Índice de Consideraciones filosóficas de Miguel BakuninEl hombre, inteligencia, voluntadLa religiónBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 3

Animalidad, humanidad

¿Cuáles son las necesidades del hombre y cuáles son las condiciones de su existencia?

Al examinar de más cerca esta cuestión, encontraremos que, a pesar de la distancia infinita que parece separar el mundo humano del mundo animal, en el fondo, los puntos cardinales de la existencia humana más refinada y de la existencia animal menos desarrollada, son idénticos: nacer , desenvolverse y crecer, trabajar para comer, mantener su existencia individual en el medio social de la especie, amar, reproducirse, después morir. A estos puntos se añade solamente para el hombre uno nuevo: es el de pensar y conocerse, facultad y necesidad que se encuentran sin duda en un grado inferior, aunque ya muy sensible, en los animales que por su organización se acercan más al hombre, pero que sólo llegan en el hombre a un poder de tal modo imperativo y perseverantemente dominante que transforman, a la larga, toda su vida. Como lo ha observado bien uno de los más atrevidos y simpáticos pensadores de nuestros días, Ludwig Feuerbach, el hombre hace todo lo que los animales hacen, sólo que él está llamado a hacerlo -y gracias a esa facultad tan extensa de pensar, gracias a ese poder de abstracción que le distingue de los animales de todas las demás especies, está forzado a hacerlo- más y más humanamente. Esa es toda la diferencia, pero es enorme. Contiene en germen toda nuestra civilización, con todas las maravillas de la industria, de la ciencia y de las artes; con todos sus desenvolvimientos religiosos, filosóficos, estéticos, políticos, económicos y sociales -en una palabra, todo el mundo de la historia.

Todo lo que vive, he dicho, impulsado por una fatalidad que le es inherente y que se manifiesta en cada ser como un conjunto de facultades o de propiedades, tiende a realizarse en esa plenitud de su ser. El hombre, ser pensante al mismo tiempo que vivo, para realizarse en esa plenitud debe conocerse. Esa es la causa del inmenso retardo que encontrarnos en su desenvolvimiento y lo que hace que, para llegar al estado actual de la civilización en los países más avanzados, estado aun tan poco conforme al ideal hacia el que tendemos hoy, le haya sido necesario no sé cuántas decenas o centenas de siglos. Se dirá que en esa investigación de sí mismo, a través de todas sus peregrinaciones y transformaciones históricas, ha debido agotar primeramente todas las brutalidades, todas las iniquidades y todas las desgracias posibles, para realizar sólo ese poco de razón y de justicia que reina hoy en el mundo.

Impulsado siempre por esa misma fatalidad que constituye la ley fundamental de la vida, el hombre crea su mundo humano, su mundo histórico, conquistando paso a paso, sobre el mundo exterior y sobre su propia bestialidad, su libertad y su humana dignidad. Las conquistas por la ciencia y por el trabajo.

Todos los animales están forzados a trabajar para vivir; todos, sin prestar atención a ello y sin tener la menor conciencia participan en la medida de sus necesidades, de su inteligencia y de su fuerza, en la obra tan lenta de la transformación de la superficie de nuestro globo en un lugar favorable para la vida animal. Pero ese trabajo no se convierte en un trabajo propiamente humano más que cuando comienza a servir para la satisfacción, no sólo de las necesidades fijas y fatalmente circunscriptas de la vida animal, sino aun de las del ser social, que piensa y habla, que tiende a conquistar y a realizar plenamente su libertad.

El cumplimiento de esa labor inmensa y que la naturaleza particular del hombre le impone como una necesidad inherente a su ser -el hombre es forzado a conquistar su libertad-, el cumplimiento de esa tarea no es sólo una obra intelectual y moral; es, ante todo, en el orden del tiempo y desde el punto de vista de nuestro desenvolvimiento racional, una obra de emancipación racional. El hombre no se hace realmente hombre, no conquista la posibilidad de su emancipación interior más que en tanto que ha logrado romper las cadenas de esclavo que la naturaleza exterior hace pesar sobre todos los seres vivos. Esas cadenas, comenzando por las más groseras y las más aparentes, son las privaciones de toda especie, la acción incesante de las estaciones y de los climas, el hambre, el frío, el calor, la humedad, la sequía y tantas otras influencias materiales que obran directamente sobre la vida animal y que mantienen el ser vivo en una dependencia casi absoluta ante el mundo exterior; los peligros permanentes que, bajo la forma de fenómenos naturales de toda especie, le amenazan y le oprimen por todas partes, tanto más cuanto que, siendo él mismo un ser natural y nada más que un producto de esa misma naturaleza que le comprime, lo envuelve, lo penetra, lleva, por decirlo así, el enemigo en sí mismo y no tiene ningún medio de escapar a él. De ahí nace ese temor perpetuo que siente y que constituye el fondo de toda existencia animal, temor que, como lo demostraré más adelante, constituye la base primera de toda religión. De ahí resulta también para el animal la necesidad de luchar durante toda su vida contra los peligros que le amenazan desde el exterior; de sostener su propia existencia, como individuo, y su existencia social, como especie, en detrimento de todo lo que le rodea: cosas, seres orgánicos y vivos. De ahí la necesidad del trabajo para los animales de toda especie.

Toda la animalidad trabaja y no vive más que si trabaja. El hombre, ser vivo, no está sustraído a esa necesidad, que es la ley suprema de la vida. Para mantener su existencia, para desarrollarse en la plenitud de su ser, debe trabajar. Existe, sin embargo, entre el trabajo del hombre y el de los animales de todas las otras especies una diferencia enorme: el trabajo de los animales es rutinario, porque su inteligencia es rutinaria; el del hombre, al contrario, es esencialmente progresivo, porque su inteligencia es en el más alto grado progresiva.

Nada prueba mejor la inferioridad decisiva de todas las otras especies animales con relación a la del hombre, que ese hecho incontestable e incontado, que los métodos tanto como los productos del trabajo colectivo o individual de todos los otros animales, métodos y productos a menudo de tal manera ingeniosos que se les creería dirigidos y confeccionados por una inteligencia científicamente desarrollada, no varían y no se perfeccionan casi nada. Las hormigas, las abejas, los castores y otros animales que viven en República, hacen hoy, precisamente, lo que han hecho hace tres mil años, lo que prueba que no hay progreso. Son tan sabios y tan torpes en este momento como hace treinta o cuarenta siglos. Se constata un movimiento progresivo en el mundo animal. Pero son las especies mismas, las familias y las clases las que se transforman lentamente, impulsadas por la lucha por la vida, esa ley suprema del mundo animal, en consecuencia de la cual las organizaciones más inteligentes y más enérgicas reemplazan sucesivamente a las organizaciones inferiores, incapaces de sostener a la larga esa lucha contra ellas. Desde este punto de vista, pero solamente desde este punto de vista, hay incontestablemente en el mundo animal, movimiento y progreso. Pero en el seno mismo de las especies, de las familias y de las clases de animales, no hay ninguno o casi ninguno.

El trabajo del hombre, considerado tanto desde el punto de vista de los métodos como del de los productos, es tan perfectible y progresivo como su espíritu. Por la combinación de su actividad cerebral o nerviosa con su actividad muscular, de su inteligencia científicamente desarrollada con su fuerza fisica; por la aplicación de su pensamiento progresivo a su trabajo que, de exclusivamente animal, instintivo, casi maquinal y ciego que era al principio, se hace más y más inteligente, el hombre crea su mundo humano. Para darse una idea de la inmensa carrera que ha recorrido y de los progresos enormes de su industria, que se compare solamente la choza del salvaje con esos palacios lujosos de París que los salvajes prusianos se creen providencialmente destinados a destruir; y las pobres armas de las poblaciones primitivas, con esos terribles instrumentos de destrucción que parecen haberse convertido en la palabra de la civilización germánica.

Lo que todas las otras especies de animales, tomadas en conjunto, no han podido hacer, lo hizo el hombre solo. Ha transformado realmente una gran parte de la superficie del globo; ha hecho de él un lugar favorable a la existencia, a la civilización humana. Ha dominado y vencido a la naturaleza. Ha transformado ese enemigo, ese déspota al principio tan terrible, en un servidor útil, o al menos, en un aliado tan poderoso como fiel.

Sería preciso darse cuenta del verdadero sentido de estas expresiones: vencer la naturaleza, dominar la naturaleza. Se corre el riesgo de caer en un malentendido muy molesto y tanto más fácil cuanto que los teólogos, los metaflsicos y los idealistas de todas las especies no dejan nunca de servirse de ellas para demostrar la superioridad del hombre-espíritu sobre la naturaleza-materia. Pretenden que existe un espíritu fuera de la materia, y subordinan naturalmente la materia al espíritu. No contentos con esa subordinación, hacen proceder la materia del espíritu, presentando éste último como creador de la primera. Hemos puesto las cosas en su lugar respecto de esa insensatez, de que no tenemos por qué ocuparnos más aquí. No conocemos y no reconocemos otro espíritu que el espíritu animal considerado en su más alta expresión como espíritu humano. Y sabemos que ese espíritu no es un ser aparte fuera del mundo material, sino que no es otra cosa que el propio funcionamiento de esa materia organizada y viva, de la materia animalizada y especialmente del cerebro.

Para dominar la naturaleza, en el sentido de los metaflsicos, el espíritu debería, en efecto, existir por completo al margen de la materia. Pero ningún idealista ha sabido todavía responder a esta cuestión: No teniendo la materia límite ni en su longitud, ni en su amplitud, ni en su profundidad, y al suponer que el espíritu reside fuera de esa materia, que ocupa en todos los sentidos posibles toda la infinitud de la especie, ¿cuál puede ser, pues, el puesto del espíritu? O bien debe ocupar el mismo puesto que la materia, estar exactamente difundido por todas partes como ella, con ella, ser inseparable de la materia, o bien no puede existir. Pero si el espíritu puro es inseparable de la materia, entonces está perdido en la materia y no existe más que como materia; lo que equivaldría a decir que sólo existe la materia. O bien habría que suponer que aun siendo inseparable de la materia, queda fuera de ella. ¿Pero, dónde, si la materia ocupa todo el espacio? Si el espíritu está fuera de la materia, debe ser limitado por ella. Pero, ¿cómo lo inmaterial podría ser, sea limitado, sea contenido por lo material, lo infinito por lo finito? Si el espíritu es absolutamente extraño a la materia, e independiente de ella, ¿no es evidente que no debe, que no puede ejercer sobre ella la menor acción, tener sobre ella ningún poder? -porque sólo lo que es material puede obrar sobre las cosas materiales.

Se ve bien que de cualquier manera que se plantee esta cuestión, se llega necesariamente a un absurdo monstruoso. Obstinándose en hacer vivir juntas dos cosas tan incompatibles como el espíritu puro y la materia, se llega a la negación de uno y de otra, a la nada. Para que la existencia de la materia sea posible, es preciso que sea, -ella que es el ser por excelencia, el ser único, en una palabra todo lo que es- es preciso, digo, que sea la base única de toda cosa existente, el fundamento del espíritu. Y para que el espíritu pueda tener una consistencia real, es preciso que proceda de la materia, que sea una manifestación de ella, su funcionamiento, su producto. El espíritu puro, como lo demostraré más tarde, no es otra cosa que la abstracción absoluta, la nada.

Pero desde el momento que el espíritu es el producto de la materia, ¿cómo puede modificar la materia? Puesto que el espíritu humano no es otra cosa que el funcionamiento del organismo humano y que ese organismo es el producto por completo material de ese conjunto indefinido de causas y de efectos, de esa causalidad universal que llamamos la naturaleza ¿dónde adquiere el poder necesario para transformar la naturaleza? Entendámonos bien: el hombre no puede detener ni cambiar esa corriente universal de los efectos y de las causas; es incapaz de modificar ninguna ley de la naturaleza, puesto que no existe y que no obra, sea consciente, sea inconscientemente, más que en virtud de esas leyes. He ahí un huracán que sopla y que rompe todo a su paso, impulsado por una fuerza que le parece inherente. Si hubiese podido tener conciencia de sí mismo, habría podido decir: Soy yo el que, por mi acción y mi voluntad espontánea, rompe lo que ha creado la naturaleza; y estaría equivocado. Es una causa de destrucción, sin duda, pero una causa relativa, efecto de una cantidad de otras causas; no es más que un fenómeno fatalmente determinado por la causalidad universal, por ese conjunto de acciones y de reacciones continuas que constituye la naturaleza. Lo mismo pasa con los actos que pueden ser realizados por todos los seres organizados, animados e inteligentes. Desde el instante en que nacen no son al principio más que productos; pero apenas nacidos, aun continuando siendo productos y nuevamente productos hasta su muerte, por esa misma naturaleza que les ha creado, se convierten a su vez en causas relativamente activas, unos con conciencia y sentimiento de lo que hacen, otros inconscientemente, como todas las plantas. Pero hagan lo que quieran, unos y otros no son más que las causas relativas, activas en su seno mismo y según las leyes de la naturaleza, nunca contra ellas. Cada uno obra según sus facultades o las propiedades y las leyes que le son pasajeramente inherentes, que constituyen todo su ser, pero que no están irrevocablemente asociadas a su existencia; eso prueba que cuando muere, esas facultades, esas propiedades, esas leyes no mueren; le sobreviven, adheridas a seres nuevos y que no tienen por otra parte ninguna existencia fuera de esa contemporaneidad y de esa sucesión de seres reales, de suerte que no constituyen ningún ser inmaterial o aparte, pues están eternamente adheridas a las transformaciones de la materia inorgánica, orgánica y animal, o más bien no son otra cosa que transformaciones regulares del ser único, de la materia, de la cual cada ser, aún el más inteligente y el más voluntario en apriencia, el más libre, en cada momento de su vida, piense lo que piense, emprenda lo que emprenda, haga lo que haga, no es nada más que un representante, un funcionario, un órgano involuntario y fatalmente determinado por la corriente universal de los efectos y de las causas.

La acción de los hombres sobre la naturaleza, tan fatalmente determinada por las leyes naturales como lo es toda otra acción en el mundo, es la continuación, muy indirecta sin duda, de la acción mecánica, fisica y química de todos los seres inorgánicos, compuestos y elementales; la continuación más directa de la acción de las plantas sobre su medio natural, y la continuación inmediata de la acción más y más desarrollada y consciente de sí, de todas las especies animales. No es en efecto otra cosa que la acción animal, pero dirigida por una inteligencia progresiva, por la ciencia; pues esa inteligencia progresiva y esa ciencia no son por otra parte más que una transformación nueva de la materia en el hombre; de donde resulta que, cuando el hombre obra sobre la naturaleza, es la naturaleza la que reacciona sobre sí. Se ve por tanto que ninguna rebelión del hombre contra la naturaleza es posible.

El hombre no puede luchar nunca contra la naturaleza; por tanto, no puede ni vencerla ni dominarla; aun cuando he dicho que emprende y realiza actos que son en apariencia los más contrarios a la naturaleza, obedece aún a leyes de la naturaleza. Nada puede sustraerle a ella, es su esclavo absoluto. Pero ese esclavo no es uno, porque toda esclavitud supone dos seres que existen uno fuera del otro, y de los cuales uno está sometido al otro. El hombre no está fuera de la naturaleza, pues no es nada más que naturaleza; por tanto, no puede ser esclavo.

¿Cuál es, pues, la significación de esas palabras: combatir, dominar la naturaleza? Hay en eso un eterno malentendido que se explica por el doble sentido que se asocia ordinariamente a esa palabra naturaleza. Una vez se la considera como el conjunto universal de las cosas y de los seres, lo mismo que de las leyes naturales; contra la naturaleza entendida así, he dicho, no hay lucha posible; puesto que abarca y contiene todo, es la omnipotencia absoluta, el ser único. Otra vez se entiende por esa palabra naturaleza el conjunto más o menos restringido de los fenómenos, de las cosas y de los seres que rodean al hombre, en una palabra, su mundo exterior. Contra esa naturaleza exterior, la lucha no sólo es posible, es fatalmente necesaria, fatalmente impuesta por la naturaleza universal a todo lo que vive, a todo lo que existe; porque todo ser que existe y que vive, como lo he dicho ya, lleva en sí esta doble ley natural: 1. No poder vivir fuera de su medio natural o de su mundo exterior; 2. No poder mantenerse en él más que al existir, más que al vivir en su detrimento, más que al luchar constantemente contra él. Es, pues, ese mundo o esa naturaleza exterior lo que el hombre, armado de las facultades y de las propiedades de que la naturaleza universal le ha dotado, puede y debe vencer, puede y debe dominar; nacido en la dependencia, primero casi absoluta, de esa naturaleza exterior, debe someterla a su vez y conquistar sobre ella su propia libertad y su humanidad.

Anteriormente a toda civilización y a toda historia, en una época exclusivamente lejana y durante un período de tiempo que ha podido durar no se sabe cuántos millares de años, el hombre no fue al principio más que una bestia salvaje entre otras tantas bestias salvajes, un gorila quizás, o un pariente muy próximo del gorila. Animal carnívoro o más bien omnívoro, era, sin duda, más voraz, más feroz, más cruel que sus primos de otras especies. Hizo una guerra de destrucción como ellos, y trabajó como ellos. Tal fue su estado de inocencia, preconizado por todas las religiones posibles, el estado ideal tan alabado por J. J. Rousseau. ¿Qué es lo que lo arrancó a ese paraíso animal? Su inteligencia progresiva que se aplicaba natural, necesaria y sucesivamente a su trabajo animal. Pero ¿en qué consiste el progreso de la inteligencia humana? Desde el punto de vista formal, consiste sobre todo en el mayor hábito de pensar que se adquiere por el ejercicio del pensamiento, y en la conciencia más precisa y más clara de su propia actividad. Pero todo lo que es formal no adquiere una realidad cualquiera más que en relación con su objeto: ¿y cuál es el objeto de esa actividad formal que llamamos pensamiento? Es el mundo real. La inteligencia humana no se desarrolla, no progresa más que por el conocimiento de las cosas y de los hechos reales; por la observación reflexiva y por la constatación más y más exacta y detallada de las relaciones que existen entre ellos, y de la sucesión regular de los fenómenos naturales, de los diferentes órdenes de su desenvolvimiento, o, en una palabra, de todas las leyes que le son propias. Una vez que el hombre ha adquirido el conocimiento de esas leyes, a las cuales están sometidas todas las existencias reales, incluso la suya, aprende primero a prever ciertos fenómenos, lo que le permite prevenirlos o garantizarse contra aquellas de sus consecuencias que podrían ser molestas o perjudiciales para él. Además, ese conocimiento de las leyes que presiden el desenvolvimiento de los fenómenos naturales, aplicado a su trabajo muscular y al principio puramente instintivo o animal, le permite a la larga sacar partido de esos mismos fenómenos naturales y de todas las cosas cuyo conjunto constituye el mundo exterior y que le eran al principio hostiles, pero que, gracias a ese latrocinio científico, acaban por contribuir poderosamente a la realización de sus fines.

Para dar un ejemplo muy simple, el viento, que al principio le aplasta bajo la caída de los árboles desarraigados por su fuerza o que derriba su choza silvestre, es obligado más tarde a moler su trigo. Es así como uno de los elementos más destructores, el fuego, organizado convenientemente, ha proporcionado al hombre un benéfico calor, y un alimento menos salvaje, más humano. Se ha observado que los monos más inteligentes, una vez que ha sido encendido el fuego, acuden a calentarse, pero que ninguno ha sabido encenderlo, ni mantenerlo siquiera echando sobre él nueva leña. Es indudable también que pasaron muchos siglos antes de que el hombre salvaje, y tan poco inteligente como los monos, haya aprendido ese arte hoy tan rudimentario, tan trivial y al mismo tiempo tan precioso de atizar y de manipular el fuego para su propio uso. Tampoco las mitologías antiguas dejaron de divinizar al hombre o más bien a los hombres que primero supieron sacar partido del fuego. Y en general debemos suponer que las artes más sencillas, y que constituyen en este momento las bases de la economía doméstica de las poblaciones menos civilizadas, han costado esfuerzos inmensos de invención a las primeras generaciones humanas. Eso explica la lentitud desesperante del desenvolvimiento humano durante los primeros siglos, comparado al rápido desenvolvimiento de nuestros días.

Tal es, pues, la manera como el hombre ha transformado y continúa transformando, venciendo y dominando su medio, la naturaleza exterior. ¿Es por una rebelión contra las leyes de esa naturaleza universal que, abarcando todo lo que es, constituye también su propia naturaleza? Al contrario, es por el conocimimiento y por la observación más respetuosa y más escrupulosa de esas leyes como logra, no sólo emanciparse sucesivamente del yugo de la naturaleza exterior, sino también someter ésta, al menos en parte, a su vez.

Pero el hombre no se contenta con esa acción sobre la naturaleza propiamente exterior. En tanto que inteligencia, capaz de hacer abstracción de su propio cuerpo y de toda su persona, y de considerarla como un objeto exterior, el hombre, siempre impulsado por una necesidad inherente a su ser, aplica el mismo procedimiento, el mismo método para modificar, para corregir, para perfeccionar su propia naturaleza. Es un yugo natural interior que el hombre debe sacudir igualmente. Ese yugo se presenta a él lo mismo bajo la forma de sus imperfecciones y debilidades o aún bajo la forma de sus enfermedades individuales, tanto corporales como intelectuales y morales; después, bajo la forma más general de su brutalidad o de su animalidad, puesta frente a su humanidad, pues esta última se realiza en él progresivamente, por el desenvolvimiento colectivo de su ambiente social.

Para combatir esa esclavitud interior, el hombre no tiene igualmente otro medio que la ciencia de las leyes naturales que presiden su desenvolvimiento individual y su desenvolvimiento colectivo, y que la aplicación de esa ciencia, tanto a su educación individual (por la higiene, por la gimnasia de su cuerpo, de sus afectos, de su espíritu y de su voluntad, y por una instrucción racional) como a la transformación sucesiva del orden social. Porque no solamente él mismo, considerado como individuo, sino su medio social, esa sociedad humana de que es el producto inmediato, no es a su vez nada más que un producto de la universal y omnipotente naturaleza, con el mismo título que lo son los hormigueros, las colmenas, las República de los castores y todas las otras especies de asociaciones animales; y lo mismo que esas asociaciones se han formado incontestablemente y viven hoy conforme a las leyes naturales que les son propias, lo mismo la sociedad humana en todas las fases de su desenvolvimiento histórico, obedece, sin que lo sospeche la mayoría de las veces, a leyes que son tan naturales como las leyes que dirigen las asociaciones animales, pero de las cuales, al menos una parte, le es exclusivamente inherente. El hombre, por toda su naturaleza tanto interior como exterior, no es otra cosa que un animal que, gracias a la organización comparativamente más perfecta de su cerebro, está únicamente dotado de una mayor dosis de inteligencia y de poder afectivo que los animales de las otras especies. La base del hombre, considerado como individuo, es por consiguiente completamente animal y por tanto la de la sociedad humana no podría ser tampoco más que animal. Sólo que como la inteligencia del hombre-individuo es progresiva, la organización de esa sociedad debe serio también. El progreso es precisamente la ley natural fundamental y exclusivamente inherente a la humana sociedad.

Al reaccionar sobre sí y sobre el medio social de que es, como acabo de decirlo, el producto inmediato, el hombre, no lo olvidemos nunca, no hace otra cosa que obedecer todavía a esas leyes naturales que son propias y que obran en él con una implacable e irresistible fatalidad. Ultimo producto de la naturaleza sobre la Tierra, el hombre continúa, por decirlo así, por su desenvolvimiento individual y social, la obra, la creación, el movimiento y la vida. Sus pensamientos y sus actos más inteligentes y más abstractos y, como tales, los más lejanos de lo que se llama comúnmente la naturaleza, no son nada más que creaciones o manifestaciones nuevas. Frente a esa naturaleza universal, el hombre no puede tener ninguna relación exterior ni de esclavitud ni de lucha, porque lleva en sí esa naturaleza y no es nada fuera de ella. Pero al estudiar sus leyes, al identificarse en cierto modo con ellas, al transformarlas por un procedimiento psicológico, propio a su cerebro, en ideas y en convicciones humanas, se emancipa del triple yugo que le imponen primero la naturaleza exterior, después su propia naturaleza individual interior, y, en fin, la sociedad de que es producto.

Después de todo lo que acaba de decirse, me parece evidente que ninguna rebelión contra lo que llamo causalidad o naturaleza universal, es posible para el hombre; la naturaleza lo envuelve, lo penetra, está tanto fuera de él como en él mismo, constituye todo su ser. Al rebelarse contra ella se rebela contra sí mismo. Es evidente que es imposible para el hombre concebir sólo la veleidad y la necesidad de una rebelión semejante, puesto que, no existiendo fuera de la naturaleza universal y llevándola en sí, hallándose a cada instante de su vida en plena identidad con ella, no puede considerarse ni sentirse ante ella como un esclavo. Al contrario, es estudiando y apropiándose, por decirlo así, con el pensamiento, de las leyes naturales de esa naturaleza -leyes que se manifiestan igualmente, en todo lo que constituye su mundo exterior, y en su propio desenvolvimiento individual: corporal, intelectual y moral-, como él llega a sacudir sucesivamente el yugo de la naturaleza exterior, el de sus propias imperfecciones naturales, y, como lo veremos más tarde, el de una organización social autoritariamente constituida.

Pero entonces, ¿cómo ha podido surgir en el espíritu del hombre ese pensamiento histórico de la separación del espíritu y de la materia? ¿Cómo ha podido concebir la tentativa impotente, ridícula, pero igualmente histórica, de una revuelta contra la naturaleza? Ese pensamiento y esa tentativa son contemporáneas de la creación histórica de la idea de dios; han sido su consecuencia necesaria. El hombre no ha entendido al principio por la palabra naturaleza más que lo que nosotros llamamos la naturaleza exterior, incluso su propio cuerpo; y lo que llamamos la naturaleza universal, él lo llamó dios; desde entonces las leyes de la naturaleza se han vuelto, no leyes inherentes, sino manifestaciones de la voluntad divina, de los mandamientos de dios, impuestos desde arriba a la naturaleza y al hombre. Después de eso, el hombre, tomando partido por ese dios creado por él mismo contra la naturaleza y contra sí, se ha declarado en rebelión contra la naturaleza y ha fundado su propia esclavitud política y social.

Tal fue la obra histórica de todos los dogmas y cultos cristianos.


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