Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Necesidad del monopolio

Así el monopolio es el término fatal de la concurrencia, que lo engendra por una incesante negación de sí misma: este origen constituye ya la justificación del monopolio. Porque puesto que la concurrencia es inherente a la sociedad, como el movimiento a los seres vivos, el monopolio que viene tras ella, que es su objeto y su fin, que la ha hecho aceptable, es y será legítimo tanto tiempo como la concurrencia, tanto tiempo como los procedimientos mecánicos y las combinaciones industriales, tanto tiempo, por fin, como la división del trabajo y la constitución de los valores sean necesidades y leyes.

Luego, por el solo hecho de su origen lógico, queda el monopolio justificado. Esta justificación, con todo, parecería poco y sólo nos conduciría a rechazar más enérgicamente la concurrencia, si el monopolio no pudiese a su vez establecerse por si mismo y erigirse en principio.

En los capítulos anteriores hemos visto que la división del trabajo es la especificación del obrero, considerado, sobre todo, como ser inteligente; que la creación de las máquinas y la organización del taller son la expresión de su libertad; y que por la concurrencia el hombre, o sea la libertad inteligente, entra en acción. Ahora bien, el monopolio es la expresión de la libertad vencedora, el premio de la lucha, la glorificación del genio; es el más poderoso estímulo de todos los progresos realizados desde el origen del mundo; de tal modo que, como decíamos hace poco, la sociedad que no puede subsistir sin él, no podría sin él haberse constituído.

¿De dónde le viene, pues, al monopolio esa virtud singular, cuya idea están lejos de darnos la etimología de la palabra y el aspecto vulgar de la cosa?

El monopolio no es en el fondo sino la autocracia del hombre sobre sí mismo: es el derecho dictatorial que la naturaleza concede a todo productor para usar de sus facultades como mejor le plazca, dar vuelo a su pensamiento en la dirección que quiera, especular en el ramo que tenga a bien escoger con todos los medios a su alcance, disponer soberanamente de los instrumentos que se ha creado y de los capitales que con su economía ha aumentado para tal o cual empresa, cuyos riesgos le parece bien correr; y todo bajo la expresa condición de gozar solo del fruto del descubrimiento y de los beneficios de sus aventuras.

Este derecho es de tal modo de la esencia de la libertad que, negándole, le mutila al hombre en su cuerpo, en su alma y en el ejercicio de sus facultades; y la sociedad, que no progresa sino por la libre expansión de sus individuos, viniendo a carecer de explotadores, se encuentra detenida en su marcha.

Es hora ya de dar cuerpo a esas ideas con el testimonio de los hechos.

Sé de un pueblo en que de tiempo inmemorial no existían caminos ni para el desmonte de las tierras, ni para comunicarse con los demás pueblos. Durante las tres cuartas partes del año era imposible toda importación y exportación de artículos: una muralla de barro y de pantanos protegía a la vez contra toda invasión exterior y contra la excursión de los habitantes aquella población sacrosanta. En los días buenos, seis caballos bastaban apenas para llevar la carga que pudiera haber llevado un rocín al paso por una buena carretera. Resolvió el alcalde del pueblo, a pesar del contrario dictamen del ayuntamiento, hacer pasar un camino por su territorio. Fue por mucho tiempo objeto de burlas, maldecido y execrado. Habían pasado hasta allí sin camino: ¿y qué necesidad había de gastar el dinero de la comunidad, ni de hacer perder su tiempo a los labradores en acarreos y servicios personales? Sólo para satisfacer su orgullo quería el alcalde, a expensas de los pobres colonos, abrir tan hermosa calle a los amigos de la ciudad que quisieran venir a visitarle. A pesar de todo, el camino se hizo, y los campesinos aplaudieron. ¡Qué diferencia! decían: en otro tiempo necesitábamos ocho caballos para conducir treinta sacos al mercado, y tardábamos tres días; hoy salimos por la mañana con dos caballos, y volvemos por la tarde. Pero en todos estos discursos no entraba para nada el alcalde. Desde que los hechos habían venido a darle la razón, se había dejado de hablar de su persona: he sabido que hasta algunos le querían mal.

Habíase portado este alcalde como un Arístides. Supongamos que, cansado de absurdas vociferaciones, hubiese, desde el principio, propuesto a sus administrados hacer el camino a su costa con la condición de que cada uno le hubiese pagado, durante cincuenta años, un derecho de peaje, y pudiese el que quisiera ir, como hacía antes, a través rle los campos: ¿en qué habría sido fraudulento semejante contrato?

Esta es la historia de la sociedad y de los monopolizadores.

No todo el mundo se encuentra en estado de regalar a sus conciudadanos un camino o una máquina: ordinariamente el inventor, después de haber agotado su salud y su fortuna, espera recompensa. Rehúsese, burlándose por añadidura de ellos, a Arkwright, a Watt, a Jacquard, el privilegio de sus descubrimientos; se encerrarán para trabajar, y quizá llevarán consigo al sepulcro su secreto. Rehúsese al colono la posesión de la tierra que desmonta, y no la desmontará nadie.

¿Pero es ése, se pregunta, el verdadero derecho, el derecho social, el derecho fraternal? Lo que tiene excusa al salir de la comunidad primitiva, por ser efecto de la necesidad, no es sino una cosa provisional, que debe desaparecer en cuanto haya una más completa inteligencia de los derechos y de los deberes del hombre y de las sociedades.

No retrocedo ante ninguna hipótesis; veamos, profundicemos. Gran cosa es ya que, por confesión de nuestros adversarios, durante el primer período de la civilización, no hayan podido pasar las cosas de otra manera. Falta ahora saber si las instituciones de ese período son efectivamente provisionales, como se ha dicho, o bien el resultado de leyes inmanentes en la sociedad y eternas. La tesis que en este momento sostengo es tanto más difícil cuanto que está en oposición directa con la tendencia general, y no tardaré yo mismo en destruirla por lo contradictoria.

Quiero, pues, que se me diga cómo es posible apelar a los principios de sociabilidad, de fraternidad y de solidaridad, cuando la sociedad misma rechaza toda transacción fraternal y solidaria. Al comienzo de cada industria, al primer albor de todo descubrimiento, el hombre que inventa está aislado: la sociedad le abandona y se queda atrás. Este hombre, relativamente a la idea que ha concebido y aspira a realizar, constituye por sí solo la sociedad entera. No tiene socios, no tiene colaboradores, no tiene quien le garantice: huye de él todo el mundo. Para él solo es la responsabilidad, y para él solo deben ser, por lo tanto, las ventajas de la especulación.

Se insiste diciendo que hay en esto, de parte de la sociedad, ceguera, abandono de sus derechos y de sus intereses más sagrados, olvido del bienestar de las futuras generaciones; y que el especulador que tiene mejores dotes o es más afortunado, no puede, sin deslealtad, aprovecharse del monopolio que le entrega la ignorancia universal.

Sostengo que esta conducta de la sociedad es un acto de alta prudencia en lo que al presente toca; en lo que toca a lo futuro, probaré que tampoco sale perdiendo. He demostrado ya en el capítulo II, por la solución de la antinomia del valor, que las ventajas de todo descubrimiento útil son incomparablemente menores para el inventor, haga éste lo que quiera, que para la sociedad de que forma parte: he llevado la demostración sobre este punto hasta el rigor matemático. Demostraré más tarde que, además del beneficio que todo descubrimiento le asegura, cobra la sociedad, sobre los privilegios que concede, ya temporalmente, ya a perpetuidad, derechos de diversas clases que cubren abundantemente el exceso de ciertas fortunas privadas, y tienen por efecto restablecer prontamente el equilibrio. Pero no anticipemos ideas que hemos de presentar más tarde.

Observo que la vida social se manifiesta de dos maneras: conservación y desarrollo.

El desarrollo se efectúa por medio de la expansión de las energías individuales: la masa es de suyo infecunda, pasiva y refractaria a toda clase de novedades. Es, si me atrevo a usar de esta comparación, como la matriz, por sí misma estéril, donde vienen a depositarse los gérmenes creados por la actividad privada, que ejerce verdaderamente las funciones de órgano macho en la sociedad hermafrodita.

Mas la sociedad no se conserva sino en cuanto se sustrae a la solidaridad de las especulaciones particulares, y deja absolutamente toda innovación a costa y riesgo de los individuos. Podría escribirse en algunas páginas la lista de las invenciones útiles. Las empresas llevadas a feliz término son contadas: no hay cifra que baste a expresar la multitud de ideas falsas y ensayos imprudentes que brotan todos los días de los cerebros humanos. No hay un inventor, un obrero, que por una concepción sana y justa no haya concebido mil quimeras, ni una inteligencia que por cada chispa de razón no arroje torbellinos de humo. Si fuese posible dividir en dos partes todos los productos de la razón humana, y poner en la una todos los trabajos útiles, y en la otra toda la fuerza, inteligencia, capitales y tiempo que para el error se han gastado, se vería con asombro que esta cuenta es superior a la primera quizá en mil millones por ciento. ¿Qué sería de la sociedad si debiera pagar este pasivo y saldar todas esas quiebras? ¿Qué serían a su vez la responsabilidad y la dignidad del trabajador si, cubierto por la garantía social, pudiese sin riesgo para sí mismo, entregarse a todos los caprichos de una imaginación ardiente y jugar a cada instante la existencia de la humanidad?

