Índice de La enfermedad mortal de Soren KierkegaardCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo I

LAS GRADUACIONES DE LA CONCIENCIA DEL YO (LA CALIFICACIÓN ANTE DIOS)

La primera parte de este libro ha marcado incesantemente una graduación de la conciencia del yo: en primer término el hombre ignorante de su yo eterno (Libro III, cap. II, a), luego el hombre consciente de un yo, en el cual hay sin embargo eternidad (Libro III, cap. II, b) y en el interior de esas divisiones (I, 1°, 2, 2°) también se han destacado graduaciones. Invirtamos ahora los términos dialécticos de todo ese desenvolvimiento. He aquí de qué se trata. Esta graduación de la conciencia, se ha visto hasta aquí desde el ángulo del yo humano, del yo cuya medida es el hombre, como se ha tratado. Pero ese mismo yo ante Dios, adquiere por este hecho, una cualidad o una calificación nueva. No sólo es ya el yo humano, sino también lo que llamaría -con la esperanza de no ser mal comprendido- el yo teológico, el yo ante Dios. ¡Y que realidad infinita no adquiere entonces por la conciencia de estar ante Dios, yo humano ahora a la medida de Dios! Un vaquero que no fuera más que un yo ante sus vacas, no sería sino un yo bastante inferior; de igual modo un soberano, yo ante sus esclavos, no es más que un yo inferior y en el fondo ni es uno, pues en ambos casos falta la escala. El niño, que aún no ha tenido más que a sus padres por medida, sería un yo cuando a la edad de hombre, tuviera al Estado por medida; ¡pero qué acento infinito no da Dios al yo transformándose en su medida! La medida del yo es siempre lo que el yo tiene ante sí y esto es definir lo que es la medida. Como nunca se suma más que magnitudes del mismo orden, todo es así cualitativamente idéntico a su medida; medida que es al mismo tiempo su regla ética; por lo tanto, medida y regla expresan la cualidad de las cosas. No sucede sin embargo lo mismo en el mundo de la libertad: aquí si no se es de cualidad idéntica su regla y medida, no obstante, uno mismo es responsable de esta descalificación, de modo que la regla y la medida -cuando llega el juicio-, que han permanecido siendo a pesar de todo invariables, manifiestan lo que no somos: nuestra regla y nuestra medida.

La antigua dogmática no se equivocaba -y ella ha recurrido a eso más de una vez, en tanto que una escuela más reciente ha encontrado en ello algo a cambiar, por no haberlo comprendido y no haber captado su sentido-, la antigua dogmática no se equivocaba, digo, a pesar a veces de sus errores de práctica, al creer que lo terrible del pecado consiste en estar ante Dios. Así se probaba la eternidad de las penas del infierno. Más tarde, siendo más hábil, se ha dicho: el pecado es el pecado; no es más grande por ser cometido contra o ante Dios. ¡Singular argumento! Cuando incluso los mismos juristas hablan de crímenes calificados, cuando se les ve diferenciar si el crimen es contra un funcionario o un particular y hacer variar la pena si se trata de un parricidio o de un asesinato común.

No, la vieja dogmática no se equivocaba al decir que estar contra Dios elevaba el pecado a una potencia infinita. El error consistía en considerar a Dios como de cierto modo exterior a nosotros, en admitir que no se peca, por así decirlo, siempre contra él. Pues Dios no nos es nada exterior, como por ejemplo un agente de policía. Insistamos en esto: el yo tiene la idea de Dios, pero esto no le evita no querer lo que Dios quiere, ni de desobedecerlo. Tampoco se peca ante Dios sólo algunas veces, pues todo pecado es cometido ante Dios o, más bien, lo que hace de una falta humana un pecado, es la conciencia que tiene el culpable de estar ante Dios.

La desesperación se condensa en proporción a la conciencia del yo; pero el yo se condensa en proporción a su medida y, cuando la medida es Dios, infinitamente. El yo aumenta con la idea de Dios, y recíprocamente, la idea de Dios aumenta con el yo. Sólo la conciencia de estar ante Dios hace de nuestro yo concreto, individual, un yo infinito; y es este yo infinito, quien entonces peca ante Dios. También el egoísta pagano, pese a todo lo que se pueda decir de él, estaba lejos de ser tan calificado como el egoísta que se puede encontrar en un cristiano; pues el yo del pagano no estaba ante Dios. El pagano y el hombre natural no tienen otra medida que el yo humano. Por esto no se incurre en error quizá, desde un punto de vista superior, cuando se dice que el paganismo yacía en el pecado, pero que en el fondo su pecado no era más que la ignorancia desesperada de Dios, la ignorancia de estar ante Dios; en el fondo, de estar sin Dios en el mundo. Pero desde otro punto de vista se puede negar el pecado (en sentido limitado) del pagano, puesto que no pecaba delante de Dios; y todo pecado está ante Dios. Desde luego que también en un sentido -lo que debía impecablemente, si así puedo decir, sacarlo a menudo de apuros en la vida- es la ligereza misma de su pelagianismo la que lo salvaba; pero entonces su pecado era otro y era esa ligereza misma. Por el contrario, y no menos seguramente, una demasiado severa educación cristiana a menudo ha debido lanzar a alguien al pecado, siendo toda la manera de ver del cristianismo mismo demasiado grave para él, sobre todo en momentos anteriores de su vida; pero, en cambio, esta idea más profunda del pecado ha podido ayudarle.

Se peca cuando, ante Dios, desesperado, no se quiere ser uno mismo o se quiere serIo. (Pero esta definición, ventajosa quizá desde otros puntos de vista (entre otros y sobre todo por su conformidad única con la Escritura, que siempre define, en efecto, al pecado como desobediencia), no es acaso demasiado de naturaleza espiritual? Ante todo, respondemos, una definición del pecado nunca puede ser demasiado espiritual (a menos que no lo sea tanto que lo suprima); pues precisamente el pecado es una categoría del espíritu. Y luego: ¿por qué demasiado espiritual? ¿Por qué no habla de asesinato, robo, fornicación, etc? ... ¿Pero acaso no habla de todo ello? ¿No implica una obstinación contra Dios, una desobediencia desafiando a sus mandamientos? Por el contrario, a propósito del pecado, no hablar más que de estas especies de faltas es olvidar fácilmente que hasta un cierto punto se puede en todo esto estar en regla con los hombres, sin que la vida íntegra no sea menos pecado, pecado que conocemos bien: nuestros vicios brillantes y nuestra obstinación, cuando estúpida ignora o quiere, la desvergonzada, ignorar todo lo que nuestro yo debe íntimamente de obediencia a Dios por todos sus deseos y pensamientos más secretos, por su finura de oído para escuchar y su docilidad para seguir los menores signos de Dios en sus propósitos para con nosotros. Los pecados de la carne son la obstinación de las partes más bajas del yo; ¡pero cuántas veces el Demonio no expulsa a un demonio específico, empeorando así nuestro estado! Pues tal es la marcha del mundo: primero se peca por fragilidad o debilidad; luego -sí, luego es posible que se aprenda a recurrir a Dios y mediante su ayuda que se llegue a la fe; pero no hablemos de esto aquí- se desespera de la propia debilidad y se llega a ser un fariseo a quien la desesperación eleva a una cierta justicia legal, o bien la desesperación arroja en el pecado.

Por lo tanto, nuestra fórmula engloba perfectamente todas las formas imaginables del pecado y todas las formas reales; ella destaca, pues, con toda precisión, su rasgo decisivo: de ser desesperación (pues el pecado no es el desarreglo de la carne y de la sangre, sino el consentimiento del espíritu a ese desarreglo) y estar ante Dios. No es más que una formula algebraica; este pequeño escrito no sería un lugar apropiado, por lo demás, para una tentativa, con posibilidad de éxito, de ponerse a describir uno a uno los pecados. Aquí lo importante sólo es que la definición recoge todas las formas en sus mallas. Como puede verse, cuando se la verifica planteando su contraria, hace lo siguiente: la definición de la fe por la cual me guío en todo este escrito, es como un vehículo seguro, más creer, es sumergirse en Dios a través de la propia transparencia, siendo uno mismo y queriendo serlo.

Pero muy a menudo se ha olvidado que lo contrario del pecado de ningún modo es la virtud. Esto resulta más bien un criterio pagano, que se conforma con una medida puramente humana, ignorando lo que es el pecado y que siempre se encuentra ante Dios. No, lo contrario del pecado es la fe; como se dice en la Epístola a los romanos, XIV, 23: todo lo que no proviene de la fe es pecado. Y es una de las definiciones esenciales del cristianismo que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe.


Índice de La enfermedad mortal de Soren KierkegaardCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha