Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Preservativos contra la desastrosa influencia de las máquinas

Reducción de mano de obra, es sinónimo de baja de precio, y por consecuencia de aumento de cambios, puesto que el consumidor compra siempre más si paga menos.

Pero reducción de mano de obra, es también sinónimo de restricción del mercado, puesto que si el comprador gana menos, comprará también menos. Así sucede en efecto. La concentración de fuerzas en el taller, y la intervención del capital en la producción bajo el nombre de máquinas, engendran a la vez la excesiva producción y la miseria; azotes más espantosos que el incendio y la peste, que todo el mundo ha visto desarrollarse en nuestros días, en la más vasta escala, y con voraz intensidad. Es, empero, imposible que retrocedamos: conviene producir, producir siempre y producir barato; sin esto, la existencia de la sociedad estaría gravemente comprometida. El trabajador, que para salvarse del embrutecimiento con que le amenazaba el principio de división, había creado tantas maravillosas máquinas, se encuentra por sus propias obras inhabilitado o subyugado. ¿Qué medios se proponen contra esa alternativa?

El señor Sismondi, con todos los hombres de ideas patriarcales, quisiera que se abandonase la división del trabajo con las máquinas y las fábricas, y volviese cada familia al sistema de indivisión primitiva, es decir, al cada uno en su casa, cada uno para sí, en la acepción más literal de la palabra. Pero esto es retroceder, y por lo tanto imposible.

El señor Blanqui vuelve a la carga con su proyecto de participación del obrero en los beneficios y el establecimiento en comandita de todas las industrias en provecho del trabajador colectivo. He demostrado ya que este proyecto comprometía la fortuna pública sin mejorar de una manera ostensible la suerte de los trabajadores; y el mismo señor Blanqui parece haberse adherido a la misma opinión. ¿Cómo conciliar, en efecto, esta participación del obrero en los beneficios con los derechos de los inventores, empresarios y capitalistas, de los cuales unos tienen que reembolsarse de fuertes anticipos y de largos y penosos esfuerzos, otros han de exponer sin cesar su fortuna ya adquirida y correr solos los riesgos de empresas muchas veces muy aventuradas, y en que los terceros, por fin, no podrían sobrellevar una reducción en el tipo de sus intereses sin perder en cierto modo sus ahorros? ¿Cómo, en una palabra, hacer compatible la igualdad que se quisiera establecer entre los trabajadores y los patrones, con la preponderancia que no es posible quitar a los jefes de los establecimientos, a los comanditarios ni a los inventores, preponderancia que implica claramente para ellos el goce exclusivo de los beneficios? Decretar por una ley la participación de los jornaleros en los beneficios de los patrones, sería decretar la disolución de la sociedad: los economistas lo han comprendido tan bien que han terminado por convertir en una súplica a los patrones lo que en un principio habían concebido como un proyecto. Ahora bien, ínterin el hombre asalariado no goce de otro provecho que el que le deje el empresario, puede contar con una indigencia eterna: no está en manos de los actuales dueños del trabajo que otra cosa suceda.

Además, la idea, por otra parte muy laudable, de asociar a los obreros con los patrones, tiende a esta conclusión comunista evidentemente falsa en sus premisas. El último fin de las máquinas es hacer al hombre rico y feliz sin que tenga necesidad de trabajar. Puesto, pues, que los agentes naturales deben hacerlo para nosotros todo, las máquinas han de pertenecr al Estado, y el objeto del progreso es el comunismo.

Examinaré en su lugar la teoría comunista.

Pero creo deber anticipar desde luego a los partidarios de esta utopía que la esperanza en que se mecen, a propósito de las máquinas, no es más que una ilusión de economistas, algo como el movimiento continuo, que se busca siempre y no se encuentra nunca, porque se pide a quien no puede darlo. Las máquinas no andan solas: para tenerlas en movimiento es indispensable organizar a su alrededor un servicio inmenso, de tal suerte que al fin el hombre, creándose tanta más tarea cuanto más se surte de instrumentos, más que un distribuir el producto de las máquinas se ha de ocupar en alimentarlas, es decir, en renovar incesantemente su motor, no siendo esto para el pequeño trabajo. Ahora bien, ese motor no es el aire, ni el agua, ni el vapor, ni la electricidad, sino el trabajo, es decir, el mercado, el consumo.

Un ferrocarril suprime en toda la línea que recorre el trasporte por ruedas, las diligencias, los guarnicioneros, los silleros, los carreteros, los posaderos: aprecio el hecho un instante después del establecimiento del camino. Supongamos que el Estado por medida de conservación o por principio de indemnización hace a los industriales despojados por el fen;ocarril, propietarios o explotadores de las vías: quedando reducidos los precios de trasporte en un 25 por 100 (sin esto ¿a qué el camino?), se encontrará disminuída en una cantidad igual la renta o sean los beneficios de sus industriales, lo que equivale a decir que una cuarta parte de las personas que antes vivían del trasporte por ruedas se encontrarán, a pesar de la munificencia del Estado, literalmente sin recursos. Para hacer frente a este déficit no tendrán más que una esperanza, y ésta será la de que aumente en un 25 por 100 la masa de los trasportes verificados por la línea, o la de que encuentren ocupación en otras categorías industriales; cosa que se presenta desde luego imposible, pues que tanto por la hipótesis, como por el hecho, todos los destinos están ocupados, la proporción es la misma en todas partes, y la oferta basta a la demanda.

Conviene, sin embargo, si se quiere que aumente la masa de los trasportes, que se dé un nuevo estímulo al trabajo de las demás industrias. Admitiendo ahora que se emplee en este aumento de producción a los trabajadores cesantes por causa de la vía férrea, y sea su distribución en las diversas categorías del trabajo de tan fácil ejecución como lo prescribe la teoría, se estará aún lejos de haber vencido la dificultad. Porque siendo el personal de la circulación al de la producción como 100 a 1000, para obtener la misma renta que antes con una circulación una cuarta parte menos cara, o en otros términos, una cuarta parte más poderosa, será preciso reforzar también la producción una cuarta parte, es decir, añadir a la milicia agrícola e industrial no ya 25, cifra que indica la proporcionalidad de la industria de carruajería, sino 250. Más para llegar a este resultado será indispensable crear máquinas, y lo que peor es, hombres, lo cual retrotrae la cuestión al mismo punto. Así contradicción sobre contradicción: no sólo falta el trabajo al hombre a causa de la máquina, sino que también falta a la máquina el hombre a causa de su debilidad numérica y la insuficiencia de su consumo; de suerte que mientras se espera que se restablezca el equilibrio, hay a la vez falta de trabajo y de brazos, falta de productos y falta de mercados. Y lo que decimos del ferrocarril es cierto respecto de todas las industrias: se persiguen siempre el hombre y la máquina, sin que el primero pueda alcanzar nunca el reposo, ni la segunda verse satisfecha.

Cualesquiera que fuesen, por lo tanto, los progresos de la mecánica, aun cuando se inventasen máquinas cien veces más maravillosas que la mule-jenny el telar para calcetas y la prensa de cilindro; aun cuando se descubriesen fuerzas cien veces más poderosas que el vapor; lejos de emancipar esto a la humanidad ni de procurarle ocios, ni de hacerle gratuita la producción de los objetos, no haría más que multiplicar el trabajo, provocar el aumento de población, agravar la servidumbre, hacer más cara la vida, y ahondar el abismo que separa la clase que manda y goza de la que obedece y sufre.

Supongamos ahora vencidas todas estas dificultades; supongamos que los trabajadores que deja el ferrocarril disponibles basten para ese aumento del servicio que reclama el alimento de la locomotora. No habiéndose efectuado la compensación de una manera brusca, no habrá quien sufra; al contrario, aumentará antes el bienestar de cada cual por el beneficio que obtenga la vía férrea sobre el trasporte por ruedas. ¿Quién, pues, se me preguntará, impide que pasen las cosas con esa regularidad y precisión? ¿Ni qué cosa más fácil para un gobierno inteligente que verificar de este modo todas las transiciones industriales?

He llevado la hipótesis tan lejos como era posible, a fin de manifestar por una parte el objeto a que la humanidad se dirige, y por otra, las dificultades que ha de vencer para alcanzarlo. En lo que a las máquinas concierne, está seguramente dentro del orden providencial que se realice el progreso de la manera que acaba de decirse; pero lo que estorba la marcha de las sociedades y las lleva de Scila a Caribdis, es justamente el hecho de no estar organizadas. No hemos llegado, pues, sino a la segunda de sus evoluciones, y hemos encontrado ya en nuestro camino dos abismos, al parecer insuperables: la división del trabajo y las máquinas. ¿Cómo conseguir que el trabajador parcelario, si es hombre de inteligencia, no se embrutezca, y si está ya embrutecido, vuelva a la vida intelectual? ¿Cómo, en segundo lugar, crear entre los trabajadores esa solidaridad de intereses sin la que el progreso industrial cuenta sus pasos por sus catástrofes, cuando esos mismos trabajadores están profundamente divididos por el trabajo, el salario, la inteligencia y la libertad, es decir, por el egoísmo? ¿Cómo, por fin, conciliar lo que los progresos ya verificados hacen inconciliable? Apelar a la mancomunidad y a la fraternidad, sería anticiparnos: no hay nada de común ni puede existir fraternidad entre criaturas tales como las que ha formado la división del trabajo y el servicio de las máquinas. Por ahora, al menos, no hemos de buscar por este lado solución alguna.

Pues bien, se dirá; puesto que el mal está aún más en las inteligencias que en el sistema, insistamos en la enseñanza, trabajemos por la educación del pueblo.

Para que sea útil la instrucción, para que pueda ser recibida, es ante todo indispensable que sea libre el educando, así como antes de sembrar una tierra cualquiera, se la ablanda con el arado y se le quitan las espinas y la grama. El mejor sistema de educación, por otra parte, aun en lo relativo a la moral y a la filosofía, sería el de la educación profesional. Ahora bien, ¿cómo se ha de poder conciliar esta educación con la extremada división del trabajo y el servicio de las máquinas? ¿Cómo el hombre que por efecto de su trabajo se ha hecho un esclavo, es decir, un mueble, una cosa, ha de volver a ser persona por medio del mismo trabajo, o sea continuando en el mismo ejercicio? ¿Cómo no se ve que esas ideas chocan entre sí, y si por acaso el proletario, cosa punto menos que imposible, pudiera llegar mañana a adquirir cierto grado de inteligencia, se serviría desde luego de ella para trastornar la sociedad y cambiar todas las relaciones civiles e industriales? Y no se tome por vana exageración lo que estoy diciendo. La clase jornalera en París y en las grandes ciudades, es muy superior por sus ideas a lo que era hace veinticinco años; y quiero que se me diga si no es decidida y enérgicamente revolucionaria. Lo llegará indudablemente a ser cada día más, a medida que adquiera las ideas de justicia y de orden, a medida, sobre todo, que vaya comprendiendo el mecanismo de la propiedad.

El lenguaje, permítaseme que vuelva una vez más a las etimologías, el lenguaje, digo, me parece que ha expresado con bastante limpieza la condición moral del trabajador, después que ha sido, por decirlo así, despersonalizado por la industria. En latín, la idea de servidumbre implica la de subalternación del hombre a las cosas, y cuando más tarde el derecho feudal declaró al siervo pegado a la gleba, no hizo más que traducir por una perífrasis el sentido literal de la palabra servus (1). La razón espontánea, oráculo de la misma fatalidad, había, por lo tanto, condenado al obrero subalterno, antes de haberle declarado indigno la ciencia. Después de esto, ¿qué han de poder los esfuerzos de la filantropía para unos seres que la Providencia ha rechazado?

El trabajo es la educación de nuestra libertad. Sintieron profundamente esta verdad los antiguos cuando distinguieron las artes serviles de las artes liberales. Porque a tal perfección, tales ideas; a tales ideas, tales costumbres. Todo toma en la esclavitud el carácter de la bajeza: los hábitos, los gustos, las inclinaciones, los sentimientos, los placeres: hay en ella una subversión universal. ¡Ocuparse de la educación de las clases pobres! Esto es crear en esas almas degeneradas el más atroz antagonismo; esto es inspirarles ideas que el trabajo les haría insoportables, afecciones incompatibles con lo grosero de sus costumbres, placeres cuyo sentimiento está en ellos embotado. Si pudiese semejante cosa realizarse, en vez de hacer del trabajador un hombre, se habría hecho un demonio. Estúdiense esas fisonomías que pueblan las cárceles y los presidios, y dígasenos si no pertenecen en su mayor parte a hombres a quienes ha encontrado demasiado débiles y ha desmoralizado y muerto la revelación de la belleza, de la elegancia, de la riqueza, del bienestar, del honor, de la ciencia, de todo lo que constituye la dignidad del hombre.

Cuando menos, dicen los menos audaces, convendría fijar los salarios, redactar para cada industria aranceles que fuesen aceptados por oficiales y patrones.

El Sr. Fix es quien ha presentado esta hipótesis salvadora, y contesta victoriosamente:

Esos aranceles se han hecho en Inglaterra y otras partes, y se sabe ya lo que valen; no bien han sido en todas partes aceptados, cuando los han quebrantado patrones y oficiales.

Las causas de esa violación de los aranceles son fáciles de comprender: son las máquinas, y las incesantes combinaciones de la industria. Conviénese en un arancel en un momento dado, y de pronto sobreviene una nueva invención, que da a su autor medio de hacer bajar el precio de la mercancía. ¿Qué han de hacer los demás productores? O han de dejar de fabricar despidiendo a sus jornaleros, o les han de proponer una rebaja de salario. No les queda otro partido que tomar en tanto que descubran a su vez un procedimiento por medio del cual, sin rebajar los salarios, puedan producir con más baratura que sus rivales; lo cual equivaldría aún a otra supresión de obreros.

El Sr. León Faucher parece que se inclina al sistema de las indemnizaciones. Dice:

Concebimos que por un interés cualquiera el Estado, que representa el voto general, imponga el sacrificio de una industria. Se entiende que la impone siempre, por el mero hecho de conceder a cada cual la libertad de producir y de protegerla y defenderla contra todo ataque. Pero esta es una medida extrema, una experiencia siempre peligrosa que debe ir acompañada de todos los miramientos posibles para con los individuos. El Estado no tiene el derecho de quitar a una clase de ciudadanos el trabajo de que viven, sin haber antes provisto de otro modo a su subsistencia, o haberse cerciorado de que encontrarán en una nueva industria el empleo de su inteligencia y de sus brazos. En todos los paises civilizados es un principio inconcuso que el gobierno no puede, ni aún por causa de utilidad pública, apoderarse de una propiedad particular sin haber previa y debidamente indemnizado al propietario. Ahora bien, el trabajo nos parece una propiedad tan legitima y tan sagrada como un campo o una casa, razón por la cual no comprendemos que se le expropie sin indemnización de ningún género ...

Por tan quiméricas tenemos las doctrinas que ven en el gobierno el proveedor universal de trabajo para la sociedad, como nos parece justo y necesario que no se perturbe el trabajo en nombre de la utilidad pública sin una compensación o transición, ni se inmolen individuos ni clases a la razón de Estado. El poder, en las naciones bien constituidas, tiene siempre tiempo y dinero para atenuar esos sufrimientos parciales. Precisamente porque la industria no emana de él, precisamente porque nace y se desarrolla bajo el libre e individual impulso de los ciudadanos, está obligado el gobierno a ofrecerle una especie de reparación o indemnización desde el momento en que perturbe su marcha.

No se dirá que no habla el Sr. León Faucher a las mil maravillas: mas, diga lo que quiera, pide la organización del trabajo. Hacer que no se verifique trastorno alguno en el trabajo sin una compensación o transición ni sean jamás inmolados individuos ni clases a la razón de Estado, es decir, al progreso de la industria y de la libertad de empresa, ley suprema del Estado, es indudablemente constituirle, de la manera que determinen luego las futuras leyes, en proveedor del trabajo para la sociedad y en guardián de los salarios. Y como, según hemos dicho repetidas veces, el progreso industrial, y por consecuencia, el trabajo de descomposición y recomposición en la sociedad, es continuo, no se trata de encontrar una transición particular para cada una de las innovaciones que ocurran, sino un principio general, una ley orgánica aplicable a todos los casos posibles que produzca efectos por sí misma. ¿Se halla el Sr. León Faucher en estado de formular esta ley y conciliar los diversos antagonismos que hemos descrito? No, puesto que se fija con preferencia en la idea de una indemnización. El poder, dice, en las naciones bien organizadas, tiene siempre tiempo y dinero para amortiguar esos sufrimientos parciales. Siento decirlo por ver cuán generosas son las intenciones del Sr. Faucher: esas intenciones me parecen radicalmente impracticables.

El poder no tiene más tiempo ni más dinero que el que saca a los contribuyentes. Indemnizar con el impuesto a los industriales desalojados por los nuevos inventos, sería condenar al ostracismo esas mismas invenciones e imponer el comunismo por medio de las bayonetas; lo cual no es resolver el problema. Es inútil insistir más en la indemnización por el Estado. La indemnización, aplicada según las ideas del señor Faucher, conduciría al despotismo industrial, a algo parecido al gobierno de Mehemet-Alí, o degeneraría en una contribución de pobres, es decir, en una vana hipocresía. Para bien de la humanidad, vale más no indemnizar, y dejar que el trabajo busque por sí mismo su constitución eterna.

Los hay que dicen: Lleve el gobierno a los trabajadores desocupados a donde no se halle aún establecida la industria privada, esto es, a los trabajos que no están al alcance de las empresas individuales. Tenemos montes por repoblar, cinco o seis millones de hectáreas de tierra por descuajar, canales por abrir, y finalmente, mil cosas de utilidad inmediata y general por emprender.

Perdónennos nuestros lectores, contesta a esto el Sr. Fix; no podemos menos de hacer intervenir aquí el capital. Esas tierras, exceptuando algunas de las comunales, están incultas, porque cultivadas no producirían beneficio alguno ni cubrirían probablemente los gastos de cultivo. Están esas tierras en posesión de propietarios que tienen o no el capital necesario para beneficiarIas. En el primer caso, el propietario se contentaría muy probablemente, si las cultivase, con un pequeñísimo beneficio, y renunciaría tal vez a lo que se llama la renta de la tierra; pero ha encontrado que emprendiendo ese cultivo perdería su capital de fundación, y le han demostrado otros cálculos suyos que la venta de los productos no cubriría sus gastos. Examinado todo bien, esas tierras permanecerían, pues, incultas, porque el capital que en ellas se emplease, no produciría nada y se perdería por completo. Si otra cosa sucediese, todos esos terrenos serían al punto reducidos a cultivo; las economías que toman hoy otro rumbo, irían necesariamente hasta cierto punto a colocarse en empresas territoriales, porque el capital no tiene afectos ni atiende más que a intereses, y busca siempre el empleo que sea a la vez más seguro y más lucrativo.

Este razonamiento, muy bien motivado, equivale a decir que no ha llegado aún para Francia la hora de reducir a cultivo sus baldíos, así como no ha llegado para los cafres y los hotentotes la de los ferrocarriles. Porque, como he dicho en el capítulo II, la sociedad empieza siempre por lo más fácil, lo más seguro, lo más necesario y lo menos costoso, y sólo poco a poco logra utilizar las cosas que son relativamente menos productivas. No ha hecho otra cosa el género humano desde que se agita sobre la faz del globo: el cuidado es para él siempre el mismo, el de asegurar su subsistencia sin dejar de ir nunca descubriendo. Para que la reducción a cultivo de que se habla no sea una especulación ruinosa, una causa de miseria, en otros términos, para que sea posible, es indispensable que multipliquemos aún más nuestros capitales y nuestras máquinas, descubramos nuevos procedimientos, dividamos mejor el trabajo. Ahora bien, solicitar del gobierno que tome una iniciativa tal, es imitar a los campesinos, que al acercarse la tempestad se ponen a orar a Dios y a invocar el santo de su devoción. Los gobiernos, no se repetirá nunca bastante, son los representantes de la divinidad, he estado por decir, los ejecutores de las celestiales venganzas: nada pueden por nosotros. ¿Podría el gobierno inglés, por ejemplo, dar trabajo a los que se refugian en las workhouse? Aun cuando pudiese, ¿se atrevería? ¡Ayúdate, y Dios te ayudará! -este acto de desconfianza popular para con la divinidad, nos dice lo que podemos esperar del poder ... nada.

Llegados a la segunda estación de nuestro calvario, en vez de entregarnos a estériles contemplaciones, mostrémonos cada vez más atentos a las lecciones del destino. La garantía de nuestra libertad está en el progreso de nuestro suplicio.


Notas

(1) A pesar de las autoridades más recomendables, no puedo hacerme a la idea que siervo, en latin servus, haya sido dicho de servare, conservar, porque el esclavo era un prisionero de guerra que se conservaba para el trabajo. La servidumbre, o al menos la domesticidad, es ciertamente anterior a la guerra, aunque haya recibido un notable aumento de ella. ¿Por qué, por otra parte, si tal era el origen de la idea como de la cosa, en lugar de serv-us no se habría dicho, conforme con la deducción gramatical, serv-atus? Para mí, la verdadera etimología se descubre en la oposición de serv-are y serv-ire, cuya raíz primitiva es ser-o, in-ser-o, unir, cerrar, de donde ser-ires, juntura, continuidad, ser-a, cerradura; sertir, encajar, etc. Todas estas palabras implican la idea de una cosa principal, a la cual viene a unirse una accesoria, como objeto de utilidad particular. De ahí serv-ire, ser un objeto de utilidad, una cosa secundaria a otra; serv-are, como nosotros decimos cerrar, poner de lado, asignar a una cosa su utilidad, un mueble, en fin, un hombre de servicio. Lo opuesto de servus es dom-inus (dom-us, dom-anium y dom-are); es decir el jefe del hogar, el dueño de casa, el que pone a su uso los hombres, servat, los animales, domat, y las cosas, possidet. Que luego los prisioneros de guerra, hayan sido reservados para la esclavitud, servati ad servitium, o más bien serti ad glebam, se concibe muy bien: siendo su destino conocido, no han hecho más que tomar el nombre del mismo.

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