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Capítulo III

LA DESESPERACIÓN ES LA ENFERMEDAD MORTAL

Esta idea de enfermedad mortal debe tomarse en un sentido especial. Literalmente, significa un mal cuyo término, cuya salida es la muerte, y entonces sirve de sinónimo de una enfermedad por la cual se muere, pero no es en este sentido que se puede llamar así a la desesperación; pues, para el cristiano, la muerte misma es un pasaje a la vida. De este modo, ningún mal físico es para él enfermedad mortal. La muerte termina con las enfermedades, pero no es en sí misma un término. Pero una enfermedad mortal, en sentido estricto, quiere decir un mal que termina en la muerte, sin nada más después de ella. Y esto genera la desesperación.

Pero en otro sentido, más categóricamente aún, ella es la enfermedad mortal. Pues lejos de morir de día, hablando con propiedad, o de que ese mal termine con la muerte, física, su tortura, por el contrario, consiste en no poder morir, así como en la agonía el moribundo se debate con la muerte sin poder morir. Así, estar enfermo de muerte es no poder morirse; pero aquí, la vida no deja esperanza y la desesperanza es la ausencia de la última esperanza, la falta de muerte. En tanto que ella o el supremo riesgo, se espera de la vida; pero cuando se descubre lo infinito del otro peligro, se espera de la muerte. Y cuando el peligro crece tanto como la muerte, se hace esperanza; la desesperación es la desesperación de no poder, incluso, morir.

En esta última acepción, pues, es la desesperación la enfermedad mortal, ese suplicio contradictorio, ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la muerte. Pues morir quiere decir que todo ha terminado. Pero morir la muerte significa vivir la propia muerte; y vivirla un solo instante, es vivirla eternamente. Para que se muera de desesperación como de una enfermedad, lo que hay de eterno en nosotros, en el yo, debería poder morir, como hace el cuerpo, de enfermedad. ¡Quimera! En la desesperación el morir transfórmase continuamente en vivir. Quien desespera no puede morir; como un puñal no sirve de nada para matar pensamientos, nunca la desesperación, gusano inmortal, inextinguible fuego, no devora la eternidad del yo, que es su propio soporte, pero esta destrucción de sí misma que es la desesperación, es impotente y no llega a sus fines. Su voluntad propia está en destruirse, pero no puede hacerlo, y esta impotencia misma es una segunda forma de destrucción de sí misma, en la cual la desesperación no logra por segunda vez su finalidad, la destrucción del yo; por el contrario, es una acumulación de ser o la ley misma de esa acumulación. Es ella el ácido, la gangrena de la desesperación, el suplicio cuya punta, dirigida hacia el interior, nos hunde cada vez más en una autodestrucción impotente. Lejos de consolar al desesperado, el fracaso de su desesperación para destruirse es, por el contrario, una tortura que reaviva su rencor, su ojeriza; pues acumulando incesantemente en la actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse ni de deshacerse de su yo, ni de aniquilarse. Tal es la fórmula de la acumulación de la desesperación, el crecimiento de fiebre en esa enfermedad del yo.

El hombre que desespera tiene un sujeto de desesperación, y es lo que se cree un momento y no más; pues ya surge la verdadera desesperación, la verdadera figura de la desesperación. Desesperando de algo, en el fondo desesperaba de sí mismo y, ahora, pretende librarse de su yo. Así sucede cuando el ambicioso que dice: Ser César o nada, no llega a ser César y desespera. Pero esto tiene otro sentido; por no haber llegado a ser César, ya no soporta ser él mismo. Por consiguiente, en el fondo no desespera por no haber llegado a ser César, sino de ese yo que no ha logrado llegar a serIo. Ese mismo yo, que de otro modo hubiese sido toda su alegría -alegría por lo demás no menos desesperada-, helo ahora más insoportable que cualquier otra cosa. Observando de más cerca, lo insoportable para él no está en no haber llegado a ser César, sino en ese yo que no ha conseguido serIo; o más bien, lo que no soporta es no poder librarse de su yo. Habría podido hacerlo, si hubiese llegado a ser César, pero como no lo ha logrado, nuestro desesperado ya no puede consolarse. En su esencia no varía su desesperación, pues no posee su yo, no es él mismo. No habría llegado a serlo, es cierto, deviniendo César, pero se habría librado de su yo; no llegando a ser César, desespera de no poder quedar en paz. Por lo tanto resulta una opinión superficial decir de un desesperado (a causa sin duda de no haberlo visto jamas, ni de haberse visto incluso), como si ello fuese su castigo, que le destruye su yo. Pues precisamente para su desesperación y su suplicio, es incapaz de lograrlo, dado que la desesperación ha puesto fuego a algo refractario, indestructible en él, al yo.

