Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ELOGIO DE LA ESTUPIDEZ

Primera parte

Habla la estupidez

I

Sé muy bien lo que opina de mí la gente, ya que no desconozco la mala fama que tengo, aun entre los más tontos. Pero yo soy la única, sí, la única, que, cuando quiero, hago reír a los dioses y a los hombres. Y una muestra evidente de esto es que tan pronto como he empezado a hablar ante esta numerosa audiencia sus rostros se han iluminado con nueva y desacostumbrada alegría. Han relajado el ceño, acompañando su aplauso con una risa franca y amable. Me ha parecido al verlos que, como los dioses homéricos, están borrachos de néctar mezclado con nepenta, mientras que antes parecían tristes y vencidos en sus asientos, como recién salidos de la cueva de Trofonio.

Apenas me han visto aparecer se les ha dibujado un nuevo semblante. Algo así como cuando un nuevo sol muestra su rostro resplandeciente a la tierra; o como cuando la primavera, empujada por blando céfiro, renueva la faz de las cosas, les da un calor distinto y les devuelve su juventud. Mi sola presencia ha logrado ya lo que apenas consiguen los grandes oradores con sus largos y cuidados discursos, esto es, disipar las pesadas molestias del espíritu.


II

Ya van a entender el porqué de mi presencia entre ustedes con estas ropas que ven, si no les molesta escucharme con atención. No me refiero a esa atención con que siguen a los predicadores, sino a la que prestan a los charlatanes de feria, a los juglares y payasos, a esos oídos con que en otro tiempo nuestro Midas escuchaba a Pan.

Si me permiten, quisiera hacer ante ustedes un poco el papel de sofista. Pero entiéndanme bien, no como quienes ahora se entretienen llenando de tonterías la cabeza de los niños y enseñándoles a discutir con más obstinación que las mujeres. Mi estilo será el de los antiguos que, para evitar el apelativo de sabios, prefirieron que se los llamara sofistas. Se dedicaban a alabar las hazañas de los dioses y de los héroes. Entonces, van a escuchar un encomio; no el de Hércules o Solón, sino mi propio encomio, el de la estupidez.


III

No distingo como sabios a aquéllos que valoran como máxima necesidad e inconveniencia el alabarse a sí mismos. Si quieren podrán juzgarlo tonto, pero no negarán que puede ser oportuno. ¿Puede haber algo más adecuado a que la misma estupidez sea vocera de sus mismas alabanzas y cantora de sí misma? ¿Quién mejor capacitada que yo para definirme? A menos que alguien crea que me conoce mejor que yo misma. Sin embargo, pienso que semejante comportamiento de mi parte es más discreto que el de la mayor parte de esa caterva de hombres sabios y distinguidos. Éstos, sin la más mínima vergüenza, acostumbran sobornar a cualquier retórico obsecuente o poeta barato, a quienes compran sus alabanzas, para escuchar embobados lo que no son sino puras mentiras.

Nuestro avergonzado personaje levanta la cabeza y exhibe la cola cual pavo real. Mientras tanto, el medido adulador casi lo compara con los dioses y lo presenta como ejemplo de todas las virtudes, aun sabiendo que está doblemente alejado de todas ellas. No deja de vestir al cuervo con plumas ajenas, de blanquear al etíope y de transformar la mosca en elefante. En fin, yo, para mí, acepto aquel conocido refrán: Bien se alaba quien no encuentra otro que lo haga.

Así, no sé qué extrañar más, si la ingratitud o la indiferencia de los mortales. Todos ellos me alaban y reconocen los provechos que yo traigo; no obstante, después de tantos siglos, nadie que yo sepa me ha celebrado a mí, la estupidez, en un discurso. Por el contrario, no han faltado quienes han pasado la noche en vela a la luz del candil tratando de alumbrar vanos elogios a tiranos como Busiris y Falaris, a las fiebres cuartanas, a las moscas, la calvicie y pestes semejantes.

Por lo tanto, de mi oirán un discurso, no por improvisado y sin maquillaje, menos sincero y veraz.


IV

Podrán creer que mi discurso no ha sido hecho para alardear, como suele hacerlo la caterva de oradores. Se sabe que éstos, cuando llegan a pronunciar un discurso después de treinta años de lenta gestación, y que a veces ni siquiera es suyo, juran haberlo escrito o dictado en tres días y por pura diversión. A mí siempre me ha gustado decir lo primero que se me ocurre. Que nadie espere que empiece presentándome a mí misma, como acostumbran los retóricas. Ni mucho menos que plantee divisiones. Tan mal augurio sería poner límites a quien manifiesta tan amplia elocuencia como disminuir la influencia a quien alaba todo el mundo. ¿Es que tiene algún sentido convertirme por una definición en imagen o sombra, si ustedes me pueden ver tal como soy con sus propios ojos? Como ven, soy aquella generosa distribuidora de bienes llamada stultitia en latín, y moría en griego.


