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Capítulo III

EL ABANDONO POSITIVO DEL CRISTIANISMO, EL PECADO DE NEGARLO

Es éste el pecado contra el Santo Espíritu. Aquí el yo se eleva a su supremo grado de desesperación; no hace más que arrojar lejos de sí al cristianismo, lo trata de mentira y de fábula ... ¡Qué idea monstruosamente desesperada de sí mismo debe tener ese yo!

La elevación de potencia del pecado se hace a la luz cuando se la interpreta como una guerra entre el hombre y Dios, en la cual el hombre cambia de táctica; su crecimiento de potencia es pasar de la defensiva a la ofensiva. Primero el pecado es desesperación; y se lucha tratando de rehuirla; luego llega una segunda desesperación, se desespera el propio pecado; también aquí se lucha, rehuyéndola o atrincherándola en sus posiciones de retirada, pero siempre pedem reftrens. Después viene el cambio de táctica: aunque se hunda cada vez más en sí mismo. Desesperar de la remisión de los pecados es una actitud positiva en presencia de una oferta de la misericordia divina; ya no es un pecado completamente en retirada, ni a la simple defensiva. Pero dejar el cristianismo como fábula y mentira es la ofensiva. Toda la táctica anterior concedía la superioridad al adversario. Al presente es el pecado quien ataca.

El pecado contra el Santo Espíritu es la forma positiva del escándalo.

El dogma del cristianismo es el dogma del Hombre-Dios, el parentesco entre Dios y el hombre, pero reservando la posibilidad del escándalo, como garantía de que se previene Dios contra la familiaridad humana. La posibilidad del escándalo es el resorte dialéctico de todo el cristianismo. Sin él, el cristianismo cae por debajo del paganismo y se pierde en tales quimeras, que un pagano lo trataría de pamplinas. Estar tan cerca de Dios que el hombre tenga el poder, la audacia, la promesa de aproximársele en el Cristo, ¿qué cabeza humana ha pensado jamás en ello? Y tomándolo sin oblicuidad, de rondón, sin reserva ni tortura, con desembarazo, el cristianismo -si se trata de locura humana a ese poema de lo divino que es el paganismo-, es entonces la invención de la demencia de un dios; semejante dogma no ha podido acudir más que al pensamiento de un dios que haya perdido el sentido ... así afirmará el hombre que aún no haya perdido el suyo. El dios encarnado, si el hombre sin más debiera ser su camarada, formaría un pendant con el príncipe Enrique de Shakespeare (Se refiere a Enrique IV).

Dios y el hombre son dos naturalezas a quienes separa una diferencia infinita de naturaleza. Toda doctrina que no quiera tenerlo en cuenta, es para el hombre una locura y para Dios una blasfemia. En el paganismo el hombre refiere Dios al hombre (dioses antropomórficos); en el cristianismo Dios se hace hombre (Hombre-Dios) ... pero a esta caridad infinita de su gracia, de su misericordia, Dios sin embargo pone una condición, una sola, que no puede dejar de poner. Aquí está precisamente la tristeza del Cristo: de estar obligado a ponerla; puede apocarse hasta tomar la apariencia de un servidor, soportar el suplicio y la muerte, invitarnos a ir hacia él, sacrificar su vida ... pero el escándalo, ¡no!, no puede abolir su posibilidad. ¡Oh acto único! y tristeza indescifrable de su amor, esta impotencia de Dios mismo -y en otro sentido su negativa a quererlo-, esta impotencia de Dios. aunque lo quisiere, para hacer que ese acto de amor no se transforme para nosotros en su exacto contrario, ¡para nuestra extremada miseria! Pues lo peor para el hombre, peor aún que el pecado, es escandalizarse del Cristo y empecinarse en el escándalo. Y esto es lo que el Cristo, que es el Amor, no puede incluso evitar. Ved, incluso él nos lo dice: Bienaventurados los que no se escandalizan de mí. Pues él no puede hacer más. Lo que puede, lo que está en su poder, es llegar a hacer por su amor la desgracia de un hombre, como nadie hubiera podido hacerlo por sí mismo. ¡Oh contradicción insondable del amor! Su mismo amor le evita tener la dureza de no terminar ese acto del amor -¡ay!- que hace desventurado a un hombre de tal modo, que de ninguna otra manera hubiera podido llegar a serIo tanto!

Pero tratemos de hablar en hombre. ¡Oh miseria de un alma que jamás haya sentido esa necesidad de amar, en la cual se sacrifica todo por amor, de un alma que por consecuencia nunca haya podido hacerlo! Pero si este mismo sacrificio de su amor le descubriera el medio de hacer la peor desgracia de otro, de un ser amado, ¿qué haría? O bien el amor perdería entonces su resorte en esa alma y de una vida de potencia caería en los herméticos escrúpulos de la melancolía, y apartándose del amor, no atreviéndose a asumir la acción que entrevé, esa alma sucumbirá, no por no actuar, sino por la angustia de poder obrar. Pues como una carga pesa infinitamente más si se encuentra en la extremidad de una palanca y que haya que levantarla por la otra, así todo acto pesa infinitamente más haciéndose dialéctico, y su peso infinito se da cuando esa dialéctica se complica de amor, cuando, lo que el amor impulsa a hacer por el amado, además, la solicitud por el amado parece en cambio desaconsejarlo. O bien vencerá el amor, y por amor, ese hombre se atreverá a obrar. Pero en su alegría de amar {el amor es siempre alegría, sobre todo si es todo sacrificio) su tristeza profunda será ... ¡esa posibilidad misma de obrar! Por esto sólo con lágrimas cumplirá esa acción de su amor, hará el sacrificio (del cual, él, tiene tanta alegría); pues siempre flota, sobre lo que llamaría un cuadro de historia de la interioridad, la sombra funesta de lo posible. Y no obstante, ¿sin esa sombra reinante, habría sido su acto un acto de verdadero amor? No sé, amigo lector, lo que has podido hacer en tu vida, pero esfuerza ahora tu cerebro, rechaza todo falso espejismo, avanza por una vez al descubierto, desnuda tu sentimiento hasta en sus vísceras, abate todas las murallas que de ordinario separan al lector de su libro y entonces lee a Shakespeare ... ¡Verás entonces conflictos que te harán escalofriar! Pero delante de los verdaderos, de los conflictos religiosos, Shakespeare mismo parece haber retrocedido de temor. Acaso para ser expresados no toleren más que el lenguaje de los dioses. Lenguaje excluido para el hombre: pues, como lo ha dicho tan bien un griego, los hombres nos enseñan a hablar, pero los dioses a callarnos.

Esta diferencia infinita de naturaleza entre Dios y el hombre está en el escándalo, cuya posibilidad nadie puede hacer a un lado. Dios se hace hombre por amor y nos dice: Ved lo que es ser hombre; pero agrega: tened cuidado, pues al mismo tiempo soy Dios ... y bienaventurados aquellos que no se escandalizan de mí. Y si reviste, como hombre, las apariencias de un humilde servidor, es a causa de que esa humilde apariencia nos manifiesta a todos que nunca hay que creerse excluido de la aproximación a él, ni que sea preciso, para esto, tener prestigio y crédito. En efecto, es el humilde. Mirad hacia mí -dice- y venid a convenceros de lo que es ser un hombre, pero también tened cuidado, pues al mismo tiempo soy Dios ... Y bienaventurados aquellos que no se escandalizan de mí. O inversamente: Mi Padre y yo no somos más que uno y sin embargo soy este hombre de poca monta, este humilde, este pobre, este abandonado, entregado a la violencia humana ... y bienaventurados aquellos que no se escandalizan de mí. Y este hombre de poca monta que soy es el mismo por quien oyen los sordos, ven los ciegos y caminan los paralíticos y curan los leprosos y resucitan los muertos ... si, bienaventurados quienes no se escandalizan de mí.

Es por esto que estas palabras del Cristo, cuando se predica acerca de él -y, responsable ante el Altísimo, me atrevo a afirmarlo aquí-, tienen tanta importancia, sino como las palabras de la consagración de la Cena, al menos como las de la Epístola a los corintios: Que cada uno haga examen de sí mismo. Pues son ellas las palabras mismas del Cristo y es necesario, sobre todo para nosotros los cristianos, sin descanso, intimárnoslas, reiterárnoslas, repetírnoslas a cada uno particularmente. En todas partes (1) donde se las calla, en todos los lugares al menos donde la exposición cristiana no se penetra de su pensamiento, el cristianismo no es más que blasfemia. Pues, sin guardias ni servidores para abrirle el paso y hacer comprender a los hombres que él era aquél que venía, el Cristo pasó por aquí abajo en la humilde especie de un servidor. Pero el riesgo del escándalo (¡ah! ¡en el fondo de su amor era esa su tristeza!) le guardaba y le guarda aún, como un abismo abierto entre él y aquéllos a quienes más ama.

En efecto, en aquel que no se escandaliza, la fe es una adoración. Pero adorar, que traduce creer, también traduce que la diferencia de naturaleza entre el creyente y Dios continúa siendo un abismo infinito. Pues se encuentra en su fe el riesgo del escándalo como resorte dialéctico (2).

Pero el escándalo considerado aquí es también positivo de otro modo, pues tratar de fábula y mentira al cristianismo, es tratar de igual manera al Cristo.

Para ilustrar esta especie de escándalo, sería útil pasar en revista sus diferentes formas; como en principio deriva siempre de la paradoja (es decir del Cristo), se la encuentra por consiguiente cada vez que se define al cristianismo, lo que no puede hacerse sin pronunciarse acerca del Cristo, sin tenerlo presente en el espíritu.

La forma inferior del escándalo, humanamente la más inocente, es dejar indecisa la cuestión del Cristo, es llegar a la conclusión de que uno no se permite sacar una conclusión, es decir que no se cree, pero que uno se abstiene de juzgar. Este escándalo, pues es uno, escapa a la mayoría. Tanto se ha olvidado completamente el Tú debes del imperativo cristiano. De aquí proviene el hecho de que no se vea el escándalo de relegar al Cristo a la indiferencia. Sin embargo, el mensaje, que es el cristianismo, no puede significar para nosotros más que el deber imperioso de llegar a una conclusión con respecto al Cristo. Su existencia, el hecho de su realidad presente y pasada, rige toda nuestra vida. Si tú lo sabes, es escándalo decidir que sobre tal cuestión no tendrás un punto de vista.

Empero, en un tiempo como el nuestro, en el cual se predica el cristianismo con la mediocridad que se sabe, hay que escuchar ese imperativo con alguna reserva. ¿Pues cuántos millares de personas, sin duda, lo han oído predicar sin oír nunca una palabra de ese imperativo? Pero pretender aun, posteriormente, carecer de opinión al respecto, es escándalo. Es, en efecto, negar la divinidad del Cristo, negar su derecho a exigir de cada uno que tenga una opinión. Es inútil responder que uno no se pronuncia sobre ello, que no se dice ni sí ni no con respecto al Cristo. Entonces se os preguntará si os es indiferente saber si debéis o no tener una opinión con respecto al Cristo. Y si se contesta que no, se cae en la propia trampa; y si se responde que sí, el cristianismo os condenará a pesar de todo, pues todos debemos tener una opinión sobre esto y, por consiguiente, sobre Cristo, y nadie debe tener el coraje de tratar la vida del Cristo como curiosidad despreciable. Cuando Dios se encarna y se hace hombre, no se trata de una fantasía, de una sutileza a manera de empresa, para evadirse quizá de ese aburrimiento inseparable, según una palabra desvergonzada, de una existencia de Dios ... En resumen, no es para poner en la cuestión la aventura. No, este acto de Dios, ese hecho, es lo serio de la vida. Y a su turno, lo serio de esa seriedad, es el deber imperioso de todos de hacerse una opinión al respecto. Cuando un monarca pasa por una ciudad de provincia, es para él una injuria que un funcionario, sin excusa recomendable, se dispense de ir a saludarlo; ¿pero qué se pensaría de un funcionario que pretendiera ignorar incluso la llegada del rey a la ciudad, que jugara al particular, y se burlara así de su majestad y de la Constitución? Igual sucede cuando Dios se complace en hacerse hombre ... y que alguien (pues el hombre es a Dios como al rey el funcionario) encuentre justo decir entonces: ¡Si! Éste es un punto sobre el cual prefiero no tener opinión. Así se habla, en aristócrata, de lo que se desprecia en el fondo: así, con esa altivez que se pretende equitativa y sólo tiene desprecio por Dios.

La segunda forma del escándalo, aunque negativa, es un sufrimiento. Sin duda uno se siente en ella incapaz de ignorar al Cristo, fuera de la posibilidad de dejar pendiente toda esa cuestión del Cristo arrojándose en las agitaciones de la vida. Pero no por ello se deja de ser menos incapaz de creer, cerrándose siempre en el mismo y único punto, en la paradoja. Si se quiere, también es honrar al cristianismo el decir que la cuestión: ¿Qué opinas del Cristo? es en efecto la piedra de toque. El hombre encerrado de este modo en el escándalo pasa su vida como una sombra, vida que se consume porque en su fuero íntimo siempre gira en torno de este mismo problema. Y su vida irreal expresa perfectamente (como en el amor, el sufrimiento de un amor desventurado) toda la sustancia profunda del cristianismo.

La última forma del escándalo es la misma de este último capítulo, la forma positiva. Trata al cristianismo como fábula y mentira, niega al Cristo (su existencia, que sea quien dice ser) a la manera de los docetas o de los racionalistas: entonces o el Cristo ya no es un individuo, sino que sólo tiene la apariencia humana, o no es más que un hombre, más que un individuo. De este modo, con los docetas se esfuma en poesía o mito sin pretender realidad, o bien con los racionalistas se hunde en una realidad que no puede pretender la naturaleza divina. Esta negación del Cristo, de la paradoja, implica a su vez la del resto del cristianismo: del pecado, de la remisión de los pecados, etcétera.

Esta forma del escándalo es el pecado contra el Santo Espíritu. Como los judíos decían que el Cristo expulsaba a los demonios mediante el Demonio, de igual modo este escándalo hace del Cristo una invención del demonio.

Este escándalo es el pecado, llevado a su suprema potencia, cosa que no se ve de ordinario, a causa de no oponer, cristianamente, el pecado a la fe.

Este contraste, por el contrario, es el que hace el fondo de todo este escrito cuando, desde la primera parte (Libro Primero, capitulo I), formulamos el estado de un yo en el cual la desesperación está enteramente ausente: en su relación consigo mismo, queriendo ser él mismo, el yo sumérjese a través de su propia transparencia en el poder que le ha planteado. Y a su vez, esta fórmula, como tantas veces lo hemos recordado, es la definición de la fe.


Notas

(1) Y casi todos los cristianos las callan; ¿será acaso porque ignoraban verdaderamente que el mismo Cristo es quien, tantas veces, con tanto acento interior, nos ha dicho que tuviéramos cuidado con el escándalo y hasta el fin de su vida lo ha repetido incluso a los apóstoles, sus fieles desde el comienzo, que habían abandonado todo por él? ¿O quizás el silencio que guardan encuentra exageradamente ansiosas estas advenencias del Cristo, puesto que una experiencia innumerable demuestra que se puede creer en Cristo sin tener la menor idea del escándalo? ¿Pero no es éste un error que debe hacerse a la luz un día, cuando lo posible del escándalo haga su juego entre los sedicentes cristianos?

(2) Cabe aquí un pequeño problema para los observadores. Admitamos que todos los pastores de aquí y de las demás partes, que predican o que escriben, sean cristianos creyentes. ¿Cómo es posible que no se escuche nunca, ni nunca se lea, esta plegaria, que sin embargo sería perfectamente natural en nuestros días: Padre celestial, te agradezco que nunca hayas exigido a un hombre la comprensión del cristianismo, pues de otro modo, yo sería el más desventurado de todos. Cuanto más trato de comprenderlo, más incomprensible lo encuentro, más descubro solamente la posibilidad del escándalo. Por esto te ruego que la acrecientes cada vez más en mí.

Esta plegaria sería la ortodoxia misma y, suponiendo sinceros los labios que la pronuncien, al mismo tiempo serIa de una impecable ironía para toda la teología de nuestros tiempos. ¿Pero existe la fe aquI abajo?


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