo. Dios, al juzgar al hombre, busca su autoridad, su gloria, etc. S. P. Bayle, Un aporte para la historia de la filosofía y la humanidad, edición de bolsillo por Kröners.

(11) El pelagianismo niega a Dios, a la religión: ellos atribuyen a la voluntad tanto poder, que debilitan el poder de la oración piadosa (Agustín, De nat. et grat, cont. Pelagium, c. 58). El pelagianismo tiene por base solamente al Creador, es decir, a la naturaleza, no al Redentor, el Dios verdaderamente religioso, en una palabra, él niega a Dios, pero en cambio eleva el hombre hacia Dios al convertirlo en un ser independiente, que no necesita de un Dios (Ver al respecto Lutero contra Erasmo y Agustín, 1. C.c. 33). El agustinismo niega al hombre, pero en cambio humilla a Dios hasta convertirlo en hombre, hasta degradarlo a la muerte en la cruz por el hombre. Aquél coloca al hombre en lugar de Dios, éste coloca a Dios en lugar del hombre; ambos terminan en lo mismo; la diferencia sólo es una apariencia, sólo una ilusión piadosa. El agustinismo es una pelagianismo inverso, lo que éste pone como sujeto lo pone aquél como objeto.

(12) La objetivación religiosa y original del hombre debe, por lo demás, como está expresado claramente en el presente libro, diferenciarse bien de la autoobjetivación de la reflexión y especulación; ésta es arbitraria, aquélla es obligatoria, necesaria, tan necesaria como el arte, como el idioma. Con el tiempo la teologia siempre coincide con la religión.

(13) 5. Mose 23, 12, 13.

(14) Ver por ejemplo l. Mose 35, 2; 3 Mose II, 44; 20, 26 y Leclerc.

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