V

Pero ¿qué necesidad tengo de decirles quién soy? ¿Es que no lo revela bastante mi semblante y mi frente, como suele decirse? Si alguien creyese que soy Minerva o la sabiduría, pronto advertiría su error con el simple hecho de mirarme a la cara, aun sin mediar palabra. ¿Hay espejo más fiel del alma que el rostro? No hay truco ni maquillaje en mí, ni escondo en la frente lo que siento en mi corazón. Soy yo misma donde sea que estoy, de modo que no pueden deformarme esos que pretenden para sí la personificación de la Sabiduría, y deambulan como monos vestidos de púrpura, y como burros con piel de león.

Por algún lado dejan sus grandes orejas de Midas, aunque traten de ocultarlo; ¡por Hércules, qué hombres tan ingratos esos! Son clientes míos y, no obstante, se avergüenzan tanto de mi nombre en público que lo lanzan contra los demás como si fuese algo abominable. Están rematadamente locos, aunque les gustaría pasar por sabios y por unos Tales. ¿No sería mejor llamarlos morosofos o sabios tontos?


VI

He querido imitar aquí a los retóricos de hoy que se creen dioses en la tierra, si pueden mostrar, como la sanguijuela, dos lenguas. Consideran una gran hazaña si, en sus discursos en latín, pueden incrustar unas palabrejas griegas sin venir a cuento como piezas de mosaico. Después, si no tienen a mano palabras raras, sacan de oscuros pergaminos cuatro o cinco palabras arcaicas para molestar al lector ingenuo. Supongo que lo que pretenden es que quienes las reconocen se regocijen más en ellas, y quienes no, queden embobados por el hecho de no entenderlas.

Efectivamente, todos mis seguidores parecen experimentar un placer más refinado cuanto más exóticas son las cosas que contemplan. Entonces, ríanse y aplaudan los más ambiciosos de ellos, y que, como el burro, muevan las orejas para dar a entender que las han entendido. Eso es todo. Pero volvamos a nuestro tema.


VII

Señores, ya conocen mi nombre. ¿Cómo puedo llamarlos sino como grandes estupidos? ¿O es que la diosa Estupidez puede dictar un epíteto más honroso a sus devotos?

Permítanme que, con la ayuda de las musas, les dé a conocer mi genealogía, ya que no son muchos quienes la conocen. No tuve por padre al Caos, al Orco, a Saturno ni a Júpiter, ni a esa caterva anticuada y obsoleta de dioses. Mi padre fue el mismo Plutón en persona, verdadero padre de los dioses y de los hombres, mal que les pese a Hesíodo y Homero, e incluso al mismo Júpiter. Y ahora, como siempre, por un simple movimiento de su cabeza, barajan a su antojo lo profano y lo sagrado. Todo es gobernado de acuerdo con su antojo: la guerra, la paz, los imperios, las artes, lo risible y lo serio. En resumen, es que me falta el aliento, todos los asuntos públicos y privados de los mortales. Sin su apoyo, toda esa caterva de dioses cantados por los poetas e incluso, lo diré sin rodeos, los dioses del Olimpo, o dejarían de existir, o no comerían caliente en sus propios hogares. Ni la misma Palas Atenea podría ayudar a quien Plutón tuviera por enemigo. Por el contrario, quien le agrada podría enviar a la horca al mismísimo Júpiter. Estoy orgullosa de mi padre. Él me engendró, no evidentemente como Júpiter engendrara a la lúgubre y siniestra Palas, sino de Neotete, la más hermosa y alegre de todas las ninfas. Ni fui fruto de un deber conyugal, como aquel herrero cojo, sino de los lazos mucho más dulces de un amor, como dice Homero. No se confundan, no me engendró aquel Plutón que nos presenta Aristófanes con un pie en la tumba y medio ciego, sino un Plutón lleno de fuerza y lleno de juventud, y no tanto de juventud cuanto del néctar que solía beber en las largas y generosas copas de los dioses.


VIII

Quizá quieran saber el lugar de mi nacimiento. Lo digo porque hoy, para considerarlo a uno como noble, importa mucho el lugar donde dio los primeros gemidos. Les diré que no vi la luz en la etérea Delos, ni en las olas del mar, ni en las profundas cavernas, sino en las mismas Islas Afortunadas donde todo crece espontáneamente y sin esfuerzo. En ellas, no hay cansancio, ni envejecimiento, ni enfermedad alguna. Sus campos no están cubiertos de gamones, malvas, cebollas, arbejas, habas, ni ninguna otra planta de la misma clase. Por todas partes, el olfato y la vista se deleitan con el ajo brillante, la panacea, la nepenta, la mejorana, la ambrosía, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto que recuerdan los jardines de Adonis.

Nacida entre tales delicias, no surgí a la vida llorando, sino que, rápidamente, sonreí dulcemente a mi madre. Por lo tanto, no tengo por qué envidiar a la cabra Amaltea que amamantó al altísimo Júpiter. Porque a mí me amamantaron con sus pechos dos encantadoras ninfas, la Borrachera, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de Pan (Ninfas inventadas por Erasmo); siempre las encontrarán en mi séquito, junto con el resto de mis seguidores y acompañantes. Si quieren saber de mí sus nombres, lo diré, pero por Hércules, deberá ser en griego.


IX

Ésa que ven con grandes cejas no es otra que Filautía: el Amor Propio. Y ésta de ojos chispeantes y lista para aplaudir se llama Kolakía: Adulación. Ésta que ven media insomne y como si dormitara se llama Lethe: Olvido. A la que apoya sus dos codos y cruza las manos se la conoce por Misoponía: Pereza. La que aparece coronada de rosas y envuelta en perfumes es Hedoné: Voluptuosidad. La de ojos esquivos y mirada huidiza es Anoia: Demencia. Tryfe: Apatía, es conocida por su tersa piel y su torneado cuerpo.

Estos dos dioses que ven entre las ninfas, uno se llama Komom: Festín, y el otro Negreton Hypnon: Sueño profundo. Insisto, con la ayuda fiel de esta servidumbre, someto a mi imperio todo cuanto existe, llegando a mandar sobre los mismos emperadores.


X

Ya conocen mi origen, mi crianza y mi séquito. Ahora escuchen con atención, que nadie crea que usurpo el título de Diosa, y verán los grandes favores que otorgo a dioses y a hombres, y cuántos reconocen mi divinidad. Ya que si ser dios consiste en ayudar a los mortales, como ha escrito acertadamente alguien, fueron pocos entre los dioses quienes proporcionaron a los mortales pan y vino o algún otro alivio, ¿por qué yo no podría ser llamada el alfa de todos los dioses? ¿Por qué no debería ser considerada como tal al ser la única que supero a todos en cualquier clase de bienes?


XI

Y ante todo, ¿puede haber algo más dulce y valioso que la vida misma? ¿Y a quién asignar su origen sino a mí? No es la lanza de Palas, hija de padre poderoso, ni el escudo de Júpiter tonante lo que engendra y propaga la especie humana. El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un simple movimiento de cabeza hace temblar al Olimpo, cuando quiere hacer lo que siempre hace, o sea, engendrar hijos, tiene que deponer su triple rayo, cambiar su faz tiránica, terror de todos los dioses y ponerse la máscara de simple bufón.

Por su parte, los estoicos se creen casi dioses. Muéstrenme, por favor, un estoico que lo sea tres, cuatro y hasta seiscientas veces más que los demás. A este hombre que se deja su barba de chivo como señal de sabiduría, le haré deponer su orgullo, suavizar el ceño; dejar a un lado rígidas doctrinas, e incluso hacer tonterías y extravagancias. Es a mí, y a mí sola, a quien deberá acudir ese sabio si quiere ser padre.

¿Y por qué no debo hablarles con la sinceridad que me caracteriza? Díganme, ¿son acaso la cabeza, el rostro, el pecho, las manos, las orejas, partes que se consideran honestas las que engendran a dioses o a hombres? Pienso que no; en cambio, la propagadora de la raza humana es aquel órgano tan ridículo y absurdo que no se puede nombrar sin reírse; tal es la fuente sagrada de donde todos recibimos la vida y no ¡aquel número cuaternario de los pitagóricos!

Y si no, díganme: ¿qué hombre ofrecería su cuello al yugo del matrimonio si, como hacen esos sabios, meditase los inconvenientes de ese género de vida? ¿O qué mujer se entregaría a un varón si conociese o pensase previamente en los dolores de parto o en las molestias de la crianza de los hijos? Por lo tanto, si deben la vida al matrimonio, y éste se lo deben a mi acompañante Anoia, la demencia, entonces comprenderán lo mucho que a mí me deben. ¿Y qué mujer que ya haya experimentado esto una vez, volvería a repetirlo sin la ayuda de Lethe, el Olvido? Ni Venus, diga lo que diga Lucrecio, podría negar que, sin la ayuda de nuestro poder, su influencia quedaría disminuida e inútil.

En resumen: de ese juego nuestro, embriagador y ridículo, proceden los estirados filósofos y su progenie actual, quienes el vulgo llama monjes o frailes, los reyes vestidos de púrpura, los piadosos sacerdotes y los tres veces santos pontífices. Y por último, toda la corte de dioses celebrados por los poetas, tan numerosos que el mismo Olimpo, con ser tan ancho, apenas si puede contenerlos.


XII

De nada serviría haber comprobado que soy el germen y la fuente de la vida, si no les demuestro también que todo lo que hay en ella de agradable se debe a mi generosidad. ¿Les parece que puede haber, y ser considerada como tal, una vida sin el placer? Veo que aplauden. Sabía que ninguno de ustedes era tan sensato -iba a decir tan insensato, pero diré tan sensato- como para no pensar como yo.

Porque ni siquiera los estoicos desprecian el placer, aunque traten de disimularlo y no dejen de dirigir contra él mil diatribas ante la gente. Con esto sólo buscan aterrorizar a los demás para ellos disfrutar mejor a sus anchas. Si no, qué me digan, por Júpiter: ¿hay algún momento de la vida que no sea triste, aburrido, desagradable, estúpido o tedioso, si no le agregan el placer, que es el condimento de la estupidez? De esto puede ser justo testigo el nunca bastante valorado Sófocles, quien hizo de mí este muy hermoso elogio:

Vida tan feliz,
la de quienes no piensan en nada.
La ignorancia proporciona la vida más feliz.


XIII

Todo el mundo sabe que la edad más feliz y, con mucho, la más alegre es la infancia. ¿Qué hay en los niños que nos incita a besarlos, abrazarlos y a acariciarlos, y que incluso los mismos enemigos les otorguen auxilio? ¿No es acaso la sencillez de la estupidez con que la sabia naturaleza ha dotado a los recién nacidos a fin de reparar de forma satisfactoria los sacrificios de sus educadores y de quienes los cuidan? ¡Y qué decir de la juventud que sigue a la infancia! ¡Qué divertida es para todos! ¡Qué generosamente la ayudan todos, cómo se preocupan por abrirle camino, qué afectuosamente se le tienden las manos! Y ahora pregunto: ¿de dónde le viene ese encanto a la juventud? ¿De dónde sino de mí? Veo, efectivamente, que la falta de sensatez en ellos los hace menos aborrecibles.

Mentiría si no dijese que, en cuanto los jóvenes se hacen mayores y alcanzan la discreción de los adultos, a través de la experiencia y el estudio, se marchita su belleza, su entusiasmo se disipa, se apaga su gracia y tiembla su fuerza. Cuanto más se apartan de mí, menos viven, hasta dar con la molesta vejez como para los demás. Ningún mortal podría soportar esto si yo no estuviera una vez más al auxilio de tantas miserias. Como los dioses de los poetas auxilian diligentes a quienes están a punto de morir con alguna metamorfosis, así yo, cuando veo a alguien cerca de la tumba, en cuanto me es posible lo restablezco en la infancia. De ahí que la expresión popular que llama a la vejez segunda infancia sea acertada.

Y si alguien está interesado en saber la fórmula de tal cambio, no seré yo quien se la esconda: los llevo hasta el manantial de nuestro río Letheo (Olvido) que nace en las mismas Islas Afortunadas -aunque por el infierno sólo fluye un riachuelo, afluente del mismo-. Ahí, mientras beben a grandes tragos el agua del olvido, poco a poco se van esfumando las preocupaciones del espíritu y se vuelven como niños.

Sin embargo, dirán: es que los ancianos alucinan y desvarían. Es verdad. Y eso mismo es convertirse en niños. ¿Es que ser niño es algo más que delirar y hacer tonterías? ¿No es justamente la falta de sentido en ellos lo que más nos gusta? ¿Quién no desprecia y rechaza como algo monstruoso a un niño dotado con la discreción de un adulto? Prueba de esto es el conocido refrán popular: Detesto a un niño de precoz sabiduría; ¿alguien soportaría la relación y trato de un anciano que, a su gran experiencia mundana, juntase también fuerza mental y agudeza de juicio? Sí, el anciano desvaría y es un favor que yo le hago. Pero este viejo loco mientras tanto se encuentra libre de la angustia que oprime al sabio. También goza de tomar una copa. No siente el tedio de la vida, ese tedio que apenas puede soportar la edad más vigorosa. Como aquel viejo personaje de Plauto, a veces tiene nostalgia de las tres letras de Amo, ¡pero si estuviese en sus cabales sería tan desdichado! Y, con todo, es feliz gracias a mi favor, sus amigos lo quieren y es grato compañero de fiestas. Efectivamente, advertimos en Homero cómo fluían palabras más dulces que la miel de la boca de Néstor, mientras que la de Aquiles era amarga. Y el mismo autor nos describe a los ancianos sentados al borde de las murallas desgranando apacibles palabras.

Entonces, podemos sostener que los viejos superan a la misma infancia, ciertamente, una edad feliz, pero ingenua y desprovista de un aderezo tan importante para la vida como la tertulia. A esto agréguese que los ancianos disfrutan mucho con los niños y éstos, a su vez, se divierten un montón con los viejos, Dios junta a cada oveja con su pareja. ¿Hay alguna diferencia entre ellos si no son las arrugas del anciano y su mayor número de cumpleaños? Y por otro lado, todo los asemeja: el pelo blanco, la boca sin dientes, la estatura pequeña, el gusto por la leche, el balbuceo, la cháchara, las estupideces, el olvido, la falta de reflexión; todo en suma. Más se parecen a la infancia cuanto más ingresan en la vejez. Hasta que, como niños, les llega el momento de emigrar de esta vida sin el tedio de vivir y sin percatarse de la muerte.


XIV

Quien quiera que venga y compare mis favores con las metamorfosis obradas por los demás dioses. No recordaré lo que hacen cuando están enojados; sólo diré lo que hacen a aquéllos a quienes son favorables. Suelen convertirlos en árboles, en aves, en cigarra y hasta en serpiente; ¡como si no fuese morir un poco ser transformados!

En cambio, yo restablezco al hombre a la mejor y más feliz edad de su vida, y estoy segura de que, si los mortales cortaran cualquier contacto con la sabiduría y vivieran siempre a mi lado, no habría vejez, y disfrutarían de juventud eterna.

¿No ven a esos hombres lúgubres, enfrascados en problemas filosóficos u otros temas importantes, ya envejecidos antes de alcanzar la juventud? Debo creer que las preocupaciones y la excesiva concentración de su mente les han secado el cerebro y la vitalidad. Por el contrario, observen qué gordos, lucidos y relucientes están mis bufones, como si fuesen puercos de Acarnania, como se dice vulgarmentes. Nunca sentirán los problemas de la vejez, a menos que, como sucede a veces, se contaminen con la compañía de los sabios. Sin embargo, ¡qué frágil es la vida humana, que no permite la plena felicidad!

A esto agréguese la clarividente afirmación del refrán popular: Sólo la estupidez es la única que detiene el fugaz paso de la juventud e impide el molesto avance de la vejez.

Ya se sabe que los nativos del Brabante, al contrario de los demás hombres a quienes el paso de la edad los hace más cuerdos, se van atontando a medida que se acercan a la vejez. Ahora bien, no hay otro pueblo que disfrute más de la diversión y que se vea afectado menos por la tristeza de la vejez. Próximos y vecinos a ellos, tanto por el lugar como por su forma de vida; son mis holandeses. ¿Míos?, sí, míos; y tan apasionados seguidores míos que con justicia han merecido el apodo que les dan comúnmente y del que no sólo no se avergüenzan sino que hasta celebran.

¡Vayan, locos mortales, en busca de Medea, de Circe, de Venus y de Aurora y de esa fuente desconocida que restituye la juventud! ¡Pero sepan que yo sola tengo el secreto y lo abro! Yo tengo aquel filtro famoso con el cual la hija de Menón prolongó la juventud de su abuelo Titón. Yo soy aquella Venus que rejuveneció a Faonte para que Safo se enamorara perdidamente de él. Si existen, mías son las hierbas, míos los conjuros, mía aquella fuente que no sólo restituye la juventud perdida, sino lo que es mejor, conserva la juventud eterna.

Si conmigo aceptan en que no hay nada mejor que la juventud ni más detestable que la vejez, creo que me deben estar agradecidos por prolongar tanto bien y apartar tan gran mal.


XV

Y ¿para qué hablar más de los mortales? Miren al cielo y maldigan mi nombre si encuentran a un dios que no sea despreciable y repugnante, a menos que esté bajo mis cuidados. ¿Por qué ven siempre a Baco como un muchacho de cabellera ondulante? Sencillamente porque es un insensato y borracho; y porque se pasa la vida en banquetes, bailes, cantos y juergas, sin tener ningún contacto con Palas. Está tan lejos de ser considerado como sabio que disfruta de ser difamado y burlado. No se ajusta con él aquel proverbio que lo llama estúpido, y que dice: más tonto que Mórico. Este apodo de Mórico se le puso porque los insolentes campesinos embadurnaban con mosto e higos la estatua sedente de Baco a la puerta de su templo. ¿Pero es que la comedia antigua deja de insultarlo? Le dicen: ¡Dios estúpido, estirpe digna de la ingle de Júpiter!

Sin embargo, ¿no es mejor ser vano y estúpido como éste, y estar siempre de fiesta, siempre joven, siempre listo para la juerga y para provocar la alegría, que ser como aquel Júpiter astuto, para todos temible, o como Pan, que todo lo confunde con sus convulsiones, o el tiznado Vulcano, siempre escuálido por el ajetreo de su fragua, o la misma Palas, siempre terrible, por su lanza, su gorgona y su siniestra mirada?

¿Por qué Cupido es siempre niño? ¿Acaso no es porque es un bromista que hace y piensa todo al revés? ¿Y por qué la dorada Venus conserva intacta su belleza? Sencillamente porque tiene algún parentesco conmigo, ya que no hay más que mirarle la cara para descubrir en ella el calor de mi padre. Por algo Homero la llama la purpúrea Afrodita. Y si debemos creer a los poetas y a sus adversarios, los escultores, siempre está riendo. ¿A qué diosa los romanos adoraron más vehemente que a Flora, madre de toda voluptuosidad?

Por lo tanto, si alguien quiere revisar la vida de los dioses severos en Homero y en los demás poetas, encontrará la estupidez en todas partes. ¿Será necesario que me explaye en las andanzas de los otros dioses, cuando conocen de sobra los amoríos y desatinos de Júpiter tonante? ¿Es que no saben cómo la casta Diana, olvidada de su sexo, se dedicaba a la caza de Endimión, perdida como estaba por él? Prefiero que lo oigan de la boca de Momo, a quien antes, frecuentemente, solían escuchar. Pero también se sabe cómo lo arrojaron a la tierra no hace mucho tiempo junto con Ate, porque sus salidas inoportunas resultaban indudablemente incómodas para la felicidad de los dioses. Desde entonces, ningún mortal quiere asilar a este proscrito. Todavía es mucho más dificil encontrárselo en los palacios de los príncipes, donde por el contrario reina mi amiga Kolakía, la adulación, que se lleva ciertamente tan mal con Momo como el cordero y el lobo. Ya sin él, los dioses pudieron entregarse más lujuriosa y licenciosamente, sin ningún censor, como cuenta Homero, a hacer lo que quisieran.

¿Qué clase de bromas hace este Príapo desde la higuera? ¿Quién no se ha reído con los trucos y juegos de manos de Mercurio? Vulcano mismo acostumbraba a hacer de bufón en los banquetes de los dioses y alegraba la ronda de los bebedores no sólo con su cojera, sino con sus ocurrencias y sus chistes ridículos. ¿Y qué decir de aquel viejo verde, Sileno, que le gustaba bailar el córdax al son de la lira con Polifemo? Mientras tanto, las ninfas bailan la Gimnopaidía, los sátiros semicaprinos representan farsas atelanas y Pan divierte a todos los que prefieren oír su aburrida cancioncita antes que a las mismas musas, sobre todo cuando el néctar comienza a emborrachar a los asistentes. ¿Para qué recordar ahora lo que hacen los dioses, bien bebidos después de los banquetes? Es algo tan estúpido que, ¡por Hércules!, no puedo dejar de reír. Sin embargo, quizá sea mejor recordar a Harpócrates, no sea que nos esté espiando algún dios desde el Parnaso córico cuando contamos cosas que ni el mismo Momo pudo relatar libremente.


XVI

Ya es hora de dejar a los dioses en el cielo para regresar a la tierra, como hace Homero, donde no veremos nada alegre y placentero que no sea ciertamente gracias a mí. Y lo primero que se advierte es cuán sabiamente la Naturaleza, madre y artífice del género humano, ha cuidado de que no falte el condimento de la estupidez o la insensatez.

Si admitimos la definición de los estoicos, sabiduría no es más que dejarse llevar por la razón; y estupidez es ser arrastrado por las pasiones. Entonces, ¿cómo se explica que para que la vida no sea tan triste y lúgubre Júpiter haya colocado en ella más dosis de pasión que de razón? ¿No es igual a comparar una onza con una libra?

A su vez, si se piensa bien, relegó la razón a un pequeño rincón de la cabeza, mientras dejó el cuerpo al dominio de las pasiones. Enfrentó a dos tiranos muy potentes dentro de cada uno de nosotros: la ira, situada en la fortaleza del pecho, para así dominar mejor el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que extiende su gran imperio hasta los genitales.

La vida del hombre muestra, claramente, lo que puede hacer la razón contra el ímpetu combinado de estos dos ejércitos enemigos. Lo único que puede hacer es gritar hasta enronquecer, dictando normas de honestidad. Pero ellos se burlan de su reina y soberana y gritan más desaforadamente, hasta que cansada abandona y se entrega.


XVII

Al hombre debía favorecérsele con un poquito más de razón para que pudiese tomar resoluciones dignas de él, -ya que está llamado a manejar los asuntos de la vida-. Para tal propósito, me llamó Júpiter a conversar y, como antes, le di un consejo digno de mí. Le propuse que le diera una mujer, -animal ciertamente estúpido e incapaz, pero lleno de gracia y dulzura-. Su presencia en el hogar condimenta y endulza con su estupidez la rigidez del carácter masculino. La aprensión que parece tener Platón sobre si se debe clasificar a la mujer entre los animales racionales o los irracionales, no busca más que mostrar la suprema estupidez de su sexo. Y si, por casualidad, alguna mujer quiere ser considerada como sabia, no consigue más que ser doblemente estúpida, como si -aunque no le guste a Minerva- alguien tratara de arrastrar a un buey a luchar en la arena. Efectivamente, quien contra la naturaleza fuerza su manera de ser y adopta unas cualidades fingidas, duplica su carencia. Ya el refrán griego lo indica: Una mona es una mona, aunque se vista de púrpura, y una mujer será siempre mujer, o sea, estúpida, cualquiera que sea la máscara que utilice.

Sin embargo, supongo que las mujeres no son tan tontas como para enojarse conmigo por el simple hecho de que yo misma, mujer, la estupidez, les critique su estupidez. Ya que, si lo examinan bien, se darán cuenta de que a partir de la estupidez son en muchos aspectos más favorecidas que los hombres. En primer lugar, tienen el atractivo de su belleza, -que ellas saben valorar por encima de todo-, con cuyo encanto tiranizan a los mismos tiranos. ¿El carácter de cordura no es por cierto el que exige al hombre ese aspecto de descuido, la piel de oso, la barba enmarañada y la apariencia anticipada de anciano? ¿La mujer no conserva acaso las mejillas resplandecientes, la voz fina, el cutis delicado, inmutable recuerdo de la juventud eterna?

¿Y qué otra cosa quieren en esta vida más que gustar a los varones lo más posible? Si no, ¿para qué tanto cuidado, tanto maquillaje, baño y peinado, tantas cremas y perfumes, y ese arreglarse, pintarse y ensombrecer la cara, los ojos y la tez? Y pregunto, ¿esa loca coquetería no es lo que las hace triunfar sobre los hombres? No hay nada que los hombres no dispensen a las mujeres. Y ¿a cambio de qué? Sólo el placer. Sólo su loca vanidad es lo que les encanta en ellas. Piense de esto lo que quiera, nadie negará la cantidad de estupideces que el hombre dice a una mujer y las tonterías que hace cuando intenta seducirla y poseerla.


XVIII

Hay varones, sobre todo viejos, que prefieren el vino a las mujeres, y que se divierten en las mesas de bebedores. Resuelvan otros si puede haber sin mujeres un gran banquete; pero algo es verdad: no hay buena comida si no va rociada de cierta estupidez. Efectivamente, si no hay convidado que haga reír con verdadero o fingido humor, se paga a un bufón o se invita a un pedigüeño grotesco para que con sus estúpidas ocurrencias espante al silencio y a la tristeza del salón. Díganme, ¿tiene algún propósito atiborrar el estómago de dulces, golosinas y exquisitos platos, si al mismo tiempo ojos, oídos y espíritu no se deleitan con risas, bromas y chistes?

Y aceptarán que, metidos en harina, yo soy la única que gobierno el asilo. ¿Quién sino yo organiza la ceremonia del banquete, la elección del rey al azar, los dados, los brindis recíprocos, la ronda interminable de las copas, los cantos, bailes y gestos de los invitados coronados de mirto? No fueron concebidas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para diversión de la humanidad. Por lo tanto, se diría que cuanta más estupidez estos entretenimientos amontonan, tanto más favorecen a la vida humana que, si es triste, ni merece llamarse vida. Y no dejará de ser triste hasta que con esta clase de diversiones espanten al tedio, gemelo de la tristeza.


XIX

No desconozco que hay personas que repudian este tipo de placeres y que buscan diversión en el afecto y compañía de los amigos. Sostienen que la amistad está por arriba de todo, ya que ni el aire, ni el fuego, ni el agua pueden comparárselo. Su alegría es tal que anularla sería como anular el sol; y si viene al caso, tan noble que ni los mismos filósofos dudan en clasificarla entre los bienes más fundamentales. Y ... ¿si compruebo que también yo soy el alfa y el omega de esta gran virtud? Y ciertamente que lo comprobaré, no por el silogismo del cocodrilo, ni del sorites cornudo, o del ceratines, o con cualquier otro artificio dialéctico, sino de manera vulgar y señalando con el dedo. ¿Acaso esa especie de afecto y admiración por alguno de los vicios de los amigos como si fueran virtudes un poco no se parece a la estupidez, la complicidad, la hipocresía, la alucinación y debilidad?

¿No es estupidez acaso ese beso en el lunar de la amiga, o el disfrute de la verruga nasal de su querida? ¿O cómo considerar ese estrabismo del padre que ve a su hijo levemente tuerto? Repítase dos y tres veces que es pura estupidez y, sin embargo, aceptemos que es la única que une y mantiene unidos a los amigos.

Lógicamente hablo del común de los mortales, de aquéllos que ninguno nace sin defectos y el mejor es el que menos se ve mortificado por ellos. Pero entre esos sabios divinizados, la amistad no se crea o transcurre de manera aburrida o triste. Y sólo entre unos pocos. Aunque sería mejor decir ninguno, ya que la amistad sólo se da entre iguales y la mayoría de los hombres tiene sus momentos locos y delira de varias formas. Si aparece entre estos austeros hombres una benevolencia recíproca alguna vez, nunca puede ser duradera y firme, lo que no debe sorprender en gente tan maliciosa y con vista tan penetrante como el águila o la serpiente de Epidauro para resaltar los errores de los amigos. La ceguera no permite ver sus propios errores y no ven la alforja que les cuelga a la espalda. Así es la naturaleza humana, que no deja sin grandes defectos ni a los sabios. Y asimismo hay tanta diferencia de edades y de interés, tantas caídas y errores, tantos cambios en la vida que uno se pregunta: ¿es posible que pueda existir ni durante una hora siquiera la alegría de la amistad entre estos Argos sin eso que los griegos llamaban euezeia que puede traducirse como simpleza, o buenas maneras? ¿Acaso el ciego Cupido no es responsable y animador de toda relación amistosa, él que ve lo feo como hermoso?; ¿y quien hace que cada uno de nosotros encuentre hermoso lo que tiene, que el viejo ame a su vieja y el muchacho a su chica? Todo el mundo sabe y se burla de estas cosas y, no obstante, por absurdas que sean, hacen la vida amable y unen y agrupan a los humanos.


XX

Lo apuntado de la amistad hay que trasladarlo con mucha más razón al matrimonio. ¿No es el matrimonio la unión de dos personas de por vida? ¡Dios santo, qué divorcios habría, o algo peor, si la diaria intimidad doméstica de marido y mujer no se sostuviera y alimentara gracias a la adulación, lisonjas, tolerancias, astucias y fingimientos! ¿ Creen que si el novio investigase cautamente a qué clase de juegos se había entregado esa muchachita, al parecer tan educada y decente, antes de casarse, habría matrimonio? Y ¿piensan que permanecerían unidos muchos de ellos si muchas de las aventuras de las mujeres no quedaran ocultas por el descuido estúpido de sus maridos?

Efectivamente, a la estupidez todo esto se le atribuye. Y además debemos reconocerle que, gracias a ella, la esposa sea atractiva al marido y éste a su mujer, la casa se mantenga tranquila y haya armonía. Es centro de risa y de burla, se lo llama cornudo, ciervo y qué sé yo cuántas cosas más, mientras bebe las lágrimas de la muy puta. Pero ¿no es mejor y más feliz vivir así engañado que sufrir unos permanentes celos que todo lo revuelven y lo exageran?


XXI

En resumen, sin mí no habría ningún tipo de sociedad ni relación humana agradable y firme. Sin mí el pueblo no soportaría por mucho tiempo a su gobernante, ni el amo al sirviente, la criada a la señora, el maestro al discípulo, el amigo al amigo, la mujer al marido, el propietario al inquilino, el camarada al camarada, el anfitrión al invitado. Indudablemente, no podrían tolerarse si recíprocamente no se engañaran, halagándose unas veces, consintiendo otras, y por último -digámoslo así- untándose con la miel de la estupidez. Sé que en esto les parece que voy demasiado lejos, pero oirán mayores cosas todavía.

Índice de Elogio de la estupidez de Erasmo de RotterdamAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha