Índice del Los héroes de Thomas CarlylePresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA CONFERENCIA

El héroe como divinidad
Odín
El paganismo: mitología escandinava

Primera parte

(Martes, 5 de mayo de 1840)

Me he propuesto deciros algo sobre los Grandes Hombres; cómo surgieron en el tráfago del mundo; cómo moldearon la historia del mundo; qué ideas tuvieron de ellos los hombres; qué hicieron. Vamos a tratar de los Héroes, de su acogida y de sus obras; lo que llamo Culto de los Héroes y lo Heroico en la Historia. Es imposible reflexionar en este momento sobre tan importante y extenso tema con el detenimiento que merece, por ser ilimitado y tan amplio como la Historia Universal. Ésta, el relato de lo que ha hecho el hombre en el mundo, es en el fondo la Historia de los Grandes Hombres que aquí trabajaron. Fueron los jefes de los hombres; los forjadores, los moldes y, en un amplio sentido, los creadores de cuanto ha ejecutado o logrado la humanidad. Todo lo que vemos en la tierra es resultado material, realización práctica, encarnación de Pensamientos surgidos en los Grandes Hombres. El alma universal puede ser considerada su historia. Evidentemente, es una materia que supera nuestra potencia de juicio.

Me alivia pensar que los Grandes Hombres son provechosa compañía, en todos sus aspectos. No es posible contemplar a un gran hombre sin que nos reporte beneficio, por imperfecta que fuere nuestra consideración. Es fuente de viva luz, cuyo contacto es bueno y placentero, la luz que ilumina, que ha iluminado la tiniebla del mundo; no lámpara encendida, sino luminaria natural que brilla por el don de los Cielos; manantial refulgente que irradia discernimiento natural y original, de hombría y de nobleza heroica, en cuyo resplandor se regocijan todas las almas. Estoy seguro os agradará vagar un instante por tales regiones. Las Seis clases de Héroes, elegidos en distantes países y épocas, que difieren por completo en cuanto a su apariencia exterior, nos aclararán muchas cosas, si los consideramos fielmente. De comprenderlos, nuestra mirada penetrará en la medula de la historia del mundo. Grande sería mi gozo si pudiera revelaros en estos tiempos el significado del heroísmo, aunque fuere a grandes rasgos; la relación divina (pues bien puedo llamarla de este modo) que une al Gran Hombre con los demás de todas las épocas, sin agotar el tema, iniciándolo tan sólo. Mi deber es intentado y a toda costa.

Con razón se dice que el hecho culminante del hombre es su religión. De un hombre o un pueblo de hombres. No entiendo aquí por religión el credo profesado por él, los artículos de fe aceptados o defendidos de palabra u otro modo; ni ese conjunto ni nada de eso en muchos casos. Los que se distinguieron por su valía o por su vileza no profesaron todos los mismos credos. No considero religión esas creencias y aceptaciones, por ser muchas veces cosas accesorias, producto de su argumentación, si llega a tal profundidad. Lo que realmente cree (cosa que basta, sin que argumente para sí y menos para los demás), lo que el hombre toma a pecho, lo que sabe de cierto referente a sus relaciones vitales con este misterioso Universo, su deber y destino, es siempre lo principal para él, determinando todo lo demás, produciéndolo. Eso es su religión, o tal vez su mero escepticismo e irreligión: la manera cómo se siente unido espiritualmente al Mundo Invisible o al No-Mundo; si me decís qué es eso, me diréis cabalmente qué es el hombre, qué hará. Por eso lo primero que preguntamos de un hombre o de un pueblo es: ¿Qué religión tenían? ¿Paganismo, es decir, politeísmo, mera representación sensual del Misterio de la Vida, creencia en la Fuerza Física como elemento principal? ¿Cristianismo, o sea fe en lo Invisible, no sólo como real, sino como única realidad? ¿Creían en el tiempo basado en la Eternidad hasta en su mínimo instante? ¿El Imperio Pagano de la Fuerza desplazado por una más noble supremacía, la de la Santidad? ¿Era Escepticismo, incertidumbre e indagación sobre si hay Mundo Invisible, algún Misterio de la Vida, algo más que locura? ¿Duda sobre todo eso? ¿Incredulidad y negación rotunda? Si alguien satisface nuestra curiosidad nos revela el espíritu de la historia del hombre o del pueblo. Sus pensamientos fueron los generadores de sus actos; sus sentimientos, genitores de sus pensamientos: lo que determinó lo exterior y actual fue lo invisible y espiritual que en ellos había; el hecho culminante fue su religión. En estas Conferencias conviene encarar principalmente la faz religiosa, pues una vez conocida, poseemos el secreto. Como primer Héroe hemos elegido a Odin, figura central del Paganismo escandinavo; para nosotros es emblema de extensísima serie de cosas. Consideremos un momento al Héroe como Divinidad, la más remota forma de Heroísmo.

El paganismo parece cosa muy extraña, casi inconcebible hoy. Es una vertiginosa maraña de ilusiones, de inextricables confusiones, falsedades y absurdos que se extiende sobre el campo de la vida; algo que nos llena de estupor, casi de incredulidad, porque no es fácil comprender cómo pudo el hombre sensato creer y vivir sin zozobra profesando tales doctrinas. Que pudieran adorar a su débil congénere como a un Dios, y no sólo a él, sino a los animales, piedras y toda clase de cosas animadas e inanimadas, aceptando tan absurdo caos de alucinaciones como Teoría del Universo, parécenos fábula fuera de razón. Sin embargo, es evidente que así fue. Ése era el atroz laberinto de falsas adoraciones y erróneas creencias, admitidas por seres como nosotros, su extraño modo de pensar. No obstante, podemos asomamos triste y silenciosamente a las tenebrosas profundidades del hombre, para poder regocijamos en las alturas, de la pura visión que ha escalado. Todo eso estaba y está en el hombre, en todos los hombres; en nosotros, también.

Algunos especuladores llegan a explicar el Paganismo por un atajo: mera ficción, superchería y engaño, dicen; ningún sensato lo creyó; lo único que hicieron fue esforzarse por arrastrar a los demás, indignos del calificativo de cuerdos. Hay que protestar insistentemente contra esta hipótesis sobre los hechos e historia del hombre: por eso la rechazo en lo referente al Paganismo, y demás ismos a que el hombre se aferró durante mucho tiempo. Todos contenían alguna verdad; de no ser así, el hombre no los hubiera aceptado; la superchería y el engaño abundan, sobre todo en los períodos más avanzados de decadencia religiosa, pero la superchería no fue nunca influencia originaria en tales cosas; no fue su salud y su vida, sino su morbo, seguro precursor de su agonía. No lo olvidemos nunca. Creo triste hipótesis que la superchería originase la fe, aun entre los salvajes. La superchería no origina nada; lo que hace es sofocarlo todo. No es posible penetrar en el corazón de una cosa si sólo nos fijamos en su ficción, si no la rechazamos de una vez, como morbosidad, corrupción, que todo mortal debe alejar, desarraigar de su pensamiento y carácter. El hombre es enemigo natural del engaño en todos los pueblos. Creo que el Gran Lamaísmo contiene una especie de verdad. Leed el imparcial, perspicaz, escéptico escrito de Turner, Memoria de la Embajada a dicho país y lo observaréis. La sencilla gente del Tibet cree que la Providencia envía al mundo una Encarnación de sí misma cada generación; en el fondo cree en una especie de Papa, en la existencia de un Hombre Superior que, una vez descubierto, debe gozar del acatamiento de todos los demás. Ésta es la verdad del Gran Lamaísmo: el descubrimiento es su único error. Los sacerdotes tibetanos tienen sus métodos para reconocer al Hombre Superior, llamado a ser sublime entre ellos. Malos métodos, pero ¿son mejores los nuestros, que lo encarnan siempre en el primogénito de cierta genealogía? ¡Ay de mi!, no es fácil encontrar buenos métodos. Empezaremos a entender el Paganismo cuando admitamos que para sus adeptos fue axioma en una época. Aceptemos como cierto que los hombres creyeron en el Paganismo, que los fieles veían que sus sentidos no estaban alterados, que eran hombres como nosotros, que de haber vivido entonces, hubiéramos creído como ellos. Ahora preguntemos, ¿qué pudo ser el Paganismo?

Otra conjetura, algo más respetable, lo atribuye a la Alegoría, considerándolo visión de poéticas imaginaciones, manifestación en fábula alegórica, en forma encarnada y visible, de lo que tales mentes concibieron y creyeron era el Universo, lo cual, añaden, está de acuerdo con una ley principal de la naturaleza humana, que se observa aún, aunque en cosas de menor importancia. El hombre se esfuerza por expresar, por ver representado en forma visible, como animado por una especie de vida y realidad histórica, aquello que siente intensamente. Es indudable que dicha ley existe, que es de las más profundas de la naturaleza humana; tampoco hay que dudar que influyese fundamentalmente en esto. La hipótesis que atribuye el Paganismo, por entero, o en su mayor parte, a esta propensión, la considero más respetable, pero no puedo tenerla por verdadera. ¿Puede creerse adoptando como guía para la vida, una alegoría, una fantasía poética? Lo que necesitamos no es eso, sino realidad, porque la vida es inquietud, no siendo tampoco fantasía la muerte para el hombre. Nunca fue la vida cosa sin transcendencia, sino severa realidad, grave desasosiego.

Por eso creo que, si bien esos teóricos de la Alegoría van camino de la verdad, no llegan hasta ella. La Religión Pagana es ciertamente Alegoría, Símbolo de lo que el hombre concebía y sabía sobre el Universo; todas las Religiones son Símbolos de lo mismo, alterándose cuando eso otro se altera; mas me parece una perversión radical, y hasta una inversión, considerarlo como origen y causa motriz, cuando más bien fue resultado y efecto. Los hombres no ansiaban bellas alegorías, perfectos símbolos poéticos, sino saber cómo debían entender el Universo, qué camino tenían que seguir, qué esperanzas y temores podían abrigar, lo que debían procurar y evitar en esta misteriosa Vida. El Pilgrim's Progress (Obra de John Bunyan considerada, en los medios puritanos, como una obra superior, fue publicada en 1678. Nota de Chantal López y Omar Cortés), es Alegoría, tan bella y seria como otra cualquiera; pero consideremos si la Alegoría de Bunyan pudo haber precedido a la Fe que simboliza. La Fe tenía que existir antes, admitida por todos; entonces la Alegoría pudo transformarse en su sombra, y, con toda su gravedad, en especie de sombra jocosa, mero juego de la Fantasía, comparada con el Hecho pavoroso y certidumbre científica que se esfuerza en simbolizar poéticamente. La Alegoría es producto de la certidumbre, pero no la produce, ni en el caso de Bunyan ni en otro alguno. Porque aún tenemos que averiguar, en cuanto al Paganismo, qué originó aquella certidumbre científica, germen de tan pasmoso cúmulo de Alegorías, errores y confusiones. ¿Cómo era? ¿Qué era?

Vana sería la pretensión de explicar aquí, o en otro lugar, este lejano y nebuloso fenómeno del Paganismo, más semejante a un campo de nubes que a un remoto continente de tierra firme y de realidades. Ya no es actual, pero lo fue. Forzoso es comprender que ese aparente campo de nubes fue realidad; que su origen no era alegoría poética y menos todavía ficción y engaño. Nunca creyó el hombre en vana palabrería, ni arriesgó la vida de su alma en alegorías; en toda época, especialmente en las primitivas, descubrió instintivamente la falsedad, odió a los impostores. Abandonemos las teorías de la ficción y la alegoría, procuremos escuchar con afectuosa atención ese lejano y confuso rumor de los siglos de Paganismo, intentemos descubrir por lo menos si había en su entraña algo semejante a la realidad, y si los hombres no fueron falaces y ofuscados, sino veraces y cuerdos en su sencillez.

Recordad la fantasía platónica que supone sacan súbitamente a un hombre de la tenebrosa caverna en que vivió hasta entonces, para ver la salida del sol. ¡Cuál sería su maravilla! ¡Cuál su avasalladora sorpresa al ver lo que todos vemos diariamente con indiferencia! Con la inocente sensación del niño, acompañada de la madura reflexión del hombre, su corazón se enardecería ante el espectáculo, creyéndolo divino, prosternándose su espíritu y adorándolo. Esa grandeza infantil fue la que dominó los pueblos primitivos. El primer Pensador Pagano entre los rudos hombres, el primer mortal que comenzó a pensar, fue precisamente el hombre-niño de Platón, sencillo, ingenuo como el niño, pero con la profundidad y fuerza del hombre. La Naturaleza no tenía nombre para él; aún no había relacionado, aplicando vocablos, la infinita variedad de visiones, sonidos, formas y movimientos que ahora denominamos Universo, Naturaleza, o cosa parecida, y que despachamos así con una palabra. Para el hombre rudo, de corazón profundo, todo era nuevo, sin los velos de nombres o de fórmulas; allí estaba desnudo, lanzando sus rayos sobre él, hermoso, pavoroso, inefable. Para ese hombre la Naturaleza era lo que es siempre para el Pensador y el Profeta, pretenatural. ¿Qué es la tierra verde, florida y rocosa, los árboies, los montes y los rios, los clamorosos océanos, ese profundo mar de azul que se dilata sobre nuestras cabezas, los vientos que barren la tierra, la negra nube que varia su forma, que despide fuego, granizo y lluvia?, ¿qué es todo eso? Aún no lo sabemos de cierto; no lo sabremos nunca. Si escapamos a la dificultad no es por discernimiento superior, sino por ligereza, distracción, falta de entendimiento.

Cuando cesamos de maravillarnos es cuando no pensamos. Estamos rodeados de una atmósfera de tradiciones, frases, meras palabras, que adquiere consistencia y encierra las nociones que adquirimos. Al fuego lanzado por el nubarrón tormentoso llamamos electricidad, disertando sabiamente sobre ella, produciendo una chispa semejante frotando el cristal contra la seda; pero ¿qué es? ¿Qué la origina? ¿De dónde proviene? ¿Adónde va? Mucho nos ha enseñado la ciencia; pero la que nos oculta la inmensa infinitud profunda y sagrada de la Nesciencia que nunca podemos penetrar, sobre la que toda ciencia reposa como mera película superficial, es una pobre ciencia. El mundo es milagro para el que lo contempla (a pesar de toda nuestra ciencia o ciencias), maravilloso, inescrutable, mágico y mucho más para el que quiere meditar sobre él.

El gran misterio del Tiempo, de no haber otro, esa cosa ilimitada, silenciosa, inestable, llamada Tiempo, que transcurre veloz, especie de marea oceánica que lo abarca todo, en el que estamos sumergidos los seres y el completo universo como exhalaciones, que son y luego no son, será siempre un milagro que nos hace enmudecer, porque no disponemos de palabras para definirlo. ¿Qué podía saber de este Universo el hombre inculto? ¿Qué podemos saber nosotros? Que es Fuerza, innumerable Complejidad de Fuerzas, una Fuerza que no es nosotros. Eso es todo; que no es nosotros, que difiere por completo de nosotros. Fuerza, Fuerza y Fuerza en todas partes; somos misteriosa Fuerza en el centro de esa otra. En toda hoja que se pudre en el camino hay Fuerza; si no, ¿cómo se pudriría? Para el Pensador Ateo (de ser posible su existencia), sería también milagro este inmenso e infinito vórtice de Fuerza que nos rodea, que no reposa nunca, gigantesco como la Inmensidad, viejo como la Eternidad. ¿Qué es? Los creyentes responden: Omnipotencia Divina. La ciencia atea balbucea tristemente sobre ello, empleando nomenclaturas científicas, experimentos, cualquier cosa, como si se tratara de algo inerte, que pudiera enfrascarse en una botella de Leyden y venderse en los mostradores; pero el sentido natural del hombre, en toda época, si quiere aplicar noblemente su sentido, declara que es cosa viviente, inexplicable, Divina, ante la cual, lo mejor que podemos hacer, tras tanta ciencia, es empequeñecernos, prosternarnos fervorosamente, humillar nuestro espíritu, adorar en silencio si no encontramos palabras.

Consideremos también que nuestra época necesita Profeta o Poeta que le aclare ciertos conceptos, alguien que rasgue el velo y vulgarice nomenclaturas y tecnicismos que los ocultan irreverentemente, mientras los ávidos espíritus primitivos, a quienes nada de todo esto preocupaba, lo efectuaron por sí mismos. El mundo, que hoy sólo es divino para el inteligente, lo era entonces para todo el que lo contemplaba. El hombre estaba desnudo frente a él. Todo era Divino o Dios; Jean Paul Richter lo cree todavía así, el gigantesco Richter, capaz de escapar a los chismes; mas entonces no los había. Cuando brillaba Canope sobre el desierto con su azul fulgor diamantino (destello espiritual, superior en esplendor al que contemplamos aquí), penetraría en el corazón del solitario Ismaelita, a quien guiaba a través de aquel inmenso yermo. Para su corazón sencillo, que encerraba todo sentimiento, sin tener palabras para exteriorizarlo, parecería Canope un ojo que le dirigía la mirada desde las profundidades de la Eternidad, revelándole el Esplendor interior. ¿Podemos comprender por qué adoraban aquellos hombres a Canope, convirtiéndose en Sabeístas, es decir, adoradores de las estrellas? Tal es para mí el secreto de toda forma de Paganismo. La adoración es maravilla que trasciende, maravilla que ni tiene limite ni medida; eso es la adoración. Para aquellos primitivos todo cuanto los rodeaba era un emblema de la Divinidad, era un Dios.

Considerad la perenne fibra de verdad que residía en ello. ¿No vemos un Dios a través de cada estrella, en la hoja de broza, un Dios sensible para la vista, si abrimos el entendimiento y los ojos? Ahora no adoramos de ese modo; pero, ¿no se cree mérito, prueba de lo que llamamos naturaleza poética, reconocer que todo objeto encierra divina belleza, que todo sea aun para nosotros ventana por la que podemos mirar al Infinito? Llamamos Poeta al capaz de discernir la hermosura de las cosas, Pintor, Genio, portento, admirable. Aquellos ingenuos Sabeístas hacían lo que él hace, pero a su manera. Ya era mérito, lo efectuasen, fuere como fuere, realizándolo mejor que el estúpido, el caballo o el camello, que nada disciernen.

Pero hoy, si todo lo que vemos es emblema del Altísimo, afirmo que el hombre lo es mucho más. Conocéis las célebres palabras de San Juan Crisóstomo al referirse al Arca del Testimonio, Revelación visible de Dios entre los Hebreos: La verdadera Arca es el Hombre. Es cierto; la frase no es vana, sino que verdaderamente es así. La esencia de nuestro ser, el misterio existente en nosotros se llama Yo. ¿De qué palabras disponemos para tales cosas? Decimos es un soplo del Cielo; que el Ser Supremo se revela en el hombre. ¿No son el cuerpo, las facultades, la vida, una vestidura para ese Anónimo? Sólo hay un Templo en el Universo, dice el devoto Novalis, y es el Cuerpo del Hombre. Nada más santo que esa Forma. Al inclinamos ante los hombres reverenciamos esta Revelación Encarnada. Cuando tocamos el cuerpo humano tocamos el Cielo. Esto parece mero floreo retórico, pero no lo es; si meditamos, se transforma en hecho científico, expresión de una verdad real, mediante las palabras de que disponemos. Somos el milagro de los milagros, el misterio inescrutable de Dios. No lo comprendemos, no sabemos qué decir, pero podemos sentir y saber que así es verdaderamente, si queremos.

Estas verdades sintiéronse mejor en tiempos pretéritos. Las primitivas generaciones, que gozaban de la frescura de la infancia y de la profundidad del hombre que anhela, que no creían comprender todo lo existente en el Cielo y la Tierra dándole nombres científicos, sino que tenían que considerarlo en su desnudez, con temor y sorpresa, comprendieron mejor lo divino residente en el hombre y la Naturaleza; pudieron adorar a la Naturaleza sin enloquecer, y al hombre sobre todas las cosas. Podían venerar, es decir, admirar ilimitadamente dentro del perfecto uso de sus facultades, con toda sinceridad de corazón. Considero el Culto de los Héroes como gran elemento modificador en aquel antiguo sistema de pensamiento. Lo que llamé compleja maraña del Paganismo brotó de muchas raíces: toda admiración, adoración de una estrella u objeto natural, era raíz o fibra de raíz; pero el Culto de los Héroes es la raíz más profunda, la raíz-madre que nutría todas las demás, desarrollándolas grandemente.

Ahora bien, si la adoración de una estrella tuvo algún significado, ¿cuánto más la tendría la de un Héroe? El culto del Héroe es admiración que trasciende, que se siente por un Gran Hombre. Afirmo que los grandes hombres son admirables; creo que en el fondo nada hay más admirable. En el pecho del hombre no hay sentimiento más noble que la admiración sentida por otro superior a él. Eso es lo que influye en su vida vivificándolo, lo que influyó e influirá siempre. La Religión se basa en eso, a mi entender, no sólo el Paganismo, sino religiones mucho más sublimes y verdaderas, todas las conocidas. El Culto del Héroe, la admiración cordial, sumisa, ferviente, ilimitada, sentida por una más noble y divina Forma de Hombre; ¿no es ése el germen del Cristianismo? El más sublime de todos los Héroes es Uno, Uno que no nombramos ahora. Que el silencio sagrado medite sobre ese tópico sagrado; ya veréis que es la perfección de un principio que vive a través de la historia del hombre sobre la tierra.

Y descendiendo hasta cosas más explicables, ¿no es toda Lealtad afín a la Fe religiosa también? La Fe es lealtad para con algún inspirado Maestro, algún Héroe espiritual. Y, ¿qué es lealtad, el soplo de vida de toda sociedad, sino emanación del Culto del Héroe, sumisa admiración por lo verdaderamente grande? La Sociedad se basa en el Culto del Héroe. Toda dignidad jerárquica, en que se cimenta la asociación humana, es lo que llamaríamos Heroarquía, o Jerarquía, porque es sagrada también. Duque significa Dux, Conductor, King (rey) es contracción de Kön-ning, Kanning, compuesto de Know (saber) y Can (poder), o sea el que sabe y puede. La Sociedad es en todas partes representación, no insoportablemente inexacta, de un graduado Culto del Héroe; reverencia y obediencia a los hombres realmente grandes y sabios. Digo no insoportablemente inexacta; esos dignatarios sociales son como los billetes de banco, pues representan oro; por desgracia hay bastantes falsos; no importa que haya algunos, que haya muchos, lo grave sería que lo fueran todos o su mayor parte, porque entonces estalla la revolución; la Democracia, la Libertad y la Igualdad alzan su voz, pues, al ser falsos todos los billetes no pudiendo canjearse por oro, grita el pueblo desesperado al faltarle, diciendo que no lo hubo nunca. El Oro, el Culto del Héroe, existe, sin embargo, como existió siempre y en todo lugar, como existirá mientras el hombre viva.

Hoy es corriente creer que el Culto del Héroe, tal como lo entiendo, ha decaído, desapareciendo finalmente. Nuestra época parece negar la existencia de grandes hombres, para negar que su descubrimiento sea deseable, debido a razones que habría que discutir. Mostrad a nuestros críticos un gran hombre, un Lutero; inmediatamente comienzan a explicarlo, como dicen, no a venerarlo, sino a medirlo, acabando por empequeñecerlo. Fue hijo de su Época, afirman; la Época fue quien le llamó, la que lo hizo todo; él no hizo nada, de no ser lo que el crítico pudiera haber hecho. Para mí, esa tarea es melancólica. ¡La Época fue quien lo llamó! Todos conocimos Épocas que se cansaron de llamar a su gran hombre, sin que éste acudiera. No existía, porque la Providencia no lo había enviado. Desgañitóse la Época gritando cuanto pudo, produciéndose confusión y catástrofe porque el gran hombre no acudió al llamamiento.

Porque, si recapacitamos, no era necesario que la tpoca se desplomase, de haber hallado su gran hombre, un hombre sabio y bueno: sabiduría para discernir lo que la época requería, valor para conducirla por buen camino; eso es lo que salva una época. Yo equiparo las épocas vulgares y lánguidas, con su incredulidad, apuros, perplejidiides y circunstancias difíciles, que se desmoronan impotentes rodando por la pendiente hasta su ruina final, a la leña en espera del rayo Celeste que haga surgir la llama. El rayo es el Gran Hombre, con su fuerza emanada de la mano de Dios. Su voz es la palabra sabia que cura, en la que todos pueden creer. Todo arde a su alrededor, una vez ha sido tocado por él, con llama hija de la que le anima. Se cree que los leños secos y carcomidos lo llamaron; le necesitaban perentoriamente; pero, ¡en cuanto a llamarlo! Para mí los críticos que preguntan: ¿Son los sarmientos lo que causan el fuego?, son críticos de cortos alcances. La más triste prueba de pequeñez que puede dar un hombre es la incredulidad en los grandes hombres. El síntoma más pobre de una generación es la ceguera general ante la llama espiritual, que pone su única fe en el haz de leña. Es la consumación final de la incredulidad. Observamos que en toda época fue el Gran Hombre salvador indispensable de su tiempo, la llama sin la cual nunca se hubiera encendido el haz. Ya dije que la Historia del Mundo es la Biografía de los Grandes Hombres.

Esos mezquinos críticos hacen cuanto pueden para avivar la incredulidad y la parálisis espiritual universales; pero por fortuna nunca lo consiguen del todo. Siempre surge un hombre lo bastante grande para descubrir que ellos y sus doctrinas son quimeras y telarañas. Lo notable es que nunca pudieron desarraigar enteramente del corazón de los mortales cierta reverencia sentida por los Grandes Hombres, admiración genuina, lealtad, adoración, por oscuros y pervertidos que fueren. El Culto del Héroe existirá mientras el hombre exista. Boswell venera a su Johnson, hasta en el siglo XVIII. Los incrédulos franceses creen en su Voltaire, rindiéndole raro culto heroico en aquel último acto de su vida cuando lo ahogaron bajo rosas. El caso Voltaire siempre fue para mí curiosísimo. Si el Cristianismo es el ejemplo más sublime de Culto del Héroe, habrá que considerar en el Volterianismo uno de los inferiores. El que vivió como un Anticristo, presenta aquí un extraño contraste. No hubo gente menos propensa a la admiración que los volterianos franceses: los dominaba su carácter burlón. Pero el viejo de Ferney llegó a París; era un anciano, vacilante, achacoso, con sus ochenta y cuatro años, al que consideraron como Héroe, que había pasado la vida luchando contra el error y la injusticia, socorriendo a los Calas, denunciando a los hipócritas que ocupaban elevados sitiales; que había luchado como valiente, aunque de extraña manera. Creyeron que si burlar es meritorio, jamás hubo tan gran burlón. Fue ideal de todos, realizado, lo que todos se esforzaban por ser; el más francés de los franceses. Él era su dios, el dios a su medida. Por eso lo adoraron todos, desde la reina Antonieta hasta el aduanero de la Porte Saint Denis. Los aristócratas se disfrazaban de mozos de taberna. El Superintendente de Postas ordenaba a su postillón, tras estridente blasfemia: Acelera la marcha, pues llevas al señor de Voltaire. Su coche pasaba por las calles de París como un cometa cuya cola abarcaba todas las calles. Las damas arrancaban trozos de sus pieles para conservarlos como sagrada reliquia. Nada hubo en Francia de sublime, bello y noble que no reconociera que aquel hombre lo superaba.

Sí, desde el noruego Odin hasta el inglés Samuel Johnson, desde el divino Fundador del Cristianismo hasta el decrépito Pontífice del Enciclopedismo, el Héroe ha sido venerado en todas partes. Así será siempre. Todos amamos a los grandes hombres; los amamos y nos prosternamos humildemente ante ellos, porque es lo que más dignamente nos humilla. El verdadero hombre siente su superioridad al reverenciar lo que realmente le supera. El corazón no abriga sentimiento más noble ni bendito. Me complace observar que ni la lógica escéptica, ni la vulgaridad general, ni la hipocresía y aridez de cualquier época, pueden destruir esta noble lealtad innata, esta veneración arraigada en el hombre. En tiempos de incredulidad, que pronto se convietten en tiempos de revolución, se observa decadencia, lastimosa podredumbre y ruina. En esta indestructibilidad del Culto del Héroe paréceme ver hoy la dureza del incorruptible diamante, dureza que no puede ablandar la caótica situación revolucionaria. El confuso estado de lo que se desmorona, cruje y se desploma a nuestra vista en los períodos revolucionarios, llegará a ese nivel, pero nunca más abajo; el Culto del Héroe es la piedra básica eterna sobre la que podemos edificar siempre. La adoración más o menos ferviente que el hombre rinde al Héroe, la reverencia que todos sentimos por los Grandes Hombres, es para mí la roca viva inconmovible, a pesar de las catástrofes, el punto fijo en la historia moderna revolucionaria, que de no perdurar, sería abismo, mar sin orillas.

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