Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Definición de lo que es propio y de lo que es común

Si algún hombre ha merecido bien del comunismo fue, seguramente, el autor del libro publicado en 1840 bajo el título: ¿Qué es la propiedad? Más enemigo que nadie de esta institución, más que nadie tengo el derecho de exponer mis ideas sobre la posibilidad de una organización comunista. Convengamos, pues, en los hechos y en los términos, y procedamos con orden.

Con verdadera pena, mi querido Villegardelle, a las cuestiones más delicadas de la sociedad mezclo siempre las formas angulosas de la metafísica; y esta pesada y escolástica marcha, que recuerda cierto personaje de Moliere, me parece tan ridícula como a usted. Pero ¿qué quiere que yo le haga? Mientras que su viva inteligencia coge al vuelo las ideas más rápidas, yo soy, por mi desgracia, de un entendimiento pesado. La intuición y la espontaneidad me faltan; la improvisación es nula en mí, y el espíritu no puede dar un solo paso sin las muletas del razonamiento.

El sol, el aire y la mar, son comunes, y el goce de estos objetos presenta el mayor grado de comunidad posible. Nadie puede poner límites en ellos, dividirlos ni limitarlos, y se ha dicho, no sin razón, que la inmensidad de la distancia, la profundidad impenetrable y la instabilidad perpetua los habían sustraído a la apropiación. ¡Tal y tan grande es la fuerza del instinto que nos arrastra a la división y a la guerra! Resulta, pues, de esta primera observación, que la propiedad es todo lo que se define, y la comunidad todo lo que es indefinible. ¿Cuál puede ser, después de esto, el punto de partida del comunismo?

Los grandes trabajos de la humanidad participan de este carácter económico de las potencias naturales. El uso de los caminos, de las plazas públicas, de las iglesias, de los museos, de las bibliotecas, etcétera, es común. Los gastos de su construcción son comunes, por más que el reparto de estos gastos esté lejos de ser igual, precisamente porque cada uno contribuye en razón inversa de su fortuna. Vemos, pues, que igualdad y comunidad no son una misma cosa. Ciertos economistas pretenden que los trabajos de utilidad pública deberían ejecutarse por la industria privada, más activa, según ellos, más diligente y menos cara; sin embargo, no están de acuerdo todavia sobre este punto. En cuanto al uso de los objetos, permanece invariablemente común, y a nadie se le ha ocurrido la idea de que estas cosas deben apropiarse.

Los soldados toman la sopa en común; tienen el pan y la carne tasados, y reciben el equipo aparte, del cual es responsable cada uno. La sala de guardia y el dormitorio, el ejercicio y las maniobras son también comunes. Si alguno de ellos recibe una gratificación de su familia, no está obligado a dar parte a sus compañeros. La vida militar, bastante comunista, está mezclada a ciertos rasgos de apropiación; asi también, en un hotel en donde viven cien personas, los comensales viven juntos y, sin embargo, permanecen aislados, de donde deduzco este otro principio: que la comunidad, que sólo se refiere a la materia, no es una comunidad. Para triunfar del comunismo, basta que me separe mentalmente de lo que me rodea; ¡hecho grave que inspira serias inquietudes respecto al porvenir de la utopia!

La vida conventual era más profundamente comunista. En ella, el dormitorio, el refectorio, la oración, el trabajo, todos los bienes, adquisiciones y conquistas, eran comunes. Según un pasaje frecuentemente citado de los Actos de los apóstoles y el espiritu general de las instituciones cenobiticas, el colmo de la perfección era el desprendimiento completo, la desapropiación absoluta. Se pueden ver en las Vidas de los padres del desierto, los ejercicios a que se entregaban para llegar a este ideal. Mas por una contradicción digna de observarse, ciertos fundadores de comunidades, como San Pacomio y San Antonio, a fuerza de exagerar el desprendimiento, llegaron a aislar a los hermanos, es decir, hicieron nacer la individualidad de la renuncia comunista. Esto fue lo que hizo dar a los hermanos, asi disciplinados, el titulo de monjes o solitarios. Nueva observación más inquietante todavia: ¡la comunidad toca al egoismo!

El matrimonio es, de todo los estados, el que ofrece más recursos para una comunidad; mas, por un caso particular, esta aptitud del matrimonio para la vida común, está esencialmente ligada a la distinción de los sexos; de modo que, la identidad completa de organización, parece menos ventajosa para el sistema. Lo que lo confirma, es que la especie de comunidad que se forma en el matrimonio, y que llamamos familia, es esencialmente exclusiva de toda persona extraña, y apenas soporta, al lado del marido, de la esposa y de los hijos, a los padres de los cónyuges. Este hecho dió lugar al proverbio: el afecto desciende, pero no sube. Así, pues, la comunidad sólo puede aplicarse hasta cierto punto; lejos de ser el principio formador de la sociedad, desempeña en ella un papel secundario; tal es, por lo menos, el testimonio de la teoría y de la práctica matrimonial. Como consecuencia de esta idea, el legislador distinguió en los contratos de matrimomo, el régimen dotal del de comunidad; y en este último, especificó todavía diversos grados de comunismo. ¿Cuál es, pues, la medida de aplicación del principio comunista? He ahí lo que es necesario conocer y lo que nadie supo decirnos hasta hoy.

Por último: el matrimonio proporcionó la ocasión de distinguir la comunidad de la asociación, hasta tal punto que dos esposos, perfectamente unidos por el corazón y la inteligencia, pueden estar a la vez separados en cuanto a los bienes: comunistas en lo que se refiere a la habitación y al menaje, y asociados para su comercio. Si todo esto es más o menos regular o abusivo, no es éste el momento de decidirlo; lo importante para nosotros es ver cómo la vida social oscila entre estos extremos: la propiedad y la comunidad, buscando, a lo que parece, un tercer término que dista tanto del socialismo como de la economía política.

En los establecimientos de educación para los dos sexos, las comidas, las horas de trabajo y de recreo son comunes; pero esto es más grave que todo cuanto hemos tenido ocasión de observar: el trabajo es individual, pues si no lo fuese, la educación sería nula.

Todo el mundo sabe lo que era la lectura, es decir, la enseñanza en las casas religiosas. Para cumplir este deber, bastaba un solo libro y un solo lector. En el sistema de la revelación, la fe viene por el oído, lides ex auditu, la inteligencia es pasiva y la instrucción común en el más alto grado. El comunismo se manifiesta entonces por el silencio; el superior, órgano del pensamiento divino, habla; el neófito escucha y obedece. La perfección del instituto religioso consiste en inculcar a la persona una doctrina uniforme, presentársela siempre en lo mismos términos y con las mismas fórmulas, dirigir su inteligencia, si por casualidad se manifestase en ella algún extravío, de modo que se le haga llegar a la conclusión prevista. Este espíritu de discipl!na comunista fue el que tan neciamente se censuró en los jesuitas, discípulos fieles de la tradición católica, y observadores escrupulosos de la regla esencial a toda comunidad y a toda religión.

¡Qué diferencia en nuestras escuelas! Desde la primaria hasta la normal, no se hace más que acostumbrar a los discípulos a que trabajen solos: si algunas veces se da a todos ellos la misma composición, se exige que cada uno la trate aparte y en competencia; se procura obligar al joven a que piense por sí mismo; enseñándole el fondo común de la ciencia, se le exige que se la apropie; se excita su facultad inventiva, se le provoca, por decirlo así, al egoísmo del genio, a la propiedad de las opiniones, y a medida que su condición imberbe adquiere formas originales, personales, facciosas, se aplauden sus triunfos, y todos se felicitan por haber hecho un hombre; los padres y los maestros se gozan por no haber perdido su tiempo y su dinero, y se dice de este discípulo, cuyas ideas temerarias acaso destruyan un día la comunidad, que pagó los gastos de su juventud. Pues bien: que la educación, literaria y científica, se convierta a la vez en profesional, y es claro que, con esta manía de hacer de los jóvenes otros tantos hombres originales, capaces de iniciativa y de hacer descubrimientos, nos alejaremos cada vez más del principio comunista: en vez de trabajadores fraternalmente unidos, no tendremos más que personas ambiciosas e indomables caracteres. Yo presento esta pavorosa cuestión a las meditaciones de los pensadores comunistas.

A medida que avanzamos en esta rápida pesquisa, vemos que los hombres mezclaron, en proporciones muy diversas, en sus establecimientos políticos, religiosos, industriales, militares y pedagógicos, los principios de propiedad y de comunidad; y todo esto se hizo espontáneamente, unas veces por necesidad, otras por egoísmo, y algunas también por accidente, o por lo menos, sin intención apreciable.

Así vemos que los empleados públicos, recibiendo su salario de la comunidad que compra sus servicios, viven separados, a pesar de las ventajas que podrían obtener si estuviesen reunidos. La vida separada, tan cara y tan onerosa, agrada más a los improductivos, aunque con sus sueldos fijos les sería más fácil agrupar sus gastos, que a los industriales cuyos salarios son tan precarios y tan desiguales. Acaso llegue un día en que los empleados públicos se entiendan y centralicen sus consumos; pero hoy por hoy, es cierto que rechazan, como todo el mundo, el régimen comunista, y que consideran la vida de familia como la más agradable de todas. Podrá ser esto efecto de un temperamento depravado y bárbaro, o de un sentimiento de dignidad y de nobleza; yo admito todas las conjeturas mientras no encuentro razones suficientes para emitir un juicio contrario.

El hombre, a quien acabamos de ver semicomunista en el período de su educación, en el cumplimiento de sus deberes cívicos y religiosos y en el ejercicio de sus funciones públicas, se hace propietario en la industria, en el comercio y en la agricultura. Produce, cambia y consume de una manera exclusivamente privada, y sólo conserva raras relaciones con la comunidad. Efecto de un instinto irresistible y de una preocupación fascinadora que se remonta a los tiempos más remotos de la historia, todo obrero aspira a ser empresario, todo oficial quiere ser maestro, todo jornalero sueña con establecerse por su cuenta, como en otros tiempos todo plebeyo soñaba con ser noble. Y notad que nadie ignora las desventajas de la subdivisión, las cargas de la casa, la imperfección de la pequeña industria y los peligros del aislamiento. La personalidad es más fuerte que todas las consideraciones; el egoísmo prefiere los riesgos de la lotería a la sujeción de la comunidad, y se ríe de los teoremas de la economía política.

En resumen: la comunidad se apodera de nosotros en la cuna, y se impone fatalmente por lo que hace a las grandes fuerzas de la naturaleza. En cuanto a su esencia, la comunidad repugna a la definición; no es lo mismo que la igualdad; no se funda en la materia, y depende exclusivamente del libre arbitrio; se distingue de la asociación y toca al egoísmo. Apenas la industria empieza a nacer y el trabajo produce sus primeros bosquejos, la personalidad entra en lucha con la comunidad, que se nos presenta desde entonces en el suelo doméstico y hasta en el lecho conyugal, imperfecta y en decadencia ya. Más tarde la encontramos incompatible con una educación liberal y vigorosa; por último, declina rápidamente en las funciones asalariadas, y desaparece por completo en el trabajo libre. Todo esto resulta de la necesidad de las cosas, tanto como de la espontaneidad de nuestra naturaleza. Los economistas lo reconocieron así hace ya muchos años.

¿Está en el espíritu de la sociedad humana, exclama con mucha razón el señor Dunoyer, suprimir toda individualidad, toda existencia colectiva, intermediaria, y no dejar subsistir más que una grande existencia general que absorba a todos los demás? ¿Cómo conciliar la libertad, que se quiere defender, con esta concentración violenta? ¿Cómo conciliar esta misma concentración con los progresos y la unidad que se desea obtener? No vacilemos en decirlo: si hay cosas que deben realizarse por la grande unidad social o nacional, hay otras mucho más numerosas, que deben hacerse por las unidades colectivas de orden inferior, como son la unidad departamental, la comunal, la de las asociaciones industriales y comerciales; las innumerables unidades de las familias, y sobre todo, las unidades aisladas o individuales. No basta que una gran nación, para ser verdaderamente grande y una, sepa obrar nacionalmente; se necesita también que los hombres de que se compone sean activos y experimentados como individuos, como familias, como asociaciones, como comunidades de habitantes y como provincias. Cuanto más valor adquieran en estos diversos aspectos, tanto más tendrán como nación.

Yo excito a los socialistas a que mediten estas palabras, en las cuales hay más filosofía, más verdadera ciencia social que en todos los escritos de los utopistas.

En cuanto a las ventajas especiales de la vida en común, he aquí cuál parece ser la opinión general.

En igualdad de bienestar, si el trabajo, el cambio y el consumo se efectúan en una completa independencia, se cree que la condición es la mejor posible.

Si el trabajo se ejecuta en común, y el consumo es privado, la condición parece ya menos buena, aunque soportable todavía: ésta es la de la mayor parte de los obreros y funcionarios subalternos.

Si todo se hace común, trabajo, casa, ingresos y gastos, la vida es insípida, triste y odiosa.

Tal es el prejuicio anticomunista; prejuicio que ninguna clase de educación debilita, que se fortifica con ella, sin que se pueda descubrir de qué modo esta educación podrá cambiar de principio, y prejuicio, en fin, al cual los comunistas parecen encontrarse tan inclinados como los propietarios. ¿Cómo se explican, si no, sus vacilaciones? ¿Quién les impide realizar entre sí su idea, y qué es lo que esperan? Para someter mi razón al principio comunista, sólo exijo una prueba; que me enseñen dos familias, maridos, mujeres e hijos, viviendo confundidos en una perfecta comunidad.

Pero el comunismo no se entiende a sí mismo, y le falta comprender todavía cuál debe ser su papel en el mundo. Semejante a un beodo, la humanidad vacila y se tambalea entre dos abismos, de un lado la propiedad, y del otro el comunismo: la cuestión está ahora en saber de qué modo salvará este desfiladero que produce vértigos, y en el cual los pies se resbalan. ¿Qué responden a esto los escritores comunistas?

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