Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ELOGIO DE LA ESTUPIDEZ

Tercera parte

Habla la estupidez

XXXVIII

Me perturban una vez más las ranas del pórtico con su croar. Me dicen que no hay nada tan digno de lástima como la locura. Ahora bien, la estupidez de remate se parece a la locura, si es que no es la locura misma. ¿Acaso estar loco no es haber perdido la cabeza? Se equivocan completamente. Tratemos de desmontar su razonamiento, si quieren ayudarme las musas. Ellos dicen sutilmente:

Sócrates enseña, se señala en los Diálogos de Platón, que de la división de la única Venus, salieron dos, y del único Cupido, dos. Por lo tanto, estos dialécticos tendrían que distinguir entre las dos formas de locura, si es que quieren ser tenidos por cuerdos.

No hay por qué pensar que toda locura sea una fatalidad. ¿Horacio no dijo ya: no juega conmigo una suave locura? Y el mismo Platón no hubiera ubicado el arrebato de poetas, adivinos y amantes entre los bienes más preciados de la vida. Ni la pitonisa hubiera calificado de loca la aventura de Eneas. Hay dos tipos de locura: la que envían desde el infierno las furias vengadoras cuando lanzan serpientes venenosas y atacan los corazones de los hombres con la pasión de la guerra, la sed inagotable del oro, el amor prohibido y criminal, el parricidio, el incesto, el sacrilegio o cualquier otro flagelo. O cuando persiguen con las furias y fantasmas del terror a un alma culpable y consciente.

La otra locura, diferente de ésta, proviene de mí y es deseable por encima de todo. Aparece cuando el alma se siente liberada de las preocupaciones y angustias por una especie de delirio, colmándola de deliciosos perfumes al mismo tiempo. Esta clase de delirio es el que desea en su carta Cicerón a Atico, como máximo regalo de los dioses, para poderse liberar de tantos males. Tenía razón aquel ciudadano de Argos, cuya locura lo llevaba a pasar días enteros sentado en el teatro, viendo, aplaudiendo y disftutando. Suponía que se estaban representando magníficas tragedias, cuando realmente no se representaba nada. En definitiva, se conducía correctamente en su vida:

Atento con sus amigos;
amante de su mujer;
comprensivo con los criados,
sin mostrar irritación
porque le descorcharan una botella.

Cierta vez, cuando sus familiares lo curaron gracias a pociones, y ya recuperado, protestó diciendo:

Me han matado, amigos.
No se protege, se mata
a quien han quitado el placer,
arrancándole por
la fuerza el delirio de la mente.

Tenía absoluta razón. Quienes deliraban eran ellos, necesitando más que él el eléboro, al creer que tan placentera y feliz locura podía expulsarse con brebajes. No he querido decir con todo esto que cualquier absurdo o disparate mental tenga que ser denominado locura. No se debe llamar loco a un lagañoso que confunde un mulo con un burro, ni a quien se exalta ante un poema malo que encuentra perfecto. Pero si alguien se equivoca en sus sentidos y en sus juicios de un modo usual o frecuente, habrá que considerarlo muy próximo a la locura. Por ejemplo, ese sería el caso de quien oye el rebuzno de un burro e imagina estar escuchando una magnífica orquesta; o el de ese pobre hombre que, de origen humilde, se cree el rey Creso de Lidia.

Muchas veces ocurre que este tipo de locura tiende al placer y brinda una considerable alegría tanto a quienes la padecen como a quienes son testigos de ella, si bien estos últimos no son locos de la misma manera. Y este tipo de locura es más corriente de lo que se piensa. Un loco se burla de otro loco, y ambos se contentan con eso. Verán con frecuencia que el más loco se burla con más ganas de quien lo es menos.


IXL

Si tenemos que creer a la Estupidez, un hombre cuanto más estúpido es más feliz, con tal que viva ese tipo de estupidez que a mí me define. Me refiero a esa locura tan conocida que sería imposible encontrar a un hombre totalmente cuerdo todo el tiempo, sin estar dominado por alguna de ellas. La diferencia es sólo de grados. Si uno confunde una calabaza con su mujer, lo llaman loco, porque a pocas personas ocurre. Pero cuando un marido alaba a su mujer, que comparte con otros amantes, y la compara a la fiel Penélope, nadie lo llama loco. ¡Advierten que eso es lo que constantemente ocurre con los maridos!

Pertenecen a la misma categoría quienes abandonan todo por la caza mayor, diciendo que encuentran un placer indescriptible cuando oyen el insoportable tronar del cuerno y el ladrido de los perros. Diría que los excrementos mismos de los perros les huelen a cinamomo. Por otro lado, ¿puede haber algún placer en despedazar una pieza? Despedazar toros y antílopes fue siempre de vasallos, pero a una fiera sólo puede despedazarla un noble. La cabeza descubierta, de rodillas, con la espada adecuada -no estaría aceptado un cuchillo vulgar-, con gesto medido, el noble empieza a cortar religiosamente según un orden constituido. La gente lo observa atontada, amontonándose en silencio a su alrededor, como si nunca hubiese visto semejante espectáculo, aunque lo haya visto más de mil veces. Por último, si alguien logra probar un pedazo de la pieza, cree que ha obtenido casi la nobleza. Parece que con tanto derribar y comer estas piezas de caza, no obtienen más que su propia degeneración, hasta convertirse ellos mismos en animales salvajes, ¡aunque presuman que en todo momento están experimentando la gran vida!

Muy parecido a éstos es el tipo de gente que desea intensamente construir casas, substituyendo súbitamente lo redondo en cuadrado, y lo cuadrado en redondo. No encuentran fin ni medida a nada hasta que caen en la máxima indigencia, sin que tengan dónde vivir, ni qué comer. ¿Qué les importa? ¡Que les quiten lo bailado, mientras, han disfrutado unos años maravillosos!

Creo que con éstos hay que juntar a aquéllos que, empujados por el anhelo de cambiar las cosas, practican ciencias nuevas y secretas, revolviendo mar y tierra a la caza de la quintaesencia. Influidos por una esperanza tan dulce como la miel, no perdonan trabajos ni despilfarros, siempre inventando algo nuevo que vuelva a engañar su admirable ingenuidad y les haga agradable su ficción. Hasta que, gastado el último centavo, no les queda nada que cocinar. Sin embargo, siguen soñando dulces fantasías, alentando a los demás con todas sus ganas a probar la misma felicidad. Por último, ya sin esperanza, todavía les queda como gran consuelo aquel dicho: En un gran empeño, alcanza con haberlo intentado. Y entonces se quejan de la fugacidad de la vida y la culpan de que no dé para más.

Estoy pensando si recibir en nuestra cofradía a los jugadores de dados. Es un espectáculo estúpido y ridículo verlos tan adictos, al punto que, en cuanto oyen el cubileteo de los dados, les salta y se les sale el corazón. Hipnotizados por la ambición de ganar, naufragan con todos sus bienes, estrellando su barco contra el escollo del juego, mucho más temible que el cabo Malea. Y cuando han logrado salir a flote sin camisa, se dedican a engañar a quien sea, menos a su ganador, con tal de que no se los crea hombres sin formalidad. ¿No han visto a estos mismos hombres ya viejos y casi ciegos seguir jugando incluso con anteojos? Por último, ¿qué decir cuando una bien ganada gota ha paralizado ya las articulaciones de sus manos, pagan a un agente para que eche los dados por ellos? Este juego sería agradable si no terminara constantemente a puño limpio. Pero esto no tiene que ver conmigo, sino con las Furias.


XL

No dudo un momento en aceptar en nuestra cofradía a ese tipo de personas que les agradan las historias fabulosas y de relatos inverosímiles. Les fascina oírlas o contarlas, y nunca se aburren de recordar cuentos por fantásticos que sean, de fantasmas, duendes, vestigios, seres infernales y otras mil curiosidades de esta índole. Cuanto más lejos de la verdad, con más satisfacción los creen reales, y con más suave cosquilleo incitan sus oídos. Y este ingenio fabulador no sólo sirve para matar el tedio de las horas, sino que lo utilizan para su prop!o provecho, especialmente, los curas y predicadores. Primos de éstos son quienes tienen la estúpida, pero divertida certeza de que si logran ver una estatua o un cuadro de San Cristóbal, gigante como Polifemo, ese día no morirán; o el que tiene la seguridad de que si saluda a una imagen de santa Bárbara con determinadas palabras, saldrá entero de la guerra. O el hombre que se hará rico automáticamente si acude a San Erasmo en días determinados, con unas velas y oraciones determinadas. En San Jorge se han imaginado a otro Hércules, lo mismo que se han concebido un segundo Hipólito. Al caballo de éste, tan religiosamente adornado y engualdrapado, no es que lleguen a reverenciarlo, pero sí intentan ganarse su protección con pequeñas ouendas. ¡Y se cree que es muy propio de reyes jurar sobre su casco de bronce!

¿Y qué puedo agregar de quienes disfrutan mintiéndose a sí mismos con supuestos perdones de sus pecados? Van midiendo como con clepsidra el tiempo de su permanencia en el Purgatorio, y contando los siglos, los años, meses, días y horas con la precisión de una tabla matemática, sin ningún error. Tampoco diré nada de quienes, confiados en ciertas fórmulas y cadenas de oraciones mágicas -inventadas por algún impostor para bien de su alma o para ganar dinero- se prometen toda clase de riquezas, honores, placeres, satisfacciones, eterna salud, larga vida, que concluya en una ancianidad vigorosa. Y para colmo, un lugar de descanso junto a Cristo en el cielo, lo cual, por otro lado, aspiran se concrete lo más tarde posible, o sea, cuando los abandonen los placeres de esta vida, a los cuales se agarran con uñas y dientes, para dar paso a las glorias celestiales.

Como ejemplo, tenemos a algunos negociantes, soldados o jueces que creen purificar para siempre la hidra de Lema, que es su vida, con el único centavo de sus saqueos miserables. Creen que sus incontables sacrilegios, lujurias, borracheras, peleas, matanzas, trampas, engaños y traiciones quedan olvidadas como por contrato, y absueltas de tal manera que pueden empezar una nueva rueda de crímenes. ¿Puede haber algo más insensato -y también más feliz que ésos que se prometen a sí mismos más que la sublime felicidad repitiendo todos los días siete versículos de los salmos? Ahora bien, se cree que fue un demonio el que enseñó tal práctica a San Bernardo; indudablemente, un demonio bromista, pero más frívolo que inteligente, ya que el cepo le agarró los dedos al infeliz. Todas estas cosas tan tontas, de las que casi me avergüenzo yo misma, no obstante tienen una aceptación general, y no sólo entre el vulgo, sino también entre los creyentes.

Sin embargo, ¿no ocurre casi lo mismo cuando las diversas regiones reivindican como propio a algún santo específico? A cada uno de estos santos se le suponen poderes especiales y se les dedica su adoración particular. Y así, uno cura el dolor de muelas, otro asiste a las parturientas, éste restituye los bienes robados, aquél auxilia en los nauftagios, y el de más allá cuida los ganados; y un largo etcétera, que sería imposible detallar. Hay también santos poderosos en varios aspectos, particularmente la Virgen Madre de Dios, a quien el vulgo ignorante atribuye casi más poderes que a su Hijo.


XLI

Pero ¿acaso estos hombres piden a sus santos otras cosas que no sean similares a la estupidez? Entre tantas ofrendas que tapan las paredes y llegan hasta la bóveda, ¿alguna vez han visto una ofrenda de acción de gracias por haber escapado a la estupidez o por ser un poco más sabio? Uno se salvó a nado. Otro sobrevivió a pesar de que una espada enemiga lo había atravesado. Otro escapó, con más suerte que valentía, dejando atrás a sus compañeros. Otro huyó de la horca cuando ya estaba en alto, gracias a un santo amigo de ladrones, pudiendo así aliviar de su peso a personas injustamente cargadas de riquezas. Otro rompió sus grilletes y huyó de la cárcel. Otro venció la fiebre, para indignación del médico. A quienes bebieron veneno, les sirvió de purga y no de muerte, y quedó frustrada su mujer que en el intento perdió trabajo y dinero. Otro volcó con su coche y pudo volver a casa con los caballos intactos. A otro se le cayó la casa encima, y pudo seguir viviendo. Y por último otro fue encontrado in fraganti por un marido, pero pudo huir. Nadie agradece haberse librado de la insensatez.

¡Tan agradable es ser sabio, que los mortales prefieren librarse de todo antes que de la Estupidez! Pero ¿para qué me meto en esta infinidad de supersticiones?

Cien lenguas tuviera yo,
cien bocas y una voz de hierro,
y sería incapaz de explicar
todas las formas de estupidez.
¡Imposible dar los nombres de la estupidez!

¡Qué triste espectáculo ofrece por todos lados la vida de todos los cristianos sometida por esta especie de locuras! Y lo peor es que los mismos sacerdotes son quienes los aceptan y fomentan, porque saben lo que esto afecta a su bolsillo. Así, si en estas circunstancias se levantara uno de esos sabios presuntuosos y lanzara al viento lo que es cierto: Si vives bien no te condenas; redimirás tus pecados si a tu ofrenda le agregas odio a tus malas acciones, lágrimas, vigilias, súplicas, ayunos y cambias totalmente de vida; éste o aquel santo será tu protector, si imitas su vida. Insisto, ¿qué pasaría si tal sabio gritase éstas y semejantes razones? ¿No arrancaría la felicidad de las almas de los mortales, hundiéndolos en confusión?

Del mismo grupo son quienes en vida dejan instrucciones tan precisas sobre sus honras fúnebres, que llegan a detallar el número de antorchas, túnicas negras, cantores y lloronas que quieren que haya. Se diría que no quieren perderse la contemplación de este espectáculo; o que si su cadáver no es enterrado con pompa los muertos se avergüenzan de ellos mismos. Parecen concejales recién nombrados, muy preocupados por los deportes y los banquetes.


XLII

Debo seguir avanzando, pero no sin mencionar antes a aquéllos que, no distinguiéndose en nada de un triste zapatero, se ufanan con un vano título de nobleza. Uno remonta su linaje a Eneas; otro, a Bruto; y un tercero, al rey Arturo. Ostentan estatuas o retratos de sus mayores por todos lados. Repiten los nombres de bisabuelos y tatarabuelos, y recuerdan continuamente apellidos antiguos, aunque alardeen de algo semejante a estatuas mudas como antepasados, o incluso estén en peor estado. Y así van felices por la vida, gracias a esa dulce Filautía o Amor Propio. Incluso hay estúpidos que admiran como a dioses a esta especie de insensatos.

Pero ¿por qué me detengo a hablar de estas formas de estupidez, como si no hubiese en todos lados personas a quienes esta Filautía hace tan dichosos? ¿No es éste más feo que un mono y, sin embargo, porque sabe trazar tres líneas con el compás se cree un Nireo? Y ese burro con flauta, que tiene una voz peor que la gallina cuando el gallo la corteja, está seguro de ser otro Hermógenes.

No obstante, existe otro tipo de insensatez, que es la más agradable de todas, y que consiste en alardear de cualquier dote que se tiene sin más razón que ser dueño de ella. Un ejemplo de esto es aquel rico doblemente feliz a quien se refiere Séneca. Este hombre, cuando quería contar una anécdota, ponía a siervos para que le susurrasen las palabras. Era tan cobarde que no habría dudado en hacerlos bajar a la palestra para que lo defendieran, ya que sólo vivía seguro con los siervos robustos que tenía en casa. ¿Y qué debo decir de quienes cultivan las artes? Cada uno de ellos tiene su forma exclusiva de amor propio, de manera que sería más fácil encontrar quien renunciase a la herencia paterna que ceder un ápice en su fama de ingenioso. Esto pasa sobre todo entre actores, cantores, oradores y poetas: cuanto más ignorantes son, más descarada es su autocomplacencia, más autoelogio y engreimiento exhiben. Y siempre encuentran lamentos de la misma calaña, de modo que el más incapaz es quien más admiradores tiene. Se sabe que cuanto peor es una cosa, más atrae a la muchedumbre, ya que -como dijimos- la mayoría de los mortales es propensa a la estupidez. En resumen: si el artista menos dotado es el más pagado de sí mismo y quien produce mayor fascinación, ¿por qué debería preferir la verdadera sabiduría, que de entrada supone un mayor esfuerzo, que lo vuelve reservado y tímido, y por último le ofrece menos seguidores?


XLIII

Estoy convencida de que la naturaleza también ha proporcionado de cierto Amor Propio comunitario a naciones y ciudades, como lo ha hecho con cada uno de los mortales. Así, los británicos se atribuyen el privilegio de la belleza, la música y la buena mesa. Los escoceses se enorgullecen de su nobleza, de su vínculo con reyes y de su sutileza dialéctica; los franceses presumen de sus buenas modales; y los parisienses, por arriba de todo otro elogio, prefieren la gloria de la ciencia teológica. Los italianos se ufanan del gusto por las artes y la elocuencia. Todos ellos se complacen con este título, creyéndose los únicos mortales que no son bárbaros. Quienes tienen el primer lugar en esta autocomplacencia son los romanos, que siguen soñando dulcemente en la vieja Roma; por otro lado, los vénetos están satisfechos de la fama de su nobleza. Y los griegos, creadores de las artes y ciencias, todavía se suponen dignos de la vieja gloria de sus héroes. Mientras tanto, los turcos, y toda esa basura de bárbaros, se consideran los portaestandartes de la religión, burlándose de los cristianos como de supersticiosos. Los judíos siguen esperando todavía con gran satisfacción a su Mesías, hasta hoy aferrados fanáticamente a su Moisés. Los españoles no aceptan competidor en la gloria militar, y los alemanes se jactan de su compostura y de su conocimiento de la magia.


XLIV

Creo que comprenden, sin que yo exponga mayores detalles, la gran satisfacción que genera el Amor Propio a todos y cada uno de los hombres. Lo mismo ocurre con su prima hermana, la Adulación, ya que el Amor Propio no es más que autoelogio, y si esto se hace con otro se convierte en Adulación.

Hoy día, adular se considera una vergüenza, aunque sólo piensan esto quienes se fijan más en las palabras que en los hechos. Suponen que la adulación se lleva mal con la fidelidad; sin embargo, cambiarían de parecer con sólo observar el ejemplo de ciertos animales. ¿Hay algo más adulador que un perro? ¿Y quién más fiel que él? ¿Qué más obsequioso que una ardilla? ¿Y quién más amigo del hombre? A menos que se crea que los feroces leones, los crueles tigres y los temibles leopardos sean más parecidos a la naturaleza humana.

Sin embargo, hay un tipo de adulación siniestra, la cual ciertos malvados y burlones utilizan para arruinar a ingenuos. Por el contrario, mi adulación nace de un corazón simple y sincero, y está mucho más cerca de la virtud que esa brusquedad crítica a la que se opone y que, según Horacio, resulta molesta y descortés. La mía levanta los ánimos desalentados, alegra a los tristes, alienta a los débiles, despierta a los burlados, reanima a los enfermos, calma a los iracundos, armoniza y mantiene los afectos. Es un estímulo para que los niños aprendan las letras; entusiasma a los ancianos; aconseja y orienta a los gobernantes, que no se sienten ofendidos por el halago. En resumen, logra que cada uno se acepte y tenga una mayor estima de sí mismo, que es la base de la felicidad. ¿Puede haber algo más estimulante que el mutuo rascarse de dos burros? Eso sin hablar del lugar de la adulación en la elocuencia más elogiada, y de su protagonismo en medicina y poesía. Lo diré brevemente: es miel y condimento de toda convivencia humana.


XLV

Las personas piensan que equivocarse es una desgracia, pero mucho mayor es no equivocarse. Por lo tanto, se equivocan completamente quienes piensan que la felicidad del hombre está en las cosas. Más bien está sujeta a la opinión que se tenga de ellas. La oscuridad es tan grande y tanta la variedad de las cosas humanas, que no podemos conocer nada claro de ellas, como bien ya expresaron los de la Academia, ciertamente los filósofos menos presumidos. Y si algo llega a conocerse, choca varias veces con la alegría de la vida. Entonces, el espíritu del hombre está hecho de tal forma que capta mejor la apariencia que la realidad. Si alguien quiere una prueba de esto que digo, que vaya a la iglesia a la hora del sermón: todos cabecean, bostezan y se aburren si se expone algo serio. Pero si quien grita (perdón, quería decir el orador) empieza, como es costumbre, con una anécdota de viejas, se despiertan, atienden y escuchan embobados. Ocurre lo mismo cuando se festeja a un santo fabuloso, inventado por la poesía -como ejemplo, tenemos a San Jorge, San Cristóbal, Santa Bárbara-. Notarán que se los adora con más fervor que a San Pedro o San Pablo, o que al mismo Cristo. Pero no es el momento para hablar de estas cosas.

¡Qué fácil es lograr esta felicidad! Por el contrario, cuán dificil es entender las cosas reales, aunque sean insignificantes, como la gramática. Por otro lado, ¡qué fácilmente se forma una opinión, y con qué facilidad, si no mejor, nos persuade! Imaginen que alguien come conservas podridas que cree deliciosas, y cuyo olor es inaguantable para los demás. ¿Esto último le impide sentirse feliz? Al contrario: ¿de qué le sirve comer esturión si lo hace vomitar? Si un marido tiene una mujer terriblemente fea, pero que para él puede competir con Venus, ¿no es como si fuese verdaderamente hermosa? Si alguien se admira ante una tabla embadurnada de rojo y amarillo, convencido de que ha sido pintada por Apeles o Ceuxis, ¿acaso no es más feliz que aquél que ha pagado una fortuna por una obra de un artista famoso, cuya contemplación no le genera casi placer?

Sé de un tocayo mío que cuando se casó regaló perlas falsas a su prometida. Como buen bromista que era, la convenció de que no sólo eran joyas auténticas, sino que su precio era único e incalculable. Entonces, yo pregunto, si la joven esposa complacía su vista y su espíritu contemplando esas baratijas, considerándolas y guardándolas como un tesoro, ¿le importaría que no fueran auténticos? A su vez, el marido evitaba gastos, se divertía con el engaño a su mujer, a quien creía tan cautivada como si le hubiese regalado joyas magníficas.

De acuerdo con esto, ¿qué diferencia hay entre quienes desde dentro de la cueva de Platón se asombran de las sombras y figuras de diversos objetos proyectados en la pared -sin querer ni presumir nada, y con tal de que estén satisfechos y no sepan lo que les falta- y el filósofo, que fuera ya de la caverna, contempla las cosas como son? Si el Micilo lucianesco hubiese podido soñar y mantener por siempre el sueño dorado de que era rico, no habría tenido razón para desear otra felicidad. No hay opción entre las dos situaciones y si la hay, es en favor de los tontos. En primer lugar, porque no les cuesta casi nada -una simple convicción-, y en segundo, porque es una felicidad compartida con la mayoría de las personas.


XLVI

Deben saber que no hay ningún placer de las cosas si no se comparten con otros. Ahora bien, todos sabemos la falta de sabios, si es que realmente alguno existe. Después de tantos siglos, los griegos sólo pudieron contar siete, y si analizamos con más atención, me animaría a asegurar que no encontraríamos ni medio sabio, e incluso ni un tercio de sabio. Así, indudablemente, la principal de las tantas alabanzas de Baco es su capacidad de anular por poco tiempo las penas del alma. Según la expresión común, una vez dormida la mona, las preocupaciones vuelven rápidamente. ¿Acaso no es mi ayuda mucho más bondadosa y eficaz? Yo llego a colmar el alma de una embriaguez de placeres, delicias y éxtasis, sin ningún interés. Y no permito que ningún mortal se vea privado de mi bondad, mientras que los demás dioses siempre tienen sus favoritos. No en todo lugar se da ese vino generoso y suave que mata las penas y que genera prometedoras esperanzas. Venus favorece a pocos con su hermosura, y a muchos menos Mercurio les otorga su elocuencia. Pocos deben su riqueza a Hércules, ni el Zeus homérico ofrece su poder a cualquiera. Generalmente, Marte permanece neutral en las batallas, y muchas personas vuelven desconsoladas del oráculo de Apolo. Frecuentemente, Saturno extermina con su rayo, y Febo lanza con sus flechas la peste. Neptuno mata más vidas que protege. Sin olvidar a esos Vejoves infernales, Plutones, Atés, Penas y Fiebres malignas, que más que dioses son carniceros. Yo, la Estupidez, soy la única que abrazo a todos sin distinción con mi generosidad siempre lista.


XLVII

No estoy a la espera de promesas, ni me enojo exigiendo expiación por algún detalle olvidado en las ceremonias. Ni revuelvo Roma con Santiago si alguien invita a todos los dioses, dejándome sola en casa, sin dejarme meter la nariz en el olorcito de las víctimas. Los demás dioses son tan susceptibles por detalles, que es mejor y más seguro dejarlos solos que honrarlos. Son como esos hombres tan dificiles de complacer, y que tan fácilmente se ofenden, que es mejor alejarse que ser sus amigos.

Pero se objetará: nadie ofrece sacrificios a la Estupidez, ni le consagra templos. Bien, tal ingratitud me sorprende, como recién dije, pero no la tengo en cuenta, y la considero un bien. ¿Acaso puedo desear ese bien? ¿Podría exigir un gramo de incienso, un pan, un macho cabrío o un cerdo? Todos los hombres de todos los lugares del mundo me profesan ese alto culto que los teólogos califican como el mejor. ¿Por qué debería envidiar a Diana cuando es complacida con sangre humana? Estoy convencida de que soy adorada con la fe más sincera por todas partes, ya que todos los hombres me tienen en sus corazones, me manifiestan en sus costumbres y me imitan en su vida. Este tipo de culto no se brinda ni a los santos, ni siquiera es común entre los cristianos. Por ejemplo, piensa en la cantidad de cristianos que ponen una vela a la Virgen, Madre de Dios, incluso cuando no se necesita, a mediodía. ¿Has encontrado a muchos de ellos que traten de imitar su castidad, su modestia y su amor a las cosas celestiales? Y no obstante, éste sería el culto más verdadero y el más agradable al cielo. ¿Por qué yo debería desear tener consagrado un templo si todo el universo es para mí un templo hermosísimo, si no me equivoco? No me faltarán sacerdotes, si no faltan hombres. Ni soy tan tonta como para pretender que se me levanten imágenes talladas en piedra o pintadas de colores; ya que podrían perjudicarnos -la gente es tan torpe y lerda que adora a las representaciones en lugar de los dioses mismos-. Podría verme reemplazada como aquéllos que son desplazados por sus mismos sustitutos. Pienso que tengo tantas estatuas levantadas en tantos hombres que llevan mi imagen en su cara, aunque no lo quieran. No tengo por qué envidiar a los otros dioses, por ser adorados en algún rincón de la tierra y en determinados días, como, por ejemplo, Febo en Rodas, Venus en Chipre, Juno en Argos, Minerva en Atenas, Júpiter en el Olimpo, Neptuno en Tarento y Príapo en Lampsaco. ¡Todo el mundo continuamente me ofrece víctimas mucho más apreciables!


XLVIII

Si alguien cree que lo que digo es una presunción que no se ajusta a la verdad, le pido que analice la vida misma de los hombres. Así se entenderá todo lo que me deben, y cuánto me estiman grandes y pequeños. No vamos a entrar en los detalles de todo tipo de vidas, ya que no terminaríamos nunca, pero sí elegiremos algunas más notorias que nos permitan opinar sobre el resto. ¿Tiene algún sentido fijarse en la vida del vulgo y de la plebe cuando todo el mundo sabe que son míos? ¡Qué de estupideces hay en ellos, y cuántas inventan todos los días! De manera que ni mil Demócritos serían suficientes para ridiculizarlas todas ellas, siendo necesario otro Demócrito para burlarse de los demás. Es increíble la risa, la diversión y las bromas que estos hombrecitos aportan a los dioses. Éstos pasan las sobrias horas de la mañana en discusiones y peleas así como oyendo las súplicas. Pero cuando el néctar se va apoderando de ellos, y no les permite pensar en ningún asunto serio, se sientan en la parte más alta del cielo, y desde ahí se inclinan para contemplar lo que los humanos hacen. Les encanta este espectáculo. ¡Cielos!, ¿puede haber mayor farsa y más variada caterva de estúpidos? Yo misma me siento entre el coro de dioses de los poetas.

Así, descubro cómo ese nombre se enloquece por una mujercita que más desdén le destina cuanto más es amada. Éste se casa con una dote, no con una mujer. Aquél prostituye a su propia esposa. Otro espía más celoso que Argos. ¿No ven las cosas que éste dice y hace en el duelo? Se pensaría que es un maestro de histriones en un papel de duelo. Uno llora ante la tumba de su madrastra; y traga todo lo que puede juntar, aunque se muera de hambre al día siguiente. Otro sostiene que es mucho más feliz durmiendo y no haciendo nada. Algunos no dejan de ocuparse de los asuntos ajenos y no atienden los suyos para nada. Otros son derrochadores con el dinero prestado y actúan como ricos con créditos ajenos. Éste vive como pobre para enriquecer a un heredero. Aquel otro, con tal de conseguir una miserable y dudosa ganancia, se lanza por todos los mares, confiando a las olas y al viento una vida que ningún dinero podría rescatar. A su vez, éste prefiere probar suerte en la guerra a vivir tranquilo y seguro en casa. Otros se creen que la manera más cómoda y rápida de volverse ricos es atraer la voluntad de los viejos. Y también hay quienes imaginan conseguir lo mismo pasando todo el día cortejando a las viejecitas beatas. Los dioses se divierten extremadamente cuando advierten que unos y otros acaban siendo astutamente burlados por quienes habían intentado engañar.

La clase más estúpida y despreciable la constituyen los comerciantes, no sólo porque manejan los asuntos más infames, sino también por la forma perversa de hacerla: mienten, maldicen, roban, defraudan, abusan. Y todavía creen estar arriba de todos por el simple hecho de juntar anillos de oro en los dedos. Y ni siquiera les faltan frailecitos aduladores que los alaben y los llamen honorables en público, esperando obtener una partecita de sus mal habidos bienes.

En otros lugares verás a determinados pitagóricos, de esos que pretenden que todo es de todos, hasta el extremo de manotear cualquier cosa que no está bien guardada. Se la hacen suya sin problemas de conciencia, como si lo hubieran heredado. Y hay quienes son ricos sólo de deseo, viven de dorados sueños y con ellos están felices. Otros disfrutan porque se los considera ricos fuera de casa mientras que en ella se mueren de hambre. Éste se apresura a fundir todo lo que tiene, entretanto otro barre para casa como sea (por las buenas o por las malas). Este candidato va buscando los aplausos de la gente y a aquél sólo le agrada el fuego del hogar. Muchos se embarcan en eternos litigios, donde ambos contendientes luchan ferozmente para acabar enriqueciendo a un juez experto en dilaciones y a un abogado en complicidad con la parte contraria. Éste está tramando la revolución, aquél es un megalómano. Otro peregrina a Jerusalén, Roma o Santiago, donde no han perdido nada, y dejan en casa a su mujer e hijos abandonados.

En resumen, si desde la Luna pudieras ver cómo hizo Menipo los asuntos de los mortales, creerías estar viendo un enjambre de moscas y mosquitos que luchan entre sí, se hacen la guerra, se ponen trampas, se roban, bromean, lujurian, nacen, marchitan y mueren. Es difícil creer la confusión y la tragedia que puede causar este animalito de tan corta vida. A veces una simple guerra o una peste pueden llevarse o acabar con miles de criaturas en un instante.


IL

Yo misma sería estúpida, y merecedora de grandes carcajadas por parte de Demócrito, si ahora me demorara en analizar todas las formas de insensatez y de locura del pueblo. Me concentraré en esa clase de mortales que simulan ser sabios y, que aparentemente, persiguen los laureles, el ramo dorado. Empezaré por los gramáticos, que serían la clase de hombres más desdichada, más agobiada y más molesta a los dioses, si yo no atenuase los infortunios de profesión tan miserable con una dulce locura. No sólo son víctimas de las cinco furias, o sea, de las cinco maldiciones referidas en el epigrama griego, sino de seiscientas. Siempre se los ve hambrientos y harapientos en sus escuelas, las cuales no merecen tal nombre, sería mejor decir pensatorios, cárceles y salas de tortura. Metidos entre el rebaño de los muchachos, por el trabajo envejecen tempranamente, por el griterío se quedan sordos, y entre el hedor y la suciedad se consumen. Sin embargo, gracias a mí, son los más distinguidos a los ojos de los hombres. Orgullosos de sí mismos aterran a la caterva de muchachos con voz y cara amenazadora; lastiman a los desafortunados muchachos con varas, palos o látigos, desatando su furia a placer y de mil formas, como si fuesen el burro de Cumas. Entretanto, la mugre que les invade es pura limpieza, los pedos les huelen a flores, consideran su desdichada servidumbre un reino, cuya tiranía no querrían cambiar de ninguna manera por el imperio de Falarides o de Dionisio.

Mucho más felices son aún si están seguros de la novedad de sus procedimientos. Aunque atiborren la cabeza de los muchachos con puras extravagancias, ¡por todos los dioses!, que ni el mismo Palemón, ni Donato son nada en su comparación. Y me sorprende cómo se las arreglan para aparecer a madrecitas estúpidas y padres idiotas tal cual ellos se muestran.

Debemos agregar otra clase de placer a todos estos. Se regocijan cuando uno de ellos consigue encontrar en un empolvado pergamino el nombre de la madre de Anquises. O cuando descubren una palabreja que nadie conoce, como bubsequa, bovinator, o manticulator -boyero, tergiversador, descuidero de bolsos- o si logran exhumar un resto de piedra antigua con alguna inscripción mutilada. ¡Oh, Júpiter! ... ¡qué saltos, qué triunfo, qué elogios!, como si hubiesen descubierto África o conquistado Babilonia. ¿Y qué decir cuando empiezan a mostrar sus versos sin inspiración y sin gracia, para los cuales siempre encuentran admiradores? Están muy convencidos de que el espíritu de Virgilio reside en su pecho. Pero nada tan divertido como verlos elogiarse y admirarse, rascándose mutuamente. Pero si alguno de ellos insinúa una palabreja, y otro más inteligente la caza al vuelo, entonces, no quieras saber las tragedias, las polémicas, los insultos y las palabrotas, qué alborotos que arman. ¡Caiga sobre mí toda la furia de los gramáticos si miento en algo!

Conozco cierto hombre, ya con los sesenta a cuestas, una eminencia en griego, latín, matemáticas, filósofo, médico, sin rival en todas estas cosas, que al margen de todo, hace ya más de veinte años oprime su cerebro y se tortura con el estudio de la gramática. Sería feliz, según me dice, si pudiese vivir hasta asentar con seguridad la diferencia entre las ocho partes de la oración, algo que ni escritores griegos ni latinos lograron hacer de manera concluyente. Confundir una conjunción con un adverbio les parece un caso de guerra. Y por si fuera poco, como hay tantas gramáticas como gramáticas -yo diría que más, ya que sólo mi querido amigo Aldo ha editado más de cinco-, nuestro hombre no deja pasar ninguna sin analizarla completamente, por tosca y oscura que sea.

De todos desconfia -quienquiera que esté preparando algún trabajo en este campo, aunque sea muy incapaz-, ya que teme que alguien se le adelante y le quite la gloria, y entonces sus muchos años de trabajo queden anulados.

¿Cómo prefieren llamarlo, locura o estupidez? Poco me importa, si aceptan que es gracias a mí, y sólo a mí, que el más desdichado de los animales llegue a una satisfacción tal que no desee cambiar su suerte con los reyes de Persia.

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