Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV

Demostración de la hipótesis de Dios por la propiedad

Si Dios no existiese, no habría propietarios: he ahí la conclusión de la economía política.

He aquí ahora la conclusión de la ciencia social: La propiedad es el crimen del Ser Supremo. El único deber del hombre, su única religión, es renegar de Dios. Roc est primum et maximun mandatum.

Está demostrado que el establecimiento de la propiedad entre los hombres, no fue hijo de la elección ni de la filosofía: su origen, como el de las monarquías, como el de los idiomas y el de los cultos, fue completamente espontáneo, místico, divino, en fin. La propiedad pertenece a la gran familia de las creencias instintivas que bajo el manto de la religión y de la autoridad, dominan todavía a nuestra orgullosa especie: en una palabra; la propiedad es una religión; tiene su teología, que es la economía política; su casuística, que es la jurisprudencia; su mitología y sus símbolos en las formas exteriores de la Justicia y de los contratos. El origen histórico de la propiedad, como de toda religión, se oculta en las tinieblas: si se la interroga sobre sí misma, responde con el hecho de su existencia, se explica por medio de leyendas, y presenta alegorías como si fuesen pruebas. En fin: la propiedad, como toda religión, está sometida a la ley del desenvolvimiento. Por eso se la ve como simple derecho de uso y de habitación entre los germanos y los árabes; como posesión patrimonial, inalienable a perpetuidad, entre los judíos; feudal y enfitéutica en la Edad Media; absoluta y circulable a voluntad del propietario, entre los romanos y en la época actual. Pero la propiedad, que llegó a su apogeo, empieza a decaer: combatida por la comandita, por las nuevas leyes hipotecarias, por la expropiación por causa de utilidad pública, por las innovaciones del crédito agrícola, por las meras teorías del alquiler, etc. (1), se acerca el momento en que no sea más que la sombra de sí misma.

Bajo estos rasgos generales, no se puede desconocer el carácter religioso de la propiedad.

Este carácter místico y progresivo se presenta, sobre todo, en la singular ilusión que la propiedad causa a sus propios teorizadores, y que consiste en lo siguiente: cuanto más se desarrolla, reforma y mejora la propiedad, tanto más se anticipa su ruina; sin embargo, sus defensores se imaginan creer en ella cada vez más, cuando en realidad creen cada vez menos: ilusión que es común a todas las religiones habidas y por haber.

Así se ve que el cristianismo de San Pablo, el más filósofo de los apóstoles, ya no es el cristianismo de San Juan; la teología de Santo Tomás de Aquino, no es la de San Agustín y San Atanasio; y el catolicismo de los señores Bautain, Buchez y Lacordaire, no es el de Bourdaloue y de Bossuet. Para los místicos modernos, que se imaginan ensanchar las viejas ideas cuando las estrangulan, la religión apenas es más que la fraternidad humana, la unidad de los pueblos, la solidaridad y la armonía en la gestión del globo. La religión es, ante todo, el amor y siempre el amor. Pascal se habría escandalizado de las aspiraciones eróticas de los devotos de nuestro tiempo. Dios, en el siglo XIX, es el amor más puro; la religión es el amor, y la moral es el amor también. Mientras que para Bossuet el dogma lo era todo, porque del dogma debían salir la caridad y sus obras, los modernos ponen la caridad en primer término, y reducen el dogma a una fórmula insignificante por sí misma, cuyo valor está en su contenido; es decir, en el amor o en la moral.

Por esto los verdaderos enemigos de la religión, los que en todos los tiempos hicieron más para arruinarla, fueron los que la interpretaban con el mayor celo buscándole un sentido filosófico, esforzándose por hacerla racional, según los deseos de San Pablo, uno de los primeros que se consagraron a la obra imposible de armonizar la razón con la fe. Los verdaderos enemigos de la religión, digo, son esos cuasi racionalistas que pretenden amoldarla a lo que ellos llaman sus principios, sin apercibirse de que le conducen a la tumba, y que, so pretexto de emancipar la religión de la letra que mata, es decir, del simbolismo que constituye su esencia, y de enseñarla según el espíriu que vivifica, o en otros términos, según la razón que duda y la ciencia que demuestra, revolviendo la tradición continuamente, disfrazando la fe y torciendo el sentido de las escrituras, llegan, por una degradación insensible del dogma, a su negación formal. La religión, dicen estos falsos lógicos fundándose en una etimología de Cicerón, la religión es el lazo de la humanidad, cuando deberían decir: la religión es el signo y el emblema de la ley social; pero este emblema se borra todos los días por el frote incesante de la crítica, y sólo queda la expectativa de una realidad que únicamente la ciencia positiva puede determinar.

Así la propiedad, desde que se deja de defenderla en su brutalidad original y se habla de disciplinarla, de someterla a la moral, de subordinarla al Estado, de socializarla, en fin, la propiedad peligra y perece. Perece, digo, porque es progresiva, porque su idea es incompleta. y porque su naturaleza no tiene nada de definitiva; porque es el momento principal de una serie cuyo conjunto solamente puede dar una idea verdadera; en una palabra: porque es una religión. Lo que al parecer se quiere conservar, y lo que en realidad se busca bajo el nombre de propiedad, no es la propiedad; es una nueva forma de posesión sin ejemplo en el pasado, y que se pretende deducir de los principios o motivos que se atribuyen a la propiedad, obedeciendo a esa ilusión lógica que nos obliga a suponer siempre en el origen o en el fin de una cosa, lo que se debe buscar en la cosa misma; quiero decir, su significación y su tendencia.

Pero si la propiedad es una religión, y si, como toda religión, es progresiva, tendrá, como toda religión también, su objeto propio y específico. El cristianismo y el budismo son las religiones de la penitencia o de la educación de la humanidad; el mahometismo es la religión de la fatalidad; la monarquía y la democracia son una sola religión, que es la religión de la autoridad, y la filosofía misma es la religión de la razón. ¿Cuál es, pues, esta religión particular, la más tenaz, la que debe arrastrarlas a todas en su caída, y que, sin embargo, no perecerá; religión en la cual ya sus propios sectarios no creen, y que llamamos propiedad?

Supuesto que ésta se manifiesta por la ocupación y la explotación, que tiene por objeto fortificar y ensanchar el monopolio por el dominio y la herencia, que por medio de la renta recoge sin trabajar, y por la hipoteca compromete sin garantía; que es refractaria a la sociedad; que su regla es el capricho, y que debe perecer por la justicia, la propiedad es la religión de la fuerza.

Las fábulas religiosas confirman esta idea. Caln, el propietario, según el Génesis, conquista la tierra con su lanza, la rodea de estacas, se constituye una propiedad y mata a Abel, el pobre, el proletario, como él hijo de Edán (el hombre), aunque de casta inferior y de condición servil. Estas etimologías son instructivas, y dicen más por su candor, que todos los comentarios (2). Los hombres hablaron siempre el mismo idioma, y el problema de la unidad del lenguaje está demostrado por la identidad de las ideas que expresa: por lo demás, es ridículo disputar sobre las variantes de sonidos y de caracteres.

Así, pues, según la gramática, como según la fábula y el análisis, la propiedad, religión de la fuerza, es al mismo tiempo religión de la servidumbre. Según que se apodere a mano armada o que proceda por exclusión y monopolio, engendra dos clases de servidumbre: una, que es el proletariado antiguo, resultado del hecho primitivo de la conquista o de la división violenta de Adán, la humanidad, en Caín y Abel, patricios y plebeyos; la otra, que es el proletariado moderno, la clase obrera de los economistas, resultado del desenvolvimiento de las fases económicas que se resumen, como ya hemos visto, en el hecho capital de la consagración del monopolio por el dominio, la herencia y la renta.

Pues bien: la propiedad, o, en su expresión más simple, el derecho de la fuerza, no podía conservar por mucho tiempo su brutalidad original; desde el primer momento, comenzó a componer su fisonomía, a fingir y a disimularse bajo una multitud de disfraces. Llegó esto a tal extremo, que el título de propietario, sinónimo en un principio, de bandido y de ladrón, se convirtió a la larga, por la transformación insensible de la propiedad, y por una de esas anticipaciones del porvenir tan frecuentes en el estilo religioso, en lo contrario, precisamente, del ladrón y del bandido. En otra obra he referido ya esta degradación de la propiedad, y la reproduciré desarrollándola algo más.

El robo se ejerce por una infinidad de medios que los legisladores distinguieron cuidadosamente y clasificaron según su grado de brutalidad o de astucia, como si quisiesen castigar unas veces, y estimular otras el hurto. Se roba, pues, asesinando en los caminos públicos, aisladamente o en partida, con fractura, escalamiento, etc., por sustracción simple, falsificando escrituras públicas o privadas, y fabricando moneda falsa.

Esta especie comprende a todos los que roban sin más auxilio que la fuerza o el fraude reconocido: bandidos, ladrones, piratas de mar y tierra. Los antiguos héroes se honraban con estos nombres, y consideraban su profesión tan noble como lucrativa. Nemrod, Teseo, Jasón y sus argonautas, Jefté, David, Caco, Rómulo, Clovis y sus sucesores merovingianos, Roberto Guiscard, Tancredo de Hauteville, Bohemond, y la mayor parte de los aventureros normandos, fueron bandidos y ladrones. El bandolerismo fue la única ocupación y el único medio de existencia de los nobles en la Edad Media, y a él debe Inglaterra todas sus colonias. Nadie desconoce el odio que los pueblos salvajes tienen al trabajo; el honor, a sus ojos, no está en producir, sino en tomar. ¡Ojalá que te veas cultivando un campo!, se dicen los unos a los otros maldiciéndose. El carácter heroico del ladrón está pintado en este verso de Horacio, refiriéndose a Aquiles: Jura neget sibi nata, nihil non arroget armis; y en estas palabras de1 testamento de Jacob, que los judíos aplican a David, y los cristianos místicamente a Jesucristo: Manus ejus contra omnes. Esta predisposición a la rapiña fue siempre inherente al oficio de las armas; y si Napoleón sucumbió en Waterloo, se puede decir que pagó él los robos de sus héroes: Yo tengo oro, vino y mujeres, con mi lanza y mi escudo, decía, no ha mucho todavía, el general de Brossard.

Hoy al ladrón, al fuerte armado de la Biblia, se le persigue como a los lobos y a las hienas; la policía mató su noble industria; el Código le sujeta, según su especialidad y calidad, a penas infamantes y aflictivas, desde la reclusión hasta el suplicio. El derecho de conquista, cantado por Voltaire, no se tolera ya: las naciones han llegado a ser, unas frente a otras, extremadamente susceptibles en este punto. En cuanto a la ocupación individual, llevada a cabo sin una concesión del Estado, no se ve un solo caso.

Se roba por estafa, abuso de confianza, lotería y juego.

Esta segunda especie de robo fue muy apreciada en Esparta, y la aprobó Licurgo con el objeto de aguzar el ingenio de los jóvenes. Esta es la categoría de los Dolón, Sinón, Ulises, de los judíos antiguos y modernos, desde Jacob hasta Deutz (3); de los bohemios, de los árabes y de todos los salvajes. Estos últimos roban sin vergüenza y sin remordimientos, no porque estén depravados, sino porque son ingenuos. Bajo el reinado de Luis XIII y de Luis XIV, nadie se deshonraba por hacer fullerías en el juego; constituían parte de las reglas, y las personas honradas no tenían inconveniente en corregir los ultrajes de la fortuna por medio de un hábil artificio. Todavía hoy, el saber hacer una venta, es decir, engañar a todo el mundo, es una especie de mérito muy considerado por los campesinos en el grande y pequeño comercio. La primera virtud de la madre de familia consiste en saber robar a las personas que le venden y a las que ella ocupa, quedándose con parte del salario y del precio; y si no todos somos hijos de coquetas, como decía Paul Louis, lo somos de bribonas.

Todo el mundo sabe con cuánta pena el gobierno se conformó con la abolición de las loterías, porque con ellas perdía una de sus propiedades más queridas; y apenas hace sesenta años que la confiscación dejó de deshonrar nuestras leyes. ¡Ah! en todos los tiempos, el primer pensamiento del magistrado que castiga, como el del bandido que asesina, fue el de despojar a su víctima. Todos nuestros impuestos y nuestras leyes de aduanas tienen el robo por punto de partida.

El ratero, el estafador, el charlatán, el que habla en nombre de Dios o representa a la sociedad, como el que vende amuletos, hace uso de la destreza de sus manos, de la sutileza de su ingenio, del prestigio de su elocuencia y de una gran fecundidad de imaginación. Su talento consiste en saber excitar la avaricia oportunamente. Así es que el legislador, queriendo probar la estimación que el talento y la astucia le merecían, además de la categoría de los crímenes, para los cuales sólo se usa la fuerza y la alevosía y se castigan con penas terribles, creó la categoría de los delitos sujetos a penas correccionales, pero no infamantes. ¡Qué espiritualismo tan estúpido!

Se roba por usura.

Esta especie, tan aborrecida de la Iglesia en otros tiempos, y castigada severamente en la actualidad, no se distingue del préstamo a interés -uno de los resortes más enérgicos de la producción-, y forma la transición entre los robos prohibidos y los que están autorizados. Así es que, por su naturaleza equívoca, da lugar a una multitud de contradicciones en las leyes y en la moral; contradicciones muy hábilmente explotadas por los hombres de justicia, de la banca y del comercio.

Por esta razón, el usurero que presta al 10 por 100 sobre hipoteca, incurre en una multa enorme si se le sorprende; pero el banquero que percibe el mismo interés, no como préstamo, sino como comisión, está protegido por un privilegio real. Sería demasiado largo enumerar todas las clases de robos que se cometen por el tráfico; baste decir que en todos los pueblos antiguos, la profesión de cambista, banquero, publicano o tratante, se tenía por deshonrosa. Hoy los capitalistas que colocan sus fondos, sea en papel del Estado, sea en el comercio, a interés perpetuo de 3, 4 ó 5 por 100, es decir, que percibe, además del precio legítimo del préstamo, un interés menor que el de los banqueros y usureros, son la flor y nata de la sociedad. Siempre el mismo sistema: la moderación en el robo constituye nuestra virtud.

Se roba por constitución de renta, arriendo y alquiler.

Considerada en su principio y su destino, la renta es la ley agraria, por cuyo medio los hombres todos deben hacerse propietarios inamovibles del sue1o: en cuanto a su importancia, representa la parte de producto que excede al salario del productor y que pertenece a la comunidad. Durante el período de organización, esta renta se paga al propietario en nombre de la sociedad, que se manifiesta siempre por la individualización como se explica por hechos. Pero el propietario hace más que cobrar la renta, la disfruta solo; no da nada a la comunidad, no comparte con sus copartícipes, y sin poner en ella nada suyo, devora el producto del trabajo colectivo. Hay, pues, robo; robo legal si se quiere, pero robo real.

Se roba en el comercio y en la industria, siempre que el empresario se queda con parte del salario del obrero o percibe algo más de lo que le corresponde.

Al ocuparme del valor, he demostrado que todo trabajo debe dejar un excedente; de modo que, suponiendo que el consumo del trabajador sea siempre el mismo, su trabajo debería crear, además de su subsistencia, un capital cada vez mayor. Bajo el sistema de la propiedad, el excedente del trabajo, esencialmente colectivo, pasa todo, como la renta, al propietario. Ahora bien: entre esta apropiación disfrazada y la usurpación fraudulenta de un bien comunal, ¿qué diferencia existe?

La consecuencia de esta usurpación es que el trabajador, cuya parte en el producto colectivo confisca siempre el empresario, está constantemente en pérdida, mientras el capitalista está siempre en ganancia; que el comercio, el cambio de valores esencialmente iguales, no es más que el arte de comprar por 3 francos lo que vale 6, y vender por 6 lo que vale 3; y que la economía política, que defiende este régimen, es la teoría del robo, como la propiedad, cuyo respeto sostiene semejante estado de cosas, es la religión de la fuerza. Es justo, decía recientemente el señor Blanqui en un discurso sobre las coaliciones pronunciado en la Academia de Ciencias morales; es justo que el trabajo participe de las riquezas que produce. Luego si no participa, hay injusticia, hay robo, y los propietarios son ladrones. ¡Hablad claro, señores economistas!

Al salir de la comunidad negativa, llamada por los poetas la edad de oro, la justicia es, pues, el derecho de la fuerza. En una sociedad que empieza a organizarse, la desigualdad de las facultades despierta la idea de valor; ésta conduce a la de proporción entre el mérito y la fortuna; y como el primero y el único mérito que entonces se reconoce es el de la fuerza, el más fuerte, aristas (superlativo de ares, fuerte, nombre propio del dios Marte), es el que tiene derecho a la mayor parte; y si ésta se le niega, se apodera de ella. De esto a arrogarse el derecho de propiedad sobre todas las cosas, no hay más que un paso.

Tal fue el derecho heroico conservado, por lo menos como recuerdo, entre los griegos y los romanos hasta los últimos tiempos de sus respectivas Repúblicas. En el Gorgias, Platón introduce un tal Calicles que, con razones especiosas, sostiene el derecho de la fuerza, y a quien Sócrates, defensor de la igualdad, tou isou, refuta con más elocuencia que lógica. Se cuenta que el gran Pompeyo se avergonzaba aún de estos hechos, y que, sin embargo, un día se le ocurrió decir: ¡Que yo respete las leyes cuando llevo armas! Este rasgo pinta al hombre en quien la ambición y la conciencia están en lucha, y que procura justificar su pasión con una máxima heroica, con un proverbio de ladrón.

Al derecho de la fuerza sucedió el de la astucia, que no era más que una degradación del primero y una nueva manifestación de la justicia: este derecho fue aborrecido de los héroes que no brillaban y perdian mucho con él. La conocida historia de Edipo y de la Esfinge, es una alusión a este derecho de la sutileza, según el cual, el vencedor era dueño del vencido. La habilidad de engañar a un rival con proposiciones insidiosas pareció que merecía también su recompensa; más por una reacción que descubría ya el verdadero sentimiento de lo justo, y que sin embargo era una inconsecuencia, los fuertes aplaudieron siempre la buena fe y la sencillez, mientras los hábiles despreciaban a los fuertes llamándolos brutales y bárbaros.

En este tiempo el respeto a la palabra y la observancia del juramento eran de un rigor literal más bien que lógico: Uti lingua nun cupassit, ita jus esto: según la lengua haya hablado, asi será el derecho, dijo la ley de las Doce Tablas. La razón naciente se dirige menos al fondo que a la forma de las cosas, porque instintivamente comprende que la forma, el método, constituye toda su certidumbre. La astucia, o por mejor decir, la perfidia, fue toda la politica de la antigua Roma. Entre otros ejemplos que podriamos citar, Vico refiere éste, citado también por Montesquieu: Los romanos habian prometido a los cartagineses conservarles sus bienes y su ciudad, empleando con intención la palabra civitas, que significa la sociedad, el Estado. Los cartagineses, que habian entendido la ciudad material, urbs, se pusieron a levantar sus murallas y fueron atacados por infringir el tratado. Los romanos, siguiendo en esto el derecho heroico, no creyeron inicuo sostener una guerra injusta, después de haber engañado a sus enemigos con un equivoco. La diplomacia moderna no ha cambiada en nada estas antiguas costumbres.

En el robo, tal como la ley lo prohibe, la fuerza y la astucia se emplean sin accesorios. En el robo autorizado se disfrazan con la apariencia de una utilidad cualquiera, de la cual se sirven como de un instrumento para despojar a su víctima.

El recurso directo a la violencia y a la bellaquería se rechazó unánimemente, y este acuerdo de todos los pueblos en renunciar a la fuerza, es lo que constituye y distingue la civilización; pero ningún pais del mundo llegó todavia a salvarse del robo disfrazado con la máscara del trabajo, del talento y de la posesión.

Los derechos de la fuerza y de la astucia, celebrados por los rapsodas en la Iliada y la Odisea, inspiraron a las Repúblicas griegas y llenaron con su espiritu las leyes romanas, de las cuales pasaron a nuestras costumbres y a nuestros códigos. El cristianismo no modificó nada; establecido como religión, hostil desde su comienzo a la filosofia y despreciando la ciencia, no podía menos de acoger todo lo que fuese de esencia religiosa. Así fue que, después de haberse declarado partidario de la igualdad y del sentido común en San Mateo y en San Pablo, reunió poco a poco en torno suyo las supersticiones que en un principio proscribiera; el politeísmo, el dualismo, el trinitarismo, la magia, la nigromancia, la jerarquía, la monarquía, la propiedad, todas las religiones y abominaciones de la tierra.

La ignorancia de los pontífices y de los concilios, sobre todo en lo que a la moral se refiere, igualó a la del forum y a la de los pretores; y esta ignorancia profunda de la sociedad y del derecho, perdió a la Iglesia y deshonró para siempre su enseñanza. Por lo demás, la infidelidad fue general: todas las sectas cristianas desconocieron el precepto de Cristo; todas erraron en la moral, porque erraban en la doctrina; todas son culpables de proposiciones falsas, llenas de iniquidad y de homicidio. Que pida perdón a la sociedad esa Iglesia que se llama infalible y que no supo conservar el depósito; que sus hermanas, las pretendidas reformadas, se humillen ... y el pueblo, desengañado, aunque clemente, resolverá.

La propiedad, pues, el derecho convencional, tan diferente de la justicia como el eclecticismo lo es de la verdad y el valor de la mercurial, se constituye por una serie de oscilaciones entre los dos extremos de la justicia; la fuerza brutal y la astucia pérfida, entre las cuales los contendientes se detienen siempre en una convención. Pero la justicia viene inmediatamente después del compromiso; la convención expresará, más tarde o más temprano, la realidad; el derecho verdadero se desprende incesantemente del derecho sofístico y arbitrario; la reforma se efectúa por medio de la lucha entre la fuerza y la inteligencia; y a este vasto movimiento, cuyo punto de partida está en las tinieblas del salvajismo, y que expira en cuanto la sociedad se eleva a la idea sintética de la posesión y del valor; a este conjunto de trasformaciones y de revoluciones instintivamente realizadas que busca su solución científica y definitiva, es a lo que yo llamo religión de la propiedad.

Pero si la propiedad espontánea y progresiva es una religión, como la monarquía y el sacerdocio, es de derecho divino. De la misma manera la desigualdad de las condiciones y de las fortunas, la miseria, en fin, es de derecho divino; el perjurio y el robo son también de institución divina; la explotación del hombre por el hombre es una afirmación, ¿qué digo?, es una manifestación de Dios. Los verdaderos teístas son los propietarios; los defensores de la propiedad son todos los hombres que temen a Dios; las condenas a muerte y a presidio que ejecutan los unos con los otros a consecuencia de sus errores sobre la propiedad, son sacrificios humanos que ofrecen al dios de la fuerza; pero los que anuncian el fin próximo de la propiedad, que provocan, con Jesucristo y San Pablo, la abolición de la propiedad, que razonan sobre la producción, el consumo y la distribución de las riquezas, son los anarquistas y los ateos; y la sociedad que marcha visiblemente hacia la igualdad y la ciencia, es la negación incesante de Dios.

Demostración de la hipótesis de Dios por la propiedad y necesidad del ateísmo por el perfeccionamiento físico, moral e intelectual del hombre: tal es el extraño problema que nos falta por resolver. Pocas palabras bastarán: los hechos son conocidos, y nuestra prueba está hecha.

La idea dominante del siglo, la idea más vulgar y más auténtica hoy, es la del progreso. Desde Lessing el progreso se convirtió en base de las creencias sociales, y desempeña en los espíritus el mismo papel que en otros tiempos desempeñaba la revelación. El latín revelatio, lo mismo que el griego apokalupsis, significa a la letra desenvolvimiento, progreso, pero la antigüedad religiosa veía este desenvolvimiento en una historia referida por Dios mismo antes del suceso, mientras que la razón filosófica de los modernos, lo ve en la sucesión de los hechos realizados. La profecía no es lo opuesto, sino el mito de la filosofía de la historia.

El progreso de la humanidad: tal es, pues, nuestra idea más profunda y más comprensiva; desenvolvimiento del lenguaje y de las leyes, de las religiones y de las filosofías, progreso económico e industrial; desenvolvimiento de la justicia por la fuerza, la astucia y las convenciones, y progreso de las ciencias y de las artes. Y el cristianismo, que abraza todas las religiones, que se opone a todas las filosofías, que se apoya, por un lado en la revelación y por el otro en la penitencia; es decir, que cree en la educación del hombre por la razón y la experiencia, el cristianismo, en su conjunto, es el símbolo del progreso (4).

Frente a esta idea sublime, fecunda y eminentemente racional, persiste y parece revivir todavía otra idea gigantesca, enigmática, impenetrable a nuestros instrumentos dialécticos, como lo son al telescopio las profundidades del firmamento: esta idea es la de Dios.

¿Qué es Dios?

Hipotéticamente, Dios es lo eterno, lo omnipotente, lo infalible, lo espontáneo; en una palabra, es lo infinito en todas sus facultades, propiedades y manifestaciones. Dios es el ser en quien la inteligencia y la actividad, elevadas a una potencia infinita, llegan a ser idénticas y adecuadas a la fatalidd misma: Summa lex, summa libertas, summa necesitas. Dios es, por esencia, antiprogresivo y antiprovidencial. Dictum, factum: he ahí su divisa, su sola y única ley. Y como en él la eternidad excluye la Providencia, así también la infalibilidad excluye la percepción del error, y por consiguiente, la percepción del mal: Sanctus in omnibus operibus suis. Pero Dios, por su cualidad de infinito en todos sentidos, adquiere una especificación propia, por consiguiente, una posibilidad de existencia que resulta de su oposición al ser finito, progresivo y providencial que lo concibe como un antagonista suyo. En una palabra; si, como Dios no tiene nada de contradictorio en su concepto, es posible, debe examinarse esta hipótesis involuntaria de nuestra razón.

Todas estas nociones las hemos adquirido por medio del análisis del ser humano considerado en su constitución moral e intelectual; se presentaron inmediatamente después de una dialéctica irrefutable, como el postulado necesario de nuestra naturaleza contingente y de nuestra función sobre el globo.

Más tarde, lo que habíamos concebido como simple posibilidad de existencia, se elevó, por la teoría del dualismo irreductible y de la progresión de los seres, a la importancia de una probabilidad. Hicimos constar que el hecho, demostrado ya por la ciencia, de una creación progresiva que se desenvuelve en una sustancia dualista, y cuya razón con el último término están dados, implicaba otro hecho en su origen, que es el de una ciencia infinita en espontaneidad, eficacia y certidumbre, cuyos atributos, por consiguiente, serían inversos a los del hombre.

Falta, pues, poner en claro este hecho probable, esta existencia sine qua non que la razón exige, que la observación sugiere, pero que nada prueba todavía, y que, en todo caso, su infinidad y su soledad nos arrebatan la esperanza de comprender. Falta demostrar lo indemostrable, penetrar lo inaccesible; en una palabra, falta poner lo infinito ante los ojos del hombre mortal.

Este problema, insoluble al primer golpe de vista y contradictorio en los términos, si uno se toma la pena de reflexionar sobre él, se reduce al teorema siguiente, en el cual toda contradicción desaparece: Hacer ecuación entre la fatalidad y el progreso, de tal manera que la existencia infinita y la progresiva, adecuadas la una a la otra, aunque no idénticas (por el contrario, inversas), penetrándose sin confundirse, sirviéndose mutuamente de expresión y de ley, se nos presenten, como el espíritu y la materia que los constituyen, pero con otras dimensiones, como las dos fases inseparables e irreductibles del ser.

Se ha visto ya, y nosotros hemos tenido cuidado de hacerlo notar, que en la ciencia social, las ideas son todas igualmente eternas y evolutivas, simples y complexas, aforísticas y subordinadas. Para una inteligencia trascendente, en el sistema económico no hay principio, ni consecuencia, ni demostración, ni deducción: la verdad es una e idéntica, sin condición de encadenamiento, porque es verdad siempre, en todas partes, bajo una infinidad de aspectos y en una infinidad de teorías y de sistemas. Sólo por la exposición didáctica, la serie de las proposiciones se manifiesta. La sociedad es como un sabio que tiene la ciencia hecha en su cerebro, que la abraza en su conjunto, la concibe sin principio ni fin, la penetra simultánea y distintamente en todas sus partes, y encuentra en cada una de ellas evidencia y prioridad iguales. Pero si este mismo hombre quiere producir la ciencia, se ve precisado a desarrollarla en palabras, proposiciones y discursos sucesivos; es decir, a presentar como una progresión lo que se le aparece como un todo indivisible.

Así, las ideas de libertad, igualdad, tuyo, mío, mérito y demérito, crédito y débito, servidor y amo, proporción, valor, competencia, monopolio, impuesto, cambio, división del trabajo, máquinas, aduanas, renta, herencia, etcétera; todas las categorías, todas las oposiciones, todas las síntesis que se encuentran desde el origen del mundo en el vocabulario económico, son contemporáneas en la razón. Y sin embargo, para constituir una ciencia que nos sea accesible, es necesario que estas ideas estén escalonadas siguiendo una teoría que nos las presenta engendrándose unas a otras, y que tiene su principio, su medio y su fin. Para entrar en la práctica humana y realizarse de una manera eficaz, estas mismas ideas deben establecerse en una serie de instituciones oscilantes, acompañadas de mil accidentes imprevistos y largas vacilaciones. En una palabra; así como en la ciencia hay la verdad trascendental y absoluta y la verdad teórica, así también en la sociedad hay, a la vez, fatalidad y providencia, espontaneidad y reflexión. La segunda de estas fuerzas trabaja constantemente por suplantar a la primera, pero en realidad hace siempre la misma obra.

La fatalidad es, pues, una forma del ser y de la idea; la deducción y el progreso es otra.

Pero la fatalidad y el progreso son abstracciones del lenguaje que no conoce la naturaleza, en quien todo está realizado o no existe. Hay pues, en la humanidad el ser fatal y el ser progresivo, inseparables, aunque distintos, opuestos, antagónicos e irreductibles.

Como criaturas dotadas de una espontaneidad irreflexiva e involuntaria, sometidas a las leyes de un organismo físico y social ordenado desde la eternidad, inmutable en sus términos, irresistible en su conjunto y que se cumple y se realiza por desarrollo y crecimiento, en tanto que vivimos, crecemos y morimos, trabajamos, cambiamos, amamos, etc., somos el ser fatal, in quo vivimus, movemur et sumus. Nosotros somos su sustancia, su alma, su cuerpo y su figura, como lo son los animales, las plantas y las piedras. Pero en tanto que observamos, reflexionamos, aprendemos, obramos, sometemos a la naturaleza y nos hacemos dueños de nosotros mismos, somos el ser progresivo, somos hombres. Dios, natura naturans, es la base, la sustancia eterna de la sociedad; y la sociedad, natura naturata, es el ser fatal en perpetua emisión de sí mismo. Aunque imperfectamente, la fisiología representa este dualismo en su distinción de la vida orgánica la vida de relación. Dios no existe en la sociedad solamente, sino en toda la naturaleza; pero sólo en la sociedad se le percibe por su oposición con el ser progresivo: en la sociedad, es el hombre el que, por su evolución, hace cesar el panteísmo original; por esta razón, el naturalista que se sumerge y se absorbe en la fisiología y en la materia, sin estudiar nunca la sociedad ni el hombre, pierde poco a poco el sentimiento de la divinidad. Para él, todo es Dios, o mejor dicho, Dios no existe.

Dios y el hombre, de naturalezas diversas, se distinguen, pues, por sus ideas y sus actos; en una palabra, por su lenguaje.

El mundo es la conciencia de Dios. Las ideas o hechos de conciencia en Dios, son la atracción, el movimiento, la vida, el número, la medida, la unidad, la oposición, la progresión, la serie y el equilibrio: todas esta ideas fueron concebidas y producidas eternamente, por consiguiente, sin sucesión, previsión ni error. El lenguaje de Dios, los signos de sus ideas, son todos los seres y sus fenómenos.

Las ideas o hechos de conciencia en el hombre, son la atención, la comparación, la memoria, el juicio, el razonamiento, la imaginación, el tiempo, el espacio, la causalidad, lo bello y lo sublime, el amor y el odio, el dolor y la voluptuosidad. Estas ideas las produce el hombre al exterior por signos específicos; idiomas, industria, agricultura, ciencias y artes, filosofías, leyes, gobiernos, guerras, conquistas, ceremonias alegres y fúnebres, revoluciones y progresos.

Las ideas de Dios son comunes al hombre, que viene de Dios como la naturaleza; que no es más que la conciencia de la naturaleza; que toma las ideas de Dios por principios y materiales de todas las suyas, y convierte en su ser y se asimila incesantemente la sustancia divina. Pero las ideas del hombre son extrañas a Dios, que no comprende nuestro progreso, y para quien todos los productos de nuestra imaginación son monstruosos. Por esta razón, el hombre habla el idioma de Dios como el suyo propio, mientras Dios es impotente para hablar el idioma del hombre, y ninguna conversación, ningún pacto es posible entre ellos; por eso, en fin, todo lo que en la humanidad viene de Dios, se detiene en él o vuelve a él, es hostil al hombre y perjudicial a su desarrollo y a su perfección.

Dios crea el mundo; arroja, por decirlo así, al hombre de su lleno, porque es la potencia infinita, y porque su esencia consiste en engendrar el progreso eternamente: Pater ab aevo se videns parem sibi gignit natum, dice la teología católica. Dios y el hombre son, pues, necesarios el uno al otro, y ninguno de ellos puede negarse sin que el otro desaparezca al mismo tiempo. ¿Qué sería el progreso sin una ley absoluta e inmutable? ¿Qué sería la fatalidad si no se desenvolviese al exterior? Supongamos que la actividad en Dios cesase de repente; la creación volvería a entrar en la existencia caótica, volvería al estado de materia sin formas, de espíritu sin ideas, de fatalidad ininteligible. Dios, sin obrar, no existe. Pero Dios y el hombre, a pesar de la necesidad que los encadena, son irreductibles; lo que los moralistas llamaron, por una calumnia piadosa, la guerra del hombre consigo mismo, y que en el fondo no es más que la guerra del hombre contra Dios, la guerra de la reflexión contra el instinto, de la razón que prepara, elige y contemporiza, contra la pasión impetuosa y fatal, es una prueba irrecusable de esta verdad. La existencia de Dios y del hombre está demostrada por su antagonismo eterno; he ahí lo que explica la contradicción de los cultos que, tan pronto piden a Dios que vele por el hombre, que no le abandone a la tentación, como Fedra conjurando a Venus para que arranque de su corazón el amor que Hipólito le inspirara, como le piden la sabiduría y la inteligencia; el hijo de David al subir al trono, y nosotros en las misas del Espíritu Santo, somos una prueba de ello. He ahí, en fin, lo que explica la mayor parte de las guerras civiles y de religión, la persecución de las ideas, el fanatismo de las costumbres, el odio a la ciencia y el horror al progreso, causas primeras de todos los males que afligen a nuestra especie.

El hombre, como tal, no puede encontrarse nunca en contradicción consigo mismo, y sólo siente la turbación y la lucha por la resistencia de Dios, que vive en él. En el hombre se reúnen todas las espontaneidades de la naturaleza, todas las instigaciones del Ser fatal, todos los dioses y los demonios del universo. Para someter estas potencias, para disciplinar esta anarquía, el hombre sólo cuenta con su razón, con su pensamiento progresivo; y he ahí lo que constituye el drama sublime, cuyas peripecias forman, por su conjunto, la última razón de todas las existencias. El destino de la naturaleza y del hombre es la metamorfosis de Dios; pero Dios es inagotable, y nuestra lucha eterna.

No nos sorprendamos, pues, si todo el que hace profesión de misticismo y de religión, todo el que depende de Dios, todo el que desea retrogradar hacia la ignorancia primitiva, todo el que preconiza la satisfacción de la carne y el culto de las pasiones, se presenta como partidario de la propiedad y como enemigo de la igualdad y de la justicia. Nos encontramos en vísperas de una batalla, en la cual todos los enemigos del hombre se conjurarán contra él; estos enemigos son los sentidos, el corazón, la imaginación, el orgullo, la pereza y la duda: Astiterunt reges terra: adversus Christum! ... La causa de la propiedad es la causa de las dinastías y de los sacerdocios, de la demagogia y del sofisma, de los improductivos y de los parásitos. Ninguna hipocresía ni seducción alguna se omitirá para defenderla. A fin de arrastrar al pueblo, se empezará por compadecer su miseria; se excitará en él el amor y la ternura, todo lo que pueda disminuir el valor y debilitar la voluntad; se pondrá por cima de la reflexión filosófica y de la ciencia su feliz instinto: después se recordarán las glorias nacionales; se exaltará su patriotismo; se le hablará de sus grandes hombres, y poco a poco sustituirán el culto de la Razón, siempre proscrito, con el de los explotadores, con la idolatría de los aristócratas.

El pueblo, como la naturaleza, desea realizar sus ideas, y a las cuestiones teóricas prefiere las de personas. Si se subleva contra Fernando, es por obedecer a Mazaniello. Necesita un Lafayette, un Mirabeau, un Napoleón, un semidiós, y no aceptará su dicha de las manos de un comisionista, a no ser que se presente vestido de general. ¡Y ved cómo el culto de los ídolos prospera! Ved a los fanáticos de Fourier y del buen Icario, grandes hombres que quieren organizar la sociedad y no pudieron establecer nunca una cocina; ved a los demócratas, que hacen consistir la grandeza y la virtud en un triunfo de tribuna, siempre dispuestos a lanzarse sobre el Rhin, como los atenienses en Queronea, obedeciendo a la voz de algún Demóstenes que la víspera haya recibido el oro de Filipo y arroje su escudo en medio de la batalla.

De las ideas, de los principios, de la inteligencia de los hechos realizados, nadie se ocupa: no parece sino que tenemos demasiado con la sabiduría antigua. La democracia permanece todavía en Rousseau; los dinásticos y los legitimistas sueñan con Luis XIV; la clase media se eleva hasta Luis el Gordo; los sacerdotes sólo se detienen en Gregorio VII, y los socialistas en Jesucristo: aquí se va a quien retrocede más. En esta decadencia universal, el estudio, como el trabajo parcelario, es un modo de embrutecerse; la crítica se reduce a insípidas arlequinadas, y toda filosofía expira.

¿No es esto lo que hemos visto hace algunos meses, cuando un hombre de ciencia, amigo del pueblo y que hace profesión de enseñar la historia y el progreso, a través de un diluvio de frases elegíacas y ditirámbicas, no supo emitir sobre la cuestión social más que este desgraciado juicio?

En cuanto al comunismo, una sola palabra basta. El último país en donde la propiedad será abolida, es en Francia precisamente. Si, como decía alguno de esta escuela, la propiedad es un robo, hay aquí veinticinco millones de propietarios que no se dejarán despojar mañana.

El autor de esta bufonada es el señor Michelet, profesor en el Colegio de Francia, miembro de la Academia de Ciencias morales y políticas, y el alguno a quien alude soy yo. El señor Michelet pudo nombrarme sin temor de que me avergonzase: la definición de la propiedad es mía, y toda mi ambición consiste en probar que comprendí su sentido y su extensión. ¡La propiedad es el robo! En mil años no se vuelven a decir dos palabras como ésas: no tengo más bienes en la tierra que esa definición de la propiedad; pero la creo más preciosa que todos los millones de Rothschild, y me atrevo a decir que será el acontecimiento más notable del reinado de Luis Felipe.

Pero ... ¿quién le ha dicho al señor Michelet que la negación de la propiedad implica necesariamente el comunismo? ¿Cómo sabe que Francia es el último país del mundo que abolirá la propiedad? ¿Por qué en vez de veinticinco millones de propietarios no dijo treinta y cuatro? ¿En dónde nos vió acusar a las personas, como acusamos las instituciones? Y cuando añade que los veinticinco millones de propietarios que hay en Francia no se dejarán despojar mañana, ¿quién le da derecho de suponer que se necesita para nada su consentimiento? En cinco líneas, el señor Michelet tuvo el talento de ser cinco veces absurdo: sin duda quiso realizar la predicción que yo hice en otro tiempo respecto a la persona que en lo sucesivo quisiese defender la propiedad. Pero ... ¿qué se puede responder a un hombre que, después de cuarenta años de estudios sobre la historia, se presenta predicando en el siglo XIX la emancipación por el instinto? Que otros discutan con el señor Michelet; yo, por mi parte, le recomiendo el estudio de la cronología.


Notas

(1) Véase Troplong, Contrat de Louage, tomo 1, en donde sostiene, contra todos los jurisconsultos anteriores y contemporáneos, y con razón en nuestro concepto, que en el arriendo, el arrendatano adquiere un derecho en la cosa, y que la obligación da lugar a una acción real y personal a la vez.

(2) Cain, estaca, lanza, dardo; ganch, lat. canah, junco, caña, materia del dardo; ganah, rodear de estacas, adquirir; quiné, ser celoso, como el propietario que se cierra. Bal, adv. de negación; belinah, nada absolutamente; bala, envejecer, convertirse en nada; habal, desvanecerse; habel, hombre de nada, nada.

(3) Personaje de la confianza de la duquesa de Berry, a quien traicionó e hizo detener en Nantes en 1832.

(4) Proudhon desarrolla esta tesis de su filosofía de la historia, que mide el progreso por el conocimiento y la realización de la justicia, en el volumen Philosophie du Progrés (1853) y en la Justice dans la Révolution et dans l'Eglise.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha