Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Consecuencias desastrosas e inevitables de la contribución. (Subsistencias, leyes suntuarias, policía rural e industrial, privilegios de invención, marcas de fábrica, etc.)

Primera parte

El Sr. Chevalier se hacía en julio de 1843, acerca del impuesto, las siguientes preguntas:

1. ¿Se pide a todos, o se pide con preferencia a una parte de la nación? 2. ¿Se parece el impuesto a una capitación, o guarda exacta proporción con la fortuna de los contribuyentes? 3. La agricultura, ¿está más o menos gravada que la industria fabril o comercial? 4. ¿Se tienen con la propiedad inmueble más o menos miramientos que con la mueble? 5. El que produce, ¿está más favorecido que el que consume? 6. ¿Tienen nuestras leyes sobre contribuciones el carácter de leyes suntuarias?

Contesta el Sr. Chevalier a todas estas preguntas lo que voy a referir, y resume todo lo que he encontrado de más filosófico sobre la materia:

a) La contribución afecta a todos, se dirige a la masa, toma la nación en globo; pero como los pobres son los más en número, en la seguridad de recoger así más, cae con gusto sobre ellos. b) Por la naturaleza de las cosas, el impuesto afecta algunas veces la forma de una capitación; testigo, la contribución sobre la sal. c, d, e) El fisco se dirige tanto al trabajo como al consumo, porque en Francia todo el mundo trabaja; más a la propiedad inmueble que a la mueble, y más a la agricultura que a la industria. f) Por lo mismo, nuestras leyes tienen poco el carácter de suntuarias.

¡Cómo, señor profesor! ¿esto es todo lo que dice a usted la ciencia? La contribución se dirige a la masa -dice usted-, toma la nación en globo. ¡Ay! harto lo sabemos; pero esto es precisamente lo inicuo, y esto se le pide a usted que explique. El gobierno, al ocuparse de la distribución y reparto de las contribuciones, no ha podido creer ni ha creído que fuesen iguales todas las fortunas; y por consiguiente, no ha podido querer ni ha querido que lo fueran las cuotas de los contribuyentes. ¿Por qué, sin embargo, la práctica del gobierno es siempre la inversa de su teoría? ¿Qué opinión es la de usted sobre ese caso difícil? Explique, justifique o condene al fisco: tome el partido que quiera, con tal que tome uno, o nos diga algo. Acuérdese de que le leen hombres, y no pueden tolerar a todo un doctor que habla ex cathedra, proposiciones como esta: Los pobres son los más numerosos: por esto la contribución, en la seguridad de recoger más, cae con gusto sobre ellos. No, señor; no es el número el que sirve de regla al impuesto: el impuesto sabe perfectamente que millones de pobres añadidos a millones de pobres, no hacen un elector: usted hace odioso al fisco a fuerza de hacerle absurdo; y yo sostengo que no es ni lo uno ni lo otro. El pobre paga más que el rico, porque la Providencia, para la cual es tan odiosa la miseria como el vicio, ha dispuesto las cosas de manera que el más miserable deba ser siempre el más estrujado. La iniquidad de las contribuciones, es el azote celeste que nos arrastra hacia la igualdad. ¡Oh, Dios de Dios! ¡Si pudiese llegar a comprender aún esta revelación un profesor de economía política que fue en otro tiempo apóstol! ... (1).

Por la naturaleza de las cosas -dice el Sr. Chevalier-, el impuesto afecta algunas veces la forma de una capitación. ¡Y bien! ¿en qué casos es justo que afecte esta forma? ¿siempre o nunca? ¿Cuál es el principio de la contribución? ¿cuál es su objeto? Hable usted; responda.

¿Y qué enseñanza, quiero que me diga usted, hemos de sacar de esa observación, tan poco digna de ser recogida, de que el fisco se dirija tanto al trabajo como al consumo, más a la propiedad territorial que a la mueble, más a la agricultura que a la industria? ¿Qué le importa a la ciencia esa interminable consignación de hechos en bruto, si por los análisis de usted no brota de ellos una sola idea?

Todo lo que toman sobre el consumo la contribución, la renta, el interés de los capitales, etc., entra en la cuenta de gastos generales y forma parte del precio de la venta; de suerte que casi siempre paga el consumidor las contribuciones. Lo sabemos. Y como los artículos que más se consumen son también los que más producen, son necesariamente los pobres los más recargados: esta consecuencia es tan forzosa como la primera. ¿Qué nos importan, pues, repito, las distinciones fiscales que usted nos hace? Cualquiera que sea la clasificación de la materia imponible, como no es posible imponer el capital en más de lo que renta, el capitalista saldrá siempre beneficiado, y el proletario objeto de opresión y víctima de la injusticia. No está mal repartida la contribución, sino los bienes. El señor Chevalier no puede ignorarlo; y ya que no lo ignora, ¿por qué no lo ha de decir, puesto que sus palabras tendrían más autoridad que las de un escritor de quien se sospecha que no es amigo del actual orden de cosas?

De 1806 a 1811 (esta observación como las siguientes son del señor Chevalier), el consumo anual de vino en París erá de 160 litros por persona; hoy no es más que de 95. Suprímase la contribución, que es de 30 a 35 céntimos por litro en la taberna, y el consumo de vino volverá a subir de 95 litros a 200, y la industria vinícola, que no sabe qué hacer de sus productos, hallará medio de expenderlos. Gracias a los derechos impuestos al ganado que se importa, el consumo de la carne ha disminuído para el pueblo en una proporción análoga al del vino; y los economistas han reconocido con espanto, que el jornalero francés producía menos que el inglés, por estar peor alimentado.

Por simpatías a las clases trabajadoras, quisiera el señor Chevalier que nuestros fabricantes sintiesen un poco el aguijón de la concurrencia extranjera. Con reducir el derecho sobre las lanas en un franco por pantalón, quedaría en el bolsillo de los consumidores una treintena de millones, la mitad de la suma necesaria para el pago del derecho sobre las sales. Veinte céntimos de menos en el precio de una camisa, producirían una economía probablemente igual a lo necesario para tener sobre las armas un ejército de 20.000 hombres.

Desde hace quince años el consumo del azúcar se ha elevado de 53 millones de kilogramos a 118; lo cual da actualmente un término medio de 3 kilogramos por persona. Este progreso demuestra que el azúcar debe ser colocada en lo sucesivo entre las cosas de primera necesidad, al par del pan, del vino, de la carne, de la lana, del algodón, de la leña y del carbón de piedra. El azúcar constituye toda la farmacia del pobre: ¿pecaría de excesivo que el consumo de este artículo se elevase de 3 a 7 kilogramos por persona? Suprímase la contribución, que es de 49 francos 50 céntimos los 100 kilogramos, y se doblará el consumo.

Así, el impuesto sobre las subsistencias agita y atormenta de mil modos al pobre proletario: lo caro que está la sal perjudica la ganadería; los derechos sobre la carne disminuyen la ración del jornalero. Para satisfacer a la vez al impuesto y a la necesidad de bebidas fermentadas que siente la clase trabajadora, se le sirven mezcolanzas tan desconocidas del químico como del viñador y del cervecero. ¿Para qué las prescripciones dietéticas de la Iglesia? Gracias a las contribuciones, todo el año es para el trabajador cuaresma; y su comida de Pascua no vale la colación del Viernes Santo de monseñor. Urge abolir en todas partes la contribución de consumos, que extenúa al pueblo y le mata de hambre: ésta es la conclusión, tanto de los economistas como de los radicales.

Mas si el proletario no ayuna para mantener a César, ¿qué es lo que César comerá? Y si el pobre no corta su capa para cubrir los desnudos miembros de César, ¿qué es lo que César vestirá?

Esta es la cuestión, cuestión inevitable, que es la que se trata de resolver.

Habiéndose preguntado el señor Chevalier (pregunta 6a) si nuestras leyes contributivas tienen o no el carácter de suntuarias, ha contestado: no, no lo tienen. El señor Chevalier habría podido añadir, y esto habría sido a la vez nuevo y verdadero, que esto es precisamente lo mejor que tienen nuestras leyes tributarias. Pero el señor Chevalier, que conserva siempre, por mucho que haga, un antiguo fermento de radicalismo, ha preferido declamar contra el lujo, cosa que no le comprometía respecto de ningún partido. Si en París, ha dicho, se exigiese por los coches particulares, los caballos de regalo, los criados y los perros, la contribución que se cobra sobre la carne, se haría una cosa del todo equitativa.

¿Ocupa acaso el señor Chevalier la plaza de profesor del Colegio de Francia para comentar la política de Mazaniello? (2). He visto en Basilea a los perros con su placa fiscal, signo de su capitación, y he creído, en un país donde las contribuciones son casi nulas, que la de los perros era más bien una lección de moral y una precaución de higiene que un elemento de ingresos. En 1844 produjo esta contribución en toda la provincia de Brabante (667.000 habitantes) a razón de 2 francos 11 céntimos por cabeza, 63.000 francos. Según esto, se puede conjeturar que produciendo la misma contribución en toda Francia 3 millones, permitiría en las contribuciones indirectas una baja de ocho céntimos por persona y año. Estoy ciertamente lejos de pretender que 3 millones sean para despreciarlos, mucho menos teniendo un ministerio pródigo; y siento que la Cámara haya rechazado la contribución sobre los perros, que siempre habría podido servir para dotar una media docena de altezas. Recuerdo, empero, que una contribución de esta naturaleza tiene por principio, menos que un interés fiscal, un motivo de orden, y por consiguiente, conviene mirarle desde el punto de vista del fisco como de ninguna importancia, y hasta se le debería abolir como vejatorio cuando la masa del pueblo, un poco más humanizada, se disgustase de la compañía de los animales. Ocho céntimos por año. ¡Qué alivio para la miseria! Pero el señor Chevalier se ha agenciado otros recursos: los caballos, los coches, los criados, los artículos de lujo, el lujo, en fin. ¡Qué de cosas en esa sola palabra, el lujo!

Demos al traste con esa fantasmagoría por un simple cálculo: después vendrán las reflexiones. En 1842, ha subido a 129 millones el total de los derechos de importación. En esta suma de 129 millones figuran por 124 sesenta y un artículos, los de común consumo; y sólo por cincuenta mil francos otros 177 artículos de gran lujo. Entre los primeros ha dado el azúcar 43 millones, el café 12, el algodón 11, las lanas 10, los aceites 8, el carbón de piedra 4, los linos y los cáñamos 3, los siete artículos 91 millones. La cifra de la renta baja, por lo tanto, a medida que la mercancía es de menos uso, de más raro consumo, de más refinado lujo. Y sin embargo, los artículos de lujo son los que más pagan. Aun cuando para obtener una rebaja considerable en los artículos de primera necesidad, se elevasen al céntuplo los derechos sobre los de lujo, no se obtendría sino la supresión de un ramo de comercio por medio de una contribución prohibitiva. Ahora bien, los economistas están todos por la abolición de las aduanas, y no querrán, sin duda, reemplazarlas con los derechos de puertas ... Generalicemos este ejemplo: produce la sal al fisco 57 millones, y el tabaco 84. Que se me demuestre, cifras en mano, con qué contribuciones sobre los artículos de lujo se llenará el déficit que deja la supresión de los impuestos de la sal y el tabaco.

¿Quiere usted imponer los artículos de lujo? Pues tome usted la civilización al revés (3). Sostengo yo, por lo contrario, que los artículos de lujo deben estar libres de derechos. ¿Cuáles son en lenguaje económico los artículos de lujo? Aquellos cuya proporción en la riqueza total es más débil, los que están en los últimos grados de la serie industrial, aquellos cuya creación supone la existencia de todos los demás artículos. Desde este punto de vista, todos los productos del trabajo humano han sido y a su vez han dejado de ser artículos de lujo, puesto que por lujo no entendemos otra cosa que una relación de posterioridad ya cronológica, ya comercial, en los elementos de la riqueza. Lujo, en una palabra, es sinónimo de progreso; es en cada uno de los momentos de la vida social la expresión del máximum de bienestar realizado por el trabajo, al que hemos de llegar todos por derecho y por destino. Ahora bien, del mismo modo que la contribución respeta durante cierto transcurso de tiempo la casa nuevamente edificada y el campo nuevamente reducido a cultivo, debería dejar francos también los productos nuevos. y los objetos preciosos, a éstos porque hay incesante necesidad de vulgarizar lo raro, y a aquéllos porque toda invención merece recompensa y estímulo. ¡Cómo! ¿querría usted establecer, so pretexto de lujo, nuevas categorías de ciudadanos? ¿Y toma usted por lo serio lo de la ciudad de Salento y la prosopopeya de Fabricio?

Puesto que lo lleva de si la materia, hablemos de moral. No me negará usted sin duda esta verdad, repetida a la saciedad por los Sénecas de todos los siglos, a saber: que el lujo corrompe y afemina las costumbres; lo cual quiere decir, que humaniza, eleva y ennoblece los hábitos; que la primera y la más eficaz educación para el pueblo, el estímulo para lo ideal en la mayor parte de los hombres, es el lujo. Las Gracias estaban desnudas, según los antiguos; mas ¿dónde se ha visto que estuviesen en la indigencia? El gusto por el lujo es el que en nuestros días mantiene, a falta de principios religiosos, el movimiento social, y revela su dignidad a las clases inferiores. La Academia de Ciencias morales y políticas lo ha comprendido bien, cuando ha tomado el lujo por materia de uno de sus discursos, y yo aplaudo de todo corazón su buen acierto. El lujo, en efecto, es ya en nuestra sociedad algo más que un derecho, es una necesidad; y de compadecer es el que no se permita jamás un poco de lujo. Y precisamente cuando todo el mundo se esfuerza por popularizar más y más los artículos de lujo, ¡quiere usted restringir los goces del pueblo a los objetos que a usted se le antoja calificar de objetos de necesidad! Y cuando por la comunidad del lujo se acercan y se confunden las clases, ¡quiere usted hacer más profunda la línea de demarcación, y levanta usted las gradas del anfiteatro! Suda el obrero, y se priva y se atormenta por comprar un adorno a su novia, un collar a su niña, un reloj a su hijo, ¡Y usted le quita esta dicha, a menos de que quiera pagar la contribución de usted, es decir, la multa que usted trata de imponerle!

¿Pero ha reflexionado usted que imponer los artículos de lujo es imposibilitar las artes de lujo? ¿Le parece a usted que ganan demasiado los tejedores de velos, cuyo salario, por término medio, no llega a dos francos; las modistas, que no cobran sino cincuenta céntimos; los joyeros, los plateros, los relojeros, con sus interminables huelgas; los criados a cuarenta escudos?

¿Está usted además seguro de que la contribución sobre el lujo no sería pagada por el obrero de lujo, como la de las bebidas lo está por el consumidor de bebidas? ¿Sabe usted siquiera si un más alto precio de los artículos de lujo no sería un obstáculo a la baratura de los objetos necesarios, ni si creyendo favorecer la clase más numerosa, empeoraría usted la condición general de los ciudadanos? ¡Bonita especulación, por cierto! ¡Se dará 20 francos al trabajador sobre el vino y el azúcar, y se le tomará 40 sobre sus placeres! ¡Ganará 75 céntimos sobre el cuero de sus botas, y para llevar cuatro veces por año su familia al campo, pagará 6 francos más por el coche! ¡Gasta un pequeño menestral 600 francos en asistenta, lavandera, costurera y recaderos; y si por una bien entendida economía toma un criado, el fisco, en interés de las subsistencias, castigará esa idea de ahorro! ¡Qué absurda es, cuando se la mira de cerca, la filantropía de los economistas!

Voy, con todo, a satisfacer su antojo; y puesto que le son absolutamente indispensables leyes suntuarias, voy a darle la receta. Y le aseguro que en mi sistema la recaudación ha de ser fácil: nada de interventores, de repartidores, de catadores, de ensayadores, de verificadores, de recaudadores; nada de inspección ni de gastos de oficina; ni la más ligera indiscreción, ni el menor vejamen; ni un solo acto de violencia. Decrétese por una ley que nadie en adelante podrá acumular dos sueldos, y que los más altos en todos los ramos de la administración, no podrán pasar de 6.000 francos en París, ni de 4.000 en las provincias. ¡Qué! ¿baja usted los ojos? Confiesa, pues, que todas sus leyes suntuarias no son más que hipocresía.

Para aliviar al pueblo, aplican algunos la rutina comercial al sistema tributario. Si, por ejemplo, dicen se redujese a una mitad el precio de la sal, y se hiciera otro tanto con el franqueo de las cartas, no dejaría de aumentar el consumo, se doblarían los ingresos, ganaría el fisco, y con él los consumidores.

Supongo que el éxito viniese a confirmar este cálculo, y digo: Si se rebajase a tres cuartas partes el franqueo, y se diese la sal por nada, ¿ganaría aún el fisco? Seguramente que no. ¿Qué significa, pues, lo que se llama reforma de correos? Que para cada especie de producto, hay un precio natural, más allá del cual el beneficio es usurario y tiende a hacer disminuir el consumo, y más acá del cual hay, por lo contrario, pérdida para los productores. Parécese esto de una manera singular a la determinación del valor que rechazan los economistas, y a propósito de la cual decíamos: Hay una fuerza secreta que fija los límites extremos entre los que oscila el valor, luego hay un término medio que expresa el valor justo.

Nadie quiere, a buen seguro, que se haga a pérdida el servicio de correos: la opinión general es, pues, que ese servicio se haga al precio de coste. Esto es de una sencillez tan rudimentaria que se pasma uno de ver que se haya creído indispensable hacer una trabajos a información sobre los resultados que ha producido en Inglaterra la rebaja del franqueo, y acumular cifras y cifras y cálculos de probabilidades a lo infinito, todo para saber si la rebaja produciría en Francia un beneficio o un déficit, y al fin y al cabo para no poder ponerse en nada de acuerdo. ¡Cómo! ¿Es posible que no haya habido en la Cámara un hombre de sentido común para decirles: No hay necesidad de un dictamen de embajador ni de los ejemplos de Inglaterra: es preciso ir reduciendo gradualmente el franqueo de las cartas, hasta que las entradas estén al nivel de los gastos (4)? ¿Qué se ha hecho, pues, de nuestro buen sentido galo?

Mas si la contribución, se dirá, permitiese dar al precio de coste la sal, el tabaco, el franqueo de cartas, el azúcar, los vinos, la carne, etcétera, el consumo aumentaría a no dudarlo, y sería enorme la mejora. Y ¿con qué cubriría el Estado sus gastos? La suma de las contribuciones indirectas es de cerca de 600 millones: ¿sobre qué se quiere que cobre el Estado el importe de esos tributos? Si el fisco nada gana en el ramo de correos, será preciso que aumente el impuesto sobre la sal: si se rebaja el de la sal, habrá que cargarlo todo en las bebidas: no tendrá fin esta letanía. Luego es imposible la venta a precio de coste de los productos, ya del Estado, ya de los particulares.

Luego, replicaré a mi vez, el alivio de las clases desgraciadas por causa del Estado es imposible, como es imposible la ley suntuaria, e imposible la contribución progresiva; todas sus divagaciones sobre el impuesto son argucias de curial. No puede usted siquiera abrigar la esperanza de que el aumento de la población, viniendo a dividir las cargas, aligere la de cada uno; porque con la población crece la miseria, y con la miseria la faena y el personal del Estado.

Las diversas leyes fiscales votadas por la Cámara de Diputados, en la legislatura de 1845 a 1846, son otros tantos ejemplos de absoluta incapacidad del poder, cualquiera que éste sea, y cualquiera que sea su manera de obrar para hacer la felicidad del pueblo. Por el solo hecho de ser poder, es decir, de ser el representante del derecho divino y de la propiedad, el órgano de la fuerza es esencialmente estéril, y sus actos todos llevan el sello de una fatal decepción.

He citado hace poco la reforma de correos, que reduce a cerca de un tercio el franqueo de las cartas. Si no se trata más que de los motivos en que se ha podido fundarla, nada tengo que censurar al gobierno que ha hecho aprobar reducción tan útil: menos me propondré aún atenuar su mérito con miserables críticas de detalle, pasto vil de la prensa diaria. Se ha reducido en un 30 por 100 una contribución que era bastante onerosa; se ha hecho más equitativo y regular su reparto; y no viendo más que el hecho, aplaudo al ministro que le ha realizado. No está aquí la cuestión.

Por de pronto, la ventaja de que nos hace gozar el gobierno sobre la contribución de correos, deja del todo a esta contribución su carácter de proporcionalidad, es decir, de injusticia, cosa que apenas necesita de demostración. La desigualdad de cargas, en lo que al impuesto de correos se refiere, subsiste como antes, pues redunda el beneficio de la reducción, no en favor de los más pobres, sino en favor de los más ricos. Tal casa de comercio que pagaba a correos 3.000 francos por año, no pagará ahora más que 2.000, y obtendrá, por lo tanto, un beneficio de 1.000 francos, que añadirá a los 50.000 que le produce su comercio, y deberá a la munificencia del fisco. En cambio el labrador, el obrero, que escribirá dos veces por año a su hijo soldado, y recibirá otras tantas contestaciones, habrá economizado en total 50 céntimos. ¿No es verdad que la reforma postal resulta hecha en sentido inverso del equitativo reparto del impuesto? ¿que si, según deseaba el señor Chevalier, hubiese querido el gobierno cargar al rico y aligerar al pobre, habría debido dejar para lo último lo de reducir las tarifas de correos? ¿No parece ahora verdaderamente que, infiel el fisco al espíritu de su institución, no ha esperado sino el pretexto de una rebaja que en nada puede tener ni estimar la indigencia, para hallar ocasión de hacer un regalo a la fortuna?

Esto habrían podido decir los que han censurado el proyecto de ley, y esto es precisamente lo que no ha advertido nadie. Es verdad que, entonces, la crítica; en lugar de ir dirigida al ministro, habría atacado al poder en su esencia, y con el poder la propiedad: cosa que no entraba en los cálculos de la oposición. La verdad, hoy, tiene contra sí todas las opiniones.

Y sin embargo, ¿podía suceder otra cosa? No; puesto que si se conservaba la antigua tarifa, se perjudicaba a todo el mundo sin aliviar a nadie; y si se la rebajaba, no se la podía dividir por categorías de ciudadanos sin violar el artículo 19 de la Constitución, que dice: Todos los franceses son iguales ante la ley, es decir, ante la contribución. Ahora bien, la contribución de correos, es necesariamente personal; luego es una capitación; luego, siendo lo que es equitativo desde este punto de vista, inicuo desde otros, es imposible el equilibrio de las cargas.

Hízose en la misma época otra reforma por el gobierno, la de la contribución de la ganadería. Antes los derechos sobre el ganado, ya a su importación del extranjero, ya a la entrada de las ciudades, se cobraban por cabeza; hoy se han de cobrar según el peso. Esta útil reforma, reclamada hace mucho tiempo, es debida en parte a la influencia de los economistas, que en esta ocasión, como en otras muchas que puedo recordar, han manifestado el más honroso celo y han dejado muy atrás las ociosas declamaciones del socialismo. Pero aquí también es del todo ilusorio el bien que resulta de la ley para la mejora de las clases pobres. Se ha igualado, se ha regularizado el cobro de los derechos sobre las bestias; no se ha hecho un reparto tan equitativo entre los hombres. El rico, que consume 600 kilogramos de carne por año, podrá experimentar los beneficios de la nueva situación creada a los carniceros: la inmensa mayoría del pueblo, que no come carne, no los advertirá siquiera. Repito ahora mi pregunta de hace poco: ¿Podrían el gobierno o la Cámara hacer otra cosa que lo que han hecho? Tampoco, porque no cabía decir al carnicero: Venderás la carne al rico a 2 francos el kilogramo, y al pobre a 10 sueldos. Más fácil sería obtener del carnicero lo contrario.

Otro tanto digo de la sal. El Gobierno ha rebajado el precio de la sal empleada en la agricultura a cuatro quintas partes, bajo la condición de darla de un modo inservible para otros usos. Cierto periodista, no teniendo cosa mejor que objetar, ha hecho a propósito de esto una lamentación, en la que se queja de la suerte de los pobres labradores, peor tratados por la ley que sus ganados. Lo pregunto por tercera vez: ¿Podía hacerse otra cosa? Una de dos; o la rebaja es absoluta, y entonces es preciso reemplazar el impuesto de la sal con otro, y desafío al periodismo francés a que invente otro que resista a un examen de dos minutos; o la rebaja es parcial, ya porque al recaer en todas las materias, reserva una parte de los derechos, pero no sobre todas las materias. En el primer caso, es insuficiente la rebaja para la agricultura y para la clase pobre; en el segundo, subsiste la capitación con su desproporción enorme. Hágase lo que se quiera, es el pobre, siempre el pobre, el que paga, puesto que, a pesar de todas las teorías, no pueden imponerse las contribuciones sino en razón del capital poseído o consumido; y si el fisco quisiese proceder de otra manera, detendría el progreso, imposibilitaría la riqueza, mataría el capital.

Los demócratas que nos acusan de sacrificar el interés revolucionario (¿qué es el interés revolucionario?) al interés socialista, deberían decirnos cómo piensan, por un sistema cualquiera de contribuciones, aliviar al pobre y devolver al trabajo lo que el capital le usurpa, sin hacer del Estado el único propietario y sin decretar la comunidad de bienes y de ganancias. Por más que me devane los sesos, veo en todas las cuestiones colocado el poder en la situación más falsa, y la prensa divagando en un mar sin límites de absurdos.

En 1842, el señor Arago era partidario de que los ferrocarriles se hiciesen por compañías, y pensaban como él la mayor parte de los franceses. En 1846, ha venido a decirnos que ha cambiado de opinión, y salvo los especuladores de los ferrocarriles, se puede decir que, como él, han cambiado también de opinión la mayor parte de los ciudadanos. ¿Qué creer ni hacer en ese vaivén de los sabios y de los franceses?

La construcción por el Estado parece que debe dejar más asegurados los intereses del país; pero es larga, dispendiosa, ininteligente. Lo han probado, hasta a los más incrédulos, veinticinco años de faltas, de cálculos fallidos, de imprevisión y de millones arrojados por centenares para la grande obra de la canalización de Francia. Se ha visto hasta a ingenieros e individuos de la Administración declarando en voz alta al Estado tan incapaz en materia de obras públicas como de industria.

La construcción por compañías es, no hay que negarlo, inatacable desde el punto de vista del interés de los poseedores de acciones; pero con ella queda sacrificado el interés general, abierta la entrada al agiotaje, y organizada la explotación del público por el monopolio. Lo ideal sería un sistema que reuniese las ventajas de los dos sin presentar ninguno de sus inconvenientes. Pero, ¿por qué medio conciliar esos caracteres contradictorios e inspirar celo, economía, penetración a esos empleados inamovibles que nada tienen que ganar ni que perder? ¿por qué medio hacer que los intereses públicos sean tan caros para una compañía como los suyos, y que suyos sean verdaderamente esos intereses, sin que con todo deje de ser distinta la compañía del Estado, y tenga en consecuencia sus intereses propios? ¿Quién concibe en el mundo oficial la necesidad, y por consiguiente, la posibilidad de esta conciliación? Ni ¿quién, por lo tanto, posee el secreto de realizarla?

En un caso tal, el gobierno ha hecho, como siempre, aplicación del eclecticismo, ha tomado para sí una parte de la ejecución, y ha entregado la otra a compañía concesionarias; es decir, que en vez de conciliar los sistemas contrarios, no ha hecho más ni menos que ponerlos en conflicto. Y la prensa, que en nada ni para nada alcanza más que el poder, dividiéndose en tres fracciones, se ha declarado cuál por la transacción ministerial, cuál por la exclusión del Estado, cuál por la de las compañías. De suerte que hoy no saben más que antes lo que quieren, ni el público ni el señor Arago, a pesar de su cambio de frente.

En este siglo XIX, ¿es más que un rebaño la nación francesa con sus tres poderes, su prensa, sus corporaciones científicas, su literatura y su enseñanza? Cien mil hombres tienen en nuestro país los ojos contantemente abiertos sobre todo lo que interesa al progreso nacional y al honor de la patria. Proponed a esos cien mil hombres la más sencilla cuestión de orden público, y podéis estar seguros de que irán a dar todos en la misma tontería.

¿Qué será mejor, que los funcionarios públicos asciendan según su mérito, o por antigüedad?

No hay, a buen seguro, nadie que no se alegrase de ver confundido en uno ese doble modo de evaluar las capacidades. ¡Qué sociedad aquella en que los derechos del talento estuviesen siempre de acuerdo con los de la edad! Pero una perfección tal, se dice, es utópica, porque es contradictoria en sus mismos términos. Y en lugar de ver que precisamente la contradicción la hace posible, se ponen a disputar sobre el valor respectivo de los dos sistemas opuestos, cada uno de los cuales lleva al absurdo y da igualmente lugar a intolerables abusos.

Quién juzgará del mérito?, dice el uno: el gobierno. Y el gobierno no reconoce méritos sino en sus hechuras. Luego nada de ascensos por elección, nada de ese sistema inmoral que destruye la independencia y la dignidad del funcionario.

Pero, dice el otro, la antigüedad es, a no dudarlo, muy respetable. Lástima que tenga el inconveniente de inmovilizar lo que es esencialmente voluntario y libre, el trabajo y el pensamiento; el inconveniente de crear obstáculos al poder hasta entre sus mismos subalternos, y dar a la ventura, muchas veces a la impotencia, el premio del genio y de la audacia.

Por fin se transige. Se concede al gobierno la facultad de nombrar arbitrariamente, para cierto número de destinos, a hombres que se dicen de mérito, y se supone no tener necesidad de experiencia, y se deja que el resto, considerado ostensiblemente como incapaz, ascienda por turno. Y la prensa, esa vieja jaca de todas las medianías presuntuosas, que no vive lo más del tiempo sino de composiciones gratuitas de jóvenes tan desprovistos de talento como de ciencia; la prensa, digo, vuelve a empezar sus ataques contra el poder acusándole, no sin razón por lo demás, acá de favoritismo, allá de rutina.

¿Quién podría lisonjearse de hacer nunca nada a gusto de la prensa? Después de haber declamado y gesticulado contra lo enorme del presupuesto, vedla ahora pidiendo aumento de sueldos para un ejército de funcionarios que, a decir verdad, no tienen realmente de qué vivir. Ya se hace eco de las quejas de la alta y la baja enseñanza; ya se lamenta de que el clero de las aldeas esté tan mal retribuído y se le haya obligado a conservar su pie de altar, manantial fecundo de escándalos y abusos. Dice luego que es toda la nación administrativa la que está mal alojada, mal vestida, escasa de combustible y de subsistencias; que son un millón de hombres con sus familias, cerca de la octava parte de la población, los que por su pobreza son la vergüenza de Francia; y exige que aumente de golpe y porrazo en 500 millones el presupuesto de gastos. Nótese que en ese inmenso personal no hay un hombre de más, y que si por lo contrario, viniese a aumentar la población, habría que aumentarlo proporcionalmente. ¿Nos encontramos en estado de sacar a la nación 2.000 millones de impuestos? De un rendimiento medio de 920 francos por cada cuatro personas, 236 por individuo, ¿podemos tomarles más de la cuarta parte para pagar con los demás gastos del Estado los sueldos de los improductivos? Y si no podemos, si no podemos ni siquiera saldar nuestros actuales gastos ni reducirlos, ¿a qué reclamar? ¿de qué quejarnos?


Notas

(1) Miguel Chevalier había sido durante mucho tiempo un adepto de la escueda saintsimoniana. Fue íntimo de Enfantin y dirigió el Globe, saintsimoniano.

(2) Pescador napolitano que encabezó una insurrección en 1647 contra los agentes del fisco y tuvo a Nápoles bajo su dominio durante siete días; fue asesinado por agentes del virrey.

(3) Ideas que Proudhon desarrolló ampliamente en su obra Theorie de l'lmpót.

(4) Gracias al cielo, el ministro ha resuelto la cuestión, y le felicito sinceramente. De acuerdo con la tarifa propuesta, el franqueo de las cartas sería reducido a 10 céntimos para distancias de 1 a 20 kilómetros; 20 céntimos para distancias de 20 a 40 kilómetros; 30 céntimos, de 40 a 120 kilómetros; 40 céntimos, de 120 a 360 kilómetros; 50 céntimos, para distancias superiores.

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