De todo esto concluyo que lo que se ha practicado desde el origen, se practicará hasta el fin, y que sobre este punto, como sobre cualquier otro, si hemos de ir a una conciliación, es absurdo que pensemos en que pueda ser abolido nada de lo que existe. Porque siendo el mundo de las ideas infinito como el de la naturaleza, y estando los hombres sujetos a especulación, es decir, a error, hoy como siempre hay en los individuos excitación a pensar, a especular, y en la sociedad motivo para desconfiar y estar en guardia, y por consecuencia, siempre materia para monopolio.

Para salir de este dilema, ¿qué se propone? ¿su rescate? En primer lugar, el rescate es imposible estando monopolizados todos los valores: ¿de dónde sacaría la sociedad fondos para indemnizar a los que ejercen el monopolio? ¿cuál sería su hipoteca? Por otra parte, ese rescate sería completamente inútil; cuando estuviesen ya rescatados todos los monopolios, faltaría organizar la industria. ¿Dónde está para esto el sistema? ¿En qué se ha fijado hasta aquí la opinión? ¿Qué problemas están resueltos? Si la organización es jerárquica, entramos de nuevo en el régimen del monopolio; si democrática, volvemos al punto de partida; las industrias rescatadas caerán otra vez en el dominio público, es decir, en la concurrencia y tornarán a ser más tarde monopolios; si es comunista, no haremos sino pasar de una imposibilidad a otra; porque, como demostraremos a su tiempo, el comunismo, del mismo modo que la concurrencia y el monopolio, es antinómico, imposible.

A fin de no comprometer la fortuna social en una solidaridad ilimitada y por lo tanto funesta, ¿nos limitaremos a imponer reglas al espíritu de invención y de empresa? ¿Se creará una censura para los hombres de genio y para los locos? Esto es suponer que la sociedad conoce de antemano lo que precisamente se trata de descubrir. Someter a un examen previo los proyectos, es prohibir a priori todo movimiento. Porque, lo repito, relativamente al objeto que se propone, hay un momento en que cada industrial representa en su persona la sociedad entera, ve mejor y más lejos que todos los demás hombres reunidos, y frecuentemente sin que pueda explicarse ni ser comprendido. Cuando Copérnico, Képler y Galileo, predecesores de Newton, vinieron a decir a la sociedad cristiana, entonces representada por la Iglesia: la Biblia se ha engañado; la tierra es la que gira y el sol el que está fijo; llevaban razón contra la sociedad entera que los desmentía fundada en la fe de los sentidos y de las tradiciones. La sociedad ¿habría podido aceptar la solidaridad del sistema de Copérnico? Podía aceptarlo tanto menos, cuanto que ese sistema contradecía su fe; y mientras se esperaba que se conciliara la razón y la revelación, Galileo, uno de los inventores responsables, sufrió el tormento en testimonio de la nueva idea. Nosotros somos más tolerantes, así lo supongo; pero esta misma tolerancia prueba que con otorgar más libertad al genio, no creemos ser menos discretos que nuestros abuelos. Llueven privilegios de invención, pero sin garantía del gobierno. Los títulos de propiedad están puestos bajo la salvaguardia de los ciudadanos; pero no garantizan su valor ni la Constitución ni el catastro: hacerlos valer es tarea del trabajo. En cuanto a las misiones científicas y otras que el gobierno tiene a veces el capricho de confiar a exploradores sin dinero, son otros tantos robos y otras tantas corruptelas.

De hecho la sociedad no puede garantir a nadie el capital necesario para el experimento de una idea; de derecho no puede reivindicar el resultado de una empresa a que no se ha suscrito: el monopolio es por lo tanto indestructible. Por lo demás, de nada serviría la responsabilidad; porque como cada cual podría reclamar para sus quimeras la responsabilidad de todos, y tendría igual derecho a obtener la firma en blanco del gobierno, se llegaría pronto a la arbitrariedad universal, es decir, pura y simplemente al statu quo.

Algunos socialistas muy mal inspirados, lo digo con toda la fuerza de mi conciencia, por abstracciones evangélicas, han creído cortar la dificultad con estas bellas máximas: La desigualdad de las capacidades es la prueba de la desigualdad de los deberes; los que habéis recibido más de la naturaleza, debéis dar más a vuestros hermanos; frases estas y otras sonoras y sentimentales, que no dejan de producir nunca su efecto en los entendimientos vacíos, pero que no por esto dejan de ser las más inocentes del mundo. La fórmula práctica que se deduce de esas maravillosas sentencias es que cada trabajador debe todo su tiempo a la sociedad, y la sociedad le ha de dar en cambio, según se lo permitan los recursos de que disponga, todo lo necesario para la satisfacción de sus necesidades.

Perdónenme mis amigos comunistas. Sería menos duro para con sus ideas, si no estuviese firmemente convencido de corazón y de entendimiento de que el comunismo, el republicanismo y todas las utopías sociales, políticas y religiosas que desdeñan los hechos y la crítica, son hoy el mayor obstáculo que ha de vencer el progreso. ¿Cómo no se quiere comprender que la fraternidad no se puede establecer sino por la justicia; que sólo la justicia, condición, medio y ley de la libertad y la fraternidad, ha de ser el objeto de nuestro estudio, que sólo a determinarla y formularla, hasta en sus menores detalles, es preciso que encaminemos sin tregua nuestros esfuerzos? ¿Cómo escritores para quienes es familiar la lengua económica, olvidan que superioridad de talentos es sinónimo de superioridad de necesidades, y que lejos de poder esperar de las personalidades vigorosas algo más que del vulgo de las gentes, la sociedad debe constantemente estar alerta para que no reciban más de lo que producen cuando la masa tiene ya tanto trabajo para devolver lo que recibe? Dense las vueltas que se quiera, habrá siempre que volver al libro de caja, a la cuenta de gastos y de ingresos, única garantía así contra los grandes consumidores como contra los pequeños productores. El obrero vive siempre de sus productos de mañana, tiende constantemente a tomar a crédito, a contraer deudas y hacer quiebra, y necesita que se le recuerde perpetuamente el aforismo de Say: los productos no se compran sino con productos.

Suponer que el trabajador de gran capacidad se pueda contentar en beneficio de los pequeños con la mitad de su salario, y preste gratuitamente sus servicios trabajando, como dice el pueblo, para el obispo, es decir, por esa abstracción que se llama la sociedad, el soberano o mi prójimo, es fundar la sociedad en un sentimiento que yo no digo que sea inaccesible al hombre, pero que, erigido sistemáticamente en principio, no es más que una falsa virtud, una peligrosa hipocresía. La caridad es para nosotros un precepto como reparación de las enfermedades de todo género que afligen accidentalmente a nuestros semejantes; y desde este punto de vista concibo que pueda organizársela, y hasta que, procediendo de la solidaridad misma, se convierta de nuevo en justicia. Pero la caridad tomada por instrumento de igualdad y ley de equilibrio, sería la disolución social. La igualdad se realiza entre los hombres por medio de la rigorosa e inflexible ley del trabajo, de la proporcionalidad de los valores, de la sinceridad en los cambios, y de la equivalencia en las funciones; en una palabra, por medio de la solución matemática de todos los antagonismos.

Esta es la razón por qué la caridad, primera virtud del cristiano, esperanza legítima del socialista, objeto de todos los esfuerzos de la economía política, es un vicio social desde el momento en que se le convierte en un principio de constitución y en una ley: ésta es la razón por la que ciertos economistas han podido decir que la caridad legal ha causado más daño a la sociedad que la usurpación de los propietarios. El hombre, del mismo modo que la sociedad de que forma parte, está consigo mismo en perpetua cuenta corriente: ha de producir todo lo que consume. Tal es la regla general, a la que nadie puede sustraerse sin quedar, ipso facto, lastimado en su honor, y suscitar sospechas de fraude. ¡Singular idea, a la verdad, la de decretar, so pretexto de fraternidad, la inferioridad relativa de la mayoría de los hombres. Después de tan bella declaración, no habría ya más que deducir sus consecuencias: pronto, gracias a la fraternidad, tendríamos de regreso a la aristocracia.

Doblad el salario normal del jornalero, y le estimularéis a la pereza, humillaréis su dignidad, y tendréis desmoralizada su conciencia; quitadle el premio legítimo de sus esfuerzos, y tendréis, o excitada su cólera, o exaltado su orgullo. En uno y otro caso, habréis alterado sus sentimientos fraternales. Poned, al contrario, por condición del goce el trabajo, único medio previsto por la naturaleza para asociar a los hombres, haciéndolos buenos y felices; y entraréis de nuevo en la ley de la distribución económica, los productos se compran con productos. El comunismo, muchas veces me he quejado de esto, es la negación misma de la sociedad en su base, que es la equivalencia progresiva de las funciones y de las aptitudes. Los comunistas, hacia los cuales propende el socialismo todo, no creen en la igualdad natural ni en la obtenida por la educación; la suplen con decretos soberanos, por más que hagan, incapaces de ser puestos en práctica. En vez de buscar la justicia en la relación de los hechos, la buscan en su propia sensibilidad, dando el nombre de tal a todo lo que les parece amor al prójimo, y confundiendo sin cesar las cosas de la razón con las del sentimiento.

¿Por qué hacer intervenir constantemente en cuestiones de economía la fraternidad, la caridad, el desinterés y Dios? ¿Será acaso porque los utopistas encuentran más fácil discurrir sobre esas grandes palabras, que estudiar seriamente las manifestaciones sociales?

¡Fraternidad¡ Tan hermanos como os plazca, con tal que yo sea el primogénito y vosotros el hermano menor; con tal que la sociedad, nuestra común madre, honre mi primogenitura y mis servicios doblando mi parte. Decís que proveeréis a mis necesidades, según vuestros recursos. Yo quiero, por lo contrario, que los proveáis según mi trabajo: si no, dejo de trabajar.

¡Caridad!, niego la caridad, puro misticismo. En vano me habláis de fraternidad y de amor: estoy convencido de que no me amáis mucho, y siento por mi parte que tampoco os amo. Vuestra amistad es fingida, y si me amáis, es por interés. Yo pido lo que me corresponde, y nada más que lo que me corresponde; ¿por qué me lo habéis de rehusar?

¡Desinterés!, niego el desinterés, misticismo también. Habladme de debe y de haber, único criterio, a mis ojos, de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal en la sociedad. A cada cual según sus obras, por de pronto; y si por acaso me siento llevado a socorreros, lo haré de grado; pero no quiero que se me obligue a hacerlo. Obligarme al desinterés es asesinarme.

¡Dios!, no conozco a Dios, también misticismo puro. Empezad por rayar esta palabra de de vuestros discursos, si queréis que os atienda: porque tres siglos de experiencia me han enseñado que todo el que me habla de Dios, conspira contra mi libertad o contra mi bolsa. ¿Cuánto me debéis? ¿cuánto os debo? He aquí mi religión y mi Dios. El monopolio existe por obra de la naturaleza y del hombre: tiene a la vez su raíz en lo más profundo de nuestra conciencia, y en el hecho exterior de nuestra individualización. Del mismo modo que en nuestro cuerpo y en nuestra inteligencia todo es especialidad y propiedad, así nuestro trabajo se manifiesta con un carácter propio y específico, que constituye su calidad y su valor. Y como el trabajo no puede verificarse sin una materia u objeto de ejercicio, llamando necesariamente la persona a la cosa, se establece el monopolio del sujeto al objeto, tan infaliblemente como se constituye la duración de lo pasado a lo futuro. Las abejas, las hormigas y demás animales que viven en sociedad, individualmente considerados, no parecen sino autómatas: en ellos el alma y el instinto son casi exclusivamente colectivos. Esta es la razón por qué entre estos animales no cabe privilegio ni monopolio; ésta es la razón por qué en sus operaciones, aun las más reflexivas, no se consultan ni deliberan. Pero estando la humanidad individualizada en su pluralidad, el hombre se hace necesariamente monopolizador, puesto que no es nada no siéndolo; y el problema social consiste en saber, no cómo se abolirán, sino cómo se conciliarán todos los monopolios.

Los efectos más notables y más inmediatos del monopolio son:

1° En el orden político, la clasificación de la humanidad en familias, tribus, ciudades, naciones, Estados; es decir, en la división elemental de la humanidad en grupos y subgrupos de trabajadores distinguidos por sus razas, sus lenguas, sus costumbres y sus climas. Por medio del monopolio ha tomado la especie humana posesión del globo, así como por medio de la asociación llegará a dominarlo completa y soberanamente.

El derecho político y civil, tal como le han concebido todos los legisladores sin excepción y le han formulado los jurisconsultos, producido por esa organización patriótica y nacional de las sociedades, forma en la serie de las contradicciones sociales una primera y vasta ramificación, cuyo estudio exigirá por sí solo cuatro veces más tiempo del que podemos consagrar a la cuestión de economía industrial propuesta por la Academia.

En el orden económico, el monopolio contribuye al aumento del bienestar, primero multiplicando la riqueza general por la sucesiva perfección de los medios destinados a producirla, luego capitalizando, o lo que es lo mismo, consolidando las conquistas del trabajo obtenidas con la división, las máquinas y la concurrencia. De ese efecto del monopolio ha resultado la ficción económica por la que el capitalista es considerado como productor y el capital como agente de producción, y luego, como consecuencia de esta ficción, la teoría del producto neto y del producto bruto.

Sobre esto tenemos que hacer algunas consideraciones. Empecemos por citar a J. B. Say:

El valor producido es el producto bruto: este valor, después de deducidos los gastos de producción, es el producto neto.

Considerada una nación en masa, no tiene producto neto; porque no teniendo los productos sino un valor igual a los gastos de producción, deducidos esos gastos, queda deducido todo el valor de los productos. Cuando se habla, por lo tanto, de la producción nacional, de la producción anual, debe siempre entenderse que se habla de la producción bruta.

La renta anual es la renta bruta.

No puede entenderse que se hable de producción neta sino cuando se trata de los intereses de un productor en oposición a los de los demás productores. Un industrial cualquiera saca su beneficio del valor producido, hecha deducción del valor consumido. Pero lo que es para él valor consumido, como la compra de un servicio productivo, es para el autor del servicio una parte de renta (Tratado de Economía politica, tabla analítica).

Estas definiciones son intachables. Desgraciadamente J. B. Say no conocía todo su alcance, ni había podido prever que las atacaría su inmediato sucesor en el Colegio de Francia. Ha pretendido refutar el señor Rossi la proposición de J. B. Say, de que para una nación el producto neto es lo mismo que el producto bruto, con la consideración de que las naciones, ni más ni menos que los industriales, nada producen sin anticipos, y con la de que si la fórmula de J. B. Say fuese verdadera, dejaría de existir el axioma de ex nihilo nihil fit.

Ahora bien, esto es precisamente lo que sucede. La humanidad, a la manera de Dios, lo produce todo de la nada, de nihilo nilum, del mismo modo que en sí misma es ella producto de la nada y de la nada procede su pensamiento; y el señor Rossi no habría de seguro incurrido en tal error, si no hubiese confundido con los fisiócratas los productos del reino industrial con los de los reinos animal, vegetal y mineral. La economía política empieza con el trabajo y se desarrolla con el trabajo; y como todo lo que no procede del trabajo vuelve a caer en el dominio de la utilidad pura, es decir, en la categoría de las cosas, que, si bien sometidas a la acción del hombre, no se han hecho aún por el trabajo susceptibles de cambio, permanece radicalmente extraño a la economía política. El mismo monopolio, aunque establecido por un mero acto de voluntad colectiva, no altera en nada estas relaciones, puesto que según la historia, según la ley escrita y según la teoría económica, el monopolio no existe o no se reputa que exista sino con posterioridad al trabajo.

La doctrina de Say está por lo tanto, intacta. Relativamente al industrial, cuya especialidad supone siempre colaboradores, el beneficio es lo que queda del valor producido después de deducirse los valores consumidos, entre los cuales es preciso contar el salario del mismo industrial, o en otros términos, su sueldo. Relativamente a la sociedad, que encierra todas las especialidades posibles, el producto neto es idéntico al producto bruto.

Pero hay un punto cuya explicación he buscado inútilmente en Say y en los demás economistas, es a saber, cómo se establece la realidad y la legitimidad del producto neto. Porque es obvio que para hacer desaparecer el producto neto bastaría aumentar el salario de los obreros y la tasa de los valores consumidos, permaneciendo el mismo el precio de venta. De suerte que no distinguiéndose en nada, a lo que parece, el producto neto de una retención sobre los salarios, o lo que viene a ser lo mismo, de un tributo cobrado al consumidor, tiene el producto neto todas las apariencias de una extorsión llevada a cabo por la violencia y sin el menor átomo de derecho (1).

Esta dificultad ha quedado de antemano resuelta en nuestra teoría de la proporcionalidad de los valores.

Según esta teoría, todo el que beneficia una máquina, una idea o un capital, debe ser considerado como un hombre que viene a aumentar en igualdad de gastos la suma de cierta especie de productos, y por consiguiente a aumentar la riqueza social economizando el tiempo. El principio de la legitimidad del producto neto está, pues, en los procedimientos puestos anteriormente en uso: si la nueva combinación va bien, habrá un aumento de valores y por consecuencia un beneficio, el producto neto; si descansa, por lo contrario, en una base falsa, habrá déficit en el producto bruto, y a la larga quiebra y bancarrota. En el caso mismo, y éste es el más frecuente, en que no haya de parte del industrial innovación alguna, como el éxito de una industria depende de la ejecución, la regla del producto neto permanece aplicable. Como por la naturaleza del monopolio toda empresa debe quedar a costa y riesgo del que la acomete, se sigue de ahí que le pertenece el producto neto por el más sagrado titulo que haya entre los hombres: el trabajo y la inteligencia.

Es inútil recordar que el producto neto viene muchas veces exagerado, ya por fraudulentas relaciones de salario, ya por otros medios. Son éstos, abusos que proceden, no del principio, sino de la codicia humana, y quedan fuera del dominio de la teoría. Por lo demás, he demostrado, al tratar de la constitución del valor, cap. II, 1° cómo el producto neto no puede exceder jamás de la diferencia resultante de la desigualdad de los medios de producción; 2° cómo el beneficio que para la sociedad nace de cada nueva invención es incomparablemente mayor que el realizado por el inventor. No insistiré en esas cuestiones ya agotadas: observaré tan sólo que por el progreso industrial el producto neto tiende constantemente a disminuir para el fabricante, mientras, por otro lado, el bienestar aumenta, del mismo modo que las copas concéntricas que componen el tronco del árbol se van estrechando a medida que el árbol crece, y están más alejadas del centro.

Al lado del producto neto, recompensa natural del trabajador, he señalado como uno de los más maravillosos efectos del monopolio la capitalización de los valores, de la cual nace otra especie de beneficio, el interés o alquiler de los capitales. En cuanto a la renta, por más que se la confunda a menudo con el interés, por más que en el lenguaje vulgar se comprenda bajo su denominación el beneficio y el interés mismo, difiere totalmente del interés, deriva no ya del monopolio, sino de la propiedad, y entraña una teoría especial, como diremos a su tiempo.

¿Cuál es, pues, esa realidad conocida de todos los pueblos, y sin embargo aun malísimamente definida, denominada interés o precio del préstamo, y que da origen a la ficción de la productividad del capital?

Todo el mundo sabe que todo el que está al frente de una empresa, al hacer la cuenta de sus gastos de producción, los divide de ordinario en tres categorías: 1° los valores consumidos y los servicios pagados; 2° su sueldo o sus gastos personales; 3° la amortización y el interés de sus capitales. De esta última categoría de gastos ha nacido la distinción entre el industrial y el capitalista, por más que esos dos títulos no sean nunca sino la expresión de la misma facultad, el monopolio.

Así, una empresa industrial que sólo da el interés de los capitales y ningún producto neto, es una empresa insignificante, que no hace más que transformar sus valores sin aumentar en nada la riqueza; una empresa que no tiene razón de ser, y queda abandonada el mejor día. ¿De qué procede, pues, que ese interés del capital no sea considerado como un equivalente del producto neto? ¿Cómo no constituye en sí mismo el producto neto?

Aquí da otro traspié la filosofía de los economistas. Para defender la usura, han pretendido que el capital era productivo, y han convertido una metáfora en una realidad. Los socialistas antipropietarios no han tenido gran trabajo en destruir sus sofismas; y ha resultado de esta polémica un descrédito de tal género para la teoría del capital, que ya hoy en el entendimiento del pueblo, capitalista y ocioso son sinónimos. No vengo, por cierto, a retractarme aquí de lo que he sostenido después de tantos otros, ni a rehabilitar una clase de ciudadanos que tan extrañamente desconoce sus deberes; pero el interés de la ciencia y el del proletariado mismo me obligan a completar mis primeras afirmaciones, y a sostener los verdaderos principios.

1° No hay producción que no se verifique en vista de un consumo, es decir, de un goce. En la sociedad las palabras correlativas de producción y consumo, del mismo modo que las de producto neto y producto bruto, designan una cosa perfectamente idéntica. Si, pues, el trabajador, después de haber realizado un producto neto, en vez de servirse de él para aumentar su bienestar, se circunscribiese a su salario, y aplicase siempre el excedente a una nueva producción, como hacen tantas personas que no ganan sino para comprar, la producción aumentaría indefinidamente al paso que el bienestar, y razonando desde el punto de vista de la sociedad, la población permanecería en el statu quo. Ahora bien, el interés de los capitales empleados en una empresa industrial, capitales que se han ido formando paulatinamente por medio de la acumulación del producto neto, es como una transacción entre la necesidad de aumentar por una parte la producción, y por otra el bienestar; es un modo de reproducir y consumir a la vez el producto neto. Esta es la razón por qué ciertas compañías industriales pagan dividendos a sus accionistas antes que la empresa haya podido producirlos. La vida es corta, el buen éxito viene a pasos contados; por un lado, el trabajo pide capitales; por otro, el hombre quiere goces. Para satisfacer todas estas exigencias, se aplica a la producción el producto neto; mas entretanto (in ter-ea, inter-esse), es decir, en tanto que se espera el nuevo producto, gozará el capitalista.

Así como la cifra del producto neto marca el progreso de la riqueza, el interés del capital, sin el que sería inútil y ni siquiera existiría el producto neto, marca el progreso del bienestar. Cualquiera que sea la forma de gobierno que se establezca entre los hombres, ora vivan en monopolio, ora en comunidad, ora tenga cada trabajador su cuenta abierta por debe y haber, ora la comunidad le distribuya el placer y el trabajo, la ley que acabamos de deducir no dejará nunca de cumplirse. Nuestras cuentas de intereses no hacen más que atestiguarlo.

Los valores creados por el producto neto constituyen el ahorro, y se capitalizan bajo la forma más eminentemente susceptible de cambio, y menos susceptibles de menospreciar, y más libre, es decir, bajo la forma de numerario, único valor constituído. Si ese capital pasa de libre a fijo, es decir, pasa a tomar la forma de máquinas, de edificios, etc., será aún susceptible de cambio, pero estará mucho más expuesto que antes a las oscilaciones de la oferta y la demanda. Una vez fijo, no podrá ya sino muy difícilmente liberarse; y el único recurso de su propietario titular, será la explotación. Solamente la explotación es capaz de conservar el valor nominal del capital fijo: posible es que lo aumente; posible es también que lo disminuya. Un capital transformado de esta suerte, es como si se le hubiese aventurado en una empresa marítima: el interés es la prima de seguros del capital. Y esa prima será más o menos fuerte, según la abundancia o la escasez de los capitales.

Más tarde se distinguirá todavía la prima de seguros del interés del capital, y resultarán de ahí nuevos hechos; así la historia de la humanidad no es más que una perpetua distinción de los conceptos de la inteligencia.

No sólo el interés de los capitales hace que el trabajador goce de sus obras y asegure sus ahorros, sino que también, y éste es su más maravilloso efecto, al paso que recompensa al productor, le obliga a trabajar incesantemente y a no detenerse jamás.

Si un industrial es su propio capitalista, puede suceder que se contente por todo beneficio con retirar el interés de sus fondos; pero es entonces cierto que su industria no está ya en progreso, y que, por lo tanto, sufre. Se ve esto palpablemente cuando el industrial y el capitalista son dos personas distintas: como entonces, a causa del pago de los intereses, el beneficio es absolutamente nulo para el fabricante, su industria llega a ser para él un continuo peligro, del que le interesa librarse lo más pronto posible. Porque así como el bienestar debe desarrollarse para la sociedad en una progresión indefinida, del mismo modo es ley para el productor que realice sin cesar un excedente: sin esto, su existencia es precaria, monótona, fatigosa. El interés debido al capitalista por el productor, es como el látigo del colono que chasquea sobre la cabeza del esclavo dormido; es la voz del progreso que grita: ¡Marcha, marcha! ¡trabaja, trabaja! El destino del hombre le empuja hacia la felicidad, y ésta es la razón por la que le prohibe el descanso.

El interés del dinero es, por fin, la condición de circulación de los capitales, y el principal agente de la solidaridad industrial. Este es el aspecto que han visto los economistas, y trataremos de él de una manera especial en el crédito.

He probado, y se me figura que mejor de lo que se había hecho hasta aquí:

Que el monopolio es necesario, por ser el antagonismo de la concurrencia;

Que es de la esencia de la sociedad, porque sin él no habría salido ésta jamás de los bosques primitivos, y aun hoy retrocedería rápidamente;

Y finalmente, que es la corona del productor, puesto que ya por el producto neto, ya por el interés de los capitales que entrega a la producción, proporciona al monopolizador el aumento de bienestar que merecen su previsión y sus esfuerzos.

¿Iremos, pues, a glorificar con los economistas el monopolio, y a consagrarle en provecho de los asegurados conservadores? No me opongo, con tal que, como les he dado la razón en lo que precede, me la den ellos a su vez en lo que sigue.


Notas

(1) No es aquí donde expone Proudhon por primera vez la teoría que Marx había de llamar luego de la plusvalia; ya aparece en sus obras anteriores.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha