Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

La miseria es hija de la economía política

Yo no sé todavía qué es la miseria; pero estoy seguro de una cosa, y es que antecede a la producción, y que nos acomete antes de que la esterilidad del trabajo la autorice a ello. Este hecho, tan perfectamente probado como ninguno de los que refiere Malthus, es el único que yo quiero oponer a la teoría de este escritor, y me bastará para destruirIa por su base.

En primer lugar, yo distingo en la existencia de la humanidad dos períodos principales: el estado salvaje, esencialmente estacionario, en el cual el hombre, desconociendo el trabajo, vive solamente de los productos naturales del suelo y de la carne cruda de los animales; y la civilización, esencialmente progresiva, en la cual el hombre se hace industrioso, trasforma la materia y vive del producto de sus manos.

En el primer período, la miseria, es decir, el agotamiento de las provisiones y la falta de objetos de primera necesidad, tiene por causa directa e inmediata la pereza y la inercia general de las facultades del hombre. Como era posible, si no eliminar de pronto, cuando menos aplazar, por medio de un trabajo productivo, esta miseria que nace de la inercia; como llega mucho tiempo antes de que el hombre se haya apoderado de las fuerzas naturales y les haga dar todo lo que pueden, es claro que esta miseria es prematura, que viene antes de tiempo; por consiguiente, que es anormal. Y supuesto que en el estado salvaje, la apatía del hombre es permanente, hay también permanencia en la antelación, y por lo tanto, en la anomalía de la miseria.

He ahí lo que la economía política diría con razón para defenderse, si la acusáramos de ser la causa de la miseria que mata y diezma a los pueblos salvajes. Es posible, replicaría, que un poco más tarde, y a pesar de la energía y la inteligencia de sus esfuerzos, la miseria volviese a apoderarse del hombre civilizado; pero mientras no haya hecho todo lo que depende de él para alejarla, en tanto que, por su trabajo, no haya hecho innecesaria a la Providencia, el hombre no tiene el derecho de acusar a la ciencia, ni siquiera el de proferir una queja. Sufre una desgracia que es consecuencia de sus propios hechos, y contra ellos protestan la naturaleza y la Providencia. En menos de un siglo, los europeos de los Estados Unidos crearon más riqueza y bienestar que el que todos los indígenas de ese vasto continente habían recogido durante miles de años; y como la nueva población de los Estados Unidos no cesa de doblar, y dobla todavía cada veinticinco años, se puede decir que esta población, por su actividad prodigiosa, hizo más personas felices, que miserables hizo la barbarie de los indígenas. Los tesoros de riqueza y de felicidad que guardaba América, valían la pena de que el hombre se apoderase de ellos; y si durante treinta siglos se abstuvo, ni la economía política ni la Providencia son responsables.

Hay, pues, en la miseria humana una parte que no se puede atribuir a la naturaleza sin injusticia, y que, a pesar de la rapidez de las generaciones, proviene exclusivamente de la inercia del hombre.

Se trata de saber ahora si la miseria que se apodera del hombre civilizado, no es también, como la del salvaje, necesariamente y siempre prematura; si no es cierto que viene antes de tiempo, y que tiene por única causa, no la ausencia del trabajo, sino un vicio de organización en el trabajo. En este caso, sucedería con el civilizado lo que con el salvaje; su miseria le pertenecería exclusivamente, y no podría acusar a la naturaleza mientras no hubiese hecho todo lo necesario para obligar a la necesidad a que le auxilie: pues si fuese cierto que, así como la miseria del salvaje depende del embrutecimiento de sus facultades, la del civilizado tiene por única causa una falta de orden, podría suceder que en un estado de organización perfecta, no sólo la miseria se aplazase de nuevo por cierto tiempo, sino que existiese una virtud específica que restableciese el nivel entre la población y la producción, sin que la prudencia humana tuviese necesidad de intervenir valiéndose de un artificio cualquiera para restablecer el equilibrio.

Se comprende fácilmente de qué importancia es para la humanidad el examen de esta hipótesis; pues si llegamos a descubrir que es una verdad, la miseria que proviene de la inercia del hombre y la que reconoce por causa los vicios de la organización industrial, se verían indefinidamente eliminadas, y el problema de nuestro destino, que es el problema del destino del mundo, se presentaría bajo un aspecto diferente.

Ahora bien: este importante examen lo hemos hecho en esta obra, cuyo segundo título, Filosofía de la miseria, recuerda perfectamente su espíritu.

El trabajo, hemos dicho, es el principio de la riqueza, la fuerza que crea, mide y proporciona los valores. Medir y proporcionar, es distribuir; el trabajo lleva, pues, en sí mismo, una potencia de equilibrio al mismo tiempo que de fecundidad que, al parecer, debe asegurar al hombre contra todos los peligros que puedan amenazarle.

Para que el trabajo sea eficaz, es necesario que se determine y se defina, es decir, que se organice; pues, como lo hemos observado más de una vez, sólo hay para las cosas una condición de edificación y de duración, como sólo hay para las ideas una condición de inteligibilidad y de manifestación, que es la de ser definidas. lnterin el trabajo no se define; en tanto que su organización no recibe la última mano, es una fuerza vaga y estéril, una idea ininteligible.

¿Cuáles son, pues, los órganos del trabajo? En otros términos; ¿cuáles son las formas por cuyo medio el trabajo humano produce y constituye el valor y destierra la miseria? Nadie ignora hoy que trabajo y miseria son opuestos entre sí, como lo son el orden y el desorden, la justicia y la expoliación, la existencia y la nada. Pues bien: estas formas o categorías del trabajo, de las cuales hemos dado ya la enumeración a la vez que hicimos su crítica, son: la división del trabajo, las máquinas, la competencia, el monopolio, el Estado o la centralización, el libre cambio, el crédito, la propiedad y la comunidad. Resultó de nuestro análisis que, si el trabajo posee en sí mismo los medios de crear la riqueza, por el antagonismo que le es propio, estos medios son susceptibles de convertirse en otras tantas causas de miseria; y como la economía política no es más que la afirmación de este antagonismo, es claro que la economía política es la afirmación y la organización del pauperismo. La cuestión, pues, no está en saber de qué modo el trabajo desterrará la miseria primitiva, que desapareció hace ya mucho tiempo, sino en saber de qué modo eliminaremos el pauperismo que resulta del vicio propio del trabajo, o mejor dicho, de la falsa organización del trabajo y de la economía política.

En el primer momento de la evolución industrial aparece la división o separación de las industrias. La tierra deja de ser vacía y vaga; se cubre de trabajadores, y por medio de la apropiación se hace fecunda. El trabajo adquiere, por la división, una fecundidad sobrenatural; pero al mismo tiempo, por el modo de efectuar esta división, el trabajo embrutece, el obrero decae rápidamente y sólo produce un valor insuficiente. Después de haber solicitado el consumo por la abundancia de los productos, no puede atender a él por la tenuidad del salario; y en vez de extirpar la miseria, la crea. La división del trabajo obra sobre el ser colectivo, como las industrias nocivas sobre los que las ejercen; proporcionándole la abundancia, lo envenena, y después de haberle convidado a la vida, lo sepulta en la muerte.

Aquí, pues, la miseria es el vicio propio del trabajo. No es la naturaleza ni la Providencia quienes faltan; es la rutina económica que carece de equilibrio; ella es la única a quien debemos acusar, y con tanta más razón, cuanto que no puede demostrar que la contradicción que resulta de la división parcelaria no puede vencerse por medio de una combinación superior.

La economía política lo comprende así, y por eso se apresura a implorar el auxilio de un nuevo órgano, que son las mdquinas. Con el auxilio de las máquinas, unidas a la división, cien mil trabajadores que habitan un cantón de cincuenta leguas cuadradas, producen más que mil millones de salvajes que, no teniendo más que sus uñas para labrar la tierra, sus manos para apoderarse de una presa y sus pies para alcanzarla, necesitarían para subsistir una superficie de terreno diez veces mayor que el globo. Y como el límite de las invenciones industriales no se puede determinar, es seguro que el trabajo tiene en este concepto una fecundidad ilimitada, susceptible, por consiguiente, de acelerarse en un grado desconocido.

Parece, pues, que las máquinas van a reparar el déficit causado por la división y a vencer la miseria; pero no es así. Con las máquinas empieza la distinción de amos y asalariados, de capitalistas y trabajadores. El obrero, a quien la mecánica debería salvar del embrutecimiento a que le había reducido el trabajo parcelario, se sepulta cada vez más en él; con el carácter de hombre, pierde también la libertad y cae en la condición de instrumento. El bienestar aumenta para los subalternos; la distinción de castas empieza, y una tendencia monstruosa se declara, que consiste en querer prescindir de los hombres, multiplicándolos en cuanto es posible. De este modo se agrava la tortura universal; anunciada ya por la división parcelaria, la miseria entra oficialmente en el mundo, y desde este momento se convierte en alma y nervio de la sociedad.

¿Es, pues, la producción excesiva de hombres la que causa la miseria, o será ésta el resultado de una falsa maniobra? El trabajo no falta nunca, supuesto que en todas partes la necesidad de subsistir, por consiguiente, de trabajar, se hace sentir del mismo modo, y que la oferta del trabajo es inferior al pedido. Las subsistencias tampoco faltan, pues en todas partes se quejan de la excesiva abundancia de los productos que bajan de precio por falta de salida, de gente que los compre y dé salarios.

Luego la humanidad, al cubrir su barbarie vagabunda con las formas de la civilización, no hizo más que cambiar la miseria de su inercia por la de sus combinaciones; el hombre perece por la división del trabajo que decupla sus fuerzas y por la mecánica que las centuplica, como en otro tiempo perecía por el sueño y la pereza. La causa primera de sus males está siempre en sí mismo, y es preciso vencer esta causa antes de gritar contra el destino.

A sus tendencias aristocráticas, la sociedad opone la libertad, la competencia. ¿Qué sucede entonces? No lo perdamos de vista; los que tomaron a su cargo el cuidado de instruirnos, son los economistas, los apóstoles de la miseria. La competencia emancipa al trabajador y produce un aumento incalculable de riqueza. Hemos visto, después de una revolución que tuvo la libertad del trabajo por objeto, la miseria rechazada por toda una generación: prueba de que la miseria producida por las máquinas después de instituídos el capital y el salariado, no dependía de una causa invencible, como la miseria que engendra la división parcelaria y que la mecánica reprime hasta cierto punto, no tenía tampoco nada de fatal. Cuanto más avanzamos, tanto más la miseria se nos presenta con un carácter de contingencia y de anomalía, con intermitencias y acrecentamientos que prueban, no la inhumanidad de la naturaleza, sino, nuestra impericia.

¿Qué es, en efecto, la competencia, considerada desde un punto de vista elevado y en las masas? Es una fuerza completamente metafísica, si así podemos decirlo, por cuyo medio los productos del trabajo disminuyen constantemente de precio, o lo que es lo mismo, aumentan en cantidad; y como los recursos de la competencia, del mismo modo que los perfeccionamientos mecánicos, y las combinaciones distributivas, son infinitos, se puede decir que la potencia productiva de la competencia es ilimitada en intensidad y en extensión.

Una cosa que debe tenerse muy presente, es que por la competencia, la producción de las riquezas aventaja a la de los hombres, lo cual convierte la relación establecida por Malthus entre el progreso de las subsistencias y el de la población, en un contrasentido económico, en una teoría presentada al revés.

Ruego al lector que fije toda su atención en este punto.

Gracias a la competencia, cada productor se ve forzado a producir cada vez más barato, lo cual quiere decir que produce siempre más de lo que el consumidor pide; por consiguiente, que garantiza a la sociedad la subsistencia del día siguiente. ¿Cómo, pues, en semejante sistema, es posible que la suma de las subsistencias sea inferior a las necesidades de la población?

Supongo que dos hombres aislados, sin instrumentos y disputando a los animales su miserable alimento, producen un valor igual a 2: que estos dos infelices cambien de régimen y unan sus fuerzas por la división, por la mecánica que de ella resulta y por la emulación que viene después. Su producto no será ya como 2, sino como 4, supuesto que cada uno no produce para él solo. sino para su compañero también. Si el número de trabajadores dobla, la división se hace más profunda, las máquinas más poderosas, la competencia más activa, y producirán 16: si su número se cuadruplica, producirán 64. Esta multiplicación del producto por la división del lrabajo, las máquinas, la competencia, etc., la demostraron cien veces los economistas, y ése es precisamente el lado positivo de su teoría, el punto que todos aceptan, pero que la práctica no podrá presentar nunca como la teoría lo expone, mientras la sociedad, por medio de una reforma, no resuelva sus contradicciones.

Luego, si la potencia de reproducción genital de la especie humana se expresa por la progresión 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, etc., la potencia de reproducción industrial deberá expresarse por la progresión 1, 4, 16, 64, 256, 1024, 4096. Más claro: en una sociedad organizada, la producción crece como el cuadrado del número de los trabajadores. Esto nos lo dice la economía política misma; y si Malthus, preocupado con una idea fija (la del aumenlo de población), lo había olvidado, ¿por qué sus colegas no lo han recordado? Es evidente que la relación de crecimiento determinada por Malthus entre la población y las subsistencias, sólo puede referirse a una sociedad inorgánica, en la cual la industria, es decir, la división, la mecánica, la competencia, el cambio, etc., son absolutamente malas, y la fuerza colectiva no existe; pero nunca a una sociedad organizada que se funda en la separación de las industrias y en el cambio, y en la cual cada persona produce por millones de consumidores, y se ve servida a su vez por millones de productores.

De este modo se debe entender lo que ciertos agrónomos, y con ellos ciertos socialistas, quisieron decir con la frase cuádruple producto. No es cierto que un país cuya población y cuyo grado de desarrollo están dados, pueda producir el duplo, ni el triplo, ni el cuádruplo de lo que produce. El producto está necesariamente en razón de la producción, la cual determina a su vez el grado de división, la fuerza de las máquinas, la actividad de la circulación, etc. Pero lo que sí es verdad, lo que la ciencia reconoce y demuestra, es que si el aumento de la producción es doble, el de la población es cuádruple, y así hasta lo infinito, mientras lo sociedad obedezca a las leyes económicas y la superficie del globo lo permita.

Desgraciadamente, el antagonismo de las instituciones económicas no les permite producir todos sus efectos, y de ahí provienen todos los errores del trabajo y las sorpresas de la miseria. Así, pues, la competencia, por su lado positivo y social, tiene por objeto reducir indefinidamente el precio de las cosas, y por consiguiente, aumentar la suma de los valores y poner la producción por delante de la población; perO por su lado negativo y egoísta, la competencia se convierte en pobreza, supuesto que la reducción de precios que implica, sólo es ventajosa para los vencedores, y deja a los vencidos sin trabajo y sin recursos. La competencia, dice la teoría, debe enriquecer a todo el mundo; mas por la imperfección del organismo social, la práctica prueba que allí donde la competencia se hizo general, hay tantos desgraciados como ricos: esto no puede ponerse en duda después de la crítica que hemos hecho.

Lo que debemos acusar aquí, es, pues, el vicio propio de la institución, la insuficiencia de la idea. Queda demostrado ya que esta necesidad de la miseria que acaba de sumergirnos en la mayor consternación, no es absoluta, que es, como dice la escuela, una necesidad de contingencia. Contra todas las probabilidades, la sociedad sufre a consecuencia de aquello mismo que debiera hacerla feliz. Siempre la miseria es prematura, siempre el pauperismo se anticipa: al revés de lo que le sucede al salvaje, cuya escasez proviene de la inercia, nuestra miseria procede de la acción, y nuestro trabajo aumenta constantemente nuestra indigencia. Que los economistas, antes de acusar a la necesidad, empiecen por reformar sus rutinas: Medice, cura teipsum.

¿Será necesario continuar esta revista, y en este capítulo, que sólo debe expresar una conclusión general, será preciso que haga entrar toda la obra? He presentado a la sociedad buscando, de fórmula en fórmula, de institución en institución, este equilibrio que se le escapa, y siempre, a cada tentativa, la hemos visto aumentar en igual proporción su lujo y su miseria. Una vez en la comunidad, la sociedad se vuelve a encontrar en su punto de partida; la evolución económica se realizó, y el campo de la investigación está agotado. El equilibrio no pudo encontrarse, y sólo queda la esperanza de una solución integral que, sintetizando las teorías, devuelva al trabajo su eficacia, y a cada uno de sus órganos su fuerza. Hasta entonces, el pauperismo permanecerá tan invenciblemente unido al trabajo, como la miseria lo está a la holganza, y todas nuestras recriminaciones contra la Providencia, sólo probarán nuestra imbecilidad.

¡Singular economía la nuestra, en la cual la penuria resulta continuamente de la abundancia, y la prohibición del trabajo es una consecuencia perpetua de la necesidad de trabajar! Si por un decreto del soberano, quinientos mil parásitos, borrados de repente de la lista de los improductivos, fuesen enviados a los talleres y a los campos, en vez de un aumento de bienestar, tendríamos un aumento de indigencia. Habría, en la clase de los improductivos, quinientas mil personas sin empleo y sin rentas; para la de los empresarios, propietarios y jefes de industria, quinientos mil parroquianos menos que servir; para la de los trabajadores, tan numerosa ya, y cuyo salario es tan escaso, quinientos mil competidores más. Disminución de precio en la mano de obra, aumento en la masa de los productos, y restricción del mercado: para el proletariado, progreso de abstinencia y de servidumbre; para la propiedad, progreso de lujo y de orgullo: tales serían las consecuencias de una reforma que la razón indica como una medida de salud pública. Seríamos más pobres, precisamente, porque nos habríamos hecho más ricos, y veríamos a los economistas, que no comprenden nada de su embolismo, acusar a la imprudencia de los matrimonios, a la inoportunidad de los amores, ¿qué sé yo? hasta a la desenvoltura de los esposos.

En vano los hechos se presentan, se acumulan y claman por todas partes contra la economía política; parece que los escritores que los refieren, los desarrollan y los comentan, tienen ojos para no ver, oídos para no oír e inteligencia para disimular la verdad. La propiedad, la usura, el impuesto, la competencia, las máquinas, la división parcelaria, rechazan la población antes de que abunde: el economista, ocupándose exclusivamente de averiguar lo que le sucederá a un millón de hombres que sólo tuviese para subsistir la ración de quinientos mil, no se pregunta por qué quinientos mil no pueden vivir con lo que bastaría para un millón. En tiempo de Juan el Bueno, Francia tenía doce millones de habitantes; en tiempo de Luis XIV, dieciséis; en tiempo de Luis XVI, veinticinco; hoy tiene treinta y cuatro millones. Sabido es que en todas estas épocas hubo pobres, una inmensa cantidad de pobres: las leyes atroces dictadas contra ellos, lo prueban. Pues bien: ¿en cuál de estas épocas se puede decir que la sociedad francesa había agotado sus medios? La Francia de hace diez siglos, podía multiplicar por veinte su producción; el tercer estado no era sospechoso de pereza: ¿de dónde vino el pauperismo?

América es la que proporcionó a los economistas los mejores ejemplos de una población que dobla y triplica en veinticinco años. Ahora bien: si desde hace un siglo o siglo y medio, la población dobló y triplicó en los Estados Unidos cada veinticinco años, es claro que la producción, por lo menos, dobló y triplicó en el mismo período, y se puede decir que en este espacio de tiempo, la población no hizo más que seguir a la producción. ¿Cómo Malthus, que tan perfectamente expuso el progreso de la población americana, no estudió del mismo modo las causas que, en otras circunstancias, impiden o suspenden el progreso paralelo de las subsistencias?

¡Oh! responde el economista; el caso de los Estados Unidos es excepcional; América era un país virgen.

¡País virgen! Pero el país estaba ya gastado por los iroqueses y los hurones que, antes de descubierto, marchaban ya, como nosotros lo hacemos hoy, más a prisa en progenitura que en riqueza, y que, simples cazadores, eran miserables allí en donde los europeos industriosos, a pesar de multiplicarse, no han cesado de enriquecerse. ¡País virgen! Decid mejor que, gracias a la falta de una jerarquía industrial, gracias a esta igualdad de los colonos americanos, protegida por los intervalos de los bosques que ya empiezan a borrarse bajo la acción de vuestros procedimientos económicos, el trabajador gozaba en todas partes de la integridad de su producto, y haciendo siempre obras útiles, pudo hacerse y conservarse rico, a pesar de haber doblado la población en dieciocho años. El ejemplo de América no prueba solamente lo que la humanidad es capaz de hacer en lo que a la población se refiere, sino también hasta qué punto puede llegar la potencia del hombre en cuanto a la producción: ¿por qué este paralelismo tan evidente, tan auténtico en aquel país, no pudo sostenerse en los demás? Téngase en cuenta que no se trata tanto de la rapidez del progreso, como del progreso paralelo. ¡País virgen! Seguramente, los azadoneros ingleses, suizos y alemanes, no vivieron ni se multiplicaron con el incendio de aquellos bosques eternos; vivieron del trabajo, y sólo del trabajo convenientemente dividido, de los capitales, de las máquinas y de la circulación; la prueba está en que la economía política importada de Europa, se puso a funcionar antes de tiempo en aquel país donde la tierra y el espacio no faltaba a nadie, donde el trabajo se pagaba a sí mismo sin pasar por la servidumbre del capital, el intermedio del banquero y la vigilancia de la policía, y el pueblo dejó correr la economía política sin hacerle caso. El crédito se fue a pique, los bancos han volado, el capital explotante se sumergió, y el americano continuó haciendo su fortuna por medio del trabajo y de la igualdad. Indudablemente, vendrá un día en que este maravilloso progreso se realice con paso menos rápido; pero sin duda también, la población entonces, sin violencia y sin miseria, disminuirá espontáneamente su movimiento, a no ser que la economía política, la teoría de la instabilidad y del robo, venga a romper esta armonía.

Desde hace cincuenta años, dice E. Buret, y con él el señor Fix, la riqueza nacional en Francia se quintuplicó, mientras que la población no aumentó en la mitad. Según esto, la riqueza marchó diez veces más a prisa que la población: ¿por qué, pues, en vez de reducirse proporcionalmente, la miseria aumenta?

No confundáis la riqueza con las subsistencias, nos dirá el economista. La riqueza se compone de todo lo que, siendo producto del trabajo, tiene para el hombre un valor cualquiera, de placer como de alimentación. Las subsistencias son aquella parte de esta riqueza que sirve particularmente para sostener la vida. Pues bien: la progresión aritmética de Malthus, se refiere a esta porción de la riqueza, y nada más.

Distinción ridícula anticipadamente refutada por la teoría de la proporcionalidad de los valores. Las subsistencias están necesariamente en relación con las demás partes de la riqueza, y es rigurosamente cierto que, si desde hace cincuenta años el producto de Francia se ha quintuplicado, el pueblo consume cinco veces más. En la sociedad todos los valores se equilibran, quiero decir, se cambian los unos por los otros y se sostienen recíprocamente. La producción de los objetos de lujo prueba, precisamente, que las subsistencias existen en cantidad suficiente, supuesto que, en definitiva, este lujo se pagó con subsistencias, como éstas, a su vez, se pagaron con dinero o con otros valores. ¿Acaso el precio de los artículos de primera necesidad aumentó relativamente de cincuenta años a esta parte? Al contrario; el precio relativo bajó: y si las subsistencias faltan al pueblo, como sucede con el vino, la causa no está en la viña ni en el viñador, pues éste se queja de que no puede vender: la causa está en la economía política.

Por lo demás, ¿quién es el que no ve que, componiéndose el bienestar del hombre de la abundancia y de la variedad, lo que llamamos lujo es en el fondo un verdadero ahorro? El salvaje, que vive de carne cruda y de algunas bebidas horrorosas, agotará en un mes los recursos de una legua cuadrada de terreno; el civilizado, cuya manutención exige un millón de cosas que no conoce el hombre de los bosques, subsistirá con cuatro hectáreas. Su lujo puede existir en un espacio tres o cuatro mil veces más pequeño que el necesario para sostener la miseria del salvaje. El lujo puede definirse fisiológicamente, el arte de alimentarse por la piel, por los ojos, por los oídos, por las narices, por la imaginación y por la memoria; la indigencia es, al contrario, la vida reducida a una función única, que es la del estómago. ¿Qué digo? Hasta el arte culinario que Séneca, en su hipérbole absurda, llamaba el arte de la gula, multiplicando bajo mil formas. nuestro alimento y enseñándonos a comer mejor, es en realidad, para nosotros, un manantial de economías. Después del trabajo, la cocina es nuestro más precioso auxiliar contra la escasez; y precisamente, por lo mismo que el proletario no consume bastante, come demasiado, y se hace oneroso para la gran familia.

Tengo, pues, el derecho de insistir en mi pregunta: ¿Cómo habiendo quintuplicado nuestra riqueza y no habiendo aumentado la población más que en un 50 por 100, todavía existen pobres en Francia? Que se me conteste antes de preocuparse de la posteridad e investigar el número de habitantes que podrá contener el globo. La tasa de los pobres, en Inglaterra, era:

En 1801, de 4.078.891 libras esterlinas para 8.872.950 habitantes.

En 1818, de 7.870.801 libras esterlinas para 11.978.875 habitantes.

En 1833, de 8.000.000 de libras esterlinas para 14.000.000 de habitantes.

Según esto, ¿es o no cierto que el pauperismo se anticipa? Y la prueba de que estas cifras oficiales tienen el sentido que yo les doy, está en que, desde 1833, se ha tratado de aplicar en Inglaterra la teoría de Malthus, es decir, se quiso dejar perecer a los que no tienen rentas ni salario; que la primera consecuencia de esta idea fue la creación de las casas de fuerza, y finalmente la reforma de la ley de cereales, es decir, la reducción arbitraria del precio del pan. Se creyó que la supresión violenta de un monopolio podría ser de un gran efecto> para el alivio de la miseria; pero el porvenir dirá lo que tenía de racional y de útil esta prestigiosa reforma. Los economistas, la mayor parte de ellos fautores de la liga, reconocieron implícitamente que la miseria tenía otras causas que la excesiva reproducción: ¡supuesto que empezaron, que acaben, pues, de formar el inventario de las expoliaciones que ejerce el monopolio! Yo leo en un artículo del Journal des Economistes (enero 1846) sobre la marcha de la criminalidad en Francia, que el número de crímenes y delitos de todas clases, fue:

De 1826 - 28 ... 88.751
De 1829 - 31 ... 96.083
De 1832 - 33 ... 106.149
De 1835 - 37 ... 121.221
De 1838 - 40 ... 146.062
De 1841 - 43 ... 151.624

El autor de esta interesante estadística, concluye en estos términos:

El número de los crímenes y delitos, aumenta, pues, de una manera rápida y acelerada. Así vemos que, mientras el aumento medio anual de la población apenas es de 5 por 1.000 y tiende a disminuir, el aumento medio anual por 1.000, se eleva a:

5,7 para los crímenes y delitos contra la cosa pública;
7,8 para los crímenes y delitos contra las costumbres;
3,0 para los crímenes y delitos contra las personas;
5,6 para los crímenes y delitos contra las propiedades;
5,4 para las contravenciones que no son delitos forestales, cuyo número es incalculable;
3,7 para los suicidios.

Mientras el progreso de la población tiende a debilitarse, el número de los crímenes y delitos tiende a aumentar; y este aumento no es particular a Francia, y hasta podemos decir que es menor aquí que en muchos países vecinos.

Los crímenes y delitos, corno el suicidio, las enfermedades y el embrutecimiento, son las puertas por donde sale la miseria. Según las cifras oficiales, siendo el movimiento medio de la población de 5 por 1.000, y el de la criminalidad, suma total, 31,2, se deduce que el pauperismo llega sobre nosotros seis veces y un cuarto más de prisa de lo que permitía esperar la teoría de Malthus: ¿Cuál es la causa de esta desproporción?

La misma cosa se prueba de una manera distinta. En general, las naciones ocupan en la escala del pauperismo el mismo rango que en la de la riqueza. En Inglaterra se cuenta un indigente por cada cinco personas; en Bélgica y en el departamento del Norte, uno por cada seis; en Francia, uno por cada nueve; en España y en Italia, uno por treinta; en Turquía, uno por cuarenta; en Rusia, uno por ciento. Irlanda y América del Norte, colocadas en condiciones excepcionales y opuestas, presentan; la primera, la proporción espantosa de uno y más por cada dos; y la segunda, uno, y acaso menos por mil. Así, pues, en todo país de población aglomerada, en donde la economía política funciona regularmente, la miseria se compone exclusivamente del déficit que la propiedad causa a la clase trabajadora.

Antes de 1789, el número de niños expósitos sostenidos en los hospitales, era de ... 40 000
En 1800 se elevó a ... 51 000
En 1815 se elevó a ... 67 966
En 1819 se elevó a ... 99 346
En 1834 se elevó a ...129 699

Ignoro cuál es la cifra en 1846. El Journal des Economistes de este año eleva la cifra media anual de los nacimientos ilegítimos a 75.870; de donde se puede concluir, siguiendo la progresión anterior, que el número de los hijos naturales actualmente sostenidos en los hospitales, no es menor de 160.000. Desde 1789 hasta 1846, la población no aumentó en la mitad; en cambio, la riqueza quintuplicó, hasta las costumbres mejoraron, y el número de los hijos naturales se cuadriplicó. ¿Qué significa esto? Que hay 320.000 muchachos y muchachas a quienes se arrebata anualmente el derecho a la familia, jus connubii, y, que las invasiones de la propiedad, permaneciendo la población estacionaria, hacen crecer a ojo el proletariado.

En el capítulo IV hablé de la disminución de la talla media observada por los economistas. Este hecho, que no es posible poner en duda, prueba la existencia, no de una miseria accidental como la que se produce de repente a consecuencia de una mala cosecha, sino de una miseria constitucional y crónica que ataca a la especie entera y alcanza profundamente a todas las partes del cuerpo social. Seguramente, hay en esto algo que excita vivamente la curiosidad y que no se explica por el principio de Malthus. De aquí se seguiría que la miseria, no contenta con atacar a los individuos sin recursos y eliminar a los pobres del número de los vivos, afecta a la especie en su colectividad y en su vida por un sufrimiento solidario; prueba de que la humanidad se muere de un mal desconocido; de un mal que está más alto que la falta de subsistencias. ¿Se nos dirá una vez por todas cuál es este mal?

Se opone a este hecho la prolongación de la vida media que ciertos hábiles estadísticos pretenden haber probado; pero como ya hice ver todo lo que esta prolongación tiene de ilusorio respecto al pueblo, sólo diré una palabra que concilie y que explique las dos observaciones. Si es cierto, como yo sostengo, que en nuestra organización propietaria el pauperismo se anticipa continuamente al contagio, poco importa que esta anticipación se manifieste por medio de muertes súbitas y prematuras o por dolores precoces y prolongados. Según esto, sería posible que la cifra de la vida media se sostuviese y hasta se elevase, y a pesar de todo, la miseria aumentase siempre; pues se trata menos de la edad de los muertos que del tiempo que vivieron sin enfermedades. ¿Será preciso que enseñemos a los economistas a comprender sus estadísticas?

Me parece innecesario acumular más pruebas: los hechos son conocidos de todo el mundo, y cada cual puede interrogarlos y deducir de ellos las consecuencias. La anticipación de la miseria: he ahí el rasgo característico del régimen propietario como del estado salvaje; el hecho capital, universal que yo opongo a Malthus, y que destruye su teoría.

Según los datos de la ciencia confirmados por una masa importante de hechos, mientras la población tiende a aumentar siguiendo una progresión geométrica cuya razón es 2, la producción de la riqueza, obra de esta población, tiende a aumentar siguiendo una progresión geométrica cuya razón es 4. En la práctica, al contrario, esta relación está invertida; mientras que la potencia de crecimiento de la población se expresa invariablemente por la progresión geométrica 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64 ... la potencia de crecimiento de la producción se expresa por la serie aritmética 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 ...

¡Cómo! señores economistas, os atrevéis a hablarnos de miseria, y cuando se os demuestra, con vuestras propias teorías, que si la población dobla la producción se cuadruplica; que, por consiguiente, el pauperismo sólo puede venir de una perturbación de la economía social, en vez de responder, acusáis a lo que es absurdo recordar siquiera, ¡al exceso de población! Nos habláis de miseria; y, cuando con vuestras estadísticas en la mano, se os hace ver que el pauperismo crece en una progresión mucho más rápida que la población, cuyo exceso, según vosotros, lo determina; cuando se os prueba que existe alguna causa secreta que no percibís, entonces disimuláis, ¡y no hacéis más que sacar a relucir la teoría de Malthus! Habéis convertido esta potencia de crecimiento de la población en un escudo contra el socialismo; y cuando nosotros, hombres de ayer, tomando a nuestro cargo la obra difícil de los A. Smith, Ricardo, J. B. Say y Malthus mismo, presentamos a vuestra vista el principio expoliador; cuando os demostramos que la humanidad se ve siempre acometida de la miseria antes de que el pan y la tierra falten; cuando desarrollamos en vuestra presencia el mecanismo de la usurpación propietaria, de la ficción capitalista y del robo mercantil, entonces ¡cerráis los ojos para no ver, los oídos para no oír y la inteligencia para no ceder a la convicción! ¡La iniquidad del siglo es más preciosa para vosotros que el derecho del pobre, y vuestros intereses de pandilla se sobreponen a los de la ciencia!

Y bien: mientras vosotros gritéis contra la imprudencia y la población, nosotros gritaremos contra la hipocresía y el bandolerismo; os entregaremos a la desconfianza de los trabajadores, y a vosotros solos os haremos responsables de la explotación que nos asesina y de la infamia que nos cubre. Nosotros repetiremos en todas partes con voz de trueno: ¡La economía política es la organización de la miseria, y los apóstoles del robo, los proveedores de la muerte, son los economistas!

¿Quiénes son los que hoy sostienen contra todo el mundo, y a pesar de la lógica y de la experiencia la instabilidad del valor, la inconmensurabilidad de los productos y el no equilibrio de las fuerzas industriales? Los economistas. ¿Quiénes son los que defienden la desigualdad de reparto, la arbitrariedad del cambio, los asesinatos de la competencia, la opresión del trabajo parcelario y las bruscas transiciones de las máquinas? Los economistas. ¿Quiénes son los que apoyan la preponderancia del orden improductivo, la mentira del libre comercio, la mistificación del crédito y los abusos de la propiedad? Los economistas. ¿Quiénes son los que, instigados por Inglaterra, forman una liga para aplicar al universo ese sistema de anarquía, de estafa y de rapiña? Los economistas.

Y sois vosotros los que, tomando el lenguaje de la moderación y de la paz, os atrevéis a decir:

¿No se dirá que las escuelas más opuestas conspiran por extraviar a los trabajadores? Los unos los irritan arrebatándoles toda esperanza de un porvenir mejor; los otros los excitan al desorden con seductoras y pérfidas teorías. En fin, hay hombres que, más humanos y más prudentes a la vez, no hablan a los trabajadores de derechos quiméricos ni de una necesidad fatal: estos hombres no se atreven o no saben decirles la verdad completa.

Pues decidla de una vez; que salga pura y entera de vuestros labios.

Sí; los salarios pueden exceder de lo estrictamente necesario; sí, las economías son posibles para el trabajador. Si sufre en algunos distritos manufactureros, hay otros en donde vive con holgura ... ¿De dónde viene esta diferencia? De dos causas esenciales, principales; causas superiores a todas las lamentaciones de los neoeconomistas y de los pretendidos filántropos. La diferencia procede de la conducta de los obreros y de la relación que existe entre la población y el capital circulante.

Señor Rossi: en verdad os lo digo: carecéis de corazón; no sois más prudente ni más atrevido que los demás, porque ocultáis la verdadera causa.

¡Se extravía a los obreros! Esto se parece ante las barbas del señor Guizot. Instruidnos, hombres de ciencia, y veréis cómo no nos extraviamos; pero tened cuidado de no decir nada que no sea cierto, porque vuestras reticencias caerán sobre vuestra cabeza.

¡La conducta del obrero es mala! Esto es posible y tal vez proceda de que no se le hace justicia. Pero en fin, aquí se trata de la medida de su salario, y se nos habla de su conducta. Decid, pues, maestro: ¿cuánto valen catorce horas de trabajo por día? Y si teméis equivocaros respecto al trabajo del obrero, poned la mano sobre el corazón y decidnos en cuánto estimáis el vuestro. Nosotros tomaremos vuestra cifra por medida.

¡El capital circulante no está en relación con la población! Es cierto: la propiedad impide que el capital circule. ¿Cómo ha de circular, si el consumidor se ve precisado a pagar cinco por lo que él mismo vendió en cuatro?

El obrero que carece de orden, de economía y de moralidad, no se despojará nunca de los harapos de la miseria. Añadid a esto que la población ... Siguen los consejos de prudencia matrimonial.

¡Siempre las censuras; siempre la conducta de este pobre obrero! ¡Tartufo vive todavía! Porque nosotros somos bandidos incapaces e indignos, nuestros curadores se apoderan de nuestros bienes; y por enseñar a vivir al trabajador, ¡el ocioso se come su braza! Empezad, pues, por darnos el ejemplo, misioneros de caridad y de templanza. Ea: que los hijos abandonen a sus queridas, y que los padres dejen a sus niñeras; que la edad del matrimonio y de la prostitución se retarde para todo el mundo bajo penas severas; que se forme una tarifa para todas las clases de servicios, desde el rey hasta el galopo; que el interés del dinero se reduzca al tipo legítimo, y que la renta de la tierra se reparta entre todos. Entonces creeremos en el genio y en la buena fe de los economistas.

Malthus era sincero cuando, respondiendo a las hipótesis comunistas de Wallace (1), Condorcet, Godwin, Owen, etc., y no encontrando nada que le ilustrase sobre la causa inmediata de la miseria, volvía sin cesar a su progresión geométrica, y exclamaba en su honrada impaciencia: ¿Pero de qué modo se pondrá en la comunidad la producción al nivel de la población? Sin un obstáculo que impida su desarrollo, ¿cómo la humanidad dejará de morirse de hambre? Hoy, que hemos demostrado lo que Malthus no sospechaba, es decir, que en una sociedad organizada, la producción de la riqueza y de sus subsistencias progresa más rápidamente que la población misma, es ya otra cosa. Es preciso explicar la miseria, no como Malthus lo hizo, por medio de una logomaquía que se resuelve en una fórmula ininteligible, en un mito, sino justificando la rutina propietaria, en nuestro concepto, causa inmediata y sistemática del pauperismo. ¿Se piensa reducimos al silencio con esta necedad malthusiana de la progresión aritmética, porque plugo a todos nuestros economistas ingleses, franceses, cristianos, materialistas y eclécticos, convertirse en sus panegiristas? Pero no hemos oído todavía el último argumento de nuestros adversarios, y no debemos apresurarnos a cantar victoria.

¿A qué viene, dice el señor Rossi enderezándose; a qué viene el hablarnos de los vicios de nuestras instituciones, de la excesiva desigualdad de las condiciones, de la fecundidad inagotable del suelo, de los vacíos inmensos que existen en la superficie del globo y que las emigraciones pueden llenar? Es evidente que todo eso no toca al fondo de la cuestión, pues una vez hechas todas esas concesiones, sólo resultará lo siguiente: que en más de un país, a la culpable imprevisión de los padres de familia, se agregan otras causas de sufrimiento y de desgracia, y que las poblaciones excesivas habrán podido encontrar un alivio temporal en un gobierno mejor, en una organización social más equitativa, en un comercio más activo y más libre, o en un vasto sistema de emigraciones. ¿Será por eso menos cierto que, si el instinto de la reproducción no estuviese refrenado por la prudencia y por una moralidad elevada y difícil, todos estos recursos se agotarían, y que entonces, el mal sería tanto más sensible, cuanto que no habría remedios temporales con que aliviarlo, ni paliativos con que suavizarlo?

Todos los economistas se adhieren a este pensamiento del señor Rossi. Nosotros, dice el último editor de Malthus, consideramos esta observación como capital. Aviso a los socialistas de todos los matices. Cuanto más se perfeccione el estado social, tanto más es de temer el exceso de población, a no ser que se destruya la aserción de Malthus.

Pero vosotros, que nos prometéis el auxilio del cielo a condición de ser prudentes, empezad por practicar vuestras máximas. La sociedad es inarmónica; la concesión que acabáis de hacer, lo supone. Dadle primeramente el equilibrio, y sin temor de hacer una obra inútil, esperad lo que suceda. Os preocupáis de una conjetura hipotética cuya realización no se puede afirmar, y retiráis la vista del mal real que os diezma. Empezad; os digo, por curar lo presente; y si vuestra fe en la Providencia no es una burla, ocupaos un poco menos del porvenir. La humanidad, decís, sólo habrá obtenido con eso un alivio temporal: ¿quién os lo asegura? ¿Cómo sabéis que el equilibrio establecido en el trabajo, las condiciones de desarrollo de la humanidad en población y en riqueza, no se cambiarán jamás?

Ya se os hizo ver que en la institución providencial, la producción marcha más rápidamente que la población; y es extraño que en vez de llorar por el hambre, no hayáis pensado en sacar partido de esta ley en favor de vuestra tesis. Y en efecto; bajo un régimen de igualdad, marchando el trabajo más aprisa que el amor, habríais podido preguntar cómo, después de algunas generaciones, la tierra bastaría para albergar los productos y hospedar a todo el mundo. Acaso entonces nos contentásemos con responder: Dios es grande, y la Providencia fecunda en combinaciones. Indudablemente, aquí hay algo que en este momento se nos escapa, y sería extraño que nuestra esfera de actividad no estuviese en proporción con nuestro poder. ¿Será preciso que después de haber corregido vuestras estadísticas, arreglemos todavía vuestros argumentos?

Vemos, pues, que el economista que temía hace un momento carecer de pan, tranquilo sobre este punto, empezará a inquietarse por la habitación. Sí, nos dirá, es preciso poner un término a la población, supuesto que lo tiene el universo. Si la población dobla cada veinticinco años, en menos de cinco siglos habrá un millón de millones de hombres en el globo, es decir, menos de los necesarios para que puestos en pie y tocándose los unos a los otros, llenen la tierra. ¿No sería ésta una miseria más intolerable tal vez que la de la desnudez y el hambre?

Economista: yo os detengo. La cuestión que acabáis de proponer, muy digna, seguramente, de las meditaciones del filósofo, no está entre la población y la producción, sino entre la población y el globo. Tomo acta de vuestra retirada, y convengamos antes de pasar adelante:

Que el trabajo, una vez sintetizados y arreglados todos sus órganos, pone en sí mismo la facultad de multiplicar nuestros medios de existencia en cantidad superior a nuestras necesidades, y por consiguiente, puede aumentar siempre nuestro bienestar, cualquiera que sea, por lo demás, el aumento de población.

Que la miseria en el estado de civilización, resulta exclusivamente del antagonismo económico, así como en otros tiempos, en el estado salvaje, resultaba de la pereza;

Que no siendo de temer la existencia del pauperismo en una sociedad regular, la única cuestión que hay que resolver, es esta: ¿Cuál es la ley de equilibrio entre la población y el globo?

Estas conclusiones y el problema que las termina, son el acto de prescripción de la economía política.


Notas

(1) Autor de la obra Dissertation historique et politique sur la population des anciens temps, comparée ti celle du nótre, dans laquelle on prouve qu'elle a été plus grande autrefois que de nos jours (trad. francesa, 1769).

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha