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Capital y trabajo 2

¿Cómo se convierte el dinero en capital?

Sólo se puede hablar de capital en la sociedad que produce mercancías, en la que existe la circulación de las mismas (es decir) en la que se practica el comercio. Sólo bajo este presupuesto histórico puede surgir el capital. La biografía moderna del capital data de la creación del comercio y mercado mundiales modernos, en el siglo XVI. (IV, 103.).

Históricamente, el capital empieza enfrentándose en todas partes con la propiedad inmueble en forma de dinero, bajo la forma de patrimonio-dinero, de capital comercial y de capital usurario. El dinero considerado como dinero y el dinero considerado como capital no se distinguen, de momento, más que por su diversa forma de circulación. (IV, 103.).

Junto a la forma inmediata de circulación de las mercancías: vender para comprar (Mercancía-Dinero-Mercancía), nos encontramos con otra forma de circulación: comprar para vender (Dinero-Mercancía-Dinero). Aquí el dinero juega ya el papel de capital. Mientras que en la circulación simple de mercancías, a través del dinero, se trocaban mercancías contra mercancías, en la circulación crematística lo que se intercambia es dinero contra dinero, a través de la mercancía. (IV, 103-104.).

Si por este medio se quisiera cambiar dinero contra igual cantidad de dinero, v. gr., 100 marcos contra 100 marcos, se trataría de un proceso totalmente insulso; sería mucho más sensato conservar de antemano los 100 marcos. Pero tal trueque sin propósito no se practica nunca, sino que se intercambia dinero contra más dinero; se compra para vender más caro. (IV, 104.).

En la circulación simple de mercancías se elimina de la circulación tanto la primera mercancía, como la última que salió, (porque) se consumen. Cuando, empero, es el dinero el que constituye el punto de arranque y el final de la circulación, entonces el dinero que aparece por último puede comenzar de nuevo; siempre el mismo movimiento; sólo existirá capital mientras se proceda así. Ahora bien, el poseedor de dinero que permite que su dinero recorra esta clase de curso es capitalista. (IV, 104-105.).

El valor de uso, por tanto, jamás lo maneja el capitalista como meta inmediata: así como tampoco la simple ganancia, sino el incesante movimiento de la ganancia. Este impulso absoluto de enriquecimiento, esta caza apasionada del valor de cambio, es común tanto al capitalista como al atesorador; aunque mientras éste no pasa de ser un capitalista loco, aquél es atesorador inteligente. (IV, 109.).

En el capital comercial es patentísima la tendencia de comprar para vender más caro; sólo el capital industrial posee la misma tendencia. (IV, 111.).

Se suele creer que la plusvalía se origina en que los capitalistas venden sus artículos sobre su valor propio. Los mismos capitalistas que venden, deberán comprar a su vez y tendrían que pagar, asimismo, las mercancías por sobre de su valor, de manera que, si tal suposición fuera atinada, la clase de los capitalistas jamás podría alcanzar su meta. Si abstraemos de la clase y contemplamos ahora a los capitalistas individuales, nos resulta lo siguiente: un capitalista, por ejemplo, puede muy bien trocar vino por el importe de 800 marcos contra grano por importe de 1000 marcos, de modo que en la venta gane 200 marcos. La suma en si de los valores de estas dos mercaderías es, antes lo mismo que después, de 1800 marcos; lo que se altera es exclusivamente su distribución. Si uno hubiera hurtado al otro directamente 200 marcos nada habría cambiado. La guerra es un robo, dice Franklin, el comercio, una estafa. Por consiguiente no es así como surge la plusvalía. Tampoco el usurero que directamente trueca dinero por más dinero genera plusvalía alguna, (por más que) extraiga valor existente del bolsillo ajeno y lo introduzca en el propio. Así, pues, por mucho que se estafen mutuamente los capitalistas, con compras y ventas no se produce plusvalía alguna. Esta se hace fuera de la esfera de la circulación; en ella sólo se realiza, se argentiza. (IV, 114-119.).

El dinero no empolla ni se multiplican las mercancías de por sí, por más que pasen de mano en mano. Con la mercancía ha de pasar algo, una vez ha sido comprada y antes de que sea vendida, que eleva su valor. Se ha de consumir en el ínterin. (IV, 120.).

Ahora bien, para que el poseedor de dinero pueda extraer valor de cambio del consumo de su mercancía, ha de encontrar en el mercado un artículo que posea la maravillosa propiedad de transformarse en valor al tiempo de su consumo, o sea, cuyo consumo sea creación de valor. Y, de hecho, en el mercado encuentra el poseedor de dinero dicha mercancía: la fuerza de trabajo. (IV, 120.).

Entendemos por fuerza o capacidad de trabajo el conjunto de las condiciones físicas y espirituales que se dan en la corporeidad, en la personalidad viviente de un hombre y que éste pone en acción al producir valores de uso de cualquier clase. (IV, 121.).

Para que un hombre pueda poner a la venta su propia fuerza de trabajo, ha de poder disponer antes que nada de ella; ha de ser persona libre. Más para poder permanecer tal, siempre ha de venderla temporalmente. Si la vendiera toda de un golpe, se convertiría de libre en esclavo; de poseedor de mercancía, en ésta. (IV, 121.).

El hombre libre está constreñido a llevar al mercado su propia fuerza de trabajo como mercancía, cuando está fuera de la posibilidad de vender otras mercancías en las que ya esté objetivado su trabajo. Si alguien qiuere encarnar su trabajo en artículos, ha de poseer medios de producción (materias primas, útiles, etc.) y, además, medios de vida de los que pueda alimentarse hasta que venda su producto. Si está privado de tales cosas, le es imposible en cualquier caso producir y no le queda para la venta más que su propia fuerza de trabajo. (IV, 122.).

Para convertir el dinero en capital, el poseedor de dinero tiene, pues, que encontrarse en el mercado, entre las mercancías, con el obrero libre; libre en un doble sentido, pues de una parte ha de poder disponer libremente de su fuerza de trabajo como de su propia mercancía y, de otra parte, no ha de tener otras mercancías que ofrecer en venta; ha de hallarse, pues, suelto, escotero y libre de todos los objetos necesarios para realizar por cuenta propia su fuerza de trabajo. (IV, 122.).

En todo caso no se trata de una relación que se pueda asentar en las leyes naturales, pues la tierra no produce por un lado poseedores de dinero y de mercancías, y por el otro puros poseedores de fuerza de trabajo. Esta relación ha sido producto del desarrollo histórico y de toda una serie de transformaciones económicas y sociales. (IV, 123.).

La mercancía fuerza de trabajo, como cualquier otra mercancía, posee un valor, que se determina por el tiempo laboral necesario para la producción -(si es preciso), también para la reproducción- del artículo. El valor de la fuerza de trabajo es igual, por tanto, al valor de los medios vitales necesarios para la conservación de su poseedor. Se ha de entender aquí por conservación, naturalmente, conservación durable, que comprende la procreación. Así se determina el valor de cambio de la fuerza de trabajo; su valor de uso se manifiesta sólo por el consumo de la misma. (IV, 125.).

El gasto de la fuerza de trabajo, lo mismo que el de cualquier otro artículo, se efectúa fuera del ámbito de la circulación de las mercancías. Por lo mismo tenemos que dejar a esta última, para seguir al poseedor de dinero y al poseedor de fuerza de trabajo hasta el recinto de la producción. Aquí se verá no sólo cómo produce el capital, sino también cómo es producido éste. (IV, 128.).

Hasta aquí sólo hemos visto traficar entre sí a personas libres, iguales, en una palabra, de la misma categoría, las cuales disponen de la suyo según su arbitrio; que compran y venden. Pero al apartarnos de nuestro lugar actual de observación y al seguir a las personas que comercian a su taller de producción, observaremos cómo se alteran las fisonomías de las mismas. El antiguo poseedor de dinero abre la marcha convertido en capitalista, y tras él viene el poseedor de la fuerza de trabajo, transformado en obrero suyo; aquél, pisando recio y sonriendo desdeñoso, todo ajetreado; éste, tímido y receloso, de mala gana, como quien va a vender su propia pelleja y sabe la suerte que le aguarda: que se la curtan. (IV, 129.).


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