Desesperar de algo no es, pues, todavía, la verdadera desesperación; es su comienzo; se incuba, como dicen los médicos de una enfermedad. Luego se declara la desesperación: se desespera de uno mismo. Observad a una muchacha desesperada de amor, es decir de la pérdida de su amigo, muerto o esfumado. Esta pérdida no es desesperación declarada, sino que ella desespera de sí misma. Ese yo, del cual se habría librado, que ella habría perdido del modo más delicioso si se hubiese convertido en bien del otro, ahora hace su pesadumbre, puesto que debe ser su yo sin el otro. Ese yo que habría sido su tesoro -y por lo demás también, en otro sentido, habría estado desesperado- ahora le resulta un vacío abominable, cuando el otro está muerto, o como una repugnancia, puesto que le recuerda el abandono. Tratad, pues, de decirle: Hija mía, te destruyes, y escucharéis su respuesta: ¡Ay, no! Precisamente mi dolor está en que no puedo conseguirlo.

Desesperar de sí mismo, querer deshacerse del yo, tal es la fórmula de toda desesperación, y la segunda: desesperado por querer ser uno mismo, se reduce a ella, como hemos reducido anteriormente (véase Capítulo I) la desesperación en la cual se quiere ser uno mismo, a aquélla en la cual se rechaza serlo. Quien desespera quiere, en su desesperación, ser él mismo. Pero entonces, ¿no quiere desprenderse de su yo? En apariencia, no; pero observando de más cerca, siempre se encuentra la misma contradicción. Ese yo, que ese desesperado quiere ser, es un yo que no es él (pues querer ser verdaderamente el yo que se es, es lo opuesto mismo de la desesperación); en efecto, lo que desea es separar su yo de su autor, Pero aquí fracasa, a pesar de que desespera, y no obstante todos los esfuerzos de la desesperación, ese Autor sigue siendo el más fuerte y la obliga a ser el yo que no quiere ser. Pero haciéndolo, el hombre desea siempre desprenderse de su yo, del yo que es, para devenir un yo de su propia invención. Ser ese yo que quiere, haría todas sus delicias -aunque en otro sentido su caso habría sido también desesperado- pero ese constreñimiento suyo de ser el yo que no desea ser, es su suplicio: no puede desembarazarse de sí mismo.

Sócrates probaba la inmortalidad del alma por la importancia de la enfermedad del alma (el pecado) para destruir como hace la enfermedad con el cuerpo. Igualmente se puede demostrar la eternidad del hombre por la impotencia de la desesperación para destruir al yo, por esa atroz contradicción de la desesperación. Sin eternidad en nosotros mismos, no podríamos desesperar; pero si se pudiera destruir al yo, entonces tampoco habría desesperación.

Tal es la desesperación, ese mal del yo, la Enfermedad mortal. El desesperado es un enfermo de muerte. Más que en cualquier otro mal, se ataca aquí a la parte más noble del ser; pero el hombre no puede morir por ello. La muerte no es aquí un término interminable del mal, es aquí un término interminable. La muerte misma no puede salvarnos de ese mal, pues aquí el mal con su sufrimiento y ... la muerte consisten en no poder morir.

Allí se encuentra el estado de desesperación. Y el desesperado podrá esforzarse, a no dudar de ello, podrá esforzarse en lograr perder su yo, y esto sobre todo es cierto en la desesperación que se ignora, y en perderlo de tal modo que ni se vean sus trazas: la eternidad, a pesar de todo pondrá a luz la desesperación de su estado y le clavará a su yo; así el suplicio continua siendo siempre no poder desprenderse de sí mismo, y entonces el hombre descubre toda la ilusión que había en su creencia de haberse desprendido de su yo. ¿Y por qué asombrarse de este rigor?, puesto que ese yo, nuestro haber, nuestro ser, es la suprema concesión infinita de la Eternidad al hombre y su garantía